Zafra, el castillo más alto sobre el prado más verde

viernes, 29 julio 1994 0 Por Herrera Casado

 

Sobre el páramo de Molina existen un número abundante  de fortalezas medievales. Puestas estratégicamente por sus primi­tivos señores, los condes de Lara, unas veces como defensa del  territorio, en sus fronteras, y otras como lugares de habitación,  de residencia habitual o de descanso. Una de estas fortalezas,  antigua como la historia del hombre, pero reedificada y acondicionada por los señores de Molina, es la de Zafra.

Aunque a veces, en determinadas épocas húmedas del año, es difícil llegar hasta el pie de este castillo, quien consigue ponerse frente a él queda siempre sorprendido de lo bellísimo de su estampa, de la ferocidad que sus rocas y sus muros, sus alme­nas y especialmente su torreón valiente muestran ante el especta­dor atónito.

En esta pasada primavera, y en día que no pudo ser mejor de tan brillante y puro, los viajeros se lanzaron por los páramos molineses a ver de nuevo la fortaleza de Zafra. Un rato en automóvil (desde Hombrados) y otro a pie por las frescas y verdeantes praderas de la sierra de Caldereros, llegaron hasta la basamenta rojiza y sonora del castillo. Allí se quedaron, entre la bullanga sonora de un rebaño de cabras, y el aliento cristalino de su imborrable felicidad, a mirar los muros adustos, increíbles, como soñados, de este castillo. A meditar, también, sobre su historia.

La historia de la fortaleza

La antigüedad de Zafra es mucha. El actual poseedor del castillo, don Antonio Sanz Polo, enamorado de esas viejas pie­dras hasta el punto de haberse dejado en éllas y en su reconstrucción toda su fortuna, ha realizado a lo largo de los años una serie de interesantes descubrimientos, que vienen a mostrarnos la secuencia poblacional de este edificio, para el que no existe duda en achacarle la edad que tenga el hombre sobre estos altos términos molineses.

La cultura del bronce y la del hierro han dejado sus huellas en algunos elementos, como restos de cerámicas, hallados en algunas cavidades de la roca, y en las proximidades del cas­tro. Ello hace incuestionable la afirmación de que ya utilizaron esta atalaya rocosa los celtíberos que desde varios siglos antes de nuestra Era poblaron densamente las tierras de la orilla izquierda del Ebro. Pero además es seguro que los romanos se sirvieron de este punto fuerte sobre la paramera molinesa, pues en el espacio central o patio de armas de la fortaleza, se han encontrado excavando algunos elementos constructivos que dicen sin duda que también los invasores lacios tuvieron aquí un punto fuerte.

De forma similar, y siempre por vestigios mínimos,  inteligentemente interpretados por su excavador y propietario,  podemos afirmar que los visigodos y los árabes ocuparon esta  fortaleza. Los últimos fueron quienes elevaron parte de lo que  sería luego un castillo auténtico. Y aquí sin duda residieron los  moros molineses (con sus reyezuelos sufragáneos del monarca taifa  de Toledo) en los últimos años de su dominio del territorio.

Una vez que esta comarca fue conquistada por los reinos  cristianos del norte, en 1129, Zafra quedó primeramente en poder del rey de Aragón, quien puso a la fortaleza entre los términos del recién creado Común de Villa y Tierra de Daroca, estableciendo la torre de Zafra como uno de los puntales defensivos más efectivos de su territorio por el sur, frente al todavía concreto peligro de los moros conquenses. Pero el señor de Molina, el conde don Manrique de Lara, en pleno proceso de consolidación de su territorio, reclamó a Ramón Berenguer la fortaleza, que este le entregó sin problemas. Así, en la descripción del territorio de Molina que se hace en el Fuero promulgado por su señor en 1154, aparece el castillo de Zafra nombrado como el más importan­te y querido de todo el Señorío, después de la fortaleza de la capital.

La construcción del castillo, tal como hoy lo vemos y  comprendemos, procede de la época de los primeros señores molineses, ésto es, de la segunda mitad del siglo XII y primera del  XIII. En esos momentos, los Lara de Molina se aprestan a consoli­dar su fuerza sobre uno de los territorios en los que su autori­dad es total e indiscutida. Levantan fortalezas por todas las fronteras de su señorío, con un plan premeditado y coherente. Es, sin embargo, la de Zafra, una de las más queridas, preciado bastión en el que se considera, desde el punto de vista de la época medieval en que se reconstruye, su inexpugnabilidad y su valor estratégico máximo.

El principal suceso histórico acaecido en Zafra tiene mucho que ver con el destino de la dinastía de los Lara moline­ses. El tercer señor del territorio, Gonzalo Perez de Lara, cometió una serie de desmanes en zonas próximas a su señorío: concretamente entró en tierras de Medinaceli, devastando algunos pueblos. Otros señores de Castilla, coaligados con él, comenzaron a castigar territorios reales, con el objeto, al parecer, de levantar rebelión contra el monarca legítimo, y a favor de Alfon­so IX de León.

Fuera por éllo, fuera también porque al Rey castellano Fernando III le pareciera demasiada la autonomía de que gozaban los Lara en Molina, el caso es que desde Andalucía donde se hallaba movió su ejército hacia la altura castellana, y en pocas jornadas entró en Molina y puso finalmente cerco a la fortaleza de Zafra, donde al ver lo que se avecinaba se refugió el conde molinés acompañado de su familia, su reducida corte y sus domés­ticos ejércitos. Ocurría ésto en 1222, y durante unas semanas el Rey castellano presentó la batalla sin que el molinés pudiera hacer otra cosa que resistir en lo alto de su inexpugnable bas­tión.

Cuando el cerco, en el que Fernando III empleó su paciencia a fondo, hizo mella en las reservas del molinés, éste finalmente se rindió, y mediante los buenos oficios de doña Berenguela, madre del monarca, ambas partes acordaron una salida al conflicto, conocida en los anales históricos como la concor­dia de Zafra. En élla se establecía que el heredero del señorío, el primogénito de don Gonzalo, quedaba desheredado (y así le llamaría luego la historia a Pedro Gonzalez de Lara), siendo proclamada heredera la hija del molinés, doña Mafalda, quien se casaría con el hermano del Rey, el infante don Alonso, y de este modo la intervención de la Corona de Castilla se hacía un tanto más efectiva sobre los asuntos del rebelde señorío de Molina.

Aun se dieron algunas otras batallas y escaramuzas guerreras a la sombra de la fortaleza de Zafra. En el siglo XIV, con ocasión del alzamiento de todo el señorío molinés contra Enrique II de Castilla, tras haberlo entregado éste en «merced» a su capitán mercenario Beltrán Duguesclin, los molineses se entre­garon al rey de Aragón Pedro IV, y éste, después de combatirlo, lo arregló y puso por alcaide a Ximeno Pérez de Vera.

También en las guerras civiles del siglo XV, la forta­leza enriscada de Zafra siguió teniendo una importancia capital en la estrategia del control de aquellos territorios cercanos a Molina, siempre importantes por ser los caminos naturales de paso entre Castilla y Aragón. Enrique IV entregó Molina en señorío a su valido Beltran de la Cueva, lo cual provocó nuevamente una guerra de rebeldía de las gentes de la comarca contra el señor impuesto. Lo mismo ocurrió cuando Castilla se enredó en luchas intestinas al compás de la cuestión de la Beltraneja y el intento de conquistar el reino por parte de Alfonso V de Portugal. En la fortaleza de Zafra, su mítico alcaide don Juan de Hombrados Malo defendió contra unos y otros el castillo a favor del monarca legal, hasta que en 1479 lo entregó a los Reyes Católicos, quienes en premio otorgaron la alcaidía de Zafra, durante largas generaciones, a esta misma familia.

Todavía en el siglo XVI se tenía a Zafra como un castillo de los más fuertes del reino. Si no de los grandes, al menos contaba entre los más fuertes, y asombraba a todos por lo difícil de su acceso, lo ingenioso de su entrada, y la capacidad que en determinado lugar (hoy desconocido para nosotros, pero quizás en el interior de la roca) tenía para albergar a más de 500 hombres. Poco a poco fueron cayendo sus piedras, desmoronándose sus mura­llas, desmochándose sus torreones, y borrándose los límites de sus cercas exteriores.

Sin embargo, hoy todavía tiene Zafra una estampa singu­lar y espléndida, merecedora de una visita pausada, seguros de adquirir para la memoria y el gusto una imagen de verdadera evocación guerrera y medieval, como si el sonido todavía vigoroso de las armas y los gritos de guerra llegara tamizado por la limpia atmósfera de aquella altura. Puede llegarse hasta el castillo, en época seca, a través de caminos en regular estado, desde Hombrados, Campillo de Dueñas o Castellar de la Muela. A 1400 metros de altitud, en la caída meridional de la sierra de Caldereros, sobre una amplia sucesión de praderas de suave decli­ve se alzan impresionantes lastras de roca arenisca, muy erosio­nadas, que corren paralelas de levante a poniente. Sobre una de las más altas, se levantan las ruinas del castillo de Zafra, reconstruído hoy sobre los restos que los siglos habían ido derruyendo y respetando.

Descripción de la fortaleza de Zafra

La roca sobre la que asienta fue tallada de forma que  aún acentuara su declive y su inexpugnabilidad. En la pradera que la circunda solamente quedan mínimos restos de construcciones, que posiblemente pertenecieran a muralla de un recinto exterior  utilizable como caballeriza, patio de armas o mero almacén de  suministros. En lo alto del peñón vemos el castillo. Puede subirse  a él por una escalera que el actual propietario ha puesto para su uso, tras una puerta metálica que, en ingeniosa disposición sobre la roca, es necesario franquear. Hasta hace unos años, la única forma de acceder al castro era a base de escalar la roca con verdadero riesgo.

Sabemos que en tiempos primitivos, cuando los condes de Lara lo construyeron y ocuparon, Zafra tenía un acceso al que se calificó por algunos cronistas como de gran ingenio y traza. Ningún resto queda del mismo, pero es muy posible que estuviera en el extremo occidental de la roca, y que mediante la combina­ción de escaleras de fábrica, quizás protegidas por alguna torre, y peldaños tallados en la roca, pudiera accederse a la altura.

Una vez arriba, encontramos un espacio estrecho, alar­gado, bastante pendiente. Los restos que sobreviven nos dan idea de su distribución. Queda hoy parte de la torre derecha que custodiaba la entrada por este extremo. Fuertes muros de sillare­jo muy basto, con sillares en las esquinas, y los arranques de una bóveda de cañón. A mitad del espacio de la lastra, surgen los cimientos de lo que fue otra torre que abarcaba la roca de uno a otro lado, y que una vez atravesada, permite entrar en lo que fuera «patio de armas», desde el que se accede a la torre del homenaje, que, hoy reconstruida en su totalidad, y a través de una escalera de piedra adosada al muro de poniente, nos permite recorrerla en su interior, donde encontramos dos pisos unidos por escalera de caracol que se abre en el espesor del muro de la  punta de esta torre, de planta hexagonal irregular. Aún nos  permite la escalera subir hasta la terraza superior, almenada, desde la que el paisaje, a través de una atmósfera siempre limpia y transparente, se nos muestra inmenso, silencioso, evocador nuevamente de antiguos siglos y epopeyas.

Sugerencias para la visita

No le conviene al viajero llegar en época de lluvias, ni cuando el terreno esté blando. El mejor camino es el que parte desde Hombrados, y es preferible preguntar antes en el pueblo, recomendán­dose hacer el trayecto a pie (es una media jornada para la ida, la visita, y la vuelta), en vehículo «todo‑terreno» o en automóvil de turismo con las precauciones de rigor. El propietario es D. Antonio Sanz Polo, miembro de la Asociación Española de Amigos de los Castillos, con quien puede contactarse previamente a efectos de visitar la torre del homenaje, hoy ya totalmente restaurada y convertida en espacio privado.