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febrero, 1996:

El merecido homenaje a la memoria de Sinforiano García Sanz

El investigador y etnólogo Sinforiano García Sanz, con Antonio Herrera Casado, en junio de 1972

 

Este ha sido el primer año que la botarga de Guadalajara, las botargas de las Sierras y Campiñas de Guadalajara, han salido sin que Sinforiano García Sanz estuviera escuchando, aunque fuera de lejos, sus cencerros traviesos. Porque ese folclore de nuestra tierra, tan entrañable y variopinto, fue estudiado por él mejor que por nadie. Incluso el estudioso de honor de este ancestralismo guadalajareño, el también recientemente fallecido Julio Caro Baroja, vino a nuestra tierra a cazar botargas por llamado de Sinforiano García Sanz.  El caso es que ahora hace un año que murió este compatriota campiñero, y la Casa de Guadalajara, que está siempre con el ojo vivo mirando cuanto de interés y valor sucede por estos lares, ha organizado un ciclo de Homenaje a este personaje irrepetible. Y lo ha hecho mediante tres mesas redondas, la última de las cuales ha de celebrarse hoy mismo, a las 8 de la tarde, en los locales de la Casa de Guadalajara en Madrid, en la Plaza de Santa Ana nº 15, a los que pretendo acercarme nada más cumplir con otro compromiso que poco antes tengo en Madrid esta misma tarde. 

El amor a la vida, a la tierra y a los libros, son los tres perfiles que numerosos autores y estudiosos van a ponerle a la memoria de Sinforiano García Sanz. En los tres fue maestro, generoso paladín, entusiasta defensor de cuanto suponía autenticidad y cultura. En el local de la plaza de Santa Ana tenía aún otro merecimiento, el de haber sido fundador de la Casa de Guadalajara, con uno de los primeros carnets extendidos. Y su dedicación a la misma, como bibliotecario, miembro de la Junta Directiva, vocal permanente, acompañante y animador continuo, justifica de sobra este homenaje póstumo. 

Sinforiano García como persona

Parece que aún resuenan mis pasos en las escalerillas del portal del número 15 de la calle de Fuencarral, en Madrid. En 1973 me acerqué por allí a conocer a un autor que para mí, entonces empezando a conocer honduras y raíces de Guadalajara, era todo un nombre consagrado: Sinforiano García Sanz tenía multitud de artículos publicados en las revistas más prestigiosas de Etnografía en España, había acudido a congresos internacionales, y su voz como folclorista era tenida en cuenta en todos los foros. El santuario donde me recibió era de novela: un piso todo cubierto en sus paredes de libros y más libros, de grabados antiguos, de elementos del folclore alcarreño. En su mesa de despacho se amontonaban las notas, las fichas, los estudios sobre bailes, trajes, costumbres y detalles de la vida popular de Guadalajara. Para un primerizo como yo, su amabilidad y bondad resultó alentadora. Daban ganas de salir inmediatamente a recorrer la provincia, a seguir sus pasos, a continuar buscando costumbres antiguas, modos de entender la vida, y apuntarlos, reflejarlos en fichas, incluso analizarlos y publicar donde a uno le dejaran, las conclusiones… 

De entonces guardo una fotografía con él, rodeados de libros, destilando en su figura la buena hombría que le salía del corazón. Había nacido Sinforiano García Sanz en 1911, en Robledillo de Mohernando, muy cerca de Humanes. Chico de pueblo, allí se educó, marchando a los madriles como tantos otros hicieron antes de la Guerra. Le tocó servir en el Ejército por Cataluña, y a su vuelta intentó entrar en el oficio de la sastrería. Imposible ya, porque le tiraba el mundo del libro, tanto el de su comercio como el de su investigación. Creó un establecimiento de venta de libros antiguos y de ocasión, y se dedicó a viajar, a estudiar el folclore de Guadalajara y de Castilla, a coleccionar belenes, a recoger canciones y a enseñar a cuanto a él se le acercaban todo lo que sabía de nuestra tierra. 

Sinforiano García como investigador

No es este lugar para hacer un exhaustivo análisis de lo que Sinforiano García publicó sobre nuestra provincia. Hay un tema fundamental, que él podemos decir que “descubrió” y analizó con detalle, dejando un escuela de estudiosos que hoy todavía vive y palpita. Se trata de las botargas de Guadalajara. El fue su primer analista, recogiendo cuanto de ellas sabía en una publicación clásica, titulada “Botargas y enmascarados alcarreños” que en 1953 le publicó la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares (RDTP) y que sirvió para que el mundo de la cultura español se interesara por aquellas costumbres tan impresionantes. Así fue que enseguida Caro Baroja se interesó por ellas, y la directora del Museo del Pueblo Español, doña Nieves de Hoyos, hiciera algunos viajes por nuestra tierra. La verdad es que no todo cuanto García Sanz tenía recogido se publicó en aquella ocasión. La salida al mercado de esa Revista magnífica cual eran los “Cuadernos de Etnología de Guadalajara”, en su número 1 volvió a publicar, añadido de los datos que aún faltaban, la obra de Sinforiano García sobre las botargas. Era el año 1987. De clasicismo quedó cubierta su aportación al tema. 

Pero nuestro autor tocó otros muchos, diversos temas relacionados con el costumbrismo de la Alcarria. Así, por recordar sólo los más importantes, en 1945 publicó un estudio sobre la fiesta de “Las Ramas” de su pueblo, Robledillo, aparecido con todos los honores el primer volumen de la ya referida Revista de Dialectología y Tradiciones Populares (RDTP). Poco después publicó en ella el trabajo sobre “Los Aguinaldos de Santa Águeda” den Ruguilla, y en 1948 también en la RDTP apareció su investigación sobre “La Quema del Judas en la provincia de Guadalajara”. En 1951 apareció en las mismas páginas otro importante trabajo de Sinforiano García, las “Notas sobre el traje popular de la provincia de Guadalajara”. Sus viajes acompañando a las chicas de las Cátedras Ambulantes de la Sección Femenina por los pueblos de nuestra tierra, le dieron oportunidad de conocer a fondo esta temática. Multitud de pequeños trabajos, de notas, de apuntes sobre costumbres populares fue publicando García Sanz en los periódicos de Guadalajara: concretamente en Nueva Alcarria, y en Flores y Abejas, aparecieron numerosos ejemplos. Poco después, a partir de 1987, en los Cuadernos de Etnografía de Guadalajara, salieron a luz algunas nuevas aportaciones. Así, los “Datos sobre la desaparecida Soldadesca de Codes”, también en 1987, o su último gran trabajo, en 1993, “Sobre el Cancionero de Guadalajara y su Geografía Popular”, que sería el último testimonio escrito antes de morir, en 1995. 

Sinforiano García Sanz en el recuerdo

La iniciativa de la Casa de Guadalajara en Madrid ha sido más que acertada: imprescindible se hacía recordar la figura de este hombre bueno y excepcional. A Sinforiano (Todos le llamábamos “Sinfo” sin necesidad de más concreciones) García Sanz le llueven ahora lágrimas de sus amigos. Revestido de su capa castellana, con la pipa en la boca, aunque no fumara, y la ironía fina en sus labios, no dejaba de observar, de apuntar y meditar sobre cuanto veía. Gentes como él hacen falta, a docenas, en Guadalajara. Gentes que hagan cosas, que estudien, que protejan, sin pedir nada a cambio. Rafael Pedrós, ese excepcional artista que en Yélamos ha puesto su casa alcarreña, le ha dedicado unas “Aleluyas al estilo castellano” que son toda una jolgoriosa romería por la vida de nuestro autor. Estará tan feliz, viendo que sus paisanos aún se acuerdan de él. Yo creo que debiéramos hacer algo más. Dedicarle un “rincón” en su pueblo natal ya lo tiene concedido. Una calle en la capital sería lo justo, y un Museo de Artes y Tradiciones Populares con su nombre, imprescindible. Incluso crear a su memoria algún premio para quienes sigan sus pasos, en la investigación y la salvaguarda de las esencias costumbristas y autóctonas de nuestra tierra. Escuela dejó, no cabe duda.  Su recuerdo, vivo aún, debería ser ejemplo para futuras generaciones.

Manuel Medrano Huetos: (1860-1906) un arquitecto en el recuerdo

 

El pasado lunes se rindió un cálido homenaje a la figura de uno de los más ilustres hijos de la Guadalajara decimonónica: uno de esos trabajadores que pasaron su vida (su corta vida, en este caso) haciendo cosas nuevas, casas altas, trazos sobre el papel, memorias ciertas… Se trató en la salón de actos del Colegio Oficial de Arquitectos de nuestra ciudad de la figura de Manuel Medrano Huetos, en la ocasión de la presentación de un libro que sobre él y la obra que dejó edificada acaba de escribir Miguel Ángel Baldellou, un prestigioso profesor de la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid, que conoce como nadie la historia del quehacer constructivo de la Guadalajara del siglo XIX. La obra, que inaugura con su número uno la Colección Juan Guas de libros de arquitectura, es un monográfico repaso a la vida y obra de un profesional que nació en nuestra ciudad en 1860, y que tras hacerse un hueco de auténtica altura en el complejo mundo de la arquitectura de la Corte, murió en ésta a los 44 años de edad. Es de aplaudir esta iniciativa, debida en primer lugar al profesor Baldellou, que con tanto interés se ha ocupado siempre en estudiar el mundo arquitectónico de la capital de la Alcarria, lo suficientemente subyugante como acaparar la atención de los especialistas. Y en segundo lugar al Colegio Oficial de Arquitectos de Castilla-La Mancha, en su delegación de Guadalajara, presidida por Javier Solano, así como a la Excma. Diputación Provincial de Guadalajara, cuyo presidente Francisco Tomey también ha apoyado esta iniciativa. De ella surge la posibilidad de tener esta obra dispuesta para cuantos quieran saber, leyéndola y admirando sus múltiples grabados, muchos de ellos a color, algo más acerca del personaje que rememoramos: el arquitecto finisecular Manuel Medrano.

Vida de Manuel Medrano Huetos

Manuel Medrano nació en Guadalajara el 25 de Diciembre de 1860, hijo de Félix Medrano Polo y de Gregoria Huetos, en la casa familiar situada en la antigua calle de San Antonio, que poco después de su muerte fue renombrada con el apelativo de quien también recibiera el título de Hijo Predilecto de la ciudad. Aunque la mayor parte de su vida la pasó en Madrid, como estudiante, profesional y político, a Guadalajara siempre quiso volver, y de hecho sus restos fueron trasladados al Cementerio Municipal en 1948 por sus hijos.

Hacia 1879 comenzó sus estudios de Arquitectura, teniendo como profesores, entre otros, a personajes de la talla de Lallave, Aguado, Cabello, Jareño, y Velázquez Bosco. Con muy buenas notas, acabó la carrera en 1874, y de ella salió con un bagaje de conocimientos técnicos y sobre todo con una ilusión por poner en práctica las teorías recibidas que le lanzaron inmediatamente al ejercicio profesional. Uno de los referentes estéticos que indudablemente marcarían al joven Medrano sería la obra de Ricardo Velázquez Bosco, entonces construyendo en Madrid cosas tan impresionantes como el ministerio de Fomento (hoy Agricultura), el palacio de Cristal del Retiro o la Escuela de Minas. Incluso es posible que ya por entonces comenzara a trazar los primeros apuntes de su obra magistral, el conjunto del Panteón y Fundación de la Duquesa de Sevillano en Guadalajara.

Casado con Mª Cruz Miguel Sánchez, tuvo con ella seis hijos, y en 1886 abrió una Academia preparatoria para carreras técnicas, donde varios años dio clases a multitud de alumnos. El prestigio que como profesor alcanzó en esta su Academia de la Plaza de la Cebada, fue sin duda la causa de que el Claustro de la Escuela Superior de Arquitectura le propusiera para el cargo de profesor «accidental», que ejerció durante un curso en la más alta escuela de la profesión, en Madrid. Gracias a su adhesión, mantenida toda su vida, a las ideas y a la persona del Conde de Romanones, pudo entrar también en la Administración para la que desempeñó el puesto de «Auxiliar para trabajos de inspección de Monumentos históricos», y a través de la política democrática de fines del XIX, fue elegido en diversas ocasiones concejal del Ayuntamiento madrileño, llegando a ser Teniente de Alcalde cuando don Álvaro de Figueroa presidió el Concejo madrileño. Ese quehacer le supuso también llegar a ser no solamente el arquitecto «personal» del egregio político alcarreño, sino que por esa vía alcanzó a ponerse de moda entre la alta sociedad madrileña, de la que empezó a cosechar encargos y éxitos relevantes.

La obra de Manuel Medrano

Sus más importantes construcciones las dejó Medrano Huetos en Madrid. Para el Conde de Romanones labró un impresionante edificio residencial en la calle del Marqués de Villamejor, y para los herederos de la madre del Conde, ella misma marquesa de Villamejor, proyectó y levantó la casa de la calle Maestro Victoria nº 3, así como otras edificaciones todas soberbias, diseñadas con gusto, con muchos detalles historicistas propios de la época. No olvidamos la casa que levantó en la calle Mayor madrileña, esquina a Postas, y algunas otras.

En Guadalajara dejó lo más cordial de su imaginación. Para Romanones hizo (rehizo, mejor dicho) el palacio de la Cotilla, casona dieciochesca que precisaba arreglos y ampliaciones. Para la familia del propio Medrano, y para él mismo cuando viniera a su burgo natal, en la calle de San Antonio donde había nacido, elevó un edificio dignísimo de cuatro plantas, hoy rehabilitado con gran acierto.

Con el prestigio adquirido en la Corte, el Ayuntamiento de Guadalajara, que en aquella época de finales del siglo XIX andaba buscando soluciones «modernas» para erigir su nueva sede, tras requerir proyectos de sus arquitectos municipales y de otros profesionales de prestigio, acudió a solicitar consejo y proyecto a Manuel Medrano. Uno con torre central y gran empaque salió de sus manos, aunque fue muy contestado por los compañeros que como de plantilla actuaban en el Concejo. No obstante, siempre se le consultó a Medrano acerca de los problemas que iban surgiendo en la erección del nuevo Ayuntamiento, valiéndole su dedicación los mejores elogios y aplausos de la ciudad.

Finalmente, quizás la obra más singular que de la imaginación y saber de Manuel Medrano salió: el panteón funerario de los marqueses de Villamejor. «Se trata, -según nos describe M.A. Baldellou en su obra ‘Tradición y Cambio en la Arquitectura de Guadalajara’- de un templo elevado sobre un alto podio con acceso por uno de sus lados. La planta es de cruz griega, de brazos muy cortos, lo que la hace parecer cuadrada. Un pórtico clásico con frontón y columnas jónicas se adelanta sobre el acceso, cubriéndole. Sobre esta base se eleva un templete de planta circular con tambor rodeado de columnas unidas por arcos de medio punto y cubierto por una bóveda que soporta una cruz con paño colgante». Lo terminó de construir en 1899, y por entonces se alzó ante los ojos de nuestros conciudadanos como uno de los monumentos más llamativos de la ciudad (aún no existía el Panteón de la Duquesa…) Hoy todavía sorprende a quien, entre los silenciosos cipreses del Camposanto, se da una vuelta a mirar arquitecturas.

De esta breve biografía, de esta densa obra arquitectónica. De tanto amor dedicado a una profesión, y de tanta sabiduría y buen criterio, quedó memoria entre quienes le conocieron. Y hoy, creo que con toda justeza, la mano también presta y sabia de Miguel Ángel Baldellou, animada por el Colegio de Arquitectos y la Diputación Provincial, han hecho posible que la memoria de Medrano Huetos se rescate entre nosotros, y el homenaje que muchos ciudadanos le dieron el pasado lunes nos supo a todos más a merecido. Obligado.

La historia de Guadalajara a través de cuatro personajes

 

La historia de una ciudad, o de una comunidad humana cualquiera, se hace a través de sus propias gentes: unas veces de singularidades brillantes y renombradas; otras de anónimos grupos que participan con su quehacer diario, callado, muchas veces incomprendido, a que esa ciudad y esa comunidad se consolide. En estos días hemos vuelto a tener oportunidad de recordar, desde la orilla última, ese río caudaloso y sonoro que es la ciudad de Guadalajara. Desde el hoy, desde la tarde del pasado lunes 5 de febrero, en el salón de plenos del Ayuntamiento de nuestra capital tuvimos ocasión de ver el paso múltiple de la historia de Guadalajara, de algunos de los muchos personajes que con su sonoro apellido o su anónimo mirar construyeron este edificio en el que vivimos.

En un acto organizado por el Excmo. Ayuntamiento de nuestra ciudad, se presentó de forma pública y definitiva la gran obra que escribiera hace ahora cincuenta años don Francisco Layna Serrano, la que él tituló «Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI», y que en realidad nos presenta el discurrir de la vida, las formas en que esa vida ha sido vista por sus gentes, desde la remota Prehistoria hasta los años de la pasada Guerra Civil. Del pesimismo que entonces destilaban las palabras del autor, se ha pasado (así lo recuerda el «Obligado Epílogo» que lleva la obra), a un optimismo bien anclado en realidades.

Esa «Historia de Guadalajara…» de Layna Serrano, que gracias al patrocinio del Ayuntamiento de nuestra ciudad ha podido ver la luz reeditada en una preciosa colección de cuatro gruesos y lujosos volúmenes, que sin duda se convertirán en el mejor regalo que a nuestros hijos podamos hacerles si queremos que ellos también sigan sabiendo lo que Guadalajara ha sido, lo que sus gentes han hecho, y la herencia que nos han dejado desde los más lejanos siglos, es sin duda una monumental aportación a la cultura local, a las más genuinas y hondas raíces de nuestro ser comunitario. Así lo dijo el Alcalde Bris en la presentación, así lo recordaron cuantos asistieron al acto, y así lo remarqué yo mismo en breve intervención en la que no pude hurtarme a recordar la historia de esta ciudad querida pasando la mirada sobre las cubiertas de sus cuatro tomos: porque en ellas están los rostros de cuatro de sus más solemnes protagonistas. De un lado, los grandes señores (poetas, religiosos, militares) que de la aristocrática familia de los Mendoza dieron aquí en Guadalajara su contundente fe de vida: don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana; don Pedro González de Mendoza, gran Cardenal de España; don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado… y de otro lado, ese anónimo personaje que encabeza el rimero de medio millar de páginas del cuarto y último tomo, al que sin nombre ni apellidos podemos considerar un alcarreño más: relacionado con los Mendoza, sí, crecido en el seno de su culta asamblea «ateniense y alcarreña», y viajero a América donde tanta grandeza de ánimo se regó por páramos y pampas, por selvas y manglares.

El marqués de Santillana

El primer tomo de esta «Historia de Guadalajara…» ahora definitivamente presentada por el Ayuntamiento, se cubre con la imagen de inteligente serenidad que protagoniza don Iñigo López de Mendoza. Nacido en Carrión de los Condes, aquí sin embargo vivió toda su vida, a excepción de las largas temporadas que por avatares políticos y guerreros hubo de seguir a la Corte, o formarla él mismo por las fronteras de Castilla. De sus peleas por Aragón y el Poniente granadino regresaba siempre a su palacio de la colación de Santiago. Allí, hacia 1448, el maestro Jorge Inglés le retrató arrodillado, orante, vestido con sus elegantes ropas de oscuro terciopelo, la cruz de San Antón al pecho, y en la pared frontera el verso dedicado a Santa María. De ese retablo (que se conoce como el del Hospital de Buitrago) surge la faz seria, rigurosa, honrada e inteligente de don Iñigo. El fue el primero de una larga serie de grandes Mendozas.

El Cardenal Mendoza

El segundo tomo está presidido por un hombre joven, serio y con cara de no haber roto un plato en su vida. Orante y sin pelo, don Pedro González de Mendoza da la imagen directa, auténtica, del quinto hijo del marqués de Santillana. En su persona se identificó con la máxima fuerza el sentido de «partido» más que de «clan» que en la política de la Baja Edad Media castellana tuvieron los Mendoza. Rodeado de cuatro obispos «familiares» suyos, que llevan como oferentes los atributos de su jerarquía múltiple, en un ámbito eclesial en el que a lo lejos se ve una ciudad que sin duda es Guadalajara, este retrato del gran cardenal Mendoza fue pintado, hacia 1470, por Hernando Rincón de Figueroa, para el retablo mayor del monasterio de San Francisco de Guadalajara, encargado y sufragado por el jerarca Canciller del Reino. Hoy, despedazado a lo largo de los siglos, este retrato se conserva en la Sala de comisiones del mismo Ayuntamiento de Guadalajara.

El tercer duque del Infantado

El tomo tercero de esta «Historia…» tiene una identificación más sorprendente. Aunque representa a un caballero coronado y ricamente vestido, sobre el que aparece el nombre de Alexander (Alejandro Magno) es muy probablemente la figura de don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado. Pertenece esta imagen al gran paño bruselés de «La Fama» uno de los nueve que forman la serie de «Los Honores» hoy conservado en el Museo Nacional de Tapices de la Granja de San Ildefonso (Segovia). Realizado a instancias de Pierre van Aelst, tapicero de la corte de Borgoña, a partir de 1516, cuando Carlos de Gante fue elevado a la categoría de Rey de Castilla, fue luego adquirido por los Fugger de Amberes y ofrecido por estos al Emperador, que finalmente los compró en 1526, en Sevilla, al tiempo de su casorio con Isabel de Portugal. En este paño, sin duda uno de los más hermosos del mundo, aparece La Fama subida a un elefante, sobre las gradas de un enorme templo en cuyas ventanas asoman los más renombrados escritores de la Antigüedad. Muchos personajes de la historia antigua aparecen paseando ante el templo, todos a pie, excepto dos que cabalgan: uno es Julio César, a quien el tapicero identificó expresamente con el Emperador, y el otro Alejandro Magno, a quien reservó la identificación del duque del Infantado, después de haber oído en boca del Emperador que era considerado por éste «mi parigual». Solo dos hombres a caballo en la Castilla de 1516, el Emperador Carlos y el duque del Infantado. Este que preside el tercer tomo.

Un conquistador de América

El cuarto y último tomo se reserva a un individuo anónimo, de gran fuerza varonil en el semblante. Vestido a la usanza castellana de mediado el siglo XVI, lleva en la mano una cartela de pergamino en la que se lee «Mi tener y mi valer, es a un solo Dios querer» y junto a él un escudo de armas. No es de los Mendoza, ninguno de los que con este apellido acudió a la aventura americana. Pero está sin duda en su círculo, formado a sus pechos. Se conserva este cuadro en el Museo del Prado, de autor también anónimo, y a la vista de él dijo Francisco López de Gómara que sin duda es este uno de los españoles que participaron en la «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió». Se refiere al descubrimiento y conquista de América. Un alcarreño anónimo. Un eslabón más de esta cadena impresionante de gentes que ha hecho, siglo tras siglo, que sea tan alto el edificio en que vivimos: la ciudad de Guadalajara.

De botargas, diablos y ruidos invernales

 

Fiestas de invierno

El folclore de nuestras tierras castellanas, a la chita callando (aunque algunas veces con más ruido que otras) es variadísimo y en cada época tiene una manifestación que permite ser vivida, gozada, participada por quienes la alimentan. En estas fechas (calendas podrían decirse, porque las centra la festividad de hoy, la Virgen de la Candelaria) surgen como pequeñas explosiones de color y alegría, enmedio de los campos húmedos y verdeantes, entre las escarchas tímidas de las vaguadas, al sol tímido de los mediosdías, las fiestas de las botargas, que cada año son nuevas para muchos ojos, aunque todas tengan siglos de rodadura y cencerradas.

Especialmente en los pueblos de la campiña del Henares y primeras estribaciones de la Somosierra guadalajareña, mantenidas desde decenios inmemoriales, o recuperadas dignamente en años recientes, en este fin de semana aparecerán fiestas que son auténticos vestigios arqueológicos. Ya hubo en Valdenuño Fernández, los primeros días de enero, la fiesta del Niño Perdido, y hace poco en Robledillo, en Montarrón y Mazuecos, a San Sebastián y a la Virgen de la les ha rodeado el alegre zumbar de campanillas y músicas botarguiles. En plena euforia del «renacer festivo» de la naturaleza estamos.

En este fin de semana que nos llega, oportunidad no faltará para enfrentarse a otras magníficas imágenes: las de botargas, diablos y cofradías subiendo y bajando los montes con su casi mitológica cargazón de carreras, de gestos, de porras talladas y gritos a la Virgen.

Las botargas de la Campiña y Serranía de Guadalajara son sin duda herencia directa de los días prehistóricos, de las reuniones tribales, basados en un concepto más vitalista de su uso y repetición que el meramente festivo que hoy se da: los ritos propiciatorios están en las botargas serranas de Retiendas, de Arbancón, de Montarrón o Beleña; en la carrera onírica del monstruo de Peñalver, que no deja rincón sin hurgar ni cara sin sorprender, con su tintineo de botarga en trance; o, por tirar algo hacia el Sur, y llegar hasta el límite meridional de las Alcarrias, en tierras que fueron en su día propiedad del Cardenal Mendoza y de la Princesa de Éboli, en Almonacid del Marquesado, en la provincia de Cuenca.

La botarga de Retiendas

Fiesta curiosa es la que en Retiendas se celebra en honor de la Virgen de la Candelaria, aunque ahora se traslada al primer domingo de febrero (este año solo se desplaza dos días, de hoy viernes, al domingo). Entre los secos brazos de los robles y el manto blanco de la nieve en las laderas del Ocejón, Retiendas se muestra como siempre, junto a la barrancada rojiza, con una sola calle abierta en canal. Por ella se saca en procesión a la imagen de la Candelaria, sobre andas a hombros de aquellos que pujaron más alto en la subasta previa. Delante de la Virgen, va bailando  la botarga: traje de paños multicolores, careta de diablo, cachiporra y castañuelas, con un buen nudo de cencerros en la espalda. Da brincos y hace sonar las latas, y solamente dice «Viva la Virgen Santísima» delante de la imagen, sin darla nunca la espalda. Al regreso de la procesión, dentro del templo baila la botarga y suena el tambor. Los que llevan las andas se arrodillan tres veces con la imagen sobre los hombros, y la gente arroja monedas sobre ellas. La función de la botarga sigue pasando por las casas a coger chorizos y pidiendo dineros a las gentes. Luego se deja caer por un terraplén, mientras los chicos del pueblo apedrean un «pajarito» o dulce típico puesto sobre la cachiporra de la botarga.

Todo es color, dulzor y añoranza en esta fiesta. Van los de siempre, los hijos del pueblo, algún curioso que aún no ha visto nunca una botarga en su salsa, en medio de las calles alborotadas de un pueblo habitualmente vacío.

La endiablada de Almonacid del Marquesado

En la extremidad suroccidental de la provincia de Cuenca, en la comarca que llaman Mancha Alta, y que en realidad es continuación sin fronteras de la última Alcarria, la que ve contenidas en sus barranquillas y cerretes los portentos monumentales de Uclés y Segóbriga, asienta un pueblote grande y llano, Almonacid del Marquesado, que comulga con la tierra de Guadalajara en un par de cosas: en lo de Almonacid, el nombre de origen árabe que significa «la huerta del señor» y que también junto al Tajo tenemos uno en nuestros límites provinciales. Y en lo del Marquesado, porque se refiere al de Almenara, aquel que tuviera su cabeza en lo alto del castillo de La Puebla, y que levantado por los caballeros santiaguistas pasó en el siglo XV a poder de don Pedro González, el poderosísimo Cardenal Mendoza, y luego por vía de su segundo hijo, el príncipe de Mélito, hasta la princesa doña Ana de Mendoza y de la Cerda, la tuerta de Éboli. Estamos (estaremos, si vamos) como en propia casa.

Y es también casualidad que haya allí, hoy viernes y mañana sábado, una tremenda fiesta que es única en todo el ámbito manchego, una «endiablada» suprema en la que salen a la calle decenas de botargas armadas de cachiporras talladas, sonoras de cientos de grandes cencerros, y ataviadas con el multimillonario arco iris de todos los colores del mundo.

Esta fiesta que así se titulada, «La Endiablada de Almonacid», es única en la Mancha, e incluso en dicho pueblo piensan que es única en el mundo. Para cualquiera que llegue desde Guadalajara, y ese día haya visto el rito de Retiendas, o recuerde los colores y sonidos de Aleas, de Beleña, de Montarrón y Valdenuño, se dará cuenta que no es sino una reproducción de estas, aunque -eso sí- a tamaño monumental, casi operístico y multitudinario.

Porque la fiesta de los diablos de Almonacid del Marquesado se celebra dos días seguidos, y en ella intervienen decenas de participantes, todos igualmente ataviados con camisas y pantalones de vivos colores, enormes cencerros atados a la cintura, cachiporras en las mano y un gorro, que el día de la Candelaria es cilíndrico, rojo, coronado de flores, y el día de San Blas (mañana sábado) será en forma de mitra episcopal, en recuerdo del oficio del santo abogado de los males de garganta.

El momento cumbre de la fiesta, en ambos días, es la procesión que tiene lugar a lo largo de la mañana. Los diablos, en dos filas a lo largo de la calle, forman delante de la imagen. Algunos de ellos llevan máscaras, pero aún sin ellas conservan la porra tallada y rematada en alguna figura monstruosa, que agitan en sus manos. A lo largo del desfile, y en torno a la iglesia, se viven unos momentos de extraordinaria tensión y signifi­cado incomprensible: uno de los diablos, en cualquier momento, arranca en veloz carrera hacia la imagen, con los brazos extendidos, en una especie de súplica u ofreci­miento; del enorme grupo, unos le siguen y otros no con lo que se forma una rueda, que en danza sonora y convulsiva llega a alcanzar los límites del paroxismo. Colorismo y ruido ensordecedor tintan de única y estremecedora esta fiesta de Almonacid, que se repite luego, en el interior de la iglesia, durante la misa. El espectáculo se com­pleta con una serie de danzas en la plaza, hoy a cargo de mujeres, quizás para compensar el hecho de que sólo los hombres pueden formar parte de esa tremenda e impresionante Endiablada.

En marcha pues, y a la sierras de Guadalajara o a la Mancha conquense, este fin de semana será una ocasión propicia para contactar con esa corriente perdida y sin embargo viva de la tradición, del folclore más genuino, el de las botargas y los diablos rodando por las calles.