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mayo, 1995:

Un futuro mejor para Guadalajara

 

El pasado día 6 de abril, y en acto organizado por el Club Siglo Futuro de Guadalajara, Foro de Opinión y Cultura que durante los últimos años se ha ido acreditando como lugar de encuentro y participación de los ciudadanos de Guadalajara desde una óptica independiente y plural, se presentaba públicamente un libro que está llamado a ser una de las obras capitales en las referencias bibliográficas sobre Guadalajara en el «futuro siglo» que está llamando ya a nuestras puertas. Se trataba de la obra firmada por Felipe María Olivier y López-Merlo y que lleva por título Por el Camino de Santiago… a la Guadalajara del Futuro. Pasando ahora por alto la primera parte de la obra (que no deja de ser sumamente interesante, aunque trata de un viaje del autor por tierras gallegas), y que sirve de elemento justificativo al instante mágico en el que por un arte sorprendente viaja al futuro con su mujer y sus amigos, Olivier nos permite acceder cómodamente sentados en nuestros sillones al espectáculo increíble de una Guadalajara soñada. Había que oirle a él, que es todo entusiasmo y alegrías, que sólo ve el mundo por su lado bueno, lo que su mente había preparado para tan cercano siglo, para el XXI. Todo estaba verde, llovía de noche, y lucía el sol de día. Las centrales nucleares de Zorita y Trillo habían sido reconvertidas en sendas fábricas, no contaminantes, de material energético con el que todos los motores del mundo se movían sin producir polución ambiental alguna. Mediante un ingenioso sistema de satélites, se había conseguido modificar el clima de Guadalajara (dentro de un proyecto que la Comunidad Europea había diseñado para en plan piloto realizar aquí, en nuestra tierra) de tal modo que las montañas tenían siempre nieve para permitir practicar los deportes alpinos en ellas, y en los valles y alcarrias todo era verdor gracias a los bosques plantados y crecidos, las lluvias generosas de la noche, y el sol y la temperatura agradable del mediodía. Fabulosos accesos, cómodas autopistas (muchas de ellas bajo tierra, especialmente en torno a la ciudad de Guadalajara) y helipuertos aquí y allá, permitían el acceso inmediato de miles de viajeros procedentes de todas partes del mundo. La totalidad de los monumentos provinciales habían sido restaurados y rescatados para usos culturales y turísticos: paradores habían crecido sobre las ruinas de los viejos castillos, y en Torija el hoy ya vivo Museo del libro «Viaje a la Alcarria» se veía complementado con un centro internacional del Libro y la Lectura. Un gran teatro y centro polivante de cultura y arte se alzaba frente al palacio del Infantado, y en los pueblos podía vivirse de forma directa, viva y continuada la fiesta tradicional de cada lugar: la Caballada de Atienza, las Danzas de Valverde y la Loa de Molina se representaban casi todas las semanas, ante la admiración de miles de turistas venidos de todo el mundo, que salían admirados de tanta maravilla, de tanta animación, de tan hermosa tierra. Así era (en un futuro nada lejano) Guadalajara y su provincia…

Hablar en pasado del futuro es tarea quimérica. Lo hacemos llevados de la imaginación de Olivier. Eso nos dice en su libro, y eso nos cuenta de viva voz, como transmitiendo con su permanente sonrisa la fe en un futuro mejor.

Yo diría que no sueña Olivier cuando escribe y relata estas fantasías. Simplemente se adelanta a su tiempo, ve más allá que el resto de los mortales. Es optimista y cree en la Humanidad, en su lado bueno y positivo. Al mundo le mueven las ideas, le hacen avanzar los pensadores… y finalmente se lo cargan cuatro desalmados que son los que se han hecho con las armas y con el control de las mentes. Pero yo soy de los que, con Olivier, creen que el futuro ha de ser mejor. Y que incluso puede (si nos lo proponemos) llover más. Es tanto cuestión de fe como de trabajo.

En ese sentido, y como un asistente más al acto de presentación de la referida obra en «Siglo Futuro», estaba José María Bris Gallego, el hombre de la perenne sonrisa y el trabajo sin desmayo, que precisamente dentro de un par de días se someterá al referendum de la ciudad que podrá renovarle como alcalde de Guadalajara. Y le faltó tiempo para asegurar, ante la gran cantidad de público que llenaba el salón del Club, que muchas de esas utopías que Olivier propone en su obra elucubrativa, estaban ya a punto de ser realidad. Esa forma de rodear la ciudad, por cualquiera de los puntos cardinales, sin tener que penetrar en ella: desde el sur (por la actual variante), o desde el oeste (a través de una nueva entrada a la carretera de Cuenca partiendo del valle del Henares) incluso desde el norte, por medio de una nueva circunvalación que se hará para permitir el acceso fácil a Aguas Vivas… ese teatro grandioso que se hará en un futuro inmediato frente al palacio del Infantado, y que va a servir para que conciertos clásicos y modernos, obras de vanguardia y piezas clásicas, ballets y óperas, todo a una, puedan ser disfrutadas por todos los ciudadanos, y así elevar el nivel cultural que haga pasar al recuerdo aquellas noches de viernes en las que los jóvenes se dedicaban a arrancar las papeleras y tirar por las calles los contenedores de basuras… y ver, y admirarse, y preguntar los porqués de figuras y posturas, ante las grandes estatuas en mármol y bronce que representando a los personajes claves de nuestra historia se alzarán por aquí y por allá: si Olivier soñaba diciendo que a Alvar Fáñez sobre el caballo se le rendían los árabes  derramados a sus pies ante las murallas de la vieja ciudad, ó Buero Vallejo meditando y escribiendo marcaba el lugar de entrada del nuevo Teatro arriacense, Bris afirmaba que no era sueño, sino ya cercana realidad la colocación de una estatua en memoria de don Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal de España que en nuestra ciudad vivió y murió hace ahora quinientos años, o el busto en bronce, recoleto e íntimo, que en alguna plaza de la ciudad vieja recordará la memoria de don Tomás Camarillo, el fotógrafo y escritor que puso la vida entera al servicio de la tierra en que nació. Un pulso equilibrado entre el sueño y la realidad. Eso es lo que, como espectadores, vivimos la tarde del 6 de abril en «Siglo Futuro», y ahora hemos querido rememorar ante un día, el de las elecciones que se celebran el próximo domingo, en que los ciudadanos tendrán también, con un papel en la mano, la posibilidad de decidir el futuro de esta ciudad que nos acoge. Ese es, quizás, el mayor de los milagros: el mejor de los augurios para Guadalajara. La posibilidad de que, cada cuatro años, sus gentes se arrimen a las urnas y digan, uno tras otro, todos juntos, quien quieren que sea su alcalde. Con lluvia por las noches o helipuertos en El Clavín. Con luz por Las Ramblas y parques en El Alamín. Con una alegría, en fin, que no deben dejar nunca que nadie les arrebate. Ese es, sin duda, el mejor futuro que le puede caber a Guadalajara.

Guadalajara se escribe con P de Panteón: el de la duquesa de Sevillano

Enterramiento de doña Maria Diega Desmaissieres, duquesa de Sevillano, en la cripta de su Panteon de Guadalajara

El actual Ayuntamiento de Guadalajara, en el que todavía actúa como concejal del área de Educación y Cultura con los capítulos anejos a la lo ­promoción del Turismo nuestro buen amigo y compañero de página José Serrano Belinchón, con el entusiasmo que a la idea ha brindado el actual alcalde José María Bris, se ha lanzado a la última batalla en favor de conseguir para nuestra ciudad la importancia turística que merece, por razón no sólo de su belleza, de su hospitalidad y buen acondicionamiento para ello, sino sobre todo teniendo en cuenta el área ‑tan cercana y tan poblada‑ que la metrópoli madrileña supone y que cada día está más deseosa, en sus habitantes y en sus instituciones, por salir de viaje y conocer nuevas fronteras. Es un batalla que va a ganar, seguro. Por el empeño que está poniendo en ello, y porque su planteamiento ha sido idóneo.

Los escritores de Turismo en Guadalajara

El pasado día 6 acudieron a Guadalajara todos los escritores de Turismo de la Región castellano-manchega, invitados por el Ayuntamiento de nuestra ciudad, y llevados por sus autoridades (Bris y Tomey les recibieron en el Salón de Plenos del Ayuntamiento) y por el gremio de hostelería de la provincia (degustaron una inolvidable comida típicamente alcarreña en los salones del Club de Campo del Casino Principal) recorrieron las calles y los monumentos de esta Guadalajara que cambia y mejora día a día. En esta ocasión, el motivo era la presentación del nuevo programa de captación turística que, en combinación con RENFE, el Ayuntamiento emprende, dando a los viajeros que por medio de la compañía nacional de transporte ferroviario se trasladen a nuestra ciudad, la oportunidad de visitar sus mejores monumentos, explicados al detalle por guías perfectamente preparados, y entregándoles la posibilidad de comer, y aún de alojarse, con tarifas, superespeciales, en torno al 50% de las habituales. Así, desde luego, no hay quien se resista. Algunos carteles con bellas fotografías del palacio del Infantado y el Panteón de la duquesa de Sevillano hacen todavía más sonoro este reclamo.

El Panteón de la Duquesa de Sevillano

Precisamente fue a este lugar donde, tras la comida, el Ayuntamiento llevó a los más destacados periodistas y escritores de temas turísticos de nuestra región, para que «in situ» admiraran tan espléndida obra de arquitectura, tal cúmulo de sorpresas todavía poco conocidas que en materia de arte y decoración encierra este lugar. Fue, como es lógico, todo un descubrimiento para algunos.

La expectación, que el conjunto de edificios, presididos por el Panteón mayor, levanta a quien se dirige hacia el extremo sur oriental de la ciudad, junto al parque de San Roque, es creciente según se acerca. Allí se encuentra un conglomerado de edificios y detalles arquitectónicos que justifican una visita detenida. La historia del tema, resumidamente, es que a finales del siglo XIX, doña María Diega Desmaissiéres y Sevillano, mujer riquísima y muy heredada en tierras de Guadalajara, donde su familia (los Condes de la Vega del Pozo) residía desde algunas generaciones anteriores, decidió emplear gran parte de su caudal en levantar una Fundación que acogiera, en plan benéfico, a los ancianos y desasistidos sociales alcarreños, al mismo tiempo que construía su propio enterramiento con una grandiosidad inigualable. Me contaba a la sazón el escritor José López Martínez la historia de amor, terrible y desesperada, momo suelen ser las historias de amor verdadero, sucedida entre doña María Diega y el escritor Eugenio Noel, el de la «España nervio a nervio» y otras geniales aportaciones desde su bohemia impenitente. Acabó mal, porque Noel no quiso saber nada de la duquesa, y ésta murió pronto, sin testar y dejando que el fisco español y sobre todo el francés se comieran casi toda su inmensa fortuna.

Pero a lo que vamos: una vez ante este conjunto de edificios, nos sorprende la Fundación, que se constituye por un conjunto de edificios y espacios que articulan una interesantísima colección de muestras del arte del eclecticismo de finales del siglo M. Fue trazado y construido por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, entonces reputado entre los mejores del país, a partir de 1887. Comprende el conjunto una serie de espacios en los que aparecen patios, huertos, terrenos de secano, jardines y paseos, entre los que surgen los diversos edificios, como el central o asilo propiamente dicho, la iglesia, el panteón, otros edificios menores para depósito de aperos, de agua, de grano, alojamiento de servidumbre, jardineros, etc., y rodeado todo ello por una valla o cerca espléndida, que en su parte noble muestra, dando al parque de San Roque, una portada con elementos simbólicos, y una gran reja artística de hierro forjado. Pero es muy significativa la auténtica unidad de todo el conjunto, que revela una idea directora, no sólo en su concepto arquitectónico y urbanístico, sino en el significante y simbólico.

De toda la Fundación, lo que debe el viajero admirar sobre todo lo demás es el panteón de la Duquesa de Sevillano, gran edificio de planta de cruz griega, ornamentado al exterior en estilo románico lombardo, con profusión en el empleo de todos los recursos ornamentales y constructivos de este arte. Se cubre de gran cúpula hemisférica con teja cerámica, y se remata en enorme corona ducal. Su recinto interior, al que a se accede por magna escalinata, es de una riqueza ostentosa en la profusión de mármoles y piedras nobles de todas clases, con variedad infinita de recursos decorativos, en capiteles, muros, frisos, etc. Cubre la cúpula una composición magnífica de mosaico al estilo bizantino; o sobre el altar mayor, un Calvario pintado sobre e tabla, de Alejandro Ferrán. En la cripta, el enterramiento de la fundadora, obra modernista de gran efecto, en mármol y bronce, del escultor Ángel García Díaz.

En el edificio central, destaca su gran fachada de piedra caliza blanca, de grandiosidad renacentista pero con detalles estilísticos románicos, en esa mezcla de estilos tan característica del eclecticismo finisecular, y en su interior merece verse el patio central, que utiliza la planta cuadrada, rodeado en sus cuatro costados por arquerías semicirculares en dos pisos, sustentadas por pilares y capiteles, en un revival románico espléndido.

Todo el edificio abunda en detalles ornamentales de interés, conseguidos con la mezcla decorativa del ladrillo, la piedra blanca y la cerámica. Debe admirarse, en fin, la iglesia dedicada a Santa María Micaela, tía de la duquesa constructora, y fundadora de las Religiosas Adoratrices. Es de estilo románico al exterior, aunque en el interior sorprende la magnificencia de su abundante decoración mudéjar, con reproducción de modelos de frisos y mocárabes del palacio del Infantado, iglesia de San Gil y otros edificios arriacenses. Presenta también extraordinario artesonado de estilo mudéjar. Es de una sola nave y de tres ábsides semicirculares que abocan al presbiterio. Todo ello sorprende, y si, además, nos lo enseña con su voz dulce y su amor sin límites por lo que hace, la hermana Mariana, como ocurrió en la ocasión que aquí comento, la visita se hará inolvidable y, a buen seguro, servirá para iniciar una serie de revisitas en próximos viajes a Guadalajara. Para los escritores de turismo castellano‑manchegos, este ofrecimiento por parte del Ayuntamiento de Guadalajara, de su alcalde Bris, de su concejal Serrano, y de la ciudad entera, ha sido motivo para un día inolvidable y, por supuesto, el inicio de una campaña de divulgación que dará en un futuro próximo muy sazonados frutos.

 

Libros y escritores alegran la Concordia de Guadalajara

Un documento del Archivo Municipal de Guadalajara

 

Tiene estos días Guadalajara un olor a tinta de imprenta, un brillo de papel couché, un perfil inconfundible a libro. Porque a lo largo de este fin de semana se celebra, como siempre que llega la primavera, la Feria del Libro. Una tradición mínima, pero con solera pujante. Una propuesta que viene de diversos ángulos para entregar a todos su mensaje: que leer no es malo, que los libros no son enemigos, que el saber no ocupa lugar y que sólo adentrándonos en los caminos del conocimiento podremos llegar a ser (o a intentarlo) sabios, bondadosos y perfectos. La Concordia otra vez será escenario de esta concentración de libros, de libreros y de lectores. En un lugar como esta Guadalajara donde la historia del libro no ha sido especialmente esplendorosa, ni sus escritores demasiado abundantes. Pero que no por ello dejan de merecer que en unas jornadas como estas se les recuerde a unos y otros, se les rescate su verdadero valor, la esencia de su esfuerzo. 

Libros aquí nacidos

Aunque en Guadalajara se imprimieron libros desde los primeros instantes de la aplicación del «invento‑Gutenberg», la constancia fidedigna, y concreta (tanto que aparece una imagen de su portada junto a estas líneas) de haber sido impreso un libro en nuestra ciudad es de 1564, cuando el propio duque del Infantado, el cuarto de la lista, don Iñigo López de Mendoza, mandó venir de Alcalá a dos famosos impresores, técnicos reputados en sus días como perfectos conocedores de los tórculos, para que en las salas bajas de su palacio montaran el sistema necesario de prensas, tipos y papelería con que poder dar vida a su creación literaria, la única hoy por hoy conocida:, el «Memorial de Cosas Notables», un polimorfo sucederse de anécdotas clásicas, paralelas vidas y decires de sabios antiguos. Pedro de Robles y Francisco de Cormellas dedicaron su esfuerzo y su paciencia a dar vida a este que podemos decir es el primer libro impreso en nuestra ciudad, allá por las mediadas calendas del siglo XVI. ¿Y el último? Ni me atrevo a escribir su título, porque estoy seguro que cuando estas líneas aparezcan en «Nueva Alcarria» ya habrá otro más nuevo entre las manos de los lectores alcarreños. A tal velocidad se escribe hoy, se publica y se comenta lo que sale, que no pasa una semana sin que contemos los lectores alcarreños con alguna publicación novedosa que trate de Guadalajara, que esté firmada por algún autor alcarreño, o que simplemente aquí haya sido editada o impresa. 

Hasta hace unos meses, en una columna independiente de este Semanario escribía yo los comentarios que me suscitaban esta densa cosecha de bibliografías y publicaciones. Por decisión de quienes marcaban las líneas directrices del periódico (no mía) dejaron de publicarse estos comentarios, aunque sé que muchos lectores de «Nueva Alcarria» los echan en falta. Hoy, en esta tarde de Feria y libros, no puedo por menos que proclamar de nuevo mi amor por ellos, por esos bloques de papel y láminas, por esas alfombras donde pisa el alma, se entretienen los ojos y el corazón se alegra. 

En cierta ocasión eché las cuentas de lo que se publica en Guadalajara, comparando número de libros aquí surgidos con población total de la provincia. Y nos colocábamos a la cabeza de todas las demarcaciones españolas. Con tiradas reducidas, no mucho menores que en otras partes, pero. con abundancia de temas, con variedad alentadora de propuestas: surgen los libros de historia (porque Guadalajara la tiene tanta, tan interesante y densa); de arte, recogiendo siluetas de su patrimonio abundante; de poesía, en efusión generosa de sus poetas y poetisas, que tan bien se afanan en entregamos sus ideas y sus palabras bien medidas; de teatro incluso, con la recogida de textos de autores antiguos, de ganadores modernos en los concursos municipales, e incluso con la recopilación de historias relativas al Teatro (40 años ahora de Antorcha) como acabamos de encontrar en una pequeña publica­ción surgida a instancias de dicho grupo cultu­ral Cualquier alcarreño que se lo proponga tie­ne decenas de ofertas en las que encontrar la huella de su tierra, de sus antecesores, o de sus contemporáneos amigos, en libros de variado pelaje y vestimenta. Todo es proponerse encon­trarlos, y recibir el favor de su compañía. 

Escritores de raza alcarreña

Ese milagro no ha sido caído del cielo, ni surgido como del encanto de un hechicero. Ese milagro se ha hecho gracias a la tenacidad de muchos: de sus escritores, que los hay y muy buenos. Que conforman, yo diría, una raza especial, un grupo de gentes nobles, serias y responsables, que dedican su tiempo libre a la unión de palabras, a la ligazón de ideas y al duro esfuerzo de calentar el alambique de la literatura. Si hubiera que dar nombres, y para no molestar a los vivos solamente recordar a los muertos, se nos iría la mano a escribir los nombres de José María Alonso Gamo, de Jesús García Perdices, de Francisco Layna Serrano o de José Antonio Ochaíta. Por escribir sólo los que la mano no aguanta callar. Porque haberlos, haylos, y muchos. Repase cualquiera que tenga tiempo, y ganas, las composiciones de estos autores comentados. Lea sus poemas, regocíjese en sus neologismos, sumérjase en sus historias. Y verá qué filón de literatura, qué riqueza de ideas y de informaciones aportan. Desde el propio cuarto duque del Infantado, al que mencionaba líneas más arriba ­hablando de libros, hasta sus contemporáneos Gálvez de Montalvo y Medina de Mendoza, también en el siglo XVI, pasando por Fray José de Sigüenza, León Merchante, Villaviciosa o Herrera Petere, en un encadenamiento de siglos y de ideas que forjan toda una noria de magnetismos. 

Entre los vivos, para alegría de todos, quedan figuras de relieve estelar. Guadalajara cuenta hoy con nombres que son gloria de la literatura española. Unos por consagrados, porque han visto discurrir toda una vida de trabajo y consecuciones. Otros porque están haciendo, ahora mismo, esa tarea paciente Y segura de la «obra completa» a cada instante. Y así no es posible olvidar a Antonio Buero Vallejo, el gran dramaturgo que sigue, teniendo la clara mente y el corazón firme en ideas y planteamientos. Ni a José Antonio Suárez de Puga, poeta de la cabeza a los pies, que ni una sola palabra dice en vano, cuando escribe. Ni a Alfredo Villaverde, al que no sólo por compañero de página, de colegios y de aventuras menciono, sino porque tiene también en su venero toda la fuerza de un literato ejemplar. Ni a Ramón Hernández, novelista que sabe retratar tiempos más que situaciones, y prototipos más que personajes. Todos ellos, más la Mi Ángeles Novella de la poesía, la Mª Antonia Velasco del periodismo, y la Margarita del Olmo de las historias, completan un retablo que es de catedral. Todo un lujo del que me alegro, y al que saludo, en estas jornadas en las que Guadalajara se vuelca a celebrar el libro, y oficia un primaveral aquelarre de páginas y plumas.

Cogolludo: hechura del Renacimiento

Capitel alcarreño en el patio del palacio de Cogolludo

 

Llegar ahora a Cogolludo, mañana mismo por ejemplo, a ver su plaza mayor, su palacio, y a comer en cualquiera de los restaurantes que pululan por su entorno, es un ejercicio de saludable turismo interior que puede dejar muy hermosa huella en la memoria de quien lo practique. Y puede dejarla por varios caminos, distintos pero confluentes: el de la vista, con la contemplación de la fachada grandilocuente del palacio ducal; el del gusto, cuando por el gaznate atraviese una buena ración de cabrito al estilo serrano; o el de los pulmones, que podrán ensancharse a su gusto cuando se escale la cuesta que lleva hasta Santa María (la parroquia) o las ruinales medievales (las del castillo) que en lo alto del cogollo de Cogolludo se alzan. 

Un palacio con 500 años encima

Hablaremos hoy, para quienes quieran sacar el mayor provecho de esa propuesta visita a Cogolludo en tres horas rápidas, del palacio que los duques de Medinaceli mandaron levantar hace ahora cinco siglos. Porque, y dicho sea de paso, sin mayores pretensiones que las de informar, ya que para dar aldabonazos culturales cuenta nuestra provincia con destacados vates, justamente ahora, en este año de 1995, se cumplen exactamente los cinco siglos de la terminación de este grandioso edificio, primicia del Renacimiento en España. Fue en el año de 1495 cuando con toda seguridad, se concluyó de edificar y pasaron los duques a residir en esta grande y maravillosa casona. No sería mala cosa celebrarlo como merece… 

El autor del palacio, Lorenzo Vázquez de Segovia

Hace escasas fechas fue presentado en Guadalajara un interesante librillo, escrito por el arquitecto Enrique Martínez Tercero, que bajo el título de La primera arquitectura renacentista fuera de Italia. Lorenzo Vázquez en Guadalajara, nos ofrece sucintamente la visión cumplida y meticulosa de lo que en punto a mecenazgo artístico y empuje de ideas nuevas supuso la saga de los Mendoza en nuestras tierras. De la mano del Cardenal don Pedro González de Mendoza, surge el castellano Lorenzo Vázquez, que aporta sus conocimientos técnicos y su genialidad compositiva a una serie de edificios a los que hoy todavía podemos acercarnos con la boca abierta y la máquina de fotos preparada, porque cinco siglos después continúan haciéndonos vibrar y emocionarnos. 

Martínez Tercero elogia en esta obra, sobre todas las demás, la mole arquitectónica del palacio de Cogolludo. De tal manera, que la pone en su portada representada en un exquisito dibujo en el que, acentuando aún más su línea clasicista, le adorna con ventanas similares al palacio Strozzi de Florencia, y le quita la escocia superior, quedando un auténtico y soberano palacio toscano, milagrosamente puesto sobre los secarrales de la Alcarria. 

De Lorenzo Vázquez nos hace M. Tercero una breve fotografía vivencial. Nacido en Segovia en torno a 1450, se formaría en la profesión trabajando en las obras del castillo de Pioz, que hacia 1470 estaba levantándose por orden de su dueño, el Cardenal Mendoza, pasando luego a laborar en las reformas del castillo de Jadraque, patrocinadas también por el purpurado alcarreño. Vázquez, al que Tercero califica de «joven brillante y receptivo», alcanzó la consideración de «maestro de obras» de Don Pedro González de Mendoza, quien en 1486 le envió con su sobrino, el segundo conde de Tendilla don Iñigo López de Mendoza, en la embajada de este aristócrata a Italia, para que allí se empapara de las nuevas técnicas y estilos, interveniendo al dictado del Cardenal en su proyecto de la Basílica romana de la Santa Cruz. La estancia de Vázquez en Roma y Toscana sería de un año y seis meses, aprendiendo tantas cosas que a su regreso, todo lo que hizo adquirió un evidente tono italiano y puramente renacentista, algo nunca visto en Castilla. Tras su regreso en 1487 comenzó a trabajar en otra obra de su patrón que ya estaba comenzada, el Cole­gio de la Santa Cruz de Valladolid, que fue concluido en 1491, y en el que quizás por su influjo se incorporan una serie de elementos renacientes, de los que no es el menor el almohadillado prominente y geométrico de su fachada. Poco después, Vázquez es requerido por don Luis de la Cerda, gran Duque de Medi­naceli, casado con la sobrina del Cardenal Mendoza, y plenamente adscrito al grupo de poder encabezado por este linaje. Para él construye, entre 1492 y 1495, su palacio de Cogo­lludo, primer edificio completo del Renacimiento fuera de Italia. 

No para ahí Vázquez su actividad. En plena madurez creadora, interviene después en el Convento de San Antonio de Mondéjar, patrocinado por su compañero de viaje a Italia, y gran protector de las artes, el conde de Tendilla don Iñigo. Es obra esta del último decenio del siglo XV. Poco después se pone a trabajar en el diseño y construcción del palacio de Don Antonio de Mendoza en Guadalajara, que debió acabar hacia 1507, pasando inmediatamente, llamado por el Mar­qués de Cenete (hijo mayor del Cardenal Mendoza) a las obras del Castillo de La Calahorra en Granada, joya preciosísima del Renacimiento hispano. Y aquí, en 1509, es donde perdemos su pista. Probablemente poco después moriría, o, en cualquier caso, inició el mutis definitivo de su vida. 

Con palabras de Martínez Tercero, podemos concluir que «fue Vázquez un personaje excepcional por su receptividad, brillantez y capa­cidad de organización, dada la cantidad de obras en que intervino… gozó de la confianza plena del gran Cardenal y sin la muerte de éste en 1495 es proba­ble que hubiese proyectado y dirigido el Hospital de Santa Cruz de Toledo. Intervi­no en cuatro obras bajo su patronazgo: castillos de Pioz y Jadraque, Sopetrán y Santa Cruz de Valladolid. El resto de su actividad la desarrolló para sus sobrinos: Medinaceli en Cogolludo, Tendilla en Mondéjar, Don Antonio de Mendoza en Gua­dalajara y su hijo Cenete en La Calahorra». 

El palacio de Cogolludo

No cabe en esta ocasión adentrarnos con detalle en la descripción y valoración de este edificio. Al ser este su año gozoso aniversarial (quinientos años no se cumplen así como así…) nos ocuparemos de él más adelante y con más detenimiento. Cabe ahora significar el gran valor que tiene dentro de la arquitectura española, pues sin duda es el más antiguo de los edificios renacentistas europeos fuera de Italia. 

Para M. Tercero, cuyo libro glosamos en esta ocasión como merece, el palacio de Cogolludo no pierde un ápice de su importancia aunque de él se diga que es menos airoso que los palacios renacientes de la Toscana, pues «mientras éstos se levantaban sobre solares ciudadanos limitados por la apretada trama urbana y consiguiente dificultad de ex­pansión, en Cogolludo el Duque no tenía ningún problema para extenderse sobre todo el territorio que le fuese necesario». A pesar del indudable clasicismo de sus formas, de sus detalles ornamentales, de su concepto palaciego simétrico (esa puerta centrada es realmente novedosa, inédita en el arte de la construcción castellana medieval), el palacio de Cogolludo presenta una serie de hispanismos muy característicos, tanto en el alzado como en la planta. En el alzado es de resaltar que el muro de la planta baja es ciego, sin una sola ventana, algo inusual en Florencia, donde los edificios de este estilo siempre ofrecen huecos que iluminan desde la calle las de­pendencias inferiores. La obsesión hispánica, heredada de los árabes, de reservar en la más absoluta privacidad los interiores, se expresa en este detalle, así como en el que ofrece la planta de que el eje de la puerta principal hacia el interior del edificio coincide con un muro ciego que impide la visión del patio desde el exterior, siendo el acceso a este en zigzag, en clara herencia medieval y defensiva. Esa asimetría se observa también en la colocación de la puerta de entrada al patio desde el zaguán, que queda frente a una columna de este, así como el hecho de que la escalera principal del palacio se encuentre descentrada respecto al eje transversal del mismo, hecho que se ve en el palacio del Infantado y en el más moderno de don Antonio de Mendoza en Guadalajara. 

La fachada del palacio de Cogolludo, no hace falta repetirlo, es magnífica. Toda su superfie está tratada con un almohadi­llado continuo como ocurre en el Palacio Strozzi de Florencia, aunque la imposta que señala la división de las plantas no corre por los alféizares de los huecos, sino más abajo, marcando el nivel del forjado. Tanto la portada como la cornisa de la fachada son soluciones muy renacentistas, aún simplificadas de las que Vázquez había proyectado en Valladolid. Sin embargo, en el frente de Cogolludo aparecen una serie de elementos que no se encontrarían bajo ningún concepto en una fa­chada boloñesa o florentina, y que son los que marcan el valor novedoso y personal del palacio ducal de los La Cerda. 

Sería el primero la serie de escudos del linaje de La Cerda que campan en esta fachada: uno, mezquino y agobiado entre la cornisa del arquitrabe y el tímpano semicircular de la portada, le debió parecer pobre al orgulloso duque, por lo que se añadió otro mayor, rodeado de una corona re­nacentista de laureles, en el eje central y elevado de la fachada. 

Y ya para terminar, porque el espacio se nos acaba, dejar constancia del hecho sorprendente de la aparición de unas ventanas netamente gotizantes, de unos elementos decorativos verdaderamente raros, modernos y casi misteriosos, como son las panochas de maíz que rodean el arco de la portada, sin olvidar el arcaísmo gótico de la crestería, a los que Martínez Tercero califica, creo que con toda razón, capricho hispánico del duque, o, más bien, de la duquesa. Sea como fuere, un edificio asombroso, un edificio cinco veces centenario, una joya más de nuestra tierra que hay que correr a verla. Porque, en este año al menos, hay además que jalearla