La historia de Guadalajara a través de cuatro personajes

viernes, 9 febrero 1996 0 Por Herrera Casado

 

La historia de una ciudad, o de una comunidad humana cualquiera, se hace a través de sus propias gentes: unas veces de singularidades brillantes y renombradas; otras de anónimos grupos que participan con su quehacer diario, callado, muchas veces incomprendido, a que esa ciudad y esa comunidad se consolide. En estos días hemos vuelto a tener oportunidad de recordar, desde la orilla última, ese río caudaloso y sonoro que es la ciudad de Guadalajara. Desde el hoy, desde la tarde del pasado lunes 5 de febrero, en el salón de plenos del Ayuntamiento de nuestra capital tuvimos ocasión de ver el paso múltiple de la historia de Guadalajara, de algunos de los muchos personajes que con su sonoro apellido o su anónimo mirar construyeron este edificio en el que vivimos.

En un acto organizado por el Excmo. Ayuntamiento de nuestra ciudad, se presentó de forma pública y definitiva la gran obra que escribiera hace ahora cincuenta años don Francisco Layna Serrano, la que él tituló «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI», y que en realidad nos presenta el discurrir de la vida, las formas en que esa vida ha sido vista por sus gentes, desde la remota Prehistoria hasta los años de la pasada Guerra Civil. Del pesimismo que entonces destilaban las palabras del autor, se ha pasado (así lo recuerda el «Obligado Epílogo» que lleva la obra), a un optimismo bien anclado en realidades.

Esa «Historia de Guadalajara…» de Layna Serrano, que gracias al patrocinio del Ayuntamiento de nuestra ciudad ha podido ver la luz reeditada en una preciosa colección de cuatro gruesos y lujosos volúmenes, que sin duda se convertirán en el mejor regalo que a nuestros hijos podamos hacerles si queremos que ellos también sigan sabiendo lo que Guadalajara ha sido, lo que sus gentes han hecho, y la herencia que nos han dejado desde los más lejanos siglos, es sin duda una monumental aportación a la cultura local, a las más genuinas y hondas raíces de nuestro ser comunitario. Así lo dijo el Alcalde Bris en la presentación, así lo recordaron cuantos asistieron al acto, y así lo remarqué yo mismo en breve intervención en la que no pude hurtarme a recordar la historia de esta ciudad querida pasando la mirada sobre las cubiertas de sus cuatro tomos: porque en ellas están los rostros de cuatro de sus más solemnes protagonistas. De un lado, los grandes señores (poetas, religiosos, militares) que de la aristocrática familia de los Mendoza dieron aquí en Guadalajara su contundente fe de vida: don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana; don Pedro González de Mendoza, gran Cardenal de España; don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado… y de otro lado, ese anónimo personaje que encabeza el rimero de medio millar de páginas del cuarto y último tomo, al que sin nombre ni apellidos podemos considerar un alcarreño más: relacionado con los Mendoza, sí, crecido en el seno de su culta asamblea «ateniense y alcarreña», y viajero a América donde tanta grandeza de ánimo se regó por páramos y pampas, por selvas y manglares.

El marqués de Santillana

El primer tomo de esta «Historia de Guadalajara…» ahora definitivamente presentada por el Ayuntamiento, se cubre con la imagen de inteligente serenidad que protagoniza don Iñigo López de Mendoza. Nacido en Carrión de los Condes, aquí sin embargo vivió toda su vida, a excepción de las largas temporadas que por avatares políticos y guerreros hubo de seguir a la Corte, o formarla él mismo por las fronteras de Castilla. De sus peleas por Aragón y el Poniente granadino regresaba siempre a su palacio de la colación de Santiago. Allí, hacia 1448, el maestro Jorge Inglés le retrató arrodillado, orante, vestido con sus elegantes ropas de oscuro terciopelo, la cruz de San Antón al pecho, y en la pared frontera el verso dedicado a Santa María. De ese retablo (que se conoce como el del Hospital de Buitrago) surge la faz seria, rigurosa, honrada e inteligente de don Iñigo. El fue el primero de una larga serie de grandes Mendozas.

El Cardenal Mendoza

El segundo tomo está presidido por un hombre joven, serio y con cara de no haber roto un plato en su vida. Orante y sin pelo, don Pedro González de Mendoza da la imagen directa, auténtica, del quinto hijo del marqués de Santillana. En su persona se identificó con la máxima fuerza el sentido de «partido» más que de «clan» que en la política de la Baja Edad Media castellana tuvieron los Mendoza. Rodeado de cuatro obispos «familiares» suyos, que llevan como oferentes los atributos de su jerarquía múltiple, en un ámbito eclesial en el que a lo lejos se ve una ciudad que sin duda es Guadalajara, este retrato del gran cardenal Mendoza fue pintado, hacia 1470, por Hernando Rincón de Figueroa, para el retablo mayor del monasterio de San Francisco de Guadalajara, encargado y sufragado por el jerarca Canciller del Reino. Hoy, despedazado a lo largo de los siglos, este retrato se conserva en la Sala de comisiones del mismo Ayuntamiento de Guadalajara.

El tercer duque del Infantado

El tomo tercero de esta «Historia…» tiene una identificación más sorprendente. Aunque representa a un caballero coronado y ricamente vestido, sobre el que aparece el nombre de Alexander (Alejandro Magno) es muy probablemente la figura de don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado. Pertenece esta imagen al gran paño bruselés de «La Fama» uno de los nueve que forman la serie de «Los Honores» hoy conservado en el Museo Nacional de Tapices de la Granja de San Ildefonso (Segovia). Realizado a instancias de Pierre van Aelst, tapicero de la corte de Borgoña, a partir de 1516, cuando Carlos de Gante fue elevado a la categoría de Rey de Castilla, fue luego adquirido por los Fugger de Amberes y ofrecido por estos al Emperador, que finalmente los compró en 1526, en Sevilla, al tiempo de su casorio con Isabel de Portugal. En este paño, sin duda uno de los más hermosos del mundo, aparece La Fama subida a un elefante, sobre las gradas de un enorme templo en cuyas ventanas asoman los más renombrados escritores de la Antigüedad. Muchos personajes de la historia antigua aparecen paseando ante el templo, todos a pie, excepto dos que cabalgan: uno es Julio César, a quien el tapicero identificó expresamente con el Emperador, y el otro Alejandro Magno, a quien reservó la identificación del duque del Infantado, después de haber oído en boca del Emperador que era considerado por éste «mi parigual». Solo dos hombres a caballo en la Castilla de 1516, el Emperador Carlos y el duque del Infantado. Este que preside el tercer tomo.

Un conquistador de América

El cuarto y último tomo se reserva a un individuo anónimo, de gran fuerza varonil en el semblante. Vestido a la usanza castellana de mediado el siglo XVI, lleva en la mano una cartela de pergamino en la que se lee «Mi tener y mi valer, es a un solo Dios querer» y junto a él un escudo de armas. No es de los Mendoza, ninguno de los que con este apellido acudió a la aventura americana. Pero está sin duda en su círculo, formado a sus pechos. Se conserva este cuadro en el Museo del Prado, de autor también anónimo, y a la vista de él dijo Francisco López de Gómara que sin duda es este uno de los españoles que participaron en la «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió». Se refiere al descubrimiento y conquista de América. Un alcarreño anónimo. Un eslabón más de esta cadena impresionante de gentes que ha hecho, siglo tras siglo, que sea tan alto el edificio en que vivimos: la ciudad de Guadalajara.