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septiembre, 1994:

Budia, todo un museo en la glesia parroquial

 

No hace muchos anos, y gracias a la iniciativa del actual Ayuntamiento de Budia, y de su alcalde Rafael Taravillo, se editó un librito que durante mucho tiempo había andado manuscrito o malamente fotocopiado de casa en casa, explicando la historia y las curiosidades de Budia. Lo escribió, en el siglo pasado, un ilustre hidalgo del pueblo, don Andrés Falcón, con no mal arte y mucho amor hacia el terruño. En ese libro, cuando don Andrés Falcón habla de la iglesia parroquial de Budia, la supone tan antigua que dice ser en su origen obra de romanos, y dedicada primitivamente como basílica de los primeros cristianos. No es ello cierto, ni tampoco que sus arcos y columnas sean de la época románica, ni siquiera gótica. Se ve que este señor exageraba, en un afán muy comprensible de enaltecer a base de echarle siglos a su pueblo, porque el templo de Budia, que fue primitivamente románico, por ser construcción realizada en los primeros días de la repoblación, fue luego derribado por completo en los años mejores de riqueza y despegue económico del siglo XVI, elevándose entonces un gran templo que, aunque con diversos estilos sobreañadidos, y realizado a lo largo de diversas etapas, muestra en su conjunto la grandiosidad de los volúmenes renacentistas, y la galanura de la decoración plateresca en sus detalles.

Nos vamos a entretener hoy en describir este monumento alcarreño, por muchos conceptos relevante y digno de ser admirado, y sobre todo ahora que ya han concluido las obras de restauración que durante bastante tiempo se han llevado a cabo en él. Ha quedado hecho una preciosidad, limpio y magnífico, con una serie de obras de arte en su interior que le constituyen en todo un museo del arte alcarreño.

Dedicado a San Pedro Apóstol, su planta es de tres naves, con pilares entre ellas de variado corte: los, unos son circulares, y los otros cuadrilongos. Alturas diversas pero siempre majestuosas. Techumbres de madera trabada, y apliques de elegancia, tallas, capiteles, y un sin fin de detalles que hacen muy hermoso este templo. Quizás lo, mejor de todo es la portada, puesta en el muro principal, orientada al sur. Ante ella se abre un patiecillo estrecho con plantas de hoja perenne, que van cortando la visión del cincelado retablo que es esta puerta. Esta portada de la iglesia de Budia, que vemos junto a estas líneas en un dibujo abocetado, tiene todos los visos de haber salido de la mano ingeniosa y artística de Alonso de Covarrubias o de alguno de sus seguidores. Es, en cualquier caso, plenamente adscribible a la estilística plateresca de la archidiócesis toledana en el comedio del siglo XVI, y en ella sorprenden los grutescos y las vegetaciones de magnífica talla, añadidas de medallones, bichas aladas y otros detalles de efecto y equilibrio.

En el interior del templo, del que desaparecieron durante la Guerra Española de 1936‑39 algunos retablos y un buen número de piezas artísticas, el frontal de altar mayor, en plata repujada, y decoración barroca y exuberante, con una imagen de la Virgen del Peral, es lo más destacado en orfebrería.

En escultura, son de destacar los enterramientos (que ya señaló como debía don Andrés Falcón, pero que Orueta en su obra de la escultura funeraria en Castilla­ La Nueva ignora) de doña Juana García, y de Pedro de Cañas. En la lápida de éste, vése al clérigo orando y tonsurado con las manos juntas y actitud beatífica, debajo del cual se lee: “Aquí está sepultado en reverendo señor Pedro de Cañas Cura que fue de esta iglesia de Budia. Falesció a  del año de MD años”, lo que significa que fue hecha en vida del presbítero, pero luego nadie se ocupó de anotar la fecha exacta de su muerte.

En pintura, hay algunos interesantes cua­dros en la sacristía. Proceden todos ellos del, convento de carmelitas que existió en la parte alta de la villa, y del franciscano de La Salceda. De éste sería el retrato (imaginario pero muy hermoso) de fray Diego de Alcalá en su conocido milagro de las rosas. Además existen algunas otras piezas de arte barroco que suman valor a este templo.

Pero lo que quizás le confiere un valor mayor es la pareja de esculturas originales del artista malagueño Pedro de Mena, que representan a Cristo doliente en la iconografía clásica del Ecce‑Homo, y a su madre la Virgen María como Dolorosa transida en lágrimas. El cartel, mínimo, de hueso o marfil, que aparece sobre la peana del Cristo, sitúa perfectamente al autor de las obras: Pº de mena Ft Malace anno 1674 que traducido al castellano de hoy viene a decir Pedro de Mena lo hizo en Málaga el año 1674. Pertenecen estas obras a la mejor época del tallista andaluz. De ellas se han dicho multitud de cosas, todas buenas, piropos artísticos plenamente merecidos, pues realmente son dos obras que están en la primera fila del arte religioso español y europeo de todos los tiempos. El Ecce­Homo mide 94 centímetros de altura, sin contar la peana, mientras que la Dolorosa es muy similar: 93 centímetros. Está desnudo, salvo un sudario que le queda a la altura de las caderas, con sus brazos sobrepuestos, y la cabeza erguida y ligeramente ladeada. Tiene el cuerpo de Cristo un realismo absoluto, parece vivo, y en definitiva alcanza, un grado de perfección técnica en su modelado detallista y en su policromado que admiran.

La Dolorosa ofrece una actitud de amargura y desconsuelo impresionantes. Toda la angustia de una madre que ve morir a su hijo se transmuta en esta madera tallada y en estos ojos de cristal que parecen tener vida. Un manto de gran ampulosidad y forzadas volutas, pintado en azul y rojo, los colores de la liturgia inmaculista, le confieren una grandeza sin desajustes, y una belleza en cualquiera de los infinitos ángulos en que cabe verla, que la hace inolvidable.

Realizadas en Málaga, a finales del siglo XVII, no llegaron inmediatamente a Budia. Fueron donadas, a mediados de la siguiente centuria, hacia 1750, por un hijo ilustre de la villa, el militar don Ambrosio Sáez Bustamante, gobernador que fuera de Mérida, coronel de los Reales Ejércitos borbónicos, y caballero de la Orden de Santiago. Otros miembros de esta ilustre familia alcarreña, mencionados por Andrés Falcón en su Breve historia…, también se caracterizaron por sus donaciones a los templos de Budia, Fue uno de ellos don Pablo Sáez Durón Vela y Romo, que en otros documentos se le llama Pablo Sáez Durón Bustamante Romo y Vela, quien en Perú actuó como canciller de sus Audiencias, y a tan altos puestos administrativos llegó en la Nueva España que en Budia se le tenía por Virrey de Méjico, habiendo dejado aquí fundado el pósito de granos. En cualquier caso, ya estaban en la ermita en 1764, según aparece en un inventario de la misma, como nos refiere el investigador José Luís Souto. Siempre estuvieron en la ermita del Peral, y en 1929 estuvieron a punto de ser llevadas a la Exposición Iberoamericana de Sevilla. En 1937, tras sufrir algunos daños por milicianos de la República, fueron llevadas a Madrid a través del Servicio de Protección del Patrimonio Histórico‑Artístico, de donde fueron devueltas, pero ya a la iglesia parroquial, en 1940. Y aquí continúan, desprovistas de las urnas originales que regaló don Ambrosio Sáez, dentro de unas modestas vitrinas que merecerían ser renovadas.

En cualquier caso, un magnífico contenido para un renovado y brillante continente. La iglesia de Budia, hoy restaurada, fuerte de espacios y vibrante de ornamentos, joya auténtica de la arquitectura renacentista, es un atrayente motivo para él viaje, y desde allí recorrer las calles cuestudas de la villa, pararse un rato en la plaza mayor donde la fuente gorgea su canción, y llevarse unos bizcochos crispines, por aquello del tipismo, y lo dulces que están…

Por las altas almenas del castillo de Jadraque

 

Siempre que se habla o se esgrime el recuerdo del castillo d Jadraque aparece la imagen del cerro en que asienta, y la frase que el pensador José Ortega y Gasset le dedicó en uno de sus viajes, que venia a decir que se trata del cerro más perfecto del mundo. Sea o no cierta esa afirmación, el caso es que el castillo jadraqueño, en el borde de la Alcarria y en el inicio de la Campiña del río Henares, ofrece un aspecto soberbio culminando con silueta humana la sencillez de un fragmento de hermoso paisaje.

Le llaman el castillo del Cid a este de Jadraque, porque en el recuerdo o subconsciente popular (que también se llama tradición) queda la idea de haber sido conquistado a los árabes, en lejano día del siglo XI, por Rodrigo Díaz de Vivar, el casi mitológico héroe castellano. La erudición oficial había descartado esta posibilidad por el hecho de que en El Cantar de Mío Cid aparece don Rodrigo y su mesnada, tras pasar temerosos junto a las torres de Atienza, conquistando Castejón sobre el Henares, y ostentando durante una breve temporada el poder sobre la villa y su fuerte castillo. Se había adjudicado este episodio al pueblecito de Castejón de Henares, de la provincia de Guadalajara, que, curiosamente, está junto al río Dulce, apartado del Henares, y sin restos de haber tenido castillo.

El poeta de la gesta cidiana se está refiriendo a una fortaleza de importancia, vigilante del valle del Henares, a la que llaman Castejón los castellanos, en honor de su aspecto, pero que para las crónicas árabes puede tener otro nombre. Era éste Xaradraq. Y fue concretamente el Jadraque actual el que conquistó el Cid en sus correrías por esta zona de la baja Castilla en los años finales del siglo XI. Teoría ésta que todavía se confirma con el hecho de haber sido denominado durante largos siglos, en documentos de diversos fines, Castejón de Abajo a Jadraque, que hoy tiene una ermita dedicada a la Virgen de Castejón, de la que es fama estuvo mucho tiempo venerada en lo alto del castillo.

Todo esto viene a cuento de confirmar para este castillo del Cid de Jadraque su origen cierto en la conquista del héroe burgalés. Antes, sin embargo, ya tenía historia. Por el valle del Henares ascendía la Vía Augusta que desde Mérida a Zaragoza conducía a los romanos. En la vega se han encontrado abundantes restos, en forma de cerámicas y monedas, de esta época romana.

En tiempos de la dominación árabe, Jadraque fue asiento de habitación importante, recibiendo de esta cultura su nombre, y poniendo en lo alto del estratégico cerro, vigilante de caminos y del paso por el valle, un fuerte castillo. Uno más de los que el califato primero, y luego el reino taifa de Toledo, puso para vigilar desde la orilla izquierda del Henares su marca media o frontera con el reino de Castilla. Jadraque, durante esta época de los siglos X y XI, formó como uno más en el conjunto de estratégicos puestos vigilantes o castillos defensivos que los árabes pusieron en la orilla izquierda del fronterizo río: Alcalá de Henares, Guadalajara, Hita, el mismo Castejón o Jadraque, Sigüenza, etc., formaron el Wad-­al‑Hayara o valle de las fortalezas que daría nombre a la actual ciudad de Guadalajara.

La reconquista definitiva de este castillo fué hecha por Alfonso VI, en el año 1085. Quedó en principio, en calidad de aldea, en la jurisdicción del común de Villa y Tierra, de Atienza, usando su Fuero y sus pastos comunales. Tras largos pleitos de los vecinos, a comienzos del siglo XV consiguieron independizarse de los atencinos, y constituirse en Común independiente, con una demarcación de Tierra propia y un abultado número de aldeas sufragáneas.

Pero enseguida se vio que esa soltura de la tutela de Atienza iba a costar la entrada en un señorío particular. Vemos así como en 1434 el rey Juan II hizo donación de Jadraque, de su castillo y de un amplio territorio en torno, a su parienta doña María de Castilla (nieta del rey Pedro I el Cruel), en ocasión de su boda con el cortesano castellano don Gómez Carrillo. El estado señorial así creado fué heredado por don Alfonso Carrillo de Acuña, quien en 1469 se lo entregó, por cambio de pueblos y bienes, a don Pedro González de Mendoza, a la sazón obispo de Sigüenza, y luego Gran Canciller del Estado unificado de los Reyes Católicos.

Fué este magnate alcarreño, árbitro de los reinos castellano y aragonés, jefe de la casta mendocina, y hábil político al tiempo que notable intelectual, quien inició la construcción del castillo de Jadraque con la estructura que hoy vemos. En un estilo que sobrepasaba la clásica estructura medieval para acercarse al carácter palaciego de las residencias renacentistas, a lo largo del último tercio del siglo XV fué paulatinamente construyendo este edificio que finalmente, en el momento de su muerte, entregó a su hijo mayor y más querido, don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Zenete y conde del Cid. Casó este bravo soldado, querido de corazón por los Reyes Católicos y admirado como uno de sus más valientes e inteligentes soldados, con Leonor de la Cerda, hija del duque de Medinaceli, en 1492.

A la muerte de su primera esposa, cinco años después de la boda, casó segunda vez con doña María de Fonseca, viviendo con ella desde 1506 en la altura del castillo, y naciéndole allí entre sus muros la que sería andando el tiempo condesa de Nassau, doña Mencía de Mendoza, quien siempre guardó un gran cariño hacia la fortaleza alcarreña, y a ella se retiró a vivir en 1533 cuando quedó viuda de su primer marido don Enrique de Nassau. El boato de las nobles cortes mendocinas, de aire inequívocamente renacentista, cuajó también en estos tiempos en los salones de este castillo, que fué morada del amor y el buen gusto.

Abandonado este castillo de sus dueños, el manirroto Mariano Girón, duque de Osuna y el Infantado, a finales del siglo XIX decidió venderlo, y fué el propio pueblo, representado en su Ayuntamiento, quien acudió a comprarlo, en la simbólica cantidad de 300 pesetas. Era el año 1889. El cariño que siempre tuvieron los jadraqueños por su castillo, en el que acertadamente siempre han visto el fundamento de su historia local, les llevó hace cosa de 20 años a restaurarlo en un esfuerzo común, mediante aportaciones económicas y hacenderas personales, lo cual es un ejemplo singular que, ojala, debería repetirse en tantos otros lugares donde las deshuesadas siluetas de los castillos parecen llorar su abandono.

Subir no es difícil

Corona el castillo de Jadraque un cerro de proporciones perfectas. Su alargada meseta, que corre de norte a sur estrecha y prominente, se cubre con las construcciones pétreas de este edificio que hoy nos muestra su aspecto decadente a pesar de las restauraciones progresivas en él efectuadas. La altura y el viento suponen una agresión continua a estas viejas paredes medievales.,

El acceso lo tiene por el sur, al final del estrecho y empinado camino que entre olivos asciende desde la basamenta del cerro. Se encuentra una entrada entre dos semicirculares y fuertes torreones, uno de los cuales, el izquierdo, se ha venido al suelo derrumbado no hace muchos inviernos.

La silueta o perímetro de este castillo es muy uniforme. Se constituye de altos muros, muy gruesos, reforzados a trechos por torreones semicirculares y algunos otros de planta rectangular, adosados al muro principal. No existe torre del homenaje ni estructura alguna que destaque sobre el resto. Los murallones de cierre tienen su adarve almenado, y las torres esquineras o de los comedíos de los muros presentan terrazas también almenadas, con algunas saeteras.

El interior, completamente vacío, muestra algunas particularidades de interés. Al entrar a la fortaleza, tras el paso del portón escoltado como hemos dicho por sendos torreones fortísimos, se accede a un empinado patio de armas que siempre estuvo despejado, y que se encuentra en una crestuda terraza de nivel inferior al resto del edificio. Por un portón lateral abierto en el grueso muro que define al castillo propiamente dicho, se accede a un primer ámbito, de forma rectangular, con aljibe pequeño central, que fue sede de la edificación castrense propiamente dicha. Más adelante, hoy circuido por los altos murallones almenados, se encuentra el ancho receptáculo de lo que fué castillo‑palacio levantado por el Cardenal Mendoza.

En el suelo aparece un enorme foso cuadrado, hoy cubierto con maderamen para evitar caídas accidentales, y que bien pudo servir de sótanos y almacenamiento de provisiones y bastimentos. Más adelante, ya en el fondo del edificio, se ven los restos, en varios niveles, de lo que fuera el palacio propiamente dicho. A través de una escalera incrustada en el propio muro del norte, se asciende al adarve que puede recorrerse en toda su longitud. En el seno de la torre mayor, de planta rectangular, que ocupa el comedio del muro del mediodía, se ha puesto hoy una pequeña capilla en honor de Nuestra Señora de Castejón, patrona del pueblo.

El castillo poseyó un recinto exterior del que quedan algunos notables restos, como la basamenta de la torre esquinera del norte. Se trataba de una barbacana de escasa altura, probablemente almenada y provista de adarves con saeteras e incluso troneras para contrarrestar posibles ataques. Su planta reproducía con exactitud la del castillo interior, y venía a cerrarse en el extremo meridional del castillo sobre las torres que flanquean el acceso al primer patio de armas.

La amplitud del interior, la homogeneidad de su silueta, y una serie de detalles en la distribución de los ámbitos destinados a lo castrense y a lo residencial, nos muestran al castillo de Jadraque como una pieza netamente renacentista y ya moderna. Entre sus medio derruidos muros, sobre el vacío silencio de sus patios, resuenan aún los ecos de los personajes ilustres que allí habitaron, desde el Cid Campeador, que en calor de un verano subió a golpe de espada, hasta el marqués del Zenete, don Rodrigo que allá, en la altura tuvo su corte de amor y sueños.

Sugerencias para la visita

Para visitar el castillo jadraqueño debe dejarse el automóvil aparcado en la cuneta de la carretera que, describiendo curvas múltiples baja desde la meseta de Miralrío hacia el valle del río Henares. A pie, y entre olivos, por un empinado y polvoriento camino, se llega fácilmente y en poco más de diez minutos hasta el castillo, cuya visita detenida no ofrece dificultades de ningún tipo. También puede subirse andando desde el pueblo, por camino que indican las gentes de Jadraque.

Los Barrionuevo de Peralta: Señores de Fuentes de la Alcarria

 

Un grupo familiar de características singulares, chocantes, incluso sorprendentes para lo que era usual en el Siglo de Oro español, lo constituyeron los Barrionuevo de Peralta, individuos que aunque madrileños de nacimiento y residencia, en muy largas temporadas habitaron el lugar de Fuentes de la Alcarria, del que tenían el señorío jurisdiccional, y allí dejaron memoria clara de su existencia, aunque por los avatares desgraciados de la historia, hasta esa memoria ha quedado borrada en su aspecto material, y sólo lo que uno que ande metido en esto de bucear en la historia y en las antañonas crónicas de nuestros pueblos obtenga de viejos papeles es lo que nos servirá hoy para rememorar a tan curiosa serie de personajes.

Fundador de la saga es don García de Barrionuevo y Peralta. Señor hidalgo de solar conocido en tierras de Soria, que había nacido en Madrid, hacia el año 1520, y había formado parte, como tercerón, en la corte de don Felipe II, al que sacó en cierta ocasión la distinción de ser caballero santiaguista. Vivió de los dineros allegados por sus abuelos, y de la gloria inconcusa de haber ofendido (sus ancestros, claro) valientemente y descalabrado sin discusión a buena parte de la grey mahometana que poblara la Península en tiempos medievales. Así lo dice Diego de Urbina, rey de armas de Castilla, en su «Máxima Nobiliaria», monumental escrito heráldico que tuve la suerte de encontrar en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional, y en el que se dice de estos Barrionuevo

No bes aqueste escudo aquartelado

con los castillos de oro en campos roxos

y las cruzes del oro azenderado

en campo azul mostrando mil enojos

es de Barrionuebo, aquel azelerado

que en Othomanos hizo mil despojos

por quien Soria se muestra más gloriosa

con la lanza y espada desdeñossa.

Don García tuvo el gusto de comprar el lugar de Fuentes [de la Alcarria] hoy en la provin­cia de Guadalajara. Lo hizo en 1579, gozando, desde ese momento de todas las prerrogativas del señorío jurisdiccional, y ejerciéndolo, pues sabemos que puso autoridades por su mano (nombró al corregidor, a los alcaldes y a los justicias) y reguló el cobro de los impuestos, de los que no era el menor la alcabala del portazgo que pagaban los ganados que pasaban por delante de su fortificada silueta. Una in­versión como otra cualquiera, que le supuso unos ingresos destinados, por lo dadivoso de su espíritu, a hacer limosnas y sufragar penurias. Jerónimo de la Quintana, en su obra Grandezas de Madrid, hace grandes elogios de don García, de quien dice dedicó sus caudales a fundar capellanías en la iglesia de San Ginés de Madrid y en la: parroquial de su lugar de Fuentes donde edificó una iglesia muy sun­tuosa, enriqueciéndola con muchos ornamen­tos, ricos cálices y demás cosas necesarias para el culto divino, y dotando doze capella­nes perpetuos qué celebran de ordinario en ella. Como una colegiata a lo grande quiso don García que fuera la iglesia de Fuentes. En Ma­drid quedó fama de su bondad y caridad y así José Antonio Alvarez Baena en su obra Hijos de Madrid nos refiere con pormenor la causa de esta nombradía, pues en su casa no se veía otra cosa que pobres de la mañana a la noche, sin que cesase de dar limosnas para su propia mano a cuantos venían y a cuantos encontraba, poniendo gran cuidado en saber los pobres enfermos, tullidos o los que por «ser bien nacidos no salían a pedir, y les enviaba los socorros a su casa. Si esto es verdad, habrá que irse quitando el gorro (el que lo tenga) ante la memoria de don García. En cualquier caso, un aplauso muy fuerte. Murió en Madrid, en 1613. Se mandó enterrar en la iglesia de San Ginés, de la que era feligrés, y allí se puso poco después una estatua sepulcral de escaso mérito. Su fama de hombre amable, caritativo y cristiano le acompañó siempre. Hasta en el documento de la ejecutoria de su hidalguía, otorgado por la Chancillería de Valladolid (que acompaña estas líneas gracias a que me la ha facilitado mi buen amigo don Manuel María Rodríguez de Maribona y Dávila, secretario del Colegio Heráldico de España y de las Indias), don García quiso que aparecieran varios motes que acompañan a las armas de su linaje: el Ama y teme a Dios, El Alma de la nobleza es la virtud, y Deve el más noble pues ha recibido más ser más humilde son evidencias de su clara trayectoria.

Había casado con doña María de Vera y Molina, de una linajuda familia de Úbeda con raíces molinesas (como lo atestigua el emble­ma heráldico de su segundo apellido, que aparece en el cuarto cuartel del escudo de la eje­cutoria, y que pertenece a los Ruiz de Molina, originarios del Señorío y señores a su vez de Castilnuevo, de Corduente, de Embid y de otros sitios). Y había tenido al menos tres hijos, a los que educó con esmero y en el temor de Dios. Salieron los tres con ansias militares, muriendo dos de ellos en acciones de guerra por la península itálica, entrando luego el que quedaba a ser ministro de la iglesia, tras comprobar la evidencia de la fugacidad del placer y la, vanidad de las pompas humanas. Fue este el más conocido de todos (quizás por vivir más tiempo) don Jerónimo de Barrionuevo, que escribió los famosos Avisos (cartas escritas entre 1654 y 1658 a un deán de la catedral de Zaragoza) en que ponía como noti­cias las más sorprendentes anécdotas y curiosidades de la vida española de ese periodo. Vivió largas temporadas en Fuentes, trasladándose luego a Sigüenza, donde muy a pesar suyo vivió, y quizás murió. A la villa de Fuentes dedicó algunos poemas y obras teatrales. No podernos olvidar aquella titulada  El Judas de Fuentes, ni el poema que dedicó al enclave alcarreño, y que bajo el título de A lavilla de Fuentes de mi hermano, la viste con no merecido traje de burla y de ironía. Dice de ella

Metido como en esconce

un lugarillo pequeño

se viste de noguerado

entre peñascos inmensos.

Villa en lo porfiado,

de condición carrasqueño,

frontera, si no de moros,

de Biruega, que es lo mesmo;

todo nabos, todo zupia,

ésta en licores groseros,

y aquellos por esos aires

solamente para truenos.

Como vieja desdentada

son sus casillas sin serlo,

pudiendo servir de cortes

a los gruñideros negros.

Fuerte, realmente, para que luego le acogiera la serenidad de la atmósfera sacrosanta de la iglesia parroquial en forma de revestido caballero manteado y agorgolillado, rezador y funesto. No me extraña que siglos después (concretamente en 1936) le prendieran fuego a la estatua que le representaba. Claro que no lo hicieron (alguien lo haría, digo yo) por saberse este verso, sino a lo bestia, sin saber por qué, que es como en España se han quemado las iglesias.

Pero a lo que íbamos. Mandó el padre, el primigenio don García de Barrionuevo, que aunque le enterraran en Madrid, pusieran en la iglesia de Fuentes sendas estatuas orantes que le representaran a él, a su esposa doña María, y a sus hijos don Francisco, don Jerónimo (el del verso) y don Bernardino, el más pequeño. Todos por igual, serios, delgados, como tísicos, con galanura trazados sus perfiles, hasta el punto de que Ricardo de Orueta en su clásica obra La escultura funeraria en España esbozara la teoría de que podían deberse a la gubia de Pompeyo Leoni, nada menos. Fuera de quien fueran estas estatuas, el caso es que durante la Guerra Civil de nuestro siglo las quemaron y sólo nos ha quedado de ellas el recuerdo gráfico de las obras de Orueta y Layna (La provincia de Guadalajara, escrita junto a Tomás Camarillo) y la memoria de las gentes de Fuentes que aún recuerdan los más viejos solamente ­que hubo en las hornacinas de los muros «unas estatuas muy antiguas de unos señores muy requetefeos». Triste destino a tanta grandeza. Y eso que en el epitafio escrito de don García se decía que CON LA NOBLEZA DE SUS HECHOS IGUAL Ó LA DE SU LINAJE. FUÉ MODESTO, TEMPLADO, AMABLE Y OFICIOSO CON LOS BIVOS Y PIADOSO CON LOS MUERTOS. Lástima, y que, al menos, no se pierda su memoria.