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julio, 1994:

Zafra, el castillo más alto sobre el prado más verde

 

Sobre el páramo de Molina existen un número abundante  de fortalezas medievales. Puestas estratégicamente por sus primi­tivos señores, los condes de Lara, unas veces como defensa del  territorio, en sus fronteras, y otras como lugares de habitación,  de residencia habitual o de descanso. Una de estas fortalezas,  antigua como la historia del hombre, pero reedificada y acondicionada por los señores de Molina, es la de Zafra.

Aunque a veces, en determinadas épocas húmedas del año, es difícil llegar hasta el pie de este castillo, quien consigue ponerse frente a él queda siempre sorprendido de lo bellísimo de su estampa, de la ferocidad que sus rocas y sus muros, sus alme­nas y especialmente su torreón valiente muestran ante el especta­dor atónito.

En esta pasada primavera, y en día que no pudo ser mejor de tan brillante y puro, los viajeros se lanzaron por los páramos molineses a ver de nuevo la fortaleza de Zafra. Un rato en automóvil (desde Hombrados) y otro a pie por las frescas y verdeantes praderas de la sierra de Caldereros, llegaron hasta la basamenta rojiza y sonora del castillo. Allí se quedaron, entre la bullanga sonora de un rebaño de cabras, y el aliento cristalino de su imborrable felicidad, a mirar los muros adustos, increíbles, como soñados, de este castillo. A meditar, también, sobre su historia.

La historia de la fortaleza

La antigüedad de Zafra es mucha. El actual poseedor del castillo, don Antonio Sanz Polo, enamorado de esas viejas pie­dras hasta el punto de haberse dejado en éllas y en su reconstrucción toda su fortuna, ha realizado a lo largo de los años una serie de interesantes descubrimientos, que vienen a mostrarnos la secuencia poblacional de este edificio, para el que no existe duda en achacarle la edad que tenga el hombre sobre estos altos términos molineses.

La cultura del bronce y la del hierro han dejado sus huellas en algunos elementos, como restos de cerámicas, hallados en algunas cavidades de la roca, y en las proximidades del cas­tro. Ello hace incuestionable la afirmación de que ya utilizaron esta atalaya rocosa los celtíberos que desde varios siglos antes de nuestra Era poblaron densamente las tierras de la orilla izquierda del Ebro. Pero además es seguro que los romanos se sirvieron de este punto fuerte sobre la paramera molinesa, pues en el espacio central o patio de armas de la fortaleza, se han encontrado excavando algunos elementos constructivos que dicen sin duda que también los invasores lacios tuvieron aquí un punto fuerte.

De forma similar, y siempre por vestigios mínimos,  inteligentemente interpretados por su excavador y propietario,  podemos afirmar que los visigodos y los árabes ocuparon esta  fortaleza. Los últimos fueron quienes elevaron parte de lo que  sería luego un castillo auténtico. Y aquí sin duda residieron los  moros molineses (con sus reyezuelos sufragáneos del monarca taifa  de Toledo) en los últimos años de su dominio del territorio.

Una vez que esta comarca fue conquistada por los reinos  cristianos del norte, en 1129, Zafra quedó primeramente en poder del rey de Aragón, quien puso a la fortaleza entre los términos del recién creado Común de Villa y Tierra de Daroca, estableciendo la torre de Zafra como uno de los puntales defensivos más efectivos de su territorio por el sur, frente al todavía concreto peligro de los moros conquenses. Pero el señor de Molina, el conde don Manrique de Lara, en pleno proceso de consolidación de su territorio, reclamó a Ramón Berenguer la fortaleza, que este le entregó sin problemas. Así, en la descripción del territorio de Molina que se hace en el Fuero promulgado por su señor en 1154, aparece el castillo de Zafra nombrado como el más importan­te y querido de todo el Señorío, después de la fortaleza de la capital.

La construcción del castillo, tal como hoy lo vemos y  comprendemos, procede de la época de los primeros señores molineses, ésto es, de la segunda mitad del siglo XII y primera del  XIII. En esos momentos, los Lara de Molina se aprestan a consoli­dar su fuerza sobre uno de los territorios en los que su autori­dad es total e indiscutida. Levantan fortalezas por todas las fronteras de su señorío, con un plan premeditado y coherente. Es, sin embargo, la de Zafra, una de las más queridas, preciado bastión en el que se considera, desde el punto de vista de la época medieval en que se reconstruye, su inexpugnabilidad y su valor estratégico máximo.

El principal suceso histórico acaecido en Zafra tiene mucho que ver con el destino de la dinastía de los Lara moline­ses. El tercer señor del territorio, Gonzalo Perez de Lara, cometió una serie de desmanes en zonas próximas a su señorío: concretamente entró en tierras de Medinaceli, devastando algunos pueblos. Otros señores de Castilla, coaligados con él, comenzaron a castigar territorios reales, con el objeto, al parecer, de levantar rebelión contra el monarca legítimo, y a favor de Alfon­so IX de León.

Fuera por éllo, fuera también porque al Rey castellano Fernando III le pareciera demasiada la autonomía de que gozaban los Lara en Molina, el caso es que desde Andalucía donde se hallaba movió su ejército hacia la altura castellana, y en pocas jornadas entró en Molina y puso finalmente cerco a la fortaleza de Zafra, donde al ver lo que se avecinaba se refugió el conde molinés acompañado de su familia, su reducida corte y sus domés­ticos ejércitos. Ocurría ésto en 1222, y durante unas semanas el Rey castellano presentó la batalla sin que el molinés pudiera hacer otra cosa que resistir en lo alto de su inexpugnable bas­tión.

Cuando el cerco, en el que Fernando III empleó su paciencia a fondo, hizo mella en las reservas del molinés, éste finalmente se rindió, y mediante los buenos oficios de doña Berenguela, madre del monarca, ambas partes acordaron una salida al conflicto, conocida en los anales históricos como la concor­dia de Zafra. En élla se establecía que el heredero del señorío, el primogénito de don Gonzalo, quedaba desheredado (y así le llamaría luego la historia a Pedro Gonzalez de Lara), siendo proclamada heredera la hija del molinés, doña Mafalda, quien se casaría con el hermano del Rey, el infante don Alonso, y de este modo la intervención de la Corona de Castilla se hacía un tanto más efectiva sobre los asuntos del rebelde señorío de Molina.

Aun se dieron algunas otras batallas y escaramuzas guerreras a la sombra de la fortaleza de Zafra. En el siglo XIV, con ocasión del alzamiento de todo el señorío molinés contra Enrique II de Castilla, tras haberlo entregado éste en «merced» a su capitán mercenario Beltrán Duguesclin, los molineses se entre­garon al rey de Aragón Pedro IV, y éste, después de combatirlo, lo arregló y puso por alcaide a Ximeno Pérez de Vera.

También en las guerras civiles del siglo XV, la forta­leza enriscada de Zafra siguió teniendo una importancia capital en la estrategia del control de aquellos territorios cercanos a Molina, siempre importantes por ser los caminos naturales de paso entre Castilla y Aragón. Enrique IV entregó Molina en señorío a su valido Beltran de la Cueva, lo cual provocó nuevamente una guerra de rebeldía de las gentes de la comarca contra el señor impuesto. Lo mismo ocurrió cuando Castilla se enredó en luchas intestinas al compás de la cuestión de la Beltraneja y el intento de conquistar el reino por parte de Alfonso V de Portugal. En la fortaleza de Zafra, su mítico alcaide don Juan de Hombrados Malo defendió contra unos y otros el castillo a favor del monarca legal, hasta que en 1479 lo entregó a los Reyes Católicos, quienes en premio otorgaron la alcaidía de Zafra, durante largas generaciones, a esta misma familia.

Todavía en el siglo XVI se tenía a Zafra como un castillo de los más fuertes del reino. Si no de los grandes, al menos contaba entre los más fuertes, y asombraba a todos por lo difícil de su acceso, lo ingenioso de su entrada, y la capacidad que en determinado lugar (hoy desconocido para nosotros, pero quizás en el interior de la roca) tenía para albergar a más de 500 hombres. Poco a poco fueron cayendo sus piedras, desmoronándose sus mura­llas, desmochándose sus torreones, y borrándose los límites de sus cercas exteriores.

Sin embargo, hoy todavía tiene Zafra una estampa singu­lar y espléndida, merecedora de una visita pausada, seguros de adquirir para la memoria y el gusto una imagen de verdadera evocación guerrera y medieval, como si el sonido todavía vigoroso de las armas y los gritos de guerra llegara tamizado por la limpia atmósfera de aquella altura. Puede llegarse hasta el castillo, en época seca, a través de caminos en regular estado, desde Hombrados, Campillo de Dueñas o Castellar de la Muela. A 1400 metros de altitud, en la caída meridional de la sierra de Caldereros, sobre una amplia sucesión de praderas de suave decli­ve se alzan impresionantes lastras de roca arenisca, muy erosio­nadas, que corren paralelas de levante a poniente. Sobre una de las más altas, se levantan las ruinas del castillo de Zafra, reconstruído hoy sobre los restos que los siglos habían ido derruyendo y respetando.

Descripción de la fortaleza de Zafra

La roca sobre la que asienta fue tallada de forma que  aún acentuara su declive y su inexpugnabilidad. En la pradera que la circunda solamente quedan mínimos restos de construcciones, que posiblemente pertenecieran a muralla de un recinto exterior  utilizable como caballeriza, patio de armas o mero almacén de  suministros. En lo alto del peñón vemos el castillo. Puede subirse  a él por una escalera que el actual propietario ha puesto para su uso, tras una puerta metálica que, en ingeniosa disposición sobre la roca, es necesario franquear. Hasta hace unos años, la única forma de acceder al castro era a base de escalar la roca con verdadero riesgo.

Sabemos que en tiempos primitivos, cuando los condes de Lara lo construyeron y ocuparon, Zafra tenía un acceso al que se calificó por algunos cronistas como de gran ingenio y traza. Ningún resto queda del mismo, pero es muy posible que estuviera en el extremo occidental de la roca, y que mediante la combina­ción de escaleras de fábrica, quizás protegidas por alguna torre, y peldaños tallados en la roca, pudiera accederse a la altura.

Una vez arriba, encontramos un espacio estrecho, alar­gado, bastante pendiente. Los restos que sobreviven nos dan idea de su distribución. Queda hoy parte de la torre derecha que custodiaba la entrada por este extremo. Fuertes muros de sillare­jo muy basto, con sillares en las esquinas, y los arranques de una bóveda de cañón. A mitad del espacio de la lastra, surgen los cimientos de lo que fue otra torre que abarcaba la roca de uno a otro lado, y que una vez atravesada, permite entrar en lo que fuera «patio de armas», desde el que se accede a la torre del homenaje, que, hoy reconstruida en su totalidad, y a través de una escalera de piedra adosada al muro de poniente, nos permite recorrerla en su interior, donde encontramos dos pisos unidos por escalera de caracol que se abre en el espesor del muro de la  punta de esta torre, de planta hexagonal irregular. Aún nos  permite la escalera subir hasta la terraza superior, almenada, desde la que el paisaje, a través de una atmósfera siempre limpia y transparente, se nos muestra inmenso, silencioso, evocador nuevamente de antiguos siglos y epopeyas.

Sugerencias para la visita

No le conviene al viajero llegar en época de lluvias, ni cuando el terreno esté blando. El mejor camino es el que parte desde Hombrados, y es preferible preguntar antes en el pueblo, recomendán­dose hacer el trayecto a pie (es una media jornada para la ida, la visita, y la vuelta), en vehículo «todo‑terreno» o en automóvil de turismo con las precauciones de rigor. El propietario es D. Antonio Sanz Polo, miembro de la Asociación Española de Amigos de los Castillos, con quien puede contactarse previamente a efectos de visitar la torre del homenaje, hoy ya totalmente restaurada y convertida en espacio privado.

El Románico de Sierra Pela: voces del Medievo

 

Esta es la época idónea para lanzarse al campo y mirar esas cosas que tanto hemos oído nombrar, pero a las que nunca hemos podido dedicar al menos un día para admirar como demanda la justicia y el buen seso. Me refiero al románico de Guadalajara, al románico rural que puebla los lejanos enclaves de nuestras sierras y nuestros recónditos valles. Bien vale una jornada el románico de la sierra de Pela, al norte de Atienza, cerca ya de la raya con Segovia. Un largo día de sol y buena temperatura, que por aquellas alturas se hace muy soportable.

El recorrido al románico de Sierra Pela puede iniciarse en Sigüenza, ó hacerlo desde Atienza. En cualquier caso debe completarse con la visita a tres lugares extraordinarios e inolvidables: la ermita de Santa Colomba en Albendiego; la iglesia parroquial de Campisábalos, y el templo hoy magníficamente remozado de Villacadima. En esa secuencia el viaje será lógico y completará nuestra visión de tres edificios del siglo XIII que fueron, hace ya treinta años, declarados Monumentos Nacionales. El lector, con ellos delante, juzgará del acierto de tal medida.

Santa Colomba de Albendiego

El lugar en que asienta esta joya del románico es de los más hermosos de la serranía atencina. Hundido en ancho valle, junto al río Bornoba que acaba de nacer en la laguna de Somolinos, aparece el caserío de Albendiego, arropado con la exuberante vegetación de cientos de árboles que le escoltan, aislado en medio de los labrantíos y pastos del término. Al sur del pueblo, a unos 300 metros de su caserío, destaca aislada la iglesia románica de Santa Colomba, que centra la atención de los viajeros.

En este lugar tuvo su sede una pequeña comunidad de monjes canónigos regulares de San Agustín, que ya existían en 1197. Se trata de un edificio inacabado, con añadidos del siglo XV. De lo primitivo queda la cabecera del templo, con su ábside y dos absidiolos. El ábside principal, que traduce al exterior el presbiterio interno, es semicircular, aunque con planta que tiende a lo poligonal, y divide su superficie en cinco tramos por cuatro haces de columnillas adosadas, que hubieran rematado en capiteles si la obra hubiera sido terminada completamente. En los tres tramos centrales de este ábside aparecen sendos ventanales, abocinados, con derrame interior y exterior, formados por arcos de medio punto en degradación, de gruesas molduras lisas que descansan sobre cinco columnillas a cada lado, de basas áticas y capiteles foliáceos. Llevan estas ventanas, ocupando el vano, unas caladas celosías de piedra tallada, que ofrecen magníficos dibujos y composiciones geométricas de raíz mudéjar, tres en la ventana de la derecha, cuatro en la central, y una sola en la de la izquierda, pues las otras dos que la completaban fueron destruidas o robadas. Estos detalles ornamentales mudéjares de la iglesia de Albendiego, bien conservados, demuestran el entronque con lo oriental que tiene el románico castellano. Centrando cada dibujo, se aprecia una cruz de ocho puntas, propia de la orden militar de San Juan. El resto de la cabecera del templo, ofrece a ambos lados de este ábside sendos absidiolos de planta cuadrada, en cuyos muros de bien tallada sillería aparecen ventanales consistentes en óculos moldurados con calada celosía central, también con composición geométrica y cruz de ocho puntas, escoltándose de un par de columnillas con basa y capitel foliáceo, y cobijados por arco angrelado, cuyo muñón central ofrece en sus caras laterales una bella talla de la exalfa o estrella que llaman sello de Salomón, lo que viene a insistir en el caracter oriental de los autores de este edificio.

Al interior aparece el arco triunfal con gran dovelaje y capiteles foliáceos, de paso al presbiterio, y el calco interno de la disposición exterior del ábside. A ambos lados del presbiterio, se abren sendos arquillos semicirculares, que dan entrada a dos capillas primitivas, escoltadas de pilares y capiteles perfectamente conservados, tenuemente iluminadas por los ventanales ajimezados del exterior. Son dos receptáculos increíbles, donde el aire misterioso, ritual y místico de la Edad Media, parece detenerse y fluir de sus piedras. La presencia de tan maravilloso ejemplar románico es la mejor incitación para seguir viaje hacia los otros lugares de la sierra de Pela que atesoran similares ofertas de tallada piedra y ámbitos solemnes.

Campisábalos

Participaron en la construcción de la iglesia parroquial de Campisábalos diversos artistas de filiación mudéjar, que plantearon una limpia estructura hoy conservada bastante completa desde su primitiva construcción en el siglo XIII. Tan sólo la torre es un añadido posterior, que precisó derribar la  parte oriental del atrio meridional. El resto nos muestra un edificio compacto, orientado y alargado de poniente a levante, con ábside semicircular en este extremo, ingreso al sur, incluído en el atrio, y capilla añadida (la de San Galindo) sobre el muro sur del templo.

El exterior del ábside, semicircular, muestra adosadas cuatro columnas que rematan bajo el alero con capiteles de tipo clásico. Una bella serie de canecillos muestra temas curiosos, figuras, incluso escenas, como la caza del conejo con palos. En el tramo central se abre una estrecha ventana aspillerada, que se cubre con dos arquivoltas o cenefas de bella decoración foliácea, apoyando sobre corrida imposta de entrelazo que se extiende a todo el ábside. Un par de capiteles (uno de tipo corintio y otro de entrelazo) coronan las columnillas que escoltan este bellísimo ejemplo de ventana absidal románica. Bajo ella, y también extendiéndose a todo lo ancho del ábside, aparece otra imposta con decoración de «ochos» sin fin.

El atrio es muy simple, y sirve para cobijar la puerta de ingreso al templo, que se incluye en el muro, escoltada por dos altas columnas con sus correspondientes capitelillos, a la altura de una cornisa moldurada sostenida por varios modillones que alternan con talladas metopas. La puerta tiene cuatro arquivoltas, con decoración muy movida, dentro del tema vegetal, estando bordeada la más externa con cenefa de entrelazo; la sigue otra arquivolta con incisiones que dejan ver baquetón interno; y otras dos más con alternancia de baquetones lisos y cenefas decoradas. Apoyan todas ellas sobre imposta decorada y tallada, y ésta a su vez sobre sencillos capiteles, cuatro en cada lado, con sus respectivas columnas. El dintel arqueado presenta, como es común en este grupo de portada románico‑mudéjar, dovelaje dentellonado con rosetas talladas, apoyado en imposta y jambas que son más pronunciadas en su parte superior, confiriendo al conjunto un cierto aire de arco en herradura.

El templo al interior es de una sola nave, con presbiterio y ábside semicircular cubierto de cúpula de cuarto de esfera, arco triunfal y pequeña entrada primitiva, también con arco románico, a la sacristía.

Añadida en la misma época sobre el costado meridional del templo se ve la llamada Capilla del caballero San Galindo, que al exterior presenta una portada del mismo estilo, mas un paramento cubierto con tallas alusivas a los doce meses del año, una ventana y un muro recto que sirve de ábside. La portada es similar a la de la iglesia y a la de la parroquia de Villacadima: cuerpo saliente de bien tallado sillar, con alero de piedra sostenido por ocho canecillos de temas iconográficos zoomórficos y antropomórficos, y en el muro inclusa la portada abocinada con cuatro arquivoltas en degradación, la más externa con decoración de roleos vegetales; le siguen otras dos lisas, baquetonadas, y la interior con línea zigzagueante. Apoyan en imposta corrida, sobre tres capiteles vegetales a cada lado, cada uno sobre su correspondiente columna. El dintel semicircular se constituye con dovelas talladas de rosetas, que forman bello arco dentellonado que se apoya en jambas estriadas con prominencia hacia el vano en su parte superior, dando a toda la estructura un cierto carácter oriental o de arco en herradura. Esta decoración, similar en todo a la portada del próximo lugar de Villacadima es a su vez muy parecida en algunos temas a las portadas occidentales románicas de la catedral de Sigüenza, fechadas sin duda en los primeros años del siglo XIII.

Villacadima 

Se encuentra Villacadima en los confines de la provincia de Guadalajara con la de Segovia. Su templo románico es uno de los más espléndidos ejemplos de la arquitectura religiosa medieval en la provincia de Guadalajara, y cuando llegamos hasta su enclave vemos que se rodea por el sur con un amplio prado delimitado de barbacana de piedra, y un ingreso a poniente que consta de arco semicircular entre jambas y rematado en cruz. Otro ingreso similar tenía a levante, pero se hundió hace años.

Sobre el muro de poniente de la iglesia se alza la espadaña, obra reformada en el siglo XVI, así como la torre, aunque se interpreta fácilmente por sus cegados arcos la existencia de otra espadaña, más humilde, pero primitiva del XIII. El ábside es también obra del XVI, lo mismo que el ensanche que sufrió la iglesia haciéndose de tres naves.

Lo más antiguo e interesante es la portada, que debemos fechar en la primera mitad del siglo XIII.  Consta de varias arquivoltas semicirculares en degradación, incluidas en un cuerpo sobresaliente del muro meridional del templo. Existen en total cuatro arquivoltas; la más externa muestra una exquisita decoración de tipo vegetal, en la que tallos y hojas se combinan para formar un «continnum» decorativo de gran efecto, de muy similar estructura a la de algunas arquivoltas de las portadas de la catedral de Sigüenza y de las iglesias de Santiago y San Vicente de la Ciudad Mitrada (fijase en el nº 4 de la fotografía adjunta). Este detalle, claramente apreciable a nada que se compare este templo con los citados de la capital de la diócesis, nos obliga a pensar en la existencia de un modelo aquí copiado, y por lo tanto la datación de Villacadima es fácil, y se coloca hacia el año 1220.

Las dos siguientes arquivoltas son lisas, baquetonada la primera, de doble filo la segunda, y aún la tercera se ofrece decorada limpiamente con un motivo geométrico muy simple, consistentes en unas líneas paraleleas formando ángulo sobre cada una de las dovelas. Todas éllas cargan sobre una imposta de decoración también geométrica, que a su vez apoyan sobre tres columnas a cada lado, cada una coronada con su respectivo capitel de sencilla ornamentación vegetal (ver el número 3 y el dibujo adjunto de estos capiteles). El interior de este gran arco de ingreso a la parroquia de Villacadima lo forma el semicircular dintel, realizado a base de curiosas dovelas con dentellones, cada una albergando un tallado adorno vegetal, circular y radiado (fijarse en el nª 2 de la foto). Carga este dintel sobre sendas jambas estriadas que dan paso a la puerta, y en su remate superior se prolongan hacia el vano, de modo que confieren al conjunto de la portada un cierto aire de arco en herradura (observar el nº 1 del grabado). El alero que cobija a la puerta se sostiene por variados canecillos tallados en los que aparecen curiosos temas.

El conjunto de esta puerta, que guarda un gran parecido con las dos portadas de la iglesia de Campisábalos, y es obra del mismo grupo de artistas, denota la actividad de una escuela románica de filiación mudéjar, pero que utiliza modelos de mayor prestigio, concretamente los de pura raigambre seguntina, a su vez heredados de elementos languedocianos y borgoñones.

Este último templo de Villacadima, al que hemos llegado en nuestro peregrinar por el románico rural de Guadalajara, fue objetivo de rapiñas y sufrió un acelerado proceso de ruina que ha sido afortunadamente detenido, y salvado, gracias a una modélica restauración, en años muy recientes, de la mano del arquitecto Tomás Nieto y de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades. Una verja de hierro permite hoy, tanto la contemplación del interior del templo, como la salvaguarda del mismo frente a incontrolados pillajes.

El alcarreño Ygnacio Alfonso de Riaza, fundador de Chihuahua

 

El Capitán don Ygnacio Alfonso de Riaza nació en nuestra ciudad, en Guadalajara, allá por los años de 1682 6 1683, habiendo sido sus padres don Francisco de  Riaza y doña Clara Clovo. Eran     todos ellos parroquianos de San, Andrés, la iglesia que estuvo en la parte baja de la Calle        Mayor, enfrente de la Murciana. Eran hijosdalgo de solar conocido, con probanza de su nobleza en la Real Chancillería de Valladolid, y aunque no descendieran precisamente de la pata del Cid, al menos con ese nombramiento se ahorraban pagar los reales, maravedíes y demás gajes en que consistía la declaración de    la renta de aquellos tiempos: estaban exentos gracias al salero de sus antepasados.

Aunque en el Archivo General de Indias de Sevilla no existe la constancia documental del arribo a América de nuestro paisano don Ygnacio Alfonso de Riaza, sabemos que éste se trasladó al Nuevo Mundo en 1704 o incluso antes, en plena juventud. En diversos movimientos guerreros y exploradores de gentes hispanas entre 1704 y 1708, figura él por tierras del norte de México. Se dirigió, como cientos de alcarreños y paisanos suyos lo habían hecho antes, al norte del virreinato de la Nueva España: a la Nueva Galicia y a la Nueva Vizcaya, que ocupaban los entonces desérticos territorios del norte de México, en los altos valles orientales de la Sierra Madre Occidental. Nuño Beltrán de Guzmán, Juan de Oñate, Beltrán de Azagra y tantos otros alcarreños de pro, anduvieron por aquellas alturas matando indios, fundando ciudades y explorando caminos. En el territorio de la Nueva Galicia Juan de Oñate fundó Guadalajara en 1531, y luego serían muchos los paisanos, que hasta allí llegaran, atraídos por las riquezas fabulosas que se decían había en los contornos, y por el hecho real, bien cierto, de las minas de Zacatecas, en las que la plata salía a quintales y quien allí llegaba y se dedicaba al trabajo serio (y a eso los alcarreños nunca le hemos tenido miedo) conseguía pronto la transmutación de los metales: se hacía de oro.

Muy al norte de Jalisco, ya en los desiertos de Sonora, no lejos del Río Grande, aparecieron nuevas minas de plata. Los esforzados castellanos llegaban hasta allí atraídos por la ganancia segura, aunque no cómoda, de cargos y dineros. Tan densa era la explotación del subsuelo, que en aquel lugar norteño hubo de fundarse un pequeño poblado al que se puso por nombre el Real de Minas de San Francisco, organizado en el año 1709, y que pronto fue erigido en Villa con el nuevo título de San Felipe el Real de Chihuahua, por orden del Virrey de Nueva España, D. Baltasar de Zúñiga Guzmán Sotomayor y Mendoza, marqués de Valero, un hombre con los cuatro apellidos principales salidos de nuestra tierra. Ocurría esto el 1 de octubre de 1718. El entonces capitán don Ignacio Alfonso de Riaza fue nombrado regidor del primer ayuntamiento de esta villa, que confirmó su título gracias al decreto de la Audiencia de la Nueva Galicia, con sede en Ciudad de Guadalajara, de 23 de marzo de 1720. Fue entonces cuando se convocó a los próceres del lugar para juramentar este nombramiento. Junto con los miembros del Cabildo, el ya entonces Regidor y Mayordomo del Concejo, don Ygnacio Alfonso de­ Riaza en 25 de mayo de 1720, en su propia casa (pues todavía no se había construido la de Ayuntamiento) constituyeron en realidad esta ciudad, que es hoy una de las más grandes, pobladas y ricas de todo México, y es capital del estado de mayor extensión de este país centroamericano.

El primer Alcalde y Presidente del Ayuntamiento de Chihuahua fue el general español don José de Orio y Zubiate, natural (1659) de Escoriaza, en Guipúzcoa. Como Riaza, era uno de los más, ricos mineros de la zona en Chihuahua, dejando a su muerte la entonces fabulosa cantidad de 617.000 pesos de oro. Orio fue también nombrado Corregidor de la comarca, teniente de Gobernador, y Capitán General de la Nueva Vizcaya, hasta su muerte ocurrida en 1723. Con su hija Catalina Orio y Zubiate casó en segundas nupcias el alcarreño Riaza, uniendo así ambas familias próceres del estado sonorense. Ygnacio Alfonso de Riaza sería luego, en 1735, alzado a la cumbre del poder administrativo de la provincia de la Nueva Vizcaya, alcanzando los mismos grados que había tenido su suegro: Alcalde la villa de San Felipe el Real de Chihuahua, teniente de Gobernador y Capitán General de la región.

De estos señores surgió una prolífica descendencia de gentes dedicadas a las más diversas ocupaciones en el norte de México: desde la minería a las armas, y desde la agricultura a la ganadería, siempre con el seguro fundamento de unos caudales muy consistentes.

Esta historia tan curiosa, añadida y completada con la genealogía de los Riaza y Orio, hasta nuestros días, ambientada en un paisaje de familias criollas residentes en la estancia de Santa Isabel, al sur de Chihuahua, de persecuciones de los insurgentes de Pancho Villa, de exilios en Argentina y California, y mil cosas más de suculenta memoria, me las ha narrado amablemente el descendiente directo de aquel primer fundador arriacense don Ygnacio Alfonso de Riaza. Se trata de mi buen amigo don Antonio Riaza García, que vive hoy en San Gabriel de California, dedicado al estudio de la historia de Chihuahua, de Sonora, de su familia y la de los españoles y alcarreños que emigraron hacia aquellas alturas áridas y desérticas, tan distintas de las verdes Alcarrias donde pasaron su infancia. Le agradezco mil veces sus noticias, que añaden nuevos nombres, llenos de generosidad, de valor y empuje, a la ya larga lista de «alcarreños en América» que entre unos y otros vamos completando.

El castillo de Anguix vigilante del Tajo

 

El castillo de Anguix se encuentra situado en un paraje  de extraordinaria belleza, en la orilla rocosa y violenta del río  Tajo, custodiando desde su atalayada altura los caminos de la  comarca que, abrupta y boscosa, se extiende a poniente de las  Entrepeñas, en plena Alcarria. Si no tuvo nunca una importancia  estratégica o militar marcada, a los ojos del hombre de hoy, más  hechos al goce estético o evocador, este castillo es sin duda uno  de los más hermosos de toda la comarca de la Alcarria, pues  a su estampa aguerrida une lo espléndido de su situación geográfica, encaramado en lo alto de un monte cubierto de bosquecillos  de encinas y robles, puesto en vertiginoso equilibrio sobre las  rocas que escoltan, a más de cien metros de altura, la orilla  derecha del gran río Tajo.

Visitando el castillo de Anguix

El origen de este castillo, de indudable aspecto roque­ro, está en la torre, que muy posiblemente fue lo primero construido de su estructura. Ocurrió esto en el siglo XII, pero indudablemente siglos más tarde se hizo una nueva construcción, y en el XV recibió su forma actual, que luego volvió a decaer y arruinarse hasta el extremo en que hoy lo vemos.

Podríamos decir del de Anguix que es un torrejón, en el  sentido de fundamentar su estructura en torno a la torre del homenaje o primitiva fortaleza. Realmente recuerda mucho a la fortaleza que hace tres semanas aquí mismo describía, la del Cuadrón, que también en la orilla del Tajo se encuentra relativamente cerca de esta. La situación de Anguix, privilegiada, es lo que le añade su gran valor. La planta actual es de tipo pentagonal, y ofrece murallas muy elevadas, de unos seis metros  de altura, con restos de torreones cilíndricos en las esquinas, y  otro al comedio de la cortina de poniente, que abomba y amplía  con su desarrollo lo que fue primitivamente una estructura para­lepípeda.

Tenía un recinto exterior con barbacana no demasiado elevada, que le circundaba especialmente por los costados de poniente y mediodía, los más fácilmente accesibles a la hora de un ataque, mientras que por sus lados de levante y septentrión, lo abrupto y pendiente del apoyo impedía cualquier ofensiva a ese nivel.

En el interior, muy irregular hoy por los derrumbes sucesivos y la acción del tiempo, se encuentra aún la entrada a un aljibe que ocuparía el patio central. Este patio, de todos modos, era muy pequeño, pues la fortaleza no llegaba a alcanzar los 25 metros de longitud en su dimensión más alargada. Quedan restos mínimos de la puerta de acceso, que se encontraba en el  muro de levante.

Sobre la esquina suroeste de la fortaleza, álzase la fuerte torre del homenaje, que se conserva hoy en bastante acep­table situación (aunque recientemente se ha derrumbado el torreón del ángulo norte), y le confiere al edificio su prestancia antañona y fuertemente evocadora. Esta torre, de doble elevación que el resto de los muros del castillo, es cuadrada y se escolta en sus cuatro esquinas de otros tantos cubos circulares. Se puede entrar al piso principal del recinto torreado por una puerta abierta en  el muro de levante, a la que debía accederse en tiempos medieva­les mediante una escala de mano que desde el patio y apoyada en el muro de la torre, permitía el acceso a la sala principal de ésta. En su centro, todavía hoy se ve un orificio redondo por el que se podía establecer comunicación con el recinto inferior, totalmente cerrado en su origen, y hoy accesible gracias a un boquete abierto en la parte baja de la torre. Se trataba, al parecer, de un aljibe, aunque es más verosímil fuera un calabozo.

En la torre aún quedan algunos ventanales amplios, con  asientos de piedra adosados al muro, desde los que puede gozarse de una vista panorámica excepcional sobre el curso del río Tajo, evolucionando en múltiples meandros entre las laderas boscosas de las serranías alcarreñas. Lo vemos junto a estas líneas.

Quedan en esta torre restos de los  otros pisos y parte de la escalera que, en forma de caracol, permitía la  subida a la terraza superior, que estuvo muy posiblemente almena­da. Por esa escalera hoy ya no puede subirse, pues recientemente, como digo, se ha hundido. Otro lamento que caerá en el vacío sobre el cuidado meticuloso con que se atiende a nuestro patrimonio histórico-artístico.

De cualquier manera, y a pesar de no tener una excep­cional importancia en el aspecto arquitectónico, este castillo de Anguix es una de las piezas más bellas, una auténtica joya chi­quita pero brillante al máximo, de este plantel nutrido y bravo de los castillos de Guadalajara. La excur­sión a este paraje será, sin duda alguna, inolvidable de por vida. El paisaje, la leyenda y la prestancia de las ruinas del castillo, hacen de Anguix un auténtico espectáculo para la vista y la sensibilidad.

Un sorbo de historia y una nube de leyenda

La historia de esta fortaleza es la de su territorio en torno, que fue siempre disputado entre diversos señores feudales y familias influyentes de la comarca alcarreña. El término o heredad de Anguix pasó durante la Edad Media, por donación del Rey Alfonso VII, al caballero toledano Martín Ordóñez, quien llegó a poseer amplias propiedades en la parte baja o meridional de la Alcarria (Almonacid, Vallaga, Aldovera, Anguix, etc.). Se adueñó de este terreno en 1136, y por entonces se levantó el primitivo castillo.

La viuda de este Martín Ordóñez, doña Sancha Martínez, entregó la fortaleza, en 1174, a la poderosa Orden Militar de Calatrava, que a la sazón ya comenzaba su asentamiento también en estas norteñas tierras, y cuya encomienda de Zorita extendía por el Tajo y sus afluentes una notable y progresiva influencia.

Ya más adelante, en el siglo XIV, encontramos otra vez a Anguix en la propiedad del rey castellano, incluido jurisdic­cionalmente en el Concejo y Común de Huete. Alfonso XI se lo regaló a su fiel caballero, el montero Alfón Martínez, y su hijo  Lope López, al casar con una Carrillo, lo transmitió a esta  familia de poderosos y revoltosos nobles, vecinos de Huete. Así, a lo largo del siglo XV, lo veremos en la posesión de Juan Carrillo y de su hermano Luis. En 1464 toma esta fortaleza para sí el rey Enrique IV, posiblemente por compra. Pero en 1474 se lo entrega a su camarero mayor, Lope Vázquez de Acuña, también de la familia de los Carrillo, y muy heredado por las riberas del Tajo.

Finalmente, este noble se lo vendió, en 1484, al primer conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, quien a la sazón buscaba posesiones por el entorno del Tajo y sus afluentes dere­chos, para estabilizar un gran territorio señorial. En la casa de estos magnates, que pronto adquirieron el más señalado título de  marqueses de Mondéjar, continuó ya en pacífica posesión durante  muchas generaciones y largos siglos. Fue en 1847 que adquirió por  compra el territorio entero, y la fortaleza incluida, don Justo  Hernández, vecino de Brihuega. Luego pasó a ser propiedad de una  conocida familia mondejana.

Sugerencias para la visita

Es muy fácil visitar Anguix, al menos ahora, en el tiempo seco y caluroso. Se llega al caserío de Anguix cómodamente en automóvil  por la carretera comarcal 204 de Pastrana a Sacedón. Por un  camino irregular pero no malo, que parte del referido caserío, puede avanzarse unos tres kilómetros hasta una amplia pradera al pie del cerro donde se eleva el castillo. Desde allí, lo más prudente es ascender a pie, pues al tiempo que los pulmones se oxigenan y ensanchan, puede irse gozando de las vistas maravillo­sas que según se sube al cerro se van presentando, así como, en el silencio de los encinares que suele agitar el viento, disfru­tar del sonido de los pájaros y el perfume de la naturaleza. Ya en lo alto, debe tenerse la mínima pero suficiente precaución para que, sin dejar de admirar el paisaje portentoso, evitar la caída por el tajado precipicio sobre el que asienta el castillo.

Guadalajara cruce de caminos

 

Será la ciudad de Guadalajara, durante los próximos días, el centro de atracción de toda la provincia. A partir del lunes día 4, y durante toda la próxima semana, la ciudad del Henares, el «río de piedras» de los cronistas medievales, se convertirá en un núcleo de ciencia y de saber, en un punto de encuentro de gentes de todo el planeta que acudirán a hablar y discutir sobre temas netamente culturales, en uno más de los Congresos Internacionales que Manuel Criado de Val, con la colaboración del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Patronato «Arcipreste de Hita» y la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara, organiza cada dos años.

El Congreso Internacional de Caminería Hispánica

En esta ocasión, y como ya ocurriera en Pastrana en 1992, el tema que va a unir a dos centenares de sabios de toda la tierra es el de los caminos. La «Caminería Hispánica» es el título de esta reunión científica. Un tema amplio que tiene un especial valor en nuestros días. Pues si el ánimo de viajar se ha incrementado, los caminos ‑viejos y nuevos-  deben ser mejores para andar y más conocidos para no perderse en ellos. España entera cruzada de caminos se abre ante el viajero y, en este caso, ante los comunicantes que han estado, desde hace dos años, investigando y discurriendo sobre múltiples aspectos de los caminos, de las sendas, de las formas de comunicarse a través de España.

La celebración de este magno encuentro científico va a tener un punto de partida y llegada en Madrid, como auténtico cruce de caminos con el mundo; una inauguración solemne y oficial en Alcalá de Henares, en el Paraninfo de su Universidad Cisneriana; y una celebración continuada durante toda la próxima semana en Guadalajara, en Pastrana (el miércoles), en Sigüenza (el sábado) y en Hita, donde con la celebración del «Festival Medieval» culminará este magno encuentro de investigadores y literatos.

Guadalajara en los caminos del mundo

No estará de más recordar algunos de los ilustres viajeros que en los siglos pasados atravesaron nuestra tierra, y especialmente en Guadalajara fijaron sus miradas. Ya en época de los árabes, El Edrisi se admiraba de la riqueza de jardines y la abundancia de aguas en nuestra ciudad: Al occidente de la villa -decía el ilustre geógrafo árabe- corre un pequeño río que riega los jardines, los hueros, los viñedos y los campos, donde se cultiva mucho azafrán que se destina a la exportación. Rica era, aunque con pocos habitantes, la Wad-al-hayara que los árabes fundaron junto al Henares en el siglo IX, y a la que dieron el nombre de la comarca que preside: el río de piedras que antaño dábamos por traducción del vocablo musulmán, no es sino el valle de los castillos que con altivas y blancas piedras pregonaban poder y saber por encima de sus anchísimos horizontes. Desde Sigüenza a Alcalá, pasando por Jadraque, por Hita, por Guadalajara misma, la orilla izquierda del gran valle estaba plagado de atalayas y fuertes castillos. Ellos nos dieron el nombre. Los caminantes que siglo tras siglo pasaron, entre arboledas y fuentes, a la sombra de estas fortísimas construcciones, veían claro el nombre que luego se castellanizaría en este tan sonoro: Guadalafajara, Guadalajara de todas las doradas torres y los abiertos caminos…

A finales del siglo XV, cuando los Reyes Católicos habían puesto altísimo el prestigio de su nueva monarquía y la del país todo unificado, fueron numerosos los europeos que se animaron a penetrar las áridas tierras (para ellos casi desérticas) de las mesetas castellanas. Jerónimo Münzer fue quien, a través de su conocidísimo diario del viaje por España, trató de Guadalajara con admiración suma, y dio a conocer a sus nórdicos paisanos la riqueza en maravillas que atesoraba esta ciudad: es… tan grande como Ülm… se levanta en una prominencia del terreno al pie de la cual corre el río… Hablando del palacio que todavía por entonces construía su señor don Íñigo López de Mendoza, el segundo duque del Infantado, decía Münzer que no creo que en toda España haya otro tan fastuoso como este, ni con tanto oro en su decoración. Es de forma cuadrada, construido de piedra de sillería, con un patio de dos galerías superpuestas, adornado con figuras de grifos y leones, y en su centro una fuente altísima. Abundan los artesonados de oro con tallas de resplandecientes flores, y en cada uno de los cuatro ángulos hay una salida… el que nos enseñaba el palacio díjonos que pudiera comprarse un condado con el valor de lo que allí había, y sin embargo la obra no estaba todavía concluída… Cúpulas elevadas coronan todas las estancias; cada sala tiene tres o cuatro cámaras adyacentes, todas con aúrea decoración. En un inmenso salón están esculpidos los escudos de armas de los antepasados del duque… este palacio, en fin, se ha hecho más para la ostentación que para la utilidad. Y luego se admiraba muy mucho del palacio construido también en fechas recientes por el Gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, quien acababa de fallecer en él poco antes de que llegara Münzer a Guadalajara (el verano de 1495). Decía que estaba extramuros de la ciudad (en realidad se situaba frente a la iglesia de Santa María, donde hoy se alza el Colegio Público «Cardenal Mendoza». Tras asegurar Münzer que esta casa cardenalicia era, sin disputa, una de las más bellas de España, decía que Yo he visto en Roma muchas de cardenales, pero ninguna tan cómoda ni tan bien ordenada como ésta. Tiene jardines con fuentes, y un aviarium en el que hay tanta variedad de aves que excede toda ponderación. Acaso no habrá en el mundo morada más deleitosa… Desapareció este fastuoso palacio mendocino en el siglo XVIII, tras un incendio, y de sus ruinas todos los vecinos cogieron columnas, capiteles y fragmentos que luego se distribuyeron por las casas de los alrededores, en las que todavía salen a la luz, de vez en cuando.

A la que vamos: Guadalajara en el camino de cientos, de miles de viajeros ilustres. Guadalajara en el altozano que vigila el valle y esa ruta vital y multisecular que desde Zaragoza llevaba a Mérida, desde el Mediterráneo al Atlántico, y que aquí iba dejando posos de sabiduría, jirones de cosmopolitismo. ¿Mencionar todavía a Davillier y Gustavo Doré cuando por aquí pasaron y el poso de sus impresiones sería reflejado luego en dibujos y páginas? ¿Recordar a Henri Cock, Gaspar Barreiros, Andrea Navaggero, Juan Bautista Labaña, el Gran Duque de Toscana y tantos otros que se admiraron de nuestra ciudad como hoy, todos cuantos la queremos, nos admiramos y la queremos? No es necesario.

Sólo recordar nuevamente cómo la próxima semana Guadalajara será, otra vez, camino ancho y carretera: cruce además de los caminos del mundo. Cruce de saberes y de admiraciones. Será en el Centro Cultural de Ibercaja, lugar idóneo sin duda para este tipo de eventos, donde más de trescientos escritores y científicos de diversos continentes pronunciarán los resultados de sus trabajos y abrirán los ojos para recorrer con ellos estos caminos, múltiples, solemnes y luminosos, de nuestra tierra.