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octubre, 1994:

El Cubillo de Uceda: una iglesia para todos los gustos

 

Quizás peque de repetitivo. No el más que simple admiración. Para mí es la iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, la parroquial de El Cubillo de Uceda, uno de los mejores y más espléndidos monumentos de, toda la provincia de Guadalajara. Una auténtica gozada en la que se combina su situación, la mezcolanza, armónica de estilos, el embrujo que en cualquier momento o ángulo despide, y sin duda también la íntima sucesión de recuerdos que a quien esto escribe le proporciona. Todo se alía para que una vez recomiende a mis lectores que vayan allí, que la vean despacio, a su sabor, y que la guarden fieles en su recuerdo de la mejor y más auténtica Guadalajara.

La mejor forma de llegar al Cubillo desde Guadalajara y cualquier parte de la provincia es a través de la carretera comarcal que por Marchamalo y Usanos atraviesa las ondulaciones campiñeras hasta el Jarama en Uceda. Cerca ya de este pueblo, pasado Viñuelas, aparece en el horizonte El Cubillo.

Para verla en su interior, hay que llegar el domingo, a media mañana, que es cuando se dice misa y la abren públicamente. No obstante, si se llega a otra hora, y no quiere (no se debe) irse sin verla por dentro, recurrir a la señora que tiene las llaves, una amable vecina que vive en una de las casas del costado meridional de la Plaza Mayor, a la derecha del Ayuntamiento.

Una mezcla suprema de estilos

En la iglesia de la Asunción de El Cubillo de Uceda se encuentran, sin violencia, dos estilos arquitectónicos dispares, que mutuamente se potencian y enriquecen el conjunto: de una parte el románico‑mudéjar en el que está construida la cabecera (presbiterio y ábside) y de otra el mejor renacimiento castellano de raigambre toledana, del que son expresión culminante la portada de poniente y las tres naves.

Está construido este templo parroquial de El Cubillo de Uceda con los materiales propios de la comarca (canto, rodado y sillarejo calizo), y otros más nobles (sillares graníticos) traídos de las canteras del Jarama. La fábrica del edificio está formada de hiladas horizontales de piedra caliza y mampostería de canto rodado, que no llega a ser sillarejo, alternando con breves paramentos de ladrillo. Su muro frontal, orientado al poniente, es muy amplio, equilibrado de proporciones, y en él se abre la portada.

Qué admirar, y desde dónde

El costado meridional del templo está revestido por un atrio sustentado de pilares delgados apoyados en altos pedestales, y en él se abre una portada de sencillísimas líneas clásicas. En la cabecera del templo, orientado clásicamente a levante, aparece el ábside, que es el único resto de la construcción primitiva, afortunadamente respetado, y que muestra, en todo su esplendor el estilo románico‑mudéjar, con proporción de arcadas ciegas hechas totalmente de ladrillo, consiguiendo un equilibrio y unos contrastes de luces que le dan un valor estético muy acusado.

Puede considerarse dividido el muro de este, ábside en dos cuerpos.‑ En el alto aparecen nichos rectangulares, y en el bajo se suceden tres líneas de arcos. Todo ello se sustenta en un basamento de fuerte sillar. Adosada al muro septentrional de la iglesia, se alza la torre’ toda de ladrillo, con algunas ventanas interesantes, especialmente la del costado oriental, que ofrece una estrecha saetera bajo arco poli lobulado de indudables reminiscencias árabes.

El interior es espléndido, de tres naves, separadas por pilares cilíndricos que rematan en grandes y curiosos capiteles cargados de iconografía renacentista. No hace falta examinar por mucho tiempo estos capiteles, para percatarse que son extraordinariamente parecidos a los del claustro del monasterio jerónimo de San Bartolomé, de Lupiana. Abundan en ellos los angelillos, los putti, las cabezas de camero y los emblemas de lazos y cajas tan queridos de Alonso de Covarrubias, a quien ya, sin duda, cabe atribuir la paternidad de esta obra arquitectónica. Un buen artesonado de la misma época (primera mitad del siglo XVI) con clara ornamentación mudejarizante, cubre su altura.

Al fondo de la nave central, en la cabecera del templo, se abre el presbiterio, incluido en el antiguo ábside, que es de pequeñas proporciones, y de planta semicircular. Sus muros son totalmente de ladrillo visto, y se cubre por una bóveda de horno que, al igual que el arco toral que la inicia, es apuntada. Se ilumina este ábside con tres estrechas ventanillas tras el altar, y un gran Cristo tallado cuelga elegante desde la altura. Un arco triunfal de medio punto y aristas achaflanadas aparece enmarcando este espacio El equilibrio del interior de esta iglesia tiene el encanto suficiente como para permitimos asegurar que estamos ante una obra con firma, una pieza meditada y dirigida por un arquitecto con experiencia y oficio. Un arquitecto, además, del círculo anejo a los obispos de Toledo, pues el Cubillo perteneció, como un gran área del sur de la provincia de Guadalajara, a la archidiócesis toledana durante muchos siglos, e incluso este mismo pueblo fue también, durante varias centurias, señorío de los obispos toledanos. Quizás no costaría ver, como autor de este templo, por lo menos en sus líneas magistrales, y según acabo de apuntar líneas arriba, a Alonso de Covarrubias, que en esta comarca dejó muchas obras (Guadalajara capital, Sigüenza, Pastrana, Lupiana, Alcalá de Henares).

La portada de entrada

Lo que hoy llama principalmente nuestra atención es el ingreso occidental al templo, el único actualmente practicable. La descripción del mismo podemos hacerla con brevedad y sencillez: de estructura plana, con leves resaltes sobre el muro, aparece un vano escoltado de jambas lisas y pilares adosados. Sobre el referido vano, un arquitrabe con tallas, y sobre él un friso de extraordinaria decoración y movimiento. La línea de pilares remata en flameros, y el friso se corona por tímpano semicircular en el que se incluye una hornacina con la estatua de San Miguel.

En esta portada parece querer imponerse una estructura clásica, antigua, sobre una puerta de iglesia, pilares y frisos destacan en su sencillez distributiva, y recurren a cargarse de. una decoración en la que ganan los elementos clásicos: sólo se ven cabezas de guerreros, grutescos excesivos, putti utilizados como atlantes, jarrones, monstruos y un largo y abigarrado etcétera en el que la temática es absolutamente pagana, totalmente referida a motivos clásicos. Si solo se contemplara, en una perspectiva ideal, el arquitrabe, frisos, capiteles y pedestales de esta portada, se dudaría de estar ante una iglesia, cristiana: se apostaría más fácilmente por tener delante el resto de un edificio romano hallado entre unas ruinas.

Esta magnífica portada de El Cubillo de Uceda, como la iglesia toda a la que da entrada, es una pieza magistral y antológica del Renacimiento castellano, diseñada por Alonso de Covarrubias, y que recomiendo muy vivamente a mis lectores que visiten y saboreen despacio, pues en su silencioso lugar de la Campiña viene a ser un hermoso paradigma de lo que el arte, del Renacimiento plantea, más allá de anécdotas y lugares comunes, aún en nuestra propia tierra: la contradicción continúa entre el tema y el sistema. De esa pugna, como de toda discusión, nace la luz y la esplendidez del arte. Hay que correr a admirarla.

El Museo de Sigüenza: La pinacoteca que surgió de los pueblos

 

En el lento pasar de los tiempos, todo lo que hay sobre la faz de la tierra sufre un proceso irreversible de vejez y de hundimiento. Todas las cosas llevan, como el latido humano que les dio vida, el destino de perecer. A la obra de arte es posible preservarla de este proceso, y en los Museos darla cabida y calor, además de un puesto de relieve para su estudio y admiración. Para ese rescate, en muchos casos de urgencia, de importantísimas obras de arte de la diócesis de Sigüenza, se creó un gran museo situado en el centro de la ciudad, en la antigua y característica casona noble de los Gamboa, con su gran escudo esquinero, frente a la fachada de poniente de la catedral. Se acondicionaron sus salas para contener más de dos centenares de obras de arte. Vitrinas y repisas convenientemente situadas, e incluso hasta las comunicaciones de unas salas con otras se colmaron con antiguos arcos, composiciones talladas de viejos retablos, enterramientos, etc. Todo luce ahora con un meticuloso cuidado y limpieza; cada pieza goza de una visibilidad perfecta, y en muchos casos la restauración previa ha aumentado el interés por su estudio.

Fue el Dr. D. Laureano Castán Lacoma, cuando ocupó el puesto de Obispo de la Diócesis de Sigüenza-­Guadalajara, quien se lanzó a la búsqueda de piezas de arte diseminadas por las iglesias de sus pueblos, y en trance casi todas ellas de desaparecer olvidadas o vendidas a los anticuarios. En muchos casos tuvo que adquirirlas en competencia mercantil con ellos. Desde humildes clavos de puerta, hasta grandes composiciones pictóricas, retablos y enterramientos, pasando por obras de orfebrería, tallas románicas, ropajes y libros, fue colocado y puesto al alcance de todos. La inauguración oficial, con asistencia del Director General de Bellas Artes, señor Pérez‑Embid, y del nuncio del Vaticano en España, monseñor Dadaglio, tuvo lugar el día 11 de mayo de 1968, fecha desde la que viene funcionando sin interrupción.

Sería inacabable mencionar y comentar una por una todas las obras de arte en esta galería contenidas. Todos los estilos, épocas y piezas artísticas están representadas en él, en cantidad más o menos abundante. El denominador común es que proceden del ámbito sacro, a excepción de algunos elementos de arqueología. Su actual director, el canónigo y archivero capitular Dr. D. Felipe Peces, cuida con esmero esta colección única y sorprendente.

Consta este singular Museo de siete salas y un patio, en la planta baja, y otras cinco salas en la alta. Aunque muy brevemente, podemos señalar cómo en el paso de las tres primeras salas se han colocado unos arcos mudéjares en estuco, con escudos y decoración geométrica, que se encontraban en unas casas de la Travesaña Alta. En estas primeras habitaciones destacan buena cantidad de vírgenes románicas y góticas, tablas y retablos desde los siglos XV al XVH, piezas de orfebrería gótica y renacentista, tallas barrocas como el San Joaquín que vemos sobre estas líneas, un magnífico Cristo de marfil, obra de origen filipino que se encontraba en Brihuega (que también ilustra este trabajo), diversas vestiduras litúrgicas de la catedral, y alguna hoja suelta de antiguos libros cantorales, con profusión de colores y notas. Temas similares aparecen en las siguientes salas, hasta llegar a la quinta, verdadera pinacoteca, en la que nos sorprende una Piedad atribuida a Luís Morales, y otras tablas del estilo de Correggio, Ticciano, etc. En estas, como en la siguiente sala, la de la Inmaculada de Zurbarán, el espectador se convence de que ha pisado un espacio de subido valor artístico, en el que en pocos metros cuadrados se juntan un verdadero aluvión de obras de arte de primera categoría. Todavía en la última sala se ve algún gran óleo de Ulpiano Checa representando La toma de Huesca por el rey don Pedro I. En el patio se conservan muy diversas piezas, desde capiteles románicos y renacientes a un par de esculturas representando a Adán y Eva, procedentes del enterramiento de don Martín Fernández en Pozancos. También escudos heráldicos, lápidas epigráficas, fragmento de una lauda de un obispo, pilas románicas, en especial una bellísima, románica, procedente de Canales del Ducado, la campana gótica de Valdelagua, anterior al descubrimiento de América, y una interesante colección de objetos de arqueología hallados en las cercanías de Sigüenza y pertenecientes a las culturas paleolítica, neolítica y celtibérica.

La Tabla de Pozancos

Si son múltiples , y extraordinarias las pinturas del Siglo de Oro español que se exhiben en el Museo seguntino, quizás la más sugerente al espectador sensible sea la que se encuentra nada más penetrar en el Museo, en la primera sala, a la derecha: ahí encontramos una magnífica pintura sobre tabla, que procede de la iglesia parroquial de Pozancos, villa cercana a Sigüenza, donde, en oscura capilla lateral, ornaba el luneto semicircular bajo el que aún se cobija el enterramiento y estatua sepulcral de don Martín Fernández, señor de Pozancos, capellán que fue de la iglesia de Sigüenza, arcipreste de Hita, cura de las Inviernas, etc., etc… En deplorable estado rescatada, fue hace años restaurada con gran cuidado y puesta aquí para general admiración. Aunque el aspecto del sepulcro, frontal con escudos y ángeles tenantes, estatua yacente y detalles iconográficos varios, incluso las imágenes de Adán y Eva, desnudos y desproporcionados, que, procedentes de dicho enterramiento, también vemos en este Museo, parecen inclinar su época de construcción al siglo XV, por el aparente goticismo de técnicas y detalles, todo ello debe trasladar su época de realización a las primeras décadas del siglo XVI. Esta tabla es la que, con su ya decadente sentido gótico en la composición y las posturas, pero con su técnica y algunos detalles iconográficos, hace adoptar tal cronología para todo el conjunto. Se trata de un Santo Entierro con las clásicas figuras: Cristo muerto, envuelto muy levemente en el Sudario, es colocado en el sepulcro, de clarísima filiación toscana, renacentista ya, por Nicodemo y José de Arimatea, mientras María, con las manos juntas, contempla desconsolada a su Hijo; el apóstol Juan la consuela, y las tres santas mujeres se ocupan en arreglar el cuerpo a los pies de la Escena. La riqueza de detalles en sepulcro y vestiduras de los personajes quedan incluso ensombrecidas ante los magníficos rostros que aparecen: el de Cristo se presenta de frente e inclinado; cuatro aparecen tomados desde la derecha; dos desde la izquierda, y el de Nicodemo desde atrás. Son diversos estudios de rostros; todos distintos y en diferentes escorzos. Tratados, además, con un rigor y una perfección completa. En el círculo de Juan de Flandes y Juan de Borgoña puede situarse esta obra, que, de momento, ha de incluirse en la escueta nómina de un maestro de Pozancos. De tales artistas hereda el interés por el trato preferente de los rostros, y, quizás del primero, un abandono del fondo paisajístico, para concentrar su pasión mejor en las figuras.

Es esta tabla, perteneciente al denominado grupo de primitivos castellanos, un magnífico exponente del arte provincial que en este Museo Diocesano de Sigüenza se encuentra expuesto, y que hemos recogido para hacer su comentario pormenorizado como el emblema, más inmediato de la gran cantidad, y calidad, de obras de arte que son dables admirar en este centro de la cultura provincial. Al que puede visitarse cualquier próximo fin de semana. Este que viene, por ejemplo.

Una tradición de altura: la romería del Santo Alto Rey

 

La Romería al Santo Alta Rey es una tradición muy antigua, que ya en la Relación Topográfica que, Bustares envió, en 1580, al rey Felipe II, se explica en la pregunta 51 diciendo que «a media legua del dicho lugar de Bustares está en lo alto de la sierra una casa y hermita que se nombra e llama del Señor Rey de la Magestad, la qual es de grandísima devoción, é a donde por esta causa acuden y vienen gente de muchas partes». Esto es justificación de achacar una gran antigüedad a esta costumbre romera, pues si en los años finales del siglo XVI existía esta acendrada y multitudinaria costumbre, quiere decir que sus inicios eran muy anteriores, quizás medievales.

Mañana por ser primer sábado del mes de septiembre, los pueblos de en tomo a la gran montaña del Santo Alto Rey subirán de nuevo, unos andando y otros (ya la mayoría) cómodamente en sus vehículos, hasta las praderas altas donde un año más, como desde hace siglos, se pasará una jornada de fe y alegría.

Los inicios de esta costumbre están en la subida individualizada de cada uno de los pueblos de en tomo al monte. La referencia de la ermita en lo alto de la «montaña sagrada» del Alto Rey, hizo que fueran todos los pueblos de la comarca los que tomaran como costumbre esa ascensión para rendir el homenaje debido a Dios en su altura, y al mismo tiempo celebrar un día de fiesta comunitario en el campo, con expresión de sus cánticos, con lucimiento de sus vestidos antiguos y tradicionales, con el enjaezamiento de sus caballerías, y con la exhibición de su cruz parroquial y de su pendón cofrade hasta la altura, más la comida por todo lo alto, y nunca mejor dicho.

Estas romerías, sin embargo, eran particulares, de cada pueblo en solitario, y se celebraban en días diferentes, a lo largo del año, aunque predominaban en la primavera bien entrada, y en el final del verano, las épocas más agradables para subir al monte.

Sin embargo, y según se refiere actualmente en los pueblos del contorno, la caída de un rayo allá por los años cuarenta, en medio de la reunión festiva, y que supuso la muerte de un hombre y su perro, así como el posterior fallecimiento de una señora y el susto correspondiente de todos los asistentes, hizo que se unificara la subida al monte por parte de todos los pueblos comarcanos, y así ha seguido haciéndose hasta ahora.

La subida de los de Albendiego

El pueblo de Albendiego tuvo tradicionalmente su subida en romería al Alto Rey los días 9 de mayo y 12 de septiembre. El calendario de esos días, similares, era el siguiente: a las ocho de la mañana saltaban repicando las campanas de la parroquia, y pocos minutos después se salía en procesión. Temprano y con el sol nuevo. Al frente del cortejo avanzaba el pendón parroquial, seguido de la cruz, y ésta a su vez del cura párroco, que cantaba en voz alta letanías. Todo el pueblo los seguía en procesión, hasta el arroyo «Valdecobos» y el «prao del Marcelino», todavía en las cercanías del pueblo, quedando allí los que no pensaban hacer la ascensión, que se volvían al pueblo.

El resto continuaba, unos andando, otros a lomos de caballerías, sobre todo las mujeres. Algunas de éstas, sin embargo, hacían la subida descalzas, en sacrificio por alguna promesa o acción de gracias. Al llegar al paraje denominado “las Anchuras», justo antes de comenzar la auténtica subida del Alto Rey, se encendía una hoguera o fuego para ir haciendo la comida comunitaria, “de puchero», quedando tres o cuatro personas como «alguaciles» al cargo de la hoguera, siguiendo los demás hasta la altura.

Una vez arriba, los vecinos de Albendiego, en procesión o particularmente daban tres vueltas a la ermita. A continuación se celebraba la Misa dentro de la ermita, con todo el pueblo asistente. Y terminada la función se hacía una procesión ritual con los dos santos (el Santo Alto Rey y Nª Sra. de los Ángeles), rezando el Rosario. Al finalizar, se subastaban los brazos de las andas en medias de trigo. Después, todos tomaban allí arriba un «bocado» y ya se bajaba, cada uno a su aire, hasta “las Anchuras”, donde se comía cómodo, haciendo después el baile, los cantos, los concursos de fuerza, los juegos y todo aquello que suponía una convivencia amable entre todos los vecinos.

Ya al atardecer se volvía al pueblo. Los que se habían quedado en el caserío, al avistar el pendón, salían a recibir a los que volvían, hasta la ermita de San Roque, donde se formaba otra vez la procesión que regresaba a la parroquia, como por la mañana, recitando las letanías. Todavía por la noche, en la plaza del pueblo, seguía el baile y la diversión hasta muy tarde.

La romería de los de Bustares

La romería al Alto Rey de los de Bustares se hacía el 13 de junio, festividad de San, Antonio, coincidiendo en ese día con los de las Navas. Ya la víspera los mozos habrían hecho una gran ronda por todo el pueblo, con sus habituales canciones y libaciones. La subida del día 13 se hacía en común con los de las Navas, a los que se iba, ya en procesión, a esperar hasta «el Valladar” rezando las letanías de los santos y el Rosario, llegando de este modo hasta la ermita de la Soledad, donde el cura se desvestía de sus ropas litúrgicas. A partir de allí, cada uno iba a su aire: unos andando, otros en caballería; unos por «el Chortalón», otros por «la Corraliza», y otros, en fin, por «Santa Coloma» y «el Sestahuelo» hasta llegar arriba del monte, a la ermita del Santo Alto Rey. Por el camino, que algunos hacían descalzos, también se cantaba, y al llegar al «mojón de los cantos» se echaba alguna piedra en él y se rezaban tantos padrenuestros, por intenciones particulares, como piedras se habían echado.

Arriba se hacía una misa y una procesión. Al frente de todos avanzaba el pendón parroquial y la cruz. La misa era dentro de la ermita, pero si por la afluencia tan grande de público no cabían todos dentro, entonces se celebraba al exterior, poniendo el altar donde hoy está situado el púlpito. Después se almonedeaban los brazos de las andas y las colas que los fieles ofrecían, como rosquillas, bebidas, racimos de uvas, etc. Luego se bajaba a comer hasta la pradera de “Santa Coloma”, situada a mitad de la cuesta, donde alguien se había quedado al cuidado de las viandas. Durante la comida, acudían algunos pobres a pedir, y todos les daban de lo que había. Abundante y suculenta comida llevaban los de Bustares, a base de tortillas, chorizos, arroz con leche, y multitud de bollos y rosquillas.

Allí mismo, en «Santa Coloma», término ya de Bustares, se bailaba y cantaba, lo mismo que en la zona llamada “la Dehesa de la Casa». Desde allí se bajaba la cuesta y en la ermita de la Soledad se reanudaba la procesión que llegaba hasta la iglesia parroquial, donde se despedían los de las Navas.

La romería conjunta

Pero la costumbre de subir cada pueblo a su aire se vio interrumpida tras la Guerra Civil española, en que se tomó el acuerdo y la decisión de subir en romería todos los pueblos juntos. Cada uno con su pendón, su cruz parroquial, y su Ayuntamiento al frente. Cada uno desde su localidad, para juntarse en el camino, o en la cima, y hacer allí una celebración multitudinaria, no sólo ya de fervor religioso, que siempre es lo principal, sino de auténtica demostración de unidad comarcal.

La tradición que hoy existe dice que esta iniciativa surgió en los años cuarenta, tras la caída de un rayo sobre el grupo que formaban los de Albendiego que habían subido en romería el día que les correspondía. Dicen allí que “la cosa mala» que cayó fue atraída por las «carlancas» de un perro muy grande de Miedes, que estaba tumbado a la puerta de la ermita. A su lado había un serrano, llamado Martín Sanz, de Albendiego, que tenía sobre sus rodillas a un niño, Frutos Redondo, arropado con una manta. La chispa mató instantáneamente al hombre y al perro, pero al niño no le pasó nada. En aquel momento murió también otra mujer, Cándida Chicharro, al parecer asfixiada por el tufo de la cosa mala. A muchos de los congregados se les quemaron las plantas de los pies y a casi todos la descarga eléctrica les tiró por el suelo.

El caso es que desde entonces se tomó la decisión de celebrar todos los pueblos juntos la romería del Santo Alto Rey el 12 de septiembre. Los Estatutos reformados por don Abraham Martínez Herranz en 1956 así lo sancionaban, y de este modo se ha venido realizando, con un fervor y una afluencia de público cada vez mayores.

En años recientes, se decidió cambiar nuevamente la fecha, y ponerlo el primer domingo de septiembre. La disminución de población estable de la zona, y el predominio de romeros que vienen en automóviles desde otras ciudades y comarcas donde residen habitualmente y trabajan, hizo que hubiera que designar un día de fiesta para juntarse multitudinariamente. Todavía es muy reciente la decisión última de trasladar la fiesta al primer sábado de septiembre, por razones de práctica social aceptadas por todos.

La fiesta, en esencia, es similar a lo que se ha hecho desde tiempo inmemorial. Únicamente que ahora se junta en la altura un buen número de gentes. La mayoría suben ya por carretera, en sus automóviles, a través del camino asfaltado que se construyó hace años para servicio de la base militar puesta en las cercanías de la ermita. Allí se juntan, sin embargo, los pendones y las cruces parroquiales de los siete pueblos, con sus párrocos y sus alcaldes respectivos. Se dice la misa, se recitan cánticos religiosos y se subastan los brazos de las andas y algunos dulces y donativos. Finalmente, la procesión saca al brillo del sol los colores y las formas de las imágenes queridas y veneradas del Santo alto Rey y de la Virgen de Nª. Sra. de los Ángeles.

La costumbre de celebrar concursos entre los asistentes, ya antigua, se ha revitalizado. Y así, se han celebrado en los últimos años, previa convocatoria, concursos de fotografías, de pintura y artesanía, de poesía, de trajes típicos de la Sierra, e incluso de jotas y rondallas. Todo ello, habitualmente completado con la lectura de un «pregón» por alguna personalidad intelectual de la provincia, y el reparto de limonada, supone un día completo de ilusión, alegría y devoción que manifiesta de forma muy elocuente la viveza de la cultura popular y el vigor de la tradición centenaria de las gentes de esta Sierra del Alto Rey.