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marzo, 1996:

Con los Mendoza por el poniente granadino

 

No hace muchas fechas he tenido la ocasión de viajar al Poniente Granadino. Un lugar de España donde la belleza del paisaje se mezcla con la fuerza de sus monumentos y la densidad de los recuerdos históricos, en los que Guadalajara y sus gentes más principales (desde los Mendoza al Doncel de Sigüenza) fueron protagonistas esenciales. Estas que siguen son, pues, líneas de contar, y líneas también de recordar nuestras cosas. Párrafos en los que sin esfuerzo animo a quienes me lean a que se preparen un viaje por este lugar de ensueño (las sierras de Loja, el llano de Zafarraya, los olivares de Montefrío y las abruptas alturas, ahora nevadas, de la Parapanda (junto a Illora) y los cerros de la Maroma, entre Granada y Málaga. Lugares donde se mezcla, en una sinfonía de color y evocaciones, la historia de los moros nazaritas con la guerrera adustez de los castellanos mendocinos.

El conde de Tendilla por Granada

Llegar a Alhama de Granada, y encaramarse a las buhardillas del recuerdo alcarreñista, es todo uno. La ciudad que fue perla del reino granadino en la Baja Edad Media, ofrece hoy al visitante su espectacular situación urbana. Situada sobre un empinado montículo, al sur se corta abruptamente por riscos que la defienden de forma natural. En esa altura, quedan los vestigios perfectamente restaurados de su alcazaba mora, de su iglesia parroquial (la primera cristiana que se alzó en terreno nazarita) y un sinfín de callejuelas retorcidas y empinadas (un pueblo árabe cien por cien) donde aparece el Hospital de la Reina, la Casa de la Inquisición, el Pósito de la plaza de los Presos, y el convento del Carmen, júbilo del barroco andaluz.

Pero a un alcarreño le tiembla la memoria cuando evoca algunas figuras que aquí no solamente estuvieron, sino que tallaron el esqueleto de esta ciudad con sus primeras voces. Uno de ellos, el más principal, fue don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, que en Alhama mantuvo la capitanía -dificilísima- de las fuerzas cristianas en el corazón de la Granada islámica, y protagonizó varias anécdotas que más adelante referiré.

Este fuerte bastión de los árabes fue tomado por sorpresa en 1482, concretamente el 28 de febrero, produciendo un efecto de pavor en el Reino de Granada de Muley Hassán. Cuando el rey nazarita se enteró de que un breve ejército de cristianos, comandados por el marqués de Cádiz (Ponce de León) y el asistente de Sevilla Diego de Merlo, con la ayuda de los escaladores del Rey, comandados por Ortega del Prado, habían logrado adueñarse de Alhama, la riquísima, la preciosa ciudad de las aguas termales, no dudó en «matar al mensajero»: su desesperación fue infinita.

Inmediatamente Muley Hassan acorraló a los cristianos, hechos fuertes en la atalaya empinada de Alhama. Las voces, -los emisarios-, de socorro llegaron a Castilla. Fernando el Católico armó un poderoso ejército que se dirigió de inmediato a socorrer a los sitiados. Tan grande potencia reunió, que los árabes abandonaron el cerco. El Rey Católico juntó nada menos que al Cardenal Mendoza, con su hermano Pedro Hurtado como adelantado de Cazorla, sumando más de 400 lanzas del arzobispado toledano; a ellos se unieron las fuerzas de don Beltrán de la Cueva, del segundo Conde de Tendilla, don Iñigo López; del segundo duque del Infantado, de igual nombre, que junto a su hermano al caballero Antonio de Mendoza, y su primo Bernardino Suárez de Mendoza, conde de Coruña, reunían lo más selecto de la armada castellana. Venían también don Diego Hurtado, continuo del Cardenal, nombrado ya obispo de Palencia, pero guerreador como su tío. La entrada, en la primavera de 1483, fue triunfal. Cualquier alcarreño sentirá un regusto emotivo al pasear por las calles de Alhama y saber que por aquí anduvieron, todos juntos, con sus pendones de gules, sinople y oro por delante, los más famosos Mendoza de la historia. El propio Cardenal consagró las tres principales mezquitas en sendos templos cristianos, que enseguida comenzaron a reformarse. La reina Católica donó una gran cantidad de ornamentos religiosos, que hoy todavía muestra orgulloso el párroco, perfectamente guardadas en armarios de la sacristía…

Pero todos marcharon, y el Rey dejó en funciones de defensor de aquella punta de lanza al segundo conde de Tendilla. Don Iñigo López de Mendoza hubo de aguantar en meses y años sucesivos fortísimos embates del ejército granadino. Muley Hassan primero, y enseguida su hijo Boabdil hicieron de la recuperación de Alhama su obsesión primera. Tan duro fue el asedio, que ya sin dineros para pagar a sus hombres, el conde hubo de fragmentar su vajilla de oro y plata en pequeños trozos para con ellos pagar sus sueldos a los soldados. El apuro llegó a tanto, que ya sin nada se le ocurrió escribir en pequeños fragmentos de cuero valores diversos junto a su firma, para que tuviera legalidad de cambio, y posibilidad de ser convertida en moneda metálica al fin de las hostilidades. Así ocurrió. Circularon los cueros como «billetes» de banco, en los que todos confiaban, y finalmente el Conde los cambió todos por dinero contante y sonante. En Alhama, a fines del siglo XV, el conde de Tendilla inventó sin duda el «papel moneda».

Incluso su ingenio y valor le permitieron, en el invierno de 1483 a 1484, en que llovió mucho, salvar la fortaleza de una invasión segura. Los nazaritas asediaban, como de costumbre, y un gran fragmento de la muralla en el lado más débil se vino al suelo. De inmediato, la misma noche del suceso, el conde mandó a todos sus hombres ponerse a desplegar papel, cueros, maderas y todo material imaginable teñido de color ocre y negro, semejando muralla, para que los árabes no se percataran de que se había derrumbado. Por detrás, se aplicaron a reconstruirla a toda prisa, y en pocos días la fortaleza volvía a serlo.

El embrujo de Alhama

La noche clara, muy fresca en estas serranías del sur de Andalucía, rezuma humedad. El agua suena, se precipita entre altísimas paredes de roca, en equilibrio los árboles, las torres y los molinos… al fondo del barranco, se abre el establecimiento de los baños. Nos enseñan sus cuidadores la maravilla de su alberca cubierta de arcos de herradura, monumentales, simulando un gran templo o palacio nazarita, remoto en su construcción de más de mil años, y con el agua manando en su interior, a 47 grados permanentemente, obrando en quienes se introducen en ella los milagros más increíbles. A mi amigo y gran escritor alcarreño Felipe Olivier López-Merlo, que en la ocasión me acompañaba, no tardó más de medio minuto en curársele un terrible dolor artrítico de su mano derecha que ya le duraba varios días. Para él, sin duda, estas aguas son un manantial de milagros, y para mí un espacio que, ahora que lo recuerdo, cada vez más me parece un sueño.

Las callejas retorcidas de su ciudad vieja, en las que aparecen palacios y lonjas, conventos y hospitales medievales, son un espacio que merece ser conocido. Aunque un terrible terremoto (en la Navidad de 1884) dejó el pueblo por los suelos, produciendo más de 300 muertos y casi 1500 casas derruidas, la fuerza de los alhameños logró en poco tiempo recuperar su vieja grandeza. En España hay mil lugares sonde la Naturaleza, la historia y el esfuerzo humano han logrado puntos maravillosos. Uno de ellos es, sin duda, Alhama de Granada, en el sur del Poniente Granadino. Desde Granada y desde Loja se llega fácilmente. Merece la pena acercarse, aunque sólo sea por degustar entre sus muros el aroma mendocino de tantos nombres que en ella hicieron historia.

Tras los pasos de los fueros de Guadalajara

 

Viejos códigos para la gobernabilidad de Guadalajara son los Fueros que sendos reyes castellanos, Alfonso VII y Fernando III, dieron allá por la Edad Media con el objetivo de que se tuvieran como leyes máximas para juzgar y decidir sobre los problemas que pudieran surgir entre los pobladores del todavía pequeño burgo cristiano. Esos viejísimos textos, cuyos originales se han perdido, y sus copias andan por ahí, por el ancho mundo, dando vueltas, apareciendo y desapareciendo como un guadiana de papel que se escabulle, han servido recientemente para que un grupo de profesores del «Liceo Caracense» de nuestra ciudad se haya planteado la utilidad de ser dados a conocer por amplio bloque de ciudadanos, además de por sus alumnos de bachillerato, y así ha surgido una breve pero bellísima edición, apadrinada por el Ayuntamiento de Guadalajara, en la que después de un estudio concienzudo y muy clarificador de la época en que surgen, se publican íntegros los textos conocidos de ambos Fueros, y se comentan, con palabras de hoy para gentes de hoy, en su significado.

La coordinación general del estudio ha sido llevada por Antonio Ortiz García, con quien han colaborado otros profesores del área de Geografía, Historia y Ciencias Sociales. Así Mariano del Amo Guerrero, Rosario Baldominos Utrilla, Jaime Cisneros García, Rosa Mª Gómez Gómez, Santiago Laina Riaño y Alfonso Martínez Asenjo. En un librito de 64 páginas se nos habla de la conquista de Guadalajara por parte de Alfonso VI y su capitán Alvar Fáñez de Minaya. Aquella noche del 24 de junio de 1085, surgió la leyenda que ha ido siendo esgrimida como una fábula heroica y paradigmática de valentías y heroísmos. Lo cierto es que (la Historia siempre más prosaica, los hombres más de carne y hueso) posiblemente sin lucha, en un pacto consentido por musulmanes y cristianos, Guadalajara se integra en el reino de Castilla y sus reyes le conceden Fueros para que la Ley sea, para todos, el norte único que marcase su convivencia.

Alfonso VII, exactamente en 1133, es quien manda escribir y sanciona como bueno el texto de un primer Fuero, al que se llamaría «corto» porque no tenía más de dos o tres páginas de pergamino en las que figuraban los veinticinco artículos (no numerados) que establecían normas ya tenidas en cuenta por el derecho consuetudinario, y otras nuevas aportadas por la prevalencia de las mismas en el norte de Castilla.

Pronto superado, especialmente por las necesidades de una población creciente y cambiante, en 1219 la Corte de Fernando III elabora un nuevo código, el llamado «Fuero largo» que será sancionado y entregado por el rey a la ciudad de Guadalajara, para que en adelante sirva de norma y referencia de jueces y ciudadanos. Son en este caso 115 los párrafos diferentes en los que se centran las normativas encaminadas a evitar peleas, daños, muertes, allanamientos de moradas y heredades, y a castigarlas con ejemplaridad. Merece la pena leer estos textos, simples en sus enunciados, misteriosos a veces con sus palabras caducas y desgastadas como piedras en el centro de una calzada, alojados en el tuétano de generaciones y generaciones. Hoy sólo un vestigio, remoto y escondido de un tiempo ido. Merece aún más seguir la doble lectura que Ortiz García y sus colaboradores nos proponen en su libro: en la página de la izquierda aparece el texto original, y enfrente, en la de la derecha, la explicación con palabras de hoy de lo que en la anterior se dice.

Los originales de estos Fueros, repito, se perdieron hace siglos. Nos han llegado simples copias. Del segundo de ellos, además, por verdadera casualidad. Pues la que había en Guadalajara fue raptada en noche de tormenta (es un decir…) y vendida por alguien a Melchor García, quien en 1921 se la vendió a un agente de la Universidad de Cornell, en los Estados Unidos. Allí fue enseguida apreciado por los investigadores hispanófilos yanquis, concretamente por H. Keniston, quien lo estudió a fondo, admirado por contar con tal joya de la historia castellana, y lo publicó en 1924 a través de la Universidad de Princeton en su Colección «Elliot Monographs». Su trabajo, en inglés, apenas fue conocido en España. El propio Layna Serrano, al redactar su «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI» no menciona para nada este Fuero ni su estudio previo, por lo que muy poco se había conocido hasta ahora del mismo. Quizás en este detalle radique la enorme importancia de la publicación que en estos días saca a la pública luz y presenta a todos el Excmo. Ayuntamiento de Guadalajara.

Frases y conceptos de los Fueros

En los dos Fueros medievales de Guadalajara, el corto y el largo, se encuentran detalles para remarcar. Expresan la forma de ser, de vivir y comportarse de nuestros paisanos de hace ochocientos años. Y aunque en la superficie parece haber grandes diferencias, luego de leer originales y explicaciones queda uno en la creencia de que el alma humana se ha movido siempre por los mismos imanes: el amor y el odio, el orgullo y la envidia, la generosidad y la experiencia como fuente segura del conocimiento… Algunos detalles pueden ilustrarnos en esta visión, rápida por fuerza, pero preámbulo de una segura lectura detenida de este libro que el Ayuntamiento arriacense está dispuesto a regalar a quien se lo pida.

Los ciudadanos de Guadalajara que tuvieran caballo y arma, eran considerados «caballeros» y además de tener muchas exenciones fiscales, estaban en la obligación de acudir a formar en el ejército o milicia concejil cuando el Rey pidiera que esta se formase y fuera en su ayuda en alguna guerra planteada. Solamente debían ir las dos terceras partes de los caballeros, quedando el otro tercio de guarnición y defensa en la ciudad. Como prerrogativa especial para los ciudadanos de Guadalajara, el Rey les eximía del pago de dos importantes impuestos, el portazgo y el montazgo, lo que añadía atractivos a muchos para venir a poblar en este lugar. En este primer Fuero se señalan los términos del «alfoz» de Guadalajara o término municipal en el que era aplicable del texto legal. Dos sexmas tenía, el Campo y la Alcarria y casi un total de 60 pueblos entre una y otra.

En el Fuero largo, y quizás porque estos hechos se hubieran hecho más frecuentes a principios del siglo XIII, se tiene más en cuenta que en el «corto» la legislación relativa a los daños, agresiones, insultos, etc. de unos ciudadanos a otros. Como curiosidad podemos recordar aquí que quien hería a otro de un puñetazo, debía pagar 10 maravedís; lo mismo si uno arrastraba a otro por el pelo. Y si la agresión se hacía con algún tipo de arma (de madera, de hierro, incluso piedras, o tejas) la multa ascendía a 60 maravedís. En el último caso, cuando alguien cometía homicidio, si le era probado tenía que pagar una multa de 300 maravedís, y se consideraba «enemigo» público, de tal modo que podían ser retados, sin penas para estos últimos, por los familiares del muerto. Si el asesino era insolvente y no podía pagar la multa, se le cortaba la mano derecha. El mayor de los delitos era (principios del siglo XIII, en Guadalajara) la violación de una mujer. Se castigaba con la pena de muerte.

En cualquier caso, un curioso documento que nos retrotrae con su lectura a tiempos ya perdidos, a nebulosas amanecidas de siglos pretéritos. Una curiosidad que, sin embargo, es útil. Alguien dijo que los países que no conocen su historia están condenados a repetirla. Si aquellos de cuando los Fueros no están considerados tiempos especialmente malos, no por desconocerlos vayamos ahora a volver a ellos. Que, a pesar de todo, nunca estaremos tan bien como ahora.

Un soneto de Alberti al Doncel de Sigüenza

 

Acabo de visitar Sigüenza en tarde de celajes y figuras por los cielos. Como otras veces he subido al castillo, he atravesado la estrechura del arco del Toril y he recorrido en la paz del atardecer el paseo de las Cruces. Antes me he pasado por un lugar que no es habitualmente escenario de los peregrinajes turísticos a la ciudad, pero que a partir de ahora deberá figurar también en obligada meca del tránsito a la sorpresa: la Estación del Ferrocarril, al final del arbolado paseo del Rey Alfonso, al otro lado del miniaturado río Henares, tiene desde el pasado 23 de febrero un motivo para la admiración. De un buen gusto y una portentosa calidad cuajado, se ha inaugurado el gran mural de cerámica que al viajero que llega a la Ciudad Mitrada le anuncia motivos para su gozo y lugares (en las cercanías) para su sorpresa. El Doncel Martín Vázquez aparece en lo alto, en sempiterna lectura sin rostro, y bajo él surge la maravilla de la palabra escrita. En resumen es esto lo que encontré en mi paseo hasta la Estación de Sigüenza; color, artesanía, homenaje y, sobre todo, la hermosa poesía de Rafael Alberti al Doncel seguntino, que es sin duda la más hermosa letanía de epítetos y consideraciones que hasta ahora se le han dedicado al joven guerrero medieval.

Un alarde de buen gusto

El mural dedicado a Sigüenza en la Estación de RENFE de la Ciudad Mitrada ha sido realizado por los artesanos de la cerámica que son Carlos Alonso y María de Hijas, creadores y mantenedores del Alfar del Monte en Pozancos. Por cierto, desde aquí mi más cordial enhorabuena, tras haber conseguido el Premio «Ínsula Barataria» de este año concedido por la Asociación Castellano-Manchega de Escritores de Turismo a la mejor iniciativa empresarial de tipo turístico. Carlos Alonso me explicaba, días atrás, la enjundia de su obra. Merece ser conocida por todos. Aunque de Alberti se han publicado las «Obras Completas» en 1988 (Aguilar), hay algunos poemas que no llegaron a salir a la luz. El Diario ABC publicaba no hace muchas fechas una colección de escritos poéticos amorosos que eran todo un monumento. En la correspondencia que durante largos años mantuvo el poeta gaditano con el escritor y diplomático cubano José María Chacón y Calvo (1893-1969), ahora publicada, ha aparecido la joya dedicada al Doncel. Enterado Carlos Alonso de ella, le pidió permiso al autor para reproducirlo en cerámica. Alberti, generoso siempre, amigo de sus amigos, dio el correspondiente permiso. Y ahí está, sobre el barro cocido, en pie, altísimo, puesto el soneto más musical y lírico a Martín Vázquez. Luego le copiaré, y aún le haré glosa como merece.

Los artesanos del Alfar del Monte han conseguido todo un homenaje, colorista y pluriambiental, a Sigüenza y su comarca. En llamada permanente a los viajeros, a la derecha del Doncel aparece el plano de su ciudad, con medallones en relieve y color ofreciendo las imágenes de los más interesantes edificios. A la izquierda, como a vista de pájaro altísimo, la comarca en torno, con los encinares, los calvos serrijones, las vaguadas y los alcores grises que espacian a los pueblos (Palazuelos, Carabias, Pelegrina) en los que Sigüenza prolonga su historia. El conjunto del mural ocupa una superficie de 370 cm. de ancho por 220 cm. de alto, y nos habla desde uno de los muros del vestíbulo de la estación. Los materiales, simples como la tierra misma: cerámica refractaria, coloreada y vidriada en cocción de alta temperatura a 1280 grados. Colores contenidos unas veces, llamativos otras, como puestos los dos planos sobre una ancha bandeja de «loza dorada» hispanoárabe, de múltiples colores, enmarcado todo por una greca de barro bruñido y tratado con cera.

El soneto al Doncel de Alberti

La parte central de este mural único es el soneto que Rafael Alberti (Puerto de Santa María, 1902) dedicó al Doncel en 1925. Es el año en que el poeta publica su primera obra, «Marinero en tierra». Tiene solamente 23 años, pero no es un novel. Tras su adolescencia rebelde, contrario siempre a lo establecido, escapado permanente del colegio, paseante eterno de la playa, captador de la belleza del viento, de la arena, de los árboles, de la blancura de la sal y de la luz infinita del mar, Alberti llega a Madrid en 1917. Quiere ser pintor, pero se resigna a escribir. En ese año de estrenos (1925) recibe el Premio Nacional de Literatura, y poco después publica «La amante» (1926) como experiencia contada de un viaje por Castilla, y «El alba del alhelí» (1927) tras su encuentro con la magia de Rute. Tras una depresión de ribetes melancólicos, Alberti escribe y publica «Sobre los ángeles» (1929) manifiesto surrealista que le catapulta al éxito. En 1931 se afilia al Partido Comunista, y durante la Guerra Civil escribe poemas para los combatientes y se pasea por las ciudades del frente. Secretario de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, por entonces y en este cargo visitó Guadalajara. En 1939 se exilió a México, luego a Buenos Aires, y finalmente a Roma. En 1977 volvió a España, a su Cádiz querido, al borde de ese mar azul siempre, fresco y furioso de las arenas sin fin de Chiclana, de Cabo Roche, de Camposoto, del Puerto…

Estos son los «catorce versos dicen que es soneto…» que Rafael Alberti dedicó al Doncel, a nuestro seguntino-alcarreño-granadino héroe:

Volviendo en una oscura madrugada

por la vereda inerte*, del otero*,

vi la sombra de un joven caballero

junto al azarbe* helado reclinada.

Una mano tenía ensangrentada

y al aire la melena, sin sombrero

¡Cuánta fatiga en el semblante fiero,

duro y quebrado como el de su espada!

– Tan doliente, tan solo y mal herido.

¿adónde vas en esta noche llena

de carlancos*, de viento y de gemido?

Yo vengo por tu sombra requerido,

doncel* de la romántica melena,

de voz sin timbre y corazón transido*.

Lo firma Rafael Alberti, y lo fecha en Andalucía, 1925. ¡Qué inmensa suerte para todos que este gran escritor, este culto andaluz, este lujo todavía vivo de las españolas letras se fijara en nuestro personaje! ¡Qué maravilla que nos propusiera un nuevo pensamiento hacia él, removidos por la belleza de la rima, acuciados por el misterio de las palabras!

Ya termino. Antes invito a todos a que vean esta preciosa obra, artesana y cumbrera, de Alfar del Monte en Sigüenza. Y no me resisto a copiar las definiciones que el Diccionario de la Real Academia Española da de algunas palabras que Alberti utiliza en su poema. Algunas las saben todos. Otras quizás (como a mí me ha pasado) las lean por primera vez. Todas ellas centran el poema hacia el misterio del personaje, ensalzándole como si en un altar estuviera, aunque cayera muerto sobre la fría tierra. Son estas:

* inerte: inactivo, ineficaz, estéril, inútil.

* otero: cerro aislado que domina un llano. 

* azarbe: del árabe «as-sarb», la cloaca: cauce a donde van a parar por las azarbetas los sobrantes y filtraciones de los riegos.

* carlanco: ave zancuda del tamaño de un pollo pequeño, y de color azulado, que vive en España en estado salvaje. Y añado yo: abunda especialmente en las marismas del bajo Guadalquivir, en lo humedales salinos de San Fernando y Puerto Real.

* doncel: joven noble que aún no está armado caballero…

* transido: fatigado, acongojado o consumido de alguna penalidad, angustia o necesidad.

Palazuelos de Sigüenza, un recuerdo vivo del marqués de Santillana

 

Estos días ha sido noticia la villa amurallada de Palazuelos. Las lluvias pertinaces, generosas y ansiadas de este invierno, han calado de tal modo por tierras, sierras y burgos, que en Palazuelos se ablandaron los terrenos donde desde hace cinco siglos se alzaban las murallas de la villa, y una parte de ella se ha venido abajo, desmoronada. Autoridades y pueblo, de mancomún, están trabajando y moviéndose para que en un plazo lo más breve posible vuelvan a levantarse en su primitivo aspecto. Mejor si es posible. No estará de más, por tanto, que hoy recordemos, en este baúl de las añoranzas provinciales, la historia y la presencia de este lugar encantador y único de nuestra tierra.

Historia de un pueblo y su muralla

Cerca, muy cerca de Sigüenza, recostada sobre la suave ladera que da vistas al amplio valle donde nace el Salado, aparece la villa de Palazuelos como una permanente sugerencia a ser visitada, vivida aunque sea unos instantes con la fuerza de la evocación y el misterio. Es Palazuelos una de las pocas villas que en España se conservan totalmente amuralladas, con las defensas primitivas que tuvieron en la Baja Edad Media. Ello le confiere una peculiar y neta apariencia de burgo medieval, y al viajero que la visita le supone un inesperado goce recorrer su entorno ‑murallas y torres, castillo y portones‑ en singular mezcolanza.

Como un breve apunte histórico antes de dirigirnos hasta su fortificada presencia cualquier domingo de esta cercana primavera, cabe recordar que esta historia se engarza a la de los múltiples señores que durante siglos la poseyeron. Tras la reconquista perteneció a la Tierra y Común de Atienza. Poco después, el Rey Alfonso X el Sabio se la donó a doña Mayor Guillén, junto a las villas de Cifuentes y Alcocer. Esta señora se la dejó en herencia a doña Beatriz que llegó a ser reina de Portugal, y ésta a su vez se la transmitió a su hija doña Blanca, abadesa del monasterio de Las Huelgas, en Burgos. Esta lo vendió al infante don Pedro, hijo de Sancho IV, y de este pasó, también por venta, en 1314, al obispo de Sigüenza don Simón Girón de Cisneros. De ser parte del señorío episcopal de Sigüenza pasó en el siglo XIV en su segunda mitad, a la casa de Mendoza. En 1380, figura incluido entre los bienes del mayorazgo que don Pedro González de Mendoza funda a favor de su hijo Diego Hurtado, futuro almirante de Castilla, de quien pasó, en 1404, a su hija doña Aldonza de Mendoza. Su hermanastro, don Iñigo López, primer marqués de Santillana poseyó y comenzó a levantar su castillo y murallas, dejándola a su hijo don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla, quien prosiguió y concluyó las obras.

Después permaneció varios siglos en esta familia mendocina, en la rama de los duques de Pastrana, hasta la abolición de los señoríos. Tras la subasta hecha por el Estado en 1971 de muchos de sus bienes patrimoniales, han vuelto a propiedad particular «el castillo y las murallas» de Palazuelos. Don Luís Moreno de Cala, apasionado de las construcciones antiguas, y con posibles suficientes para cuidarlas y mejorarlas, se hizo con ella.

Visita al monumento

La muralla rodea el pueblo en todo su perímetro, excepto en muy leves trozos derribados, y de otros ahora derrumbados. Se refuerza en ocasiones con cubos y torreones, y en ella se abren cuatro puertas, consistentes en gruesos torreones de planta cuadrada con cubos en las esquinas, a los que se penetra por uno de sus muros, bajo arco ojival, y se sale hacia el pueblo por otro diferente y lateral. Es el clásico sistema de «acceso en zig‑zag» tan propio de la Edad Media para la mejor defensa de las fortalezas, y que los Mendoza utilizaron en casi todas sus construcciones. En algunas de las puertas se ven, desgastados, los escudos de los Mendoza y Valencia, correspondientes estos últimos al matrimonio del adelantado de Cazorla, don Pedro Hurtado de Mendoza, con doña Juana de Valencia.

El castillo se alza inserto en la muralla, en su costado noroeste. Le rodea una barbacana baja, a la que se penetra desde la villa por una puerta que tuvo puente levadizo, y está escoltada de dos desmochados torreones. El recinto interior tiene un paseo de ronda, y en su centro está el cuerpo principal, que consta de un edificio alto, cuadrado, herméticamente cerrado y rodeado de dos cubos en las esquinas y gran torre del homenaje adosada al muro de poniente. La entrada a este recinto interior está en el dicho muro occidental. Por ello vuelve a repetirse el sistema zigzagueante de acceso en el caso de este castillo. Su época de construcción data del siglo XV, en su segunda mitad, y podemos atribuirla a los impulsos de don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, y su hijo don Pedro Hurtado.

En el interior de la medieval villa, el visitante puede admirar el edificio de su iglesia parroquial, que está dedicada a San Juan Bautista. El edificio primitivo es construcción del siglo XIII, pues se trata de un ejemplar románico muy sencillo. La espadaña triangular es también de esa primera época. Pero lo más importante de la edificación es obra del siglo XVI. En el interior del templo destaca el retablo principal, barroco, con varios lienzos estimables, entre ellos una representación de Santa Águeda. En la sacristía se conserva una buena cruz parroquial, del siglo XVIII, y varias insignias de antiguas cofradías.

En la plaza Mayor, amplia y con buenos ejemplares de arquitectura popular, así como decoraciones esgrafiadas en sus portadas, se ve ya reconstruida la picota, que consta de columna cilíndrica y remata en gran bola. Por las calles del pueblo se ven todavía grandes casonas, unas de aspecto rural de la zona, con graciosos esgrafiados, dibujos geométricos y zoomórficos y frases alusivas al dueño y a la fecha de construcción, predominando las realizadas en el siglo XIX; otras, presentan sobre sus portalones adovelados los tallados escudos de sus poseedores. Frente a la iglesia, la antigua casa‑curato, con el jarrón de azucenas y el par de llaves, formando emblema.

Un encanto y una magnífica ocasión de trasladarse, aunque sea con la imaginación solamente, a tiempos pretéritos, medievales y remotos. Una idea que surge, al ver tanta maravilla y su mal estado actual: ¿es tan difícil ponerse de acuerdo unos y otros [propiedad particular y autoridades culturales de la Junta y/o del Estado] para restaurar debidamente, de una vez para siempre, esta maravilla que nos ha legado el devenir histórico de nuestra hoy dormida y silenciosa tierra?

De momento, lector amigo, lo mejor que puedes hacer es irte hasta allí (en ese turismo doméstico de fin de semana, de mañana de domingo, al que te invito) y comprobar por ti mismo esto que digo. A ver qué opinas.

Herencia de moros: en busca del mudéjar por Guadalajara

 

En estos días que preludian movidas políticas, sobresaltos y alegrías, no estará de más orear un poco la imaginación, saltar en el abismo del tiempo y ponerse a la búsqueda, por tierras, sierras y caminos de nuestra provincia, de los elementos de una de nuestras más propias y olvidadas raíces, las mudéjares, las que explican en callada retahíla algunas páginas de la historia común. Y para no ser demasiado pesado en letras, pienso que lo mejor es dar claridad a la propuesta con la razón fundamental de nuestro tiempo, con la imagen, con las siluetas que en este caso son de complicadas tracerías y asombrosos dibujos en volutas.

Más de trescientos años permanecieron los musulmanes controlando políticamente el territorio de nuestra actual provincia, al menos el más poblado, el de los entornos del río Henares: desde su nacimiento por Horna y Sigüenza, hasta su salida al Jarama más allá de Torrejón, los árabes, beréberes y gentes varias del Norte de África y el Oriente próximo tuvieron el control de los caminos, de los alcázares y los portazgos. Desde los comienzos del siglo VIII hasta el fin del XI, la cultura islámica fue marcando (Marca la llamaron, por ser frontera con el cristiano Norte castellano) esta tierra, y dejando hondas huellas que aún pueden rastrearse.

El arte es el que mejor ha dejado su evidencia. El color pálido del yeso, de la piedra de Tamajón tallada, o la pintura roja de los muros, todavía se asoman a nuestro camino. Lo mudéjar es la herencia, en tierra ya cristiana, de esa previa dominación o cultura islámica. Muchos moros quedaron a vivir pacíficamente entre el sustrato hispano-romano y visigodo previo, sin dramas especiales con los nuevos gobernantes. Y esos moros tuvieron el saber de muchas cosas, de la construcción sobre todo, de la decoración de edificios, de portadas, de ventanales y cornisas.

Por ello no se hace difícil encontrar sus huellas en los corazones y los límites de la provincia de Guadalajara. Tanto en lugares estrictamente civiles, como los más puramente religiosos. Siete espacios nos pueden servir de parada, en una ruta idealizada que empezaría en Guadalajara y acabaría en Campisábalos, en los extremos septentrionales de nuestra tierra.

Los complicados dibujos de líneas y plantas (por algo se llaman arabescos a estas múltiples encrucijadas) reciben su herencia de la capital de la exquisitez islámica, de Granada, en cuyo palacio nazarita de la Alhambra toda la maravilla de la imaginación geometrizante es posible.

En Guadalajara encontramos un ejemplo primordial: el palacio de los duques del Infantado, construido en los años finales del siglo XV, recibió de las manos de muchos alarifes de origen moro sus más delicados adornos. En la imagen adjunta vemos remarcado el mocárabe que a todo lo largo de la fachada de este caserón mendocino sustenta el nivel más alto de balconadas y garitones. El genial espíritu de la levedad pétrea, de la ingravidez de la madera, tiene aquí su asiento.

Un lugar preciso y magnífico para iniciar una ruta del mudéjar que a continuación se irá hacia la Alcarria, y llegará hasta Brihuega. Subirá hasta el podio de su castillo de los obispos, cruzará el patio de honor, hoy cuajado de enterramientos, y penetrará en la capilla del arzobispo Jiménez de Rada. Allí, en sus paredes, y con pintura de oscuro tono rojo, encontrará el viajero los enrevesados y armónicos dibujos que artistas mudéjares al servicio de los toledanos prelados le pusieron a comienzos del siglo XIII.

Más allá, en las orillas casi del Guadiela, en el hondo y recoleto valle de Córcoles, la severidad cisterciense de su templo monasterial alberga en los costados de su presbiterio unas credencias que ven tallados rosetones de hermosa parafernalia mudéjar. Escoltadas de cortas columnas y pequeños capiteles románicos de acanto petrificado, los complicados dibujos de geometría soñada dan noticia cierta de alarifes moros por aquellos contornos. Era el siglo XII, Edad Media castellana repleta de gentes pegadas a su tierra secular y querida.

Se sube a Sigüenza luego, y se encuentran en plena ciudad episcopal detalles de la mudejaría andante: en la catedral, sin ir más lejos, en el gran coro de tallada madera que adorna el centro de su principal nave, surge brillante -cardinas y filigranas- la teoría más sublima del mudéjar, del geometrismo aniconográfico por excelencia: ausencia de seres, inexistencia de vida. Parece como si las líneas, al curvarse, solo buscaran producir música. Y en el Museo diocesano de Arte Antiguo, en un par de arcos que sirven de paso entre sus primeras salas, vemos los restos de sendas casas de las Travesañas, en las que constructores moros pusieron, para adornar los escudos de hidalgos severos, una complicada tracería sobre yeso de curvas, ángulos y mil sueños. No deben ser olvidados, aunque estén tan recónditos ahora.

Más hacia el norte, el viajero llegará hasta Albendiego, y en la orilla serena del Bornoba, se acercará hasta la ermita de Santa Coloma, el ejemplo más excelso del románico rural en Guadalajara. En su ábside, tres ventanales centrales en los que la filigrana tallada del mudéjar pregona viejísimos laureles. Los rosetones múltiples que tienen como motivo central la cruz octopuntata de los sanjuanistas, muestran hasta qué punto el mudéjar adornó los templos medievales cristianos. Un último enclave, la final frontera que nos circuye: Campisábalos, en su capilla del caballero San Galindo tiene varios motivos mudéjares que mostrar: quizás sea la ventanilla (no más de treinta centímetros de diámetro) que da luz a su presbiterio, ofrece de nuevo la estrella de cruzados rayos que complica el espacio, parte la luz y se lleva la mirada a rebotar en todos los límites que forma.

Un viaje, éste del mudéjar por Guadalajara, que merece emprenderse cualquier día. Está formado de pequeñas sorpresas, pero una meticulosa búsqueda puede aportar tantas ofertas que lo que hoy solamente es un artículo puede llegar a ser un día grueso volumen, cortejo de sones y filigranas. Una oferta para irse lejos de esta moderna voz que todo lo ahoga, y encontrarse en silencio con uno mismo, con su ancestral identidad.