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agosto, 1995:

El balneario de Trillo, un sueño para un pueblo

Vieja estampa de los jardines del Balneario de Trillo

La villa de Trillo, que por los avatares de la historia ha estado siempre, hasta hoy mismo, en el centro de la atención de las cosas ocurridas en la provincia, está acometiendo unas faraónicas obras en el corazón de su estructura urbana que le están cambiando el carácter a ojos vistas. Hasta ahora no se han dado más que noticias de lo que iba a hacerse, cifras de lo que cuesta, e intenciones de lo que quiere cumplir. Los comentarios sobre lo que se está haciendo corren como polvorilla incendiaria por el pueblo. Una pérgola en lo que antes era la barbacana, y una columnata inmensa con rampa cubierta bajo ella, dado al cauce del río Cifuentes un aspecto que sólo me atrevo a calificar de «atípico» está siendo recibido con comentarios realmente encontrados en Trillo.

A la espera de tiempos mejores

Pero el porvenir de este pueblo no pasa por esas obras. Pasa por acometer de una vez por todas el gran proyecto que dé un giro de 180 grados a su vida y a la de la provincia: pasa por reconstruir y recuperar los Baños de Carlos III y ponerlos en funcionamiento en forma de Balneario. El dinero para acometer esa obra lo tiene el Ayuntamiento. También las ganas. Pero el lugar (todavía ocupado por el Sanatorio Leprológico aunque cada mes que pasa con menos enfermos vivos) es ahora pertenencia de la Junta de Comunidades, y la desafección del mismo a favor del Ayuntamiento trillano está siendo dilatada de forma tal que ni se sabe cuando podrán empezar las obras y ver la provincia toda abrirse un nuevo camino a su prosperidad. Esperamos que las intenciones de la Junta, si son limpias y verdadermente sociales, se pongan de manifiesto pronto, dando vía libre al Ayuntamiento de Trillo para construir este gran proyecto: el Balneario de Carlos III.

Algo de historia

Decía un historiador de los Baños, el doctor Contreras, que los baños de Trillo «ya se conocían en la época de la dominación romana, en la que Trillo se llamaba Thermida». En efecto, desde tiempos muy antiguos fueron conocidas y apreciadas estas aguas medicinales, para las que se erigió un centro donde poder tomarlas comodamente. Romanos y árabes se aprovecharon de éllas, quedando su fama extendida por todo el país.

Ya en el siglo XVII comenzaron algunos autores a ocuparse de éllas, describiendo el lugar y estudiando la composición de las aguas y sus aplicaciones. Por entonces, dice Limón Montero, no había allí «mas casa ni comodidad que una cabaña que se hizo de brozas», con lo que las fatigas que habían de pasar los bañistas debían ser notables y aun perjudiciales para su salud. Con todo, la gente mejoraba de sus afecciones reumáticas, gracias a los componentes clorurado‑sódicos, sulfatado‑cálcico‑ ferruginosos, y arsenicales de las aguas.

El auge del balneario comenzó en el reinado de Carlos III. En 1771 llegó al balneario don Miguel de Nava‑Carreño, decano del Consejo y Cámara de Castilla, quien denunció al rey el interés del lugar y su completo abandono. Fue nombrado enseguida «gobernador y director de las casa de Beneficencia y Baños Termales de la villa de Trillo», y comisionado don Casimiro Gómez Ortega, profesor de Botánica en Madrid, «hombre de esclarecido talento, vasta erudición y profundos conocimientos» para realizar el estudio químico de las aguas. Como siempre ocurre, un político y un pensador juntos. El segundo dándole ideas al primero.

En los cinco años siguientes se adecentó todo aquéllo, se canalizaron conducciones, se arreglaron fuentes y se descubrieron otras nuevas: las del Rey, Princesa, Condesa, el Baño de la Piscina y otras fueron rodeadas de pretiles, uno de éllos «en forma de media luna», y a su pie «un asiento que, guardando la misma figura, forma una especie de canapé todo de sillería muy hermoso y cómodo, y en el cual pueden sentarse a un tiempo con mucha conveniencia hasta cuarenta o cincuenta personas». Se hicieron cloacas para el desagüe, y en 1777 se concluyó el Hospital Hidrológico, a cuya entrada se colocó un busto de Carlos III, y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Este Hospital Hidrológico no tuvo un destino inmediato, pero en 1780, se extendió el acta que lo hacía «público Hospital… con doce plazas, con la dotación de alimentos, cama y asistencia necesaria para ocho hombres y cuatro mujeres de continua residencia en él, con la precisa prohibición de pedir limosna allí, ni por el pueblo».

El norte filantrópico que desde el primer momento dirigió estos baños, queda retratado en el anterior detalle, o en la frase de su primer director, el señor Nava, quien, al hablar de la utilización de las aguas, decía: «debe dirigirse a la utilidad pública, a cuyo objeto se dirigen todas las miradas de S.M. como a blanco único de su paternal desvelo», revelador enunciado del Despotismo ilustrado, que prevalecía en el siglo XVIII. Ojalá eso, que también hoy se dice con «pompa y circunstancia» se llevara a efecto con total realismo.

También el obispado de Sigüenza, en cuya jurisdicción quedaba Trillo, se ocupó en colaborar, levantando una nueva fuente, para pobres y militares, llamada del Obispo, en honor de don Inocente Bejarano, que ocupaba en 1802 la silla seguntina.

A la muerte del señor Nava fue nombrado gobernador interino el conde de Campomanes, primer ministro, quien delegó en don Narciso Carrascoso, prebendado de la catedral de Sigüenza, y este dejó los baños otra vez en abandono.

Fernando VII creó en 1816 el cuerpo de médicos directores de baños, nombrando director de los de Trillo a don José Brull. En 1829, pasó a dirigirlos don Mariano González y Crespo, quien publicó estudios sobre el uso de las aguas, descubrió una nueva fuente, y arregló el «camino viejo» que venía desde Brihuega, por Solanillos. Levantó edificios y construyó las fuentes de «Salud» y «Santa Teresa», así como nuevas dependencias para la dirección y administración. Durante su mandato se montó también la calefacción en los baños, por medio de generadores de vapor.

Poco a poco, los baños de Trillo, que tanto habían supuesto para la salud de los artríticos de los siglos XVIII y XIX, fueron decayendo. La desamortización de Mendizábal dispuso de éllos, vendiéndolos a la familia Morán, que se dedicó a su cuidado. En 1860 fue la Diputación Provincial la encargada de su administración.

¿Vendrán tiempos mejores?

Cuando en 1878 decía don Marcial Taboada, en el centenario de su restauración, que «Quiera el Cielo que los días que hayan de venir y las generaciones que hayan de sucedernos, dén cima al humanitario cometido de nuestro augusto fundador…», ignoraba la escasa vida que le restaba a esa institución sanitaria. Tras decenios de abandono, el Estado de Franco instaló en aquel paradisiaco lugar una Leprosería que durante los años 50 a 80 de este siglo cumplió su cometido, pero que hoy, ante la inexistencia de enfermos leprosos, no tiene ningún sentido. Se impone, pues, y conforme al deseo del Ayuntamiento y pueblo de Trillo, que aquello se transforme, de una vez por todas, en el gran Balneario que puede y debe. «El balneario más cercano a Madrid», podría rezar su eslogan primero. Y un porvenir de ensueño abrirse desde Trillo a la provincia toda.

En manos de los políticos tenemos siempre nuestro porvenir. ¿Porqué no pensarán algún día en el beneficio auténtico de las gentes?

En la muerte de Julio Caro Baroja, un enamorado de Guadalajara

Julio Caro Baroja tuvo una especial predilección por Guadalajara

 

La última vez que Julio Caro Baroja estuvo en Guadalajara fue el 12 de febrero de 1991. Poco más de cuatro años hace. Fue esa también una de las últimas veces que se alejó más de lo debido de «lchea», su casona residencial, su familiar mansión en la orilla del Bidasoa, en un difícil equilibrio fronterizo entre España y Francia, pero en el corazón de uno de los territorios más hispánicos que existen: Euskadi, Y entonces, aquella noche al salir del Ateneo Municipal donde dio una inolvidable conferencia sobre «La Historia falsa de España», el último aire que la Alcarria dejó en sus mejillas fue el sonoro beso de una admiradora que, después de haberse leído muchos de sus libros, no se aguantó y le despidió con un «¡Le quiero, don Julio!» que al solemne académico le debió sonar como el más maravilloso de los piropos que jamás le hayan dicho. Máxime viniendo de quien venía exclamación y beso. 

Esa fue la última vez que el gran historiador, el gran intelectual español Caro Baroja estuvo en Guadalajara. Antes había venido muchas otras veces por nuestra tierra. En ella fue el descubridor, junto al también desaparecido recientemente Sinforiano García Sanz, de las botargas de nuestros pueblos serranos y campiñeros. El fue quien valoró el inmenso tesoro etnológico de estas figuras ancestrales, y con ellas y la pericia cinematográfica de su hermano Pío, rodó una película de soberana grandeza: «A caza de botargas» que no hace mucho tiempo tuve la inmensa suerte de ver proyectada en un popular salón de Robledillo de Mohernando. 

Julio Caro Baroja, muerto en su casa de Vera de Bidasoa (Navarra) el pasado 18 de agosto, ha sido una de las colosales figuras de la cultura española de este siglo. Como decía Alvar en su apresurada necrológica, la mejor definición que le cabía era la de ser «un hombre libre, un hombre independiente». Qué pocos podemos decir hoy eso. “Sólo soy libre, cuando me siento libre” intentaba definir Paul Valéry a esa intangible condecoración que para el hombre es la Libertad. Caro Baroja la llevaba puesta, antes que esos premios (decenas de ellos tenía cosechados) que Academias, jurados, Príncipes y ministras le han concedido. En 1980, el entonces ministro de Cultura Ricardo de la Cierva le nombró asesor suyo. Pocos meses después abandonaba: el puesto (que a tantos les hubiera parecido miel sobre hojuelas) declarando que la vida pública española le desencantaba profundamente: seguiría dedicando sus horas a la investigación, al estudio, a la meditación, a los viajes, a ilustrar con sus libros y sus palabras la inacabable y honda avenida de las antropo-aguas españolas. ¡Qué sencillo era, qué sabio! Como le admiramos todos a don Julio, a su ejemplo de serenidad, de paciencia, de serio enfrentamiento con la realidad del pasado, que es mucho más difícil que la de hacerlo con la del presente, tan vacía. 

Julio Caro Baroja había nacido en Madrid el 13 de Noviembre de 1914. Su padre, Rafael Caro Raggio, era editor de libros, y su tío, Pío Baroja, universal escritor hispano. En un ambiente de intelectualidad serena y cierta creció el joven, que estudió en el Instituto Escuela de Madrid, luego en la madrileña Facultad de Filosofía y Letras, y después de la guerra en numerosas escuelas y universidades de Europa. Soltero pero no sólo («el hombre no tiene una soledad absoluta decía‑ porque la soledad pura no existe») alcanzó a ser director del Museo del Pueblo Español en su primera etapa, abriendo un camino de investigaciones sobre antropología española, hasta entonces tan marginales entre los sesudos profesores universitarios, que no tardaría en hacerse acreedor a las máximas distinciones de la cultura española: académico de número de la Real de Historia en 1962, fue elegido en 1985 miembro de la máxima entidad de las letras, la Real Academia de la Lengua. Su bibliografía llegó a ser tan extensa, que en 1978 se contabilizaban ya 380 títulos entre libros y artículos, y hoy alcanzan el millar sin duda. Un récord que no es tan sólo numérico, sino cualitativo, porque pocas personas habrá en España que hayan dicho tanto, tan importante, y tan sucintamente como lo ha dicho Caro Baroja. No sólo antropólogo fue, como su estereotipo repite, sino grandioso historiador, fabulador, folclorista, científico, pintor, y viajero: un sabio al uso antiguo, pero en nuestros días. Un ejemplo para todos. Un español, como acaba de calificarle Laín Entralgo, «irrepetible». 

Guadalajara es, ‑en esta hora de dolor por la pérdida de un español insobornable, antológico y realmente merecedor de aplauso‑, un lugar donde el hueco de su vida se muestra patente y dolorido. Porque él conoció bien esta tierra, la pateó a modo, la estudió y dibujó con pausa, con amor incluso. Recordar solamente cómo de su viaje a Robledillo tomó apuntes que luego plasmó en sendos dibujos: la ermita de la Soledad y una casona popular, que serían incluidos en el Catálogo de su Exposición antológica de 1986 en San Sebastián. Recuerdos del paso de este hombre por la Campiña del Henares, y que también anduvo la Alcarria buscando colodras para su Museo madrileño, que llenó con lo que él y su amigo el americano Foster recogieron a través de los 16.000 kilómetros que se hicieron andando por España. 

La alcarreña de mirada limpia y corazón firme que hace cuatro años, ‑en el momento en que Caro Baroja se alejó para siempre de esta tierra nuestra‑, le dio un beso de despedida, podría haber hecho mejor que yo esta semblanza última de Julio Caro. Su silencio incrédulo, como el de tantos muchos admiradores que este hombre tenía en Guadalajara, es la mejor expresión del fervor que en esta provincia cosechó este sabio madrileño, vasco y español. Este hombre que, en el necrológico «tombeau» de Francisco Rico, ha recibido los justos calificativos de «Libre, genial, erudito,/ tímido y audaz y raro,/ en la prosa y en la vida… Julio Caro».

La Cocina de Guadalajara y el arte de la Gastronomía

El gran libro de La cocina de Guadalajara

 

Uno de los muchos aspectos turísticos que tiene Guadalajara, atractivo como pocos, y no de los más pequeños, es el de la Gastronomía: el arte que se derrama por cocinas y me­sas, por mesones y bodegas, produciendo gustos y sorpresas sin fin. No es que yo sea un experto, ni mucho menos, en este arte complicado y civilizado como pocos de la, gastronomía, pero la aparición reciente de un  libro extraordinario que toca este aspecto de nuestra provincia, me hace comentar a mis  lectores habituales cuatro cosas sobre los go­zos que el buen comer y el buen beber, pueden   concedemos, y las buenas razones que hay para ponerse en tomo a una mesa bien provista y   convertir un día cualquiera en un momento inolvidable.

Todo eso puede conseguirse sin mucho esfuerzo, y es razonable que, a ello vayamos. Desde el Arcipreste de Hita, con su sentido vitalista de la existencia, hasta el Nóbel Cela que junto a nosotros crece en sabiduría y decires, las gentes que pueblan y han poblado la Alcarria tienen en el paladar una de sus mejores veletas: saben por dónde sale el sol, de donde sopla el viento y cuál es el mejor fogón donde nace el más sabroso morteruelo.

La cocina de Guadalajara

El libro de que hablo es el que se titula «La Cocina de Guadalajara», y lo han escrito al alimón dos profundos conocedores del estómago y las cocinas de los alcarreños: el doctor Juan Antonio Martínez Gómez‑Gordo, cronista oficial de la, ciudad de Sigüenza, diplomado que es en Endocrinología y Nutrición, y su hija Sofía Martínez Taboada, verdadera experta y también diplomada en Gastronomía por las mejores escuelas de Europa. Además de eso, han caminado la provincia, han entrado en todos sus restaurantes (que los hay, como en caza y venados, de todo pelaje) y han probado de todas las ollas. Se han animado, incluso, a preparar ellos mismos los platos cuyas recetas conocen. Es ese el mejor camino (como todo en la vida) para hacerse un experto en algo: practicarlo por sí mismo.

A Juan Antonio Martínez Gómez‑Gordo ya le conocíamos como aficionado a lo gastronómico, e incluso de él hemos podido leer en los últimos años un buen puñado de páginas y libros sobre los aspectos del buen comer en Sigüenza: la «Cocina Seguntina» y la «Miel en la Cocina» han sido dos de sus publi­caciones más aplaudidas y reeditadas, con abun­dancia de recetas que hasta ese momento eran desconocidas, estaban como recluidas en la memoria popular, pero no sobre los manteles blancos de los restaurantes. Hoy, sin duda, la capacidad de Gómez‑Gordo de descubrir, mo­dular y exponer los guisos de la cocina de Guadalajara, ha permitido que en muchos res­taurantes de nuestra tierra se haya llegado a utilizar sus recetas como seguro reclamo de una clientela cada vez más conocedora y exi­gente.

Las mejores de comidas de Guadalajara

Nuestra tierra tiene de todo. Desde la caza a la pesca, pasando por la miel suculenta de las abejas y las hortalizas‑limpísimas de sus huertos. Y tiene además mil formas de prepararlo y de ofrecerlo, de manera que no sólo sea alimenticio, sino suculento: las perdices en escabeche, la caza en morteruelo, el cordero asado, las judías rociando todo tipo dé viandas, y los dulces que en forma de bizcochos borrachos, de yemas delicadas o de alajús que piden el feroz mordisco, todo está tradicionalmente conocido y siempre renovado.

El libro de Martínez Gómez‑Gordo y Sofía Martínez Taboada, ofrece al lector, además de un montón de fotografías en color con la exposición sugerente de los platos alcarreños ya preparados, un recetario inacabable. A lo largo de 3510 páginas, y divididas en nueve apartados, varios cientos de recetas ponen a producir saliva a las glándulas parótidas, y a programar un viaje a cualquier sitio donde las sepan preparar bien. O animan, a los más decididos, a ponerse ellos/as mismos a elaborarlas. La técnica que los autores de «La Cocina de Guadalajara» han utilizado es el de presentar un inicial capítulo donde se tocan los aspectos tradicionales de cada tipo de alimento (el cordero como tradicional vianda, las legumbres y hortalizas como elementos de socorrida ayuda al hambre, etc.) y la relación de ingredientes que cada guiso precisa seguido de la preparación que le hará realidad. Fáciles y cómodas, la mayoría de estas citas que rozan casi la sublimidad literaria y se aposentan en los estómagos, pueden hacerse en casa y ser ofrecidas a los amigos.

Tantas peñas, tantas sociedades gastronómicas, tantos grupos de amas de casa que se afanan por descubrir, por esmerarse, por ser originales, aquí tendrán su oportunidad de ganar puntos. Y sobre todo descubrirán algún nuevo plato, que, nacido en la provincia de Guadalajara, aún no se les había desvelado.

Todas las guías, todos los libros que hasta ahora se han escrito, sobre. Guadalajara, han hecho alusión a lo bien que por aquí se come. Una gastronomía cu­yos orígenes ya recogió Antonio Aragonés Subero en su clásico libro, que alcanzó dos ediciones, sobre el buen yantar de la Alca­rria. Alfredo Juderías, en­ bromas y veras, nos dejó su honda raíz de milenarios guisos judíos, sumado de su «Cocina para pobres» que era todo un canto al ingenio culinario. El propio Cela en su inmortal «Viaje a la Alcarria» va probando, allí donde le dan, migas y escabeche, rodajas de tocino y aceitunas rellenas de anchoa, que eran por en­tonces, hace cincuenta años, las ofertas suculentas de nuestros pueblos. No hace mucho, en las páginas del ABC se despachaba a gusto encomiando la oferta gastronómica del Restau­rante Quiñoneros de Brihuega. Y entre unos y otros, el descubrimiento de esos fogones, de esas cocinas y esos comedores de nuestra pro­vincia  se va haciendo pasito a paso.

Este libro que con paciencia y buen tino acaban de escribir y ver publicado Juan Anto­nio Martínez Gómez‑Gordo, y su hija Sofía Martínez Taboada, viene a ser como el glorio­so remate de tantas sabidurías antiguas. Le «créme de la créme» que diría Brillart‑Savarin. Un primer paso para que, ya en serio y para siempre, los restauradores de nuestra tierra apor­ten su ingenio Y su entusiasmo a la causa del turismo en Guadalajara. Que aunque pasa por el ecuador de la historia, la monumentalidad y el paisajismo, habrá de tener en la gastronomía autóctona su aliado más firme.

Sigüenza, el púlpito del Cardenal Mendoza

El púlpito del Cardenal Mendoza en el crucero de la catedral de Sigüenza

 

En el Quinto Centenario del Cardenal Mendoza, es justo y lógico que dediquemos algunas páginas de recuerdo y admiración hacía su persona y hacia su obra. Porque su gran capacidad de acción permitió que don Pedro González de Mendoza dejara su nombre, su escudo, y sobre todo la memoria de su gran personalidad, grabados por todos los lugares por donde pasó. En la ciudad de Sigüenza son múltiples las actuaciones que a él se deben: desde la creación de la plaza mayor para servir de mercado semanal, hasta la ampliación de la capilla mayor de la catedral, donde además mandó poner un grandioso retablo de estilo gótico y pinturas sobre tablas que desapareció por completo, sustituido en el siglo XVII por el actual de Giraldo de Merlo y su equipo. Además del coro catedralicio y algunos arreglos en bóvedas laterales, don Pedro González mandó tallar un soberbio púlpito en el que se cantaran sus glorias y se pusiera de por siglos la memoria de su persona y su linaje. Le veremos con detalle a continuación. 

El púlpito mendocino

En el lado de la Epístola, en la confluencia del transepto con la capilla mayor, se encuentra esta magnífica obra del último gótico: el púlpito tallado en alabastro que fue regalado a la catedral por su obispo y cardenal don Pedro González de Mendoza. Fue el encargado de realizarlo el conocido tallista Rodrigo el Alemán, a quien se propuso hacerlo en madera. Pero en última instancia no fue él quien lo realizó, sino un desconocido artista, de elevada técnica, e inscrito claramente en la ya reconocida escuela de escultura gótica que en los finales del siglo XV produjo Sigüenza. Quedó terminado en 1495 y, por desgracia, el Cardenal comitente no llegó nunca a verlo. 

Se trata de una bellísima obra de arte que ha despertado siempre admiración y diversas interpretaciones a su significado. Rizados en cardinas y hojarasca sus capiteles sustentadores, los cinco tableros que constituyen sus límites rebosan gracia gótica en todos sus detalles. Los de los lados presentan sendos escudos cardenalicios de Mendoza, y en los centrales aparecen tres figuras. El central muestra una dulce Virgen María que sustenta, en sus brazos, y algo apoyado en su cadera izquierda, un Niño, Jesús que juguetea con el manto de su madre. La Virgen apoya sus pies sobre un objeto que es ‑sin duda, una barca o nao medieval. A su derecha, una mujer con corona muestra un libro abierto, y en su mano derecha aprieta el resto de un palo, sin duda más largo, hoy quebrado y desaparecido. A la izquierda de la Virgen, un joven con gran capote sobre la armadura de guerrero, se toca con sencillo bonete de la época. A sus pies, por él pisoteado, un dragón se retuerce. 

Pérez Villamil dio a estas figuras una interpretación romántica y fantasiosa: en el centro veía una representación o alegoría del descubrimiento de América, simbolizado por la nao Santa María y, presidida por la Virgen. A su derecha, una reina sabia: Isabel de Castilla, patrocinadora de la gesta transoceánica, y su izquierda, el rey Fernando, quien en esos años aplastaba al enemigo moro. Era un monumento, el primero, al Descubrimiento de América. Pero el significado de estas tres figuras es, sin embargo, más sencillo y directamente ligado a la biografía del donante del púlpito. El Cardenal don Pedro González de Mendoza, hijo del primer marqués de Santillana, fue un hombre de una gran inteligencia y de un indomable espíritu de superación, en el que también cabía la ambición. Acumuló cargos y prebendas en gran número, reteniendo varios obispados y, al fin, el arzobispado de Toledo. Fue obispo de Sigüenza desde 1467 a 1495, fecha de su muerte. Tuvo cabida cerca de los Papas, y así consiguió nada menos que tres títulos cardenalicios: fue el primero el de Santa María in Dominica, recibido el 7 de marzo de 1473, y a poco, el Rey Enrique IV de Castilla, que le había nombrado recientemente su Canciller Mayor, ordenó que le fuera dado el nombre de Cardenal de España. Más tarde, Mendoza recibió otro título cardenalicio: el de Santa Cruz, advocación a la que era devotísimo, por haber nacido un 3 de mayo (1428), celebración de la Santa Cruz. Gozó además del título de Cardenal de San Jorge. 

Son estos nombramientos los que don Pedro González de Mendoza manda representar en el púlpito que regala a su catedral de Sigüenza. La figura del panel central es Santa María. El hecho de apoyarse en una nao, o pequeña navecilla, deriva de que la iglesia romana sede de este título, la de Santa María in Dominica, presidía la Ramada plaza de la navicella o navecilla, de ahí, esta curiosa identificación. La figura de la derecha no es otra que Santa Elena, reina y llevando en su mano derecha una cruz, hoy rota y desaparecida en esta imagen del púlpito seguntino. Finalmente, la figura de la izquierda en el púlpito seguntino es la de San Jorge, caballero armado que mata a un dragón. Son, pues, los tres títulos cardenalicios que don Pedro González de Mendoza obtuvo a lo largo de su triunfante carrera eclesiástica. 

La interpretación, por otra parte, no es difícil, teniendo en cuenta que estos mismos temas se ven, idénticamente distribuidos, aunque mejor tratados escultóricamente en el púlpito gótico de la catedral de Burgo de Osma (Soria) de cuya diócesis fue el Mendoza administrador, entre los años 1478, y 1483, y donde quiso también dejar su recuerdo en esta forma. 

Además de este púlpito, que por desgracia no pudo llegar a ver en vida, y de otras muchas interesantes obras como el coro catedralicio y el gran retablo mayor (ya desaparecido) cubriendo los muros de la capilla mayor por él ampliada, el Cardenal Mendoza cuyo quinto centenario celebramos este año de 19195, dejó en Sigüenza un recuerdo pleno de admiración y solemnidad. Su nombre, glorioso entonces y magnificado después por biógrafos y herederos, ha quedado prendido en cada piedra, en cada rayo de luz, en todos los ecos que por naves y capillas de la seguntina catedral resuenan.

Cuenca y Guadalajara se hermanan por el verano

 

Tiene nuestra región de Castilla-La Mancha mil y una rutas por las que andar y asombrarse. Desde el valle de Alcudia a los páramos de la Sierra de Pela, hay tanta variedad de paisajes, de gentes y costumbres, que parecen países distintos si no los uniera el lenguaje, ese elemento que hermana y funde latidos.

Hay en este verano pleno de agosto una razón por la que bien podemos decir que especialmente se hermanan las tierras de Cuenca y Guadalajara, las más norteñas meridianas de la región. Por ambas pasó, aunque como de refilón, el señor don Quijote. Y por ambas ha corrido, a lomos de borrico unas veces, otras de globo y casi siempre a pata monda, don Camilo José, el Nobel Cela. Hoy vienen porque en ambas se han publicado libros que tratan y muy hermosamente, de estas tierras. Vamos a ellos, animando a mis lectores a enzarzarse, ahora que hay tiempo, y luz hasta tarde, en la lectura de estos fantásticos volúmenes.

Cuenca siempre

Es el primero de estos libros el que ha escrito mi buen amigo y admirado periodista (y aun poeta de valores firmes) José María Olona de Armenteras, quien a pesar de sus años luengos anda por ahí como una rosa, metido en viajes y aventuras sin cuento, atento siempre a su entorno, escribiendo y glosando cuanto ve. En este libro que aparece dentro de la Colección «Viajero a pie» de la alcarreña editorial AACHE, como su número 4, Olona plantea un sugerente viaje literario por la ciudad y provincia de Cuenca.

Es esta, la del «viaje literario» una forma cómoda y muy sugerente de andar. Porque repasa espacios, rincones y viejas construcciones; recuerda fiestas, personajes y ciudades plenas. Y lo hace siempre con la visión propia y la palabra prestada de otros que antes estuvieron: comentarios de grandes personalidades de las letras españolas van glosando los lugares por donde, Cuenca al completo, camina Olona. Así parece que aún viven, y alientan junto al autor, los poetas Federico Muelas, Jorge Manrique o Gerardo Diego; los escritores Miguel de Cervantes, Raúl Torres ó Miguel de Unamuno; los ascetas Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León y Luis de Góngora. Y frases largas, explícitas, rotundas siempre, de Larrañaga en su «Guía», de César González Ruano en sus «Rutas» o de Rodrigo de Luz en su «Catedral» conquense.

En el libro de Olona de Armenteras, que sin duda se sitúa en la vanguardia de la poesía de estilo tradicional en nuestra patria, destacan imágenes, descripciones y propuestas. Con él en la mano es fácil plantearse hace un recorrido total por la tierra conquense: desde la Mancha de Belmonte y Mota, donde los molinos se alzan señoriales y espléndidos, hasta la barroca letanía de los verdes en su Serranía del Agua, pasando -¡cómo no!- por el abrazo que Huécar y Júcar dan a la roca y forman Cuenca ciudad, esa de la que como verdadero blasón identificativo surgen las «casas colgadas», casas mágicas también, ocupadas de arte, de gastronomía única, de música sacra… Un libro de interés que a mí me ha sabido a poco, que encanta y enamora a quien lo lea de esa Cuenca hermana, milagrosa y múltiple que «siempre» estará a nuestro lado.

El Corpus Christi de Francisco Sánchez

El Ayuntamiento de Guadalajara, su Concejalía de Cultura, acaba de sacar a luz en reedición un libro que en el género de la novela puede decirse que es un clásico, aunque moderno, y que retrata a nuestra ciudad con una meticulosidad, una intensidad y un apasionamiento, que no puede dejar a nadie indiferente. Su autor, el diplomático y gran escritor Salvador García de Pruneda, construye una densa historia de pasiones, de dolores y de insatisfacciones, tan dura y real como la vida misma. Y lo hace en un entorno al que no nombra, pero que cualquiera (y más si es de aquí, de Guadalajara!) identifica con facilidad. Porque el protagonista, Francisco Sánchez, es un tratante de ganado de raíces alcarreñistas, y pertenece a una Cofradía (la del Santísimo Cuerpo de Cristo y Sacro Colegio Apostólico) que no es otra que la de los Apóstoles que sale acompañando al Santísimo por las calles de Guadalajara el jueves del Corpus. La descripción de la ciudad, de sus calles y plazas, de sus tipos y fiestas, de la gente que en torno a Santa María, a su Cofradía y a la procesión se centra es tan viva, tan emotiva, que nos parece al leerla que entramos en ella, que saludaremos al alcalde, al gobernador, al Vicario, y se nos irán los ojos a la lejanía presente del Arrabal del Agua, al Sotillo, al arroyo de los Mandambriles, mientras los cánticos de los niños y el color de los disfraces de los Apóstoles ciegan el horizonte.

Ha hecho muy bien el Ayuntamiento en editar esta novela, que, si no muy antigua, estaba completamente agotada en librerías. El prólogo del alcalde José María Bris sirve de presentación  y de útil «resumen» para apresurados. La crisis de la lectura que hoy nos aprieta hubiera hecho imposible que ninguna editorial se arrancara reimprimiendo esta obra. Es así que nos llega, con una sobria cubierta morada, como el color de nuestro pendón ciudadano, a las manos que se aprestan a leerla, a releerla en algunos casos, en estos días largos y cómodos del verano.