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julio, 1995:

Viejas estampas de Guadalajara

El claustro del convento de San Francisco de Guadalajara, en una vieja estampa

De cara al verano, un artículo refrescante. Porque no trato hoy de ahondar en la historia de estas tierras ni analizar en detalle alguno de sus monumentos. Me entretendré -y así se lo propongo a mis lectores- en mirar simplemente algunas viejas estampas, unos dibujos que presentan edificios de la ciudad de Guadalajara que están, aparte de no demasiado bien dibujados, completamente cambiados por el efecto de los años, y de los hombres, en su entorno y en ellos mismos.

La Revista Popular

Me encontré no hace muchas fechas, investigando en el Archivo Municipal de Guadalajara, con unos ejemplares de una vieja Revista, la Revista Popular, nacida en 1890, que tenía su administración y redacción en el número 17 de la Plaza de Santo Domingo. Consulté algunos ejemplares del 1891, desapareciendo poco después. Era un periódico quincenal, independiente, que dejó paso un par de años después al Flores y Abejas que aún sigue vivo. En la Revista Popular venían artículos sobre la actualidad, cantos biográficos a personajes del momento, y repasos históricos a los edificios más significativos de la ciudad.

El viejo Ayuntamiento

Uno de ellos era, sin duda, el Ayuntamiento. Ahí le vemos, en su estado antiguo, antes de recibir la reconstrucción total que a finales de ese mismo siglo recibiría. El viejo consistorio era un caserón sin estilo propio, construido en la Baja Edad Media, quizás a instancias del propio Cardenal Mendoza, y que en el siglo XVI recibió importantes obras de reforma a instancias del dinámico corregidor Bobadilla. En esa ocasión (hacia 1570) se le subió una de sus torres laterales y se le colocó la gran campana que lucía para avisar a la ciudad de la celebración del Concejo, amen de desgracias como fuegos, tormentas y alegres/tristes sucedidos. El frente lo ocupaba una doble galería de arcos semicirculares, y una balaustrada o escocia remataba la fachada para darla altura y respeto. Todo ello cayó poco después, levantándose el actual Ayuntamiento, precisamente hoy envuelto en los tules de una nueva restauración.

El claustro de San Francisco

Aunque hoy todavía existe, y cada año más limpio, más auténtico, mejor conservado, el claustro del monasterio de San Francisco de Guadalajara es uno de esos lugares monumentales en los que la historia de la ciudad se condensa, y que apenas unos pocos conocen. La pega continua de ser un lugar de administración militar impide que turistas y curiosos puedan echarle un ojo. Porque bien merece la pena. Sus cuatro costados están compuestos de altas arcadas semicirculares, sobre las que aún corre un piso alto también abierto en arcos generosos. Todo ello realizado en materiales que combinan la piedra caliza con el ladrillo, en un estilo propio de la ciudad. Fue núcleo de la mayor de las comunidades religiosas de Guadalajara en siglos pasados, los franciscanos, a los que protegieron los Mendoza tanto que en su templo, elevado gracias a la magnanimidad del Cardenal Mendoza, pusieron los duques del Infantado y todos sus familiares panteón mortuorio. En esta vieja estampa, hecha con los trazos ingenuos de un aficionado, vemos dos costados de este claustro, con los muros del templo descollando sobre sus cubiertas, y hasta dos pararrayos que debían ser novedad por entonces, y que el autor del dibujo no quiso olvidar, quizás por demostrar su profesionalidad y perspicacia.

El torreón de Alvar Fáñez

El siglo pasado todavía, el torreón de Alvar Fáñez era mucho más alto que lo es hoy en día. Tenía dos pisos. El inferior, por donde clásicamente se accedió a la ciudad desde el barranco de San Antonio, oficiaba de ermita del «Cristo de la Feria» para los devotos/as del burgo. Una bóveda complicada y bella de ladrillos daba remate a unos muros internos que delimitaban un espacio cuadrangular (y no pentagonal como al exterior aparece). Encima estaba una cámara sin oficio alguno. Después de que Diges Antón hiciera su dibujo y lo publicara en la Revista Popular de mayo de 1891, tal como adjunto lo vemos, se rellenó el espacio delante del torreón y quedó cegada la capilla, de la que hoy sólo podemos ver muros y bóveda, pues la calle quedó a nivel del segundo piso. Hoy todavía sigue (con el barullo de la feria/mercado junto a él) en pie y a medio abandonar. Como siempre pidiendo un poco de atención a viandantes y munícipes.

El torreón del Alamín y puente de las Infantas

Para terminar, otra vieja estampa de Guadalajara. Aquí el torreón del Alamín, y su anejo puente de las Infantas sobre el hoy ya seco, ahogado barranco que antaño traía las aguas del Sotillo. El torreón fue parte de una puerta con arco que permitía la entrada a la ciudad desde el camino que, atravesando el barrio moro del Alamín, procedía de Zaragoza. Se hundió el arco (que siempre son la parte más débil de los edificios) y quedó el torreón, hueco y con pisos en los que siempre reinó la soledad, la humedad y la descomposición acelerada de la materia: un ejemplo manifiesto de la cara oculta de la vida. Sirvió de albergue a mendigos, a peregrinos, a enfermos, y luego ofició de perrera: siempre de hito marginal, de esquina donde los vientos de la dignidad se estrellaban. No es que hayan mejorado demasiado las cosas para este monumento, pero hoy día al menos tiene un entorno adecuado, y vegeta como un severo hidalgo castellano: pobre y con blasón tallado.

Junto al torreón, el puente. En la vieja estampa que dibujara Diges, se ve que bajo el arco único de ladrillo y piedras corre el agua. Yo hasta adivino en sus orillas unas ranas temerosas que croan al anochecer. Cañas y juncos acompañan a las aguas. Y unos arbolitos se estiran detrás del torreón. Algo idílico, infantil, como salido de un sueño de digestión plácida. Es un emblema de la ciudad. Algo que seguirá ahí, por muchos más siglos, y que seguirá dando a quien lo vea, lo palpe, y sepa que lleva tantos años en ese mismo sitio, la sensación de que algo en la tierra permanece, que hay cosas sólidas, cosas que pesan y gravitan sobre la memoria común. Una vieja estampa que, como las anteriores, ha servido para refrescar un poco esta tórrida tarde de julio. Que no es poco.

En el estreno mundial de La Conversa Doña Bellida

 

Un año más, treinta consecutivos nada menos, se ha celebrado el Festival Medieval de Hita. Un invento de Manuel Criado de Val que ha llegado a cuajar, y con qué fuerza, en nuestra tierra, en la tierra española por entero. Muchos otros intentos se han hecho (y no es el menor la Festa da Ystoria de Ribadavia en Orense) para revivir el Medievo en los finales del siglo XX. Aunque hay sitios en el mundo en que ese Medievo es pura contemporaneidad (léase Ruanda, viájese a Argelia, muérase en Bosnia), no deja de ser un esfuerzo cultural, económico y, sobre todo, personal de unos cuantos, el tratar de revivir la Edad Media castellana en un lugar de la más pura cepa, en Hita, antorcha de Alcarria, índice de Castilla.

El Festival de este año

Bajo el acostumbrado calor, el amarillear violento de la parva por los campos y las eras, y el bullicio de gentes -propios y extraños mezclados en peregrino sudor- se ha celebrado el pasado sábado el Festival (el 30 ya!) Medieval de Hita. A la devoción del quinto centenario del Cardenal Mendoza dedicado. Colaborando los de siempre (Diputación Provincial sobre todo, Patronato Arcipreste de Hita, y Ayuntamiento/pueblo/gentes de Hita sonoramente) y repleto el burgo de mezcla de turistas y cruzada de fieles. El Gobierno de la Región, con su perenne alergia a lo medieval en general y a lo alcarreño en particular, por otros cerros. Pero las botargas coloristas, los grupos de danzantes, los equipos de caballeros, las parejas de dulzaineros y tamborileros, y don Carnal con Doña Cuaresma rodeados de incondicionales, se bastan y sobran para dar altura a la altura, para sumarle metros sobre el nivel del mar al cerro de Hita.

Tras los consabidos combates del torneo (juegos de bohordos, el estafermo, lances de sortijas y juego de cañas) y el paseo triunfal del Pecado y la Penitencia por las empedradas cuestas, una merienda que se hace innecesaria porque el pueblo llano lo que quiere es beber cerveza, y a la Plaza, -a ese lugar de magia y evocación, a la Mayor de Hita-, donde hay escudos del Cardenal mendocino, sombras del castillo marquesal, y ecos de la fanfarria dominica. Allí se celebra, se celebró con total éxito, la representación de «La conversa doña Bellida», obra de teatro original de Manuel Criado de Val, que en esta ocasión vio su estreno mundial, acompañada de la música -original siempre, cada día nueva- de Gregorio Paniagua, y representada por «Antorcha» de Guadalajara, «Teatro Joven de Brihuega» y gentes varias del mundo de la farándula.

La consideración literaria de la obra de Criado está plasmada en unas líneas más adelante. Aquí quiero decir que, si la obra es literariamente buena, la representación que se alcanzó el sábado en Hita fue de excepción, fue perfecta: nunca había visto llegar el pálpito teatral a mayores alturas (de sencillez y efectividad, de limpieza de atmósfera, de claridad de sonido, de acertado juego de luces, de movimiento en la escena) que en esta ocasión. Es imposible aquí pormenorizar cosas y destacar nombres. Todos maravillosos. Hasta el perrito que asombrado se paraba a escuchar el dolor de doña Bellida. Me sentí verdaderamente orgulloso de ser alcarreño y de ver cómo la gente de Guadalajara sabe hacer las cosas tan bien. Muchos de fuera deberían aprender…

Un análisis necesario

No todos los días se estrena una obra de teatro en Guadalajara, en un pueblo de su provincia. Y menos aún de un escritor y dramaturgo de la talla de Manuel Criado de Val. Creo sinceramente que la ocasión es de las que hacen época, marcan el año e inauguran página en los fastos históricos de esta tierra. Aunque en otras ocasiones el Festival de Hita ha espectado ante la creatividad de Criado (adaptaciones del Arcipreste, de los pícaros anónimos, de los cancioneros y las jarchas) este año la aventura ha sido más completa y ha rozado la genialidad: se ha juntado como en un retablo la situación política castellana de hace cinco siglos, la sombra del Cardenal Mendoza, el dolor de los judíos, y la forma del «teatro total» (teatro en la calle, con las gentes que la viven) que Criado de Val ya inventó en ocasiones anteriores. En esta ocasión ha ido más lejos: el ámbito donde se desarrolla la obra es, teóricamente, el mismo en el que se ha representado. No cabe mayor fusión de intenciones. El autor no califica a su obra de tres actos. ¿Es una comedia? ¿Es un drama? Parece superficialmente lo primero, pero encierra lo segundo. La historia de una bella mujer (eso hace pensar la protagonista) judía, viuda y propietaria de viñas y tierras en la Alcarria, que ve cambiar bruscamente su vida tras el edicto de expulsión de la gente de su raza por los Reyes Católicos en marzo de 1492. El dolor de un pueblo, mezclado a la bellaquería de unas criadillas, María y Antonia, que junto con unos descarados soldadetes quieren, al estilo clásico de los que se creen fuertes, aprovecharse de la gente en desgracia. Hay un amor sólido (el de Bellida con el alcaide don Cristóbal) y un drama de huidas y renuncias.

En esta obra recién estrenada, y que bien podría instituirse su representación, en el mismo lugar, algunos fines de semana del verano, Criado de Val vuelve a mostrar su gran talla como investigador, como escritor, y más concretamente como dramaturgo. Ha conseguido en la breve jornada de sus tres actos una obra muy movida, muy ágil en los diálogos, en las situaciones cambiantes, en los ambientes complementados. Advierto (así me lo ha parecido) una gran soltura en las expresiones. Si no tiene gran hondura en el planteamiento, porque la situación se trata desde una perspectiva ambiental y costumbrista más que metafísica, sí que se consigue captar la atención del espectador, que recibe la propuesta de un guión, de unos personajes y de unos diálogos muy sueltos y eficientes.

En el primer acto se suceden, a lo largo de las iniciales escenas, la presentación de los personajes, de sus caracteres y situaciones, y la clara alusión al conflicto racial que se vive en la Baja Edad Media castellana. El segundo acto, el más breve y dramático, pues en él se escenifica un Juicio del Santo Oficio de la Inquisición, da por sucedida previamente la razón del título: la conversión de doña Bellida al cristianismo tras el edicto de expulsión. En este momento se desarrolla el drama, subiendo la tensión en el juicio, y deshaciéndose por completo al final del mismo. Es ya en el tercer acto, en el que al estilo clásico se presenta el desenlace del nudo, cuando aparece la solución de los conflictos personales, cuando luce al máximo la bondad del carácter de Bellida, el recio amor que la une con Cristóbal, el sacrificio de Clara y Yose, y el castigo de las criadas por su mal corazón. Toda una magistral pieza de teatro clásico, en la que confluyen como en una gloria final de sonora ópera los elementos más variados: la música de Paniagua reflejando espontánea cada instante; la escenografía, coreografía, luces y vestuario que bajo la dirección de Borobia cobra una dimensión extraordinaria, envuelta por ese urbano recogimiento de la plaza de Hita. Y, en fin, la perfecta simbiosis de lo real y lo imaginado cobrando vida en su medio natural. Será difícil gozar, por muchos caminos que se anden por Europa, un espectáculo tan «total» como el que la noche del pasado sábado pudimos disfrutar en Hita.

Manuel Criado de Val ha alcanzado, -si es que no la tenía ya- la más alta calificación. Un «cum laude» en la parcela de la dramaturgia, a la que (quizás por su polifacetismo, su vigor en la palabra escrita, en el saber hondo del filólogo, su perspicacia en la investigación del historiador) debe adscribirse con letras de oro. Todo ello en el transcurso de una Fiesta que se ha decantado ya (treinta años seguidos, sin un desmayo) como algo consustancial a Hita, a la Alcarria, a esta tierra de Guadalajara que hace bien en seguir ofreciendo, más que grandes instancias a la industria, amplias y limpias estancias a la cultura, al turismo, al espíritu en suma.

Antonio Buero Vallejo

Antonio Buero Vallejo

 

¿Por qué no hablar de uno de nuestros paisanos más preclaros? Si todos le admiramos, tras tantos años de postura serena, recta y sin fisuras, vamos a decirlo, vamos a contarle a las nuevas generaciones quien es ahora, quién ha sido para la historia de la literatura hispánica, Antonio Buero Vallejo. Con brevedad de manual, para que las palabras sonoras no despisten al recién llegado. Nació en Guadalajara, en 1916. Aquí realizó sus estudios de bachillerato (1926‑1933). Desde muy pequeño manifestó una clara vocación por el dibujo, que fue alentada por su padre, de profesión militar. Al ser éste destinado a Madrid en 1934, con toda la familia se trasladó nuestro paisano a la capital de la República, cursando allí los estudios de Bellas Artes en la correspondiente Escuela de San Fernando. Al estallar la guerra y no pudiendo alistarse como voluntario por impedírselo sus padres, trabajó en el taller de propaganda plástica de la F.U.E. hasta que al ser movilizada su quinta le destinaron a un batallón de Infantería. Al terminar la Guerra Civil fue condenado a muerte, siéndole conmutada la pena unos meses después. Tras un largo y triste peregrinar por diversas cárceles, quedó en libertad condicional el año 1946. Volvió entonces a su antigua vocación pictórica, pero inició la literaria llamado de sus interiores voces por la protesta callada y colérica al tiempo frente a la situación política contemporánea. Fuerte y clara era su voz en el año 1949 al conseguir el premio Lope de Vega con Historia de una escalera y unos meses después el premio de la Asociación de Amigos de los Quinteros por su acto único Las palabras en la arena. Desde ese momento se consolida su vocación literaria: Buero se traslada a diversas ciudades extranjeras para dar conferencias, charlas, debates y coloquios. Muchas de sus adaptaciones de Shakespeare, Ibsen y Bertolt Brech son recibidas con aplauso porque se consideran perfectas. Tras muchos años de producción y progresivo éxito con sus obras por los escenarios españoles, en enero de 1971 es elegido miembro numerario de la Real Academia Española. El día 21 de mayo de 1972 leyó Buero Vallejo su discurso de recepción en la Real Academia de la Lengua: García Lorca ante el esperpento, que fue contestado por don Pedro Laín Entralgo. Su acceso a la gloria estaba ya asegurado. 

Un gran plantel de obras

La Historia de una escalera (1949) es la obra que marca un hito en nuestro teatro de la postguerra. Puede calificarse como el drama de la frustración social visto a través de tres generaciones de la clase media baja. En La ardiente oscuridad (1950) trata sobre una institución de ciegos, planteando el dilema de si debemos aceptar nuestras propias limitaciones, tratando de ser felices con ellas, o debemos rebelarnos trágicamente. A estas primeras obras siguieron La tejedora de sueños (1952), basada en una original interpretación del mito de Ulises y Penélope; La señal que se espera (1952), donde se exalta el poder creativo de la fe; Casi un cuento de hadas (1953), que trata del valor que supone para el hombre la posesión del amor, e Irene o el tesoro (1954) sobre la diferencia abismal entre el mundo real y la fantasía de la protagonista. En estas obras se alcanza un ambiente neosimbolista, planteándose aspectos como la pureza, la moral, la verdad, la esperanza, la presencia de lo misterioso, etc. En Hoy es fiesta (1955) y Las cartas boca abajo (1957), los ambientes se acercan a los representados en La Historia de una escalera, desarrollándose respectivamente en la azotea y en el interior de unas casas modestas. Un soñador para un pueblo (1958) es lo que podría denominarse «un drama histórico» (trata sobre Esquilache, ministro de Carlos III). Esquilache, en nombre de la razón, pretende sacar al país del oscurantismo tradicional en que se encuentra pero termina derrotado por este mismo pueblo. Sobre Velázquez, nos presenta Las Meninas (1960), y sobre Goya, El sueño de la razón (1970), dramas a su vez, y basados en temas históricos. Relacionada con este grupo se encuentra El concierto de San Ovidio (1962), en el que se recrea el ambiente de los ciegos del Hospicio Quince‑Veinte en el París del siglo XVIII. Los ciegos suponen un símbolo de los oprimidos. La historia, en este ciclo, es el pretexto de que se vale el autor para plantear problemas contemporáneos bordeando con elegancia los problemas de la censura del Régimen. En El tragaluz (1967), Buero presenta dos mundos permanentemente enfrentados: el de los vencedores y el de los vencidos. La doble historia del doctor Valmy (1976) trata el tema de la tortura. En La llegada de los dioses (1971), vuelve a aparecer la ceguera del protagonista como símbolo de la rebelión contra las injusticias que le rodean. La Fundación (1974) presenta a varios presos políticos que buscan la libertad a través de entrentar realidad y ensueño. En esta obra merecen destacarse las modernidades técnicas del dramaturgo: el público «ve» la realidad escénica a través de la fantasía del personaje principal. 

El teatro más reciente

Tras la disolución del régimen de Franco, Buero continúa escribiendo y ofreciendo sus obras al público. Desaparecida la censura, los temas son expuestos con mayor libertad, aunque quizás perdiendo mucho del «morbo» que su intepretación generaba en el tiempo anterior. Larra es el personaje histórico sobre el que se centra La detonación, que se estrenó en septiembre de 1977, en el Teatro Bellas Artes de Madrid. Jueces en la noche, estrenada el 2 de octubre de 1979, en el Teatro Lara de Madrid, recibió una crítica poco favorable, en términos generales. El drama es una reflexión sobre la España del momento, la de la democracia, con un diputado que participó también en la vida política de la etapa anterior. Caimán se estrenó el 10 de septiembre de 1981, tratándose de una obra cuyo argumento es una narración dictada por una escrito­ra, una obra de teatro que toma la forma de una novela contada por alguien, cuyos hechos, en lugar de ser leídos, van a ser vistos y oídos por el público. Diálogo secreto fue puesta en escena el 6 de agosto de 1984, en San Sebastián, y más tarde en 1986, en Madrid aparece la obra Lázaro en el laberinto, el mismo día que recibió nuestro autor el premio Cervantes. De nuevo se plantea en esta pieza el pro­blema de la verdad como camino de salvación. La más reciente producción escénica de Buero ha sido Música cer­cana (estrenada en el Teatro Arriaga de Bilbao, el 18 de agosto de 1989, y en Madrid, en el Teatro Maravillas, el 22 de septiem­bre de 1989), en la que se plantea el tema del precio de la libertad sin ética, en el «yuppy» emergente de los años ochenta, representado por Javier, lleno de poder, sin ideales y movido por el materialismo más vulgar. En esta obra, Buero «retrata la bancarrota moral de la nueva sociedad». 

En su etapa de mayor madurez, más sabio y generoso que nunca, Buero ve desfilar la sucesión de hechos que constituyen la escena política y social de nuestros días. ¿Con gusto? ¿Con horror? Probablemente ni con una ni con otra cosa. Es demasiado sabio para aplaudir a nadie y suficientemente inteligente como para asustarse. Además de sus obras de teatro, Buero Vallejo ha creado profusa colección de escritos: poesía, ensayo, artículos, incluso algo de narrativa (un cuento, «Diana») reunido todo en dos tomos con la genérica apelación de «Obras Completas» llevadas adelante por Espasa Calpe en su nueva serie de «Clásicos Castellanos». Se lo recomiendo a mis lectores. Ahí está todo Buero, en poco menos de tres mil páginas.

Los caminos de Sefarad: sinagogas en Guadalajara

Plaza Mayor de Hita, uno de los enclaves más concurridos de Sefarad

 

Pocas son las sinagogas judías que han quedado en Guadalajara. Alzada, desde luego, ninguna. Recuerdos de ellas, pocos, pero ciertos. Las tres culturas alcanzaron a convivir en nuestra tierra, como lo hicieron en la ciudad y reino de Toledo, de forma armoniosa y ejemplar. Eran los siglos de la central Edad Media. Eran las calendas de los alfonsos reyes: el VIII de Las Navas, el décimo Sabio, el undécimo emperador. Por todos los pueblos sonaban los rezos musulmanes y los gorritos negros de los judíos se dejaban ver a la entrada de sus fastuosas sinagogas. Llegarían tiempos malos para ellos, tiempos de odio y persecución. Tiempos de envidias y mentiras: parejas, que suelen coincidir por las calles de España, del brazo siempre. Vale la pena recordar, aunque sea someramente, el paso, y la huella de los judíos, los caminos de Sefarad por Guadalajara. 

Guadalajara

Tras la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica, comandados por Tárik y Muza, asentaron muchos judíos en territorio hispano. Precisamente Tárik era judío. El realizó, según dice la leyenda, la toma de Guadalajara. Poco después del año 711. Ya ha llovido. Y aquí encontró un fuerte contingente de hebreos que ya estaban instalados, encomendándoles precisamente a estos judíos la administración y defensa de la plaza, mientras el ejército árabe continuaba su conquista rumbo al norte. 

Siglos después, exactamente en 1085, Guadalajara era reconquistada por Alfonso ‑VI de Castilla. Él monarca cristiano Alfonso VII, tal como se había establecido por costumbre a lo largo de aquella guerra de recuperación, concedió fuero especial a la ciudad, Y en ese primer fuero, los judíos eran equiparados totalmente a los caballeros. Esta era la prueba, el reconocimiento tácito de la gran importancia económica y cultural que habían alcanzado los hebreos instalados en nuestra ciudad. Según el más viejo fuero arriacense, dos tercios de los judíos varones y en edad propicia deberían acompañar al rey en sus campañas. El resto protegería la plaza de posibles ataques y se encargaría de recaudar las rentas de la Corona. En la Baja Edad Media, Guadalajara alcanzó a ser un centro de prosperidad y de cultura, ala que contribuyeron de manera notable los judíos que vivían en su recinto. Entre sus más destacados nombres recordamos a Moshé Arragel, primer traductor de la Biblia al castellano (1430), e Ishaq Abravanel, comentarista de la Kábala y hombre de gran fortuna, que ofreció altas sumas a Fernando el Católico para evitar la expulsión de 1492. 

En aquella época, la judería de Guadalajara tomó auge, cobró población y riqueza y se desarrolló culturalmente de manera más destacada que el resto general de la población. Los documentos nos han dejado los nombres de, al menos, cuatro sinagogas: a) La Mayor, que estaría situada donde hoy la concatedral de Santa María. b) La llamada «sinoga» de los Matutes. c) La «sinoga» del Midras. d) La «sinoga» de los Toledanos. Como en muchos otros lugares del reino toledano, la decadencia de la aljama de Guadalajara comenzó con las matanzas de 1391 y, poco después, aumentó con los sermones y las amenazas de fray Vicente Ferrer. A pesar de ello, prosiguió en la ciudad un notable movimiento cultural de la mano de los judíos. Y así sabemos también que en 1482 se instalaba entre nosotros una de las primeras imprentas de España, regida curiosamente por judíos. En ella trabajó como impresor y correcto y Simón ben Moshes Leví Alcabiz, imprimiéndose en la aljama guadalajareña una edición de los comentarios a los profetas escritos por David Kinji, así como el «Tur Eben Haezer», la obra de Jacob ben Asher. 

El siglo XV fue, en cualquier caso, turbu­lento para los judíos de Guadalajara. Después del año 1444, en que la comunidad no pudo pagar más que la tercera parte de sus impuestos, a causa de problemas de malas cosechas, malos negocios, y malos tiempos, el rey Juan II trató de paliar la situación, autorizando a los conversos a ser tratados en igualdad de condiciones que los cristianos. Pero sería finalmente el Edicto de Expulsión dado por los Reyes Católicos en 1492 el que propició que prácticamente todos los judíos no conversos de Guadalajara se tuvieran que marchar, dirigiendo sus pasos hacia Argel, Marrakech y el norte de África. 

¿Dónde estuvo situada la judería arriacense? Entre las calles de Ingeniero Mariño y Benito Hernando existe aún la “calle de la Sinagoga”. En esa porción baja de la vieja ciudad, la hoy, situada entre la zona de Santa Clara, la Calle Museo, y la carretera vieja hasta la cotilla y’ Santa María, estuvieron situados los judíos. Cuando don Antonio de Mendoza compró casas y patios para construir su palacio que luego su sobrina doña BrIanda de Mendoza ampliaría a Convento de la Piedad, hubo de entenderse con numerosos judíos, habitantes del barrio. 

Hita

La villa de Hita, alzada sobre las secas planicies de en tomo al Henares, tuvo desde siglos remotos una fortísima implantación judía, de tal modo que su aljama era una de las que mayor cantidad de maravedíes cotizaba a las arcas reales. Aunque la mayoría de los judíos de Hita eran campesinos, dedicados muy singularmente al cultivo de la vid, algunos jerarcas de las finanzas tuvieron en sus cuestudas laderas asiento: Entre otros no podemos olvidar a Samuel Leví, que puso en el alto castillo de Hita la sede de sus finanzas, pues se encargó en época de Pedro I de recaudar los impuestos generales del reino de Castilla. Cerca de Hita, en la orilla real del río, Jadraque también tuvo aljama más o menos numerosa de judíos. 

Y al fin Sigüenza

Como siempre que se habla de historia, Sigüenza sale a relucir. No puede ser de otra manera, hablando de judíos. Porque en la. Ciudad hoy Mitrada se conserva de forma más o menos fehaciente la huella de los hebreos. El primer documento que los cita está datado en 1124, y es el que extiende el rey de Castilla Alfonso VII, concediendo al obispo don Bernardo la jurisdicción sobre la aljama hebrea, ya entonces existente. Ello suponía que buena parte de sus tributos irían a parar al cabildo catedralicio. Esos tributos debían ser importantes, porque la judería de Sigüenza, (de la junto a estas líneas ponemos un mapa tomado de Juan G. Atienza, que la sitúa como ya es sabido en la parte alta de la ciudad vieja, cerca del castillo) era una de las más grandes y ricas de Castilla. Los judíos de Sigüenza, ‘ según documentos de 1226, tenían importantes negocios de salinas, lo mismo que sus vecinos sorianos de Medinaceli. Además hemos podido constar que los tributos pagados eran los más altos de toda la tierra alcarreña. Todavía en 1490, cuando ya la prosperidad hebrea era un recuerdo lejano, la judería de Sigüenza pagó 204.464 maravedíes .por el rescate de los judíos de Málaga, recién, conquistada por los Reyes Católicos. 

En los documentos del Archivo catedralicio seguntino aparecen muy a menudo noticias y datos sobre su población judía. De ellos puede colegirse la extensión urbana de la aljama: por el norte, desde la iglesia de San Vicente y la plazuela donde se levanta la Casa del Doncel. Por el este, bordeando el declive que conduce al castillo hasta la muralla que bordea la calle de Valencia, la cual, con la puerta o portal Mayor, formaría su límite sur. Al oeste tenía su límite en la Travesaña Baja, hasta la calle de San Vicente por donde doblaría nuevamente hacia el norte. Dentro de estos límites se encuentra la actual calle de la Sinagoga, donde se alza silenciosa la ermita de San Juan, a la que se aplica el oficio de templo judío en los siglos medievales. En el estudio que sobre estas judería hace J. G. Atienza en su obra Caminos de Sefarad (Guía judía de España), dice que el barrio alto y viejo de Sigüenza conserva, «si no casas, sí muros dde la judería que conforman el perfil retorcido de sus calles y contribuyen a hacer recordar con, una relativa exactitud el lugar que habitaron los judíos. Aún queda al­guna casa que, si no se puede asegurar con certeza que sea de las que ellos habitaron, sí tiene una forma muy específica que recuerda las costumbres implantadas en las tiendecillas judías, instaladas inmediatamente al lado de la vivienda, con un pequeño escaparate ventanuco». Se está refiriendo el investigador de la España exotérica a las casas de ‘a Travesaña Alta., en las que hoy queda muy palpable la esencia de los comerciantes hebreos. Tras la expulsión, que no fue del agrado del Cardenal Mendoza, a la sazón obispo de Sigüenza, los bienes judíos se repartieron entre los poderosos. Un documento del referido Cardenal, en 1494, hace alusión a la donación de la Sinagoga seguntina a un sobrino suyo, don Pero Lasso de Mendoza. El edificio se mandó retejar a poco, ofreciéndose en venta en 1498 por un total de 20.000 reales. Recuerdos todos ellos que nos dejan entrever (han sido unas breves líneas recordatorias de período tan floreciente) la importancia que la cultura judía tuvo en nuestra tierra. Un recuerdo obligado para los miembros de aquella raza y aquella religión que bien podemos decir todavía «la nuestra». Somos herederos, querámoslo o no, de las tres culturas medievales.