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mayo, 1994:

Subimos al románico de Cereceda

 

La tarde de primavera da todavía para un viaje sorpresivo, un viaje que no estaba en el programa: da para una subida hasta la altura de Cereceda, pueblecito alcarreño colgado entre huertos y arboledas de las empinadas laderas que abrigan el valle del arroyo de La Puerta. Las antaño espesas olmedas han quedado hoy un tanto diezmadas por la grafiosis. Y el sol parece pintar más fuerte las terreras. El caserío, tras las curvas pronunciadas, aparece tierno y poco a poco restaurado. Vivo, sin duda, este pueblo que hace poco sólo prometía ruina y abandono.

Los viajeros vienen a ver la iglesia, que dicen es románica. Buscan identificar su tierra en las muestras pétreas de una herencia medieval. Buscan, quizás, encontrarse a sí mismos, escritos sus nombres en esas mismas piedras eternas. Buscan (vaya utopía) hacerse ellos eternos, como las arboledas que también creían serlo, o los muros tallados que un siglo futuro serán polvo.

Viendo la iglesia

La iglesia parroquial de Cereceda está situada en el centro mismo del pueblo, cerrando con sus flancos de poniente y mediodía una buena parte de la plaza mayor del lugar, remoto y alto entre las barrancadas que de la Alcarria bajan hacia el profundo valle del arroyo de La Solana.

Es un ejemplar de arquitectura románica, cuya construcción podemos remontar, como el general de estas edificaciones en esta tierra, en la segunda mitad del siglo XII o incluso la primera del XIII. Trátase le un edificio que posee una sola nave, con un presbiterio recto y sobreelevado por un par de escalones sobre la nave, sumado de un ábside semicircular. La cubierta es a dos aguas, y el presbiterio se cierra con una bóveda de cañón, algo apuntada, mientras el ábside lo hace al modo clásico con otra bóveda de cuarto de esfera, ambas en bien tallada piedra de sillería. Sobre pilastras molduradas asienta el gran arco triunfal que sirve de paso de la nave al presbiterio. Es, en resumen, un bonito templo, fielmente conservado en su interior, que evoca sin dificultad su estructura original. En una capilla interior, muy estrecha, se conserva todavía la gran pila bautismal, de la misma época que el inicio constructivo del templo: su borde está decorado con gruesos bolones de simple traza. Y arriba, sobre el más moderno coro, la triste sombra de un órgano decorado con maderas policromadas al estilo del XVIII, hoy huérfano de músicas y utilidad.

En el exterior destacan varios elementos. Uno es la espadaña, alzada a los pies, con su estructura de remate triangular y arriba del todo la cruz de hierro que parece amenazar a los viajeros con caer sobre ellos y ensartarlos para siempre. Otro es el ábside, de sillarejo, partido en tres tramos por columnillas adosadas que ascienden hasta la comisa, y rematan en capiteles sencillos. En cada uno de esos tres tramos, el ábside se ilumina por sendas ventanas aspilleradas, muy estrechas, que tienen arcos de medio punto sustentados por dos columnas enanas y sus respectivos capiteles.

Todo el circuito del templo ofrece cornisa de piedra apoyada en canecillos. Aquí la variedad de estos elementos es tal que podemos decir no existe otra iglesia en la provincia, a excepción de la catedral seguntina, con tal riqueza de elementos: hay cabezas de animales, rostros humanos, figuras completas, roleos, frutos, vegetales diversos, y formas geométricas, en una riqueza asombrosa. Esa misma cornisa situada en el norte del templo, en la que se ven los restos míni­mos (apenas unos escasos dientes de león sobre un frag­mento de arqui­volta) de una an­tigua puerta.

Pero la aten­ción de los via­jeros se detiene, finalmente, en la portada, el acce­so cobijado a este templo re­moto y abierto.

La portada prin­cipal del templo de Cereceda se am­para bajo un pórtico grande y des­vencijado. Su estructura, elaborada y minuciosa, se incluye dentro de un cuerpo levemente saliente del muro meridional del templo. Se enmarca por dos grandes haces de columnas, que desde el pavimento suben hasta el tejado del pórtico, rematando en simple moldura. La bocina de esta portada se forma por cuatro arqui­voltas de medio punto, sencillamen­te estructuradas con biseles y molduras, excepto la más interna, que ofrece motivos geométricos en zig‑zag. Apoyan sobre una cenefa que corre como imposta sobre la fa­chada, y ésta a su vez sobre un blo­que de capiteles que coronan las pilastras que escoltan el vano. En esos capiteles, sumamente maltrata­dos por las gentes y los siglos, apa­rece uno con figuras de todo punto irreconocibles, y elementos vegeta­les en los que predomina el acanto.

En el interior de la arquería, so­bre el dintel de la entrada, se alza un tímpano decorado, el único que en­contramos en todo el románico de Guadalajara. Le faltan algunas pie­zas y las tallas que en él existen son tan imperfectas, y han sufrido tanto los rigores de la edad, que apenas se pueden identificar los temas que le ocupan. El nivel inferior está cuaja­do de figuras alineadas, muy sim­ples, que nos hacen pensar en un grupo de seres humanos, de almas en espera de juicio. El nivel superior presen­ta dos figuras, de ángeles que en­marcaban a otra figura central, posiblemente más grande, y hoy desapareci­da, que podría ser Cristo en Majestad. Esta­mos sin duda ante, una teofanía, quizás el Juicio Final o una representa­ción escatológica imprecisa que su­pone un verdadero hito, por su excep­cionalidad, dentro del estilo románi­co de la provincia de Guadalajara.

La alegría de Cereceda

Pero en Cereceda no sólo hay que ver la iglesia románica, que como un regalo sobre un pastel aparece aislada y sonriente en el centro del caserío. En este lugar hay que ver la hermosa disposición de su plaza, en la que no falta detalle: las viejas casonas de muros pintados y gran­des balcones; el Ayuntamiento mo­derno y tradicional, soportalado, a un tiempo; la fuente rumorosa y fres­ca; la tertulia en un rincón, reposada y con cartas; el patriótico buzón de correos colgando de un árbol, y mu­chos coches, mucha gente, mucha bullanga que no significa otra cosa que un estar felices sus gentes, que un hallazgo de paz y amistad en tan remota frontera de la Alcarria. No fue en vano el viaje, el destello, has­ta Cereceda. No fue en vano la tarde de primavera recorriendo caminos y alzando las miradas.

              

El río Henares en los libros

 

Este fin de semana, Guadalajara va a celebrar su anual Feria del Libro. Unos días dedicados a la búsqueda y captura de esas piezas que nos permiten viajar lejos sin movernos de casa, charlar con las figuras del pasado, meditar sobre el mundo y las gentes, sobre el corazón y sus motivos. Serán tres días en los que el libro se mostrará -resplandeciente de color y palabras- entre los árboles de la Concordia, dejándonos volar entre sus páginas hacia remotos refugios. Uno de ellos, (aunque cercano, siempre arcano) será el río Henares, que también en los libros encontró su refugio.

Algo de geografía

El río Henares es el fenómeno geográfico que, junto a su hermano el Tajuña, las hoces del Alto Tajo, y las serranías del Ocejón, confieren carácter a nuestra tierra: la identifican y le entregan su rostro propio. Nace junto a Horna, en las altas parameras que median las dos Castillas. Soria de un lado, del otro las vegas frías de la seguntina tierra. Correrá entre huertas pronto, entre barbechos, y lamerá los pies de ermitas y castillos: Desde la Virgen de Quintanares hasta las altas terreras frente a Mejorada, son verdes orillas y anchas praderas las que riega. Puentes viejísimos como el de Wad-al-Hayara, y arboledas como las del Cañal las que acompaña. O ruinas prehistóricas como en Espinosa, y altas escarpas cual las de Alarilla o Cutamilla, sin olvidar esos enclaves de primor y ensueño como cuando en Baides parte en dos al pueblo, y allí le miman poniendo un paseo arbolado junto al manso correr de sus aguas, ejemplo que deberían seguir en otras ciudades (Sigüenza, Guadalajara, Alcalá incluso) que parecen vivir a espaldas de ese Henares que las da vida, y las regala historia.

Un libro antiguo sobre el Henares

Puestos a recordar el río Henares con motivo de la Feria del Libro de Guadalajara, no cabe mejor referencia que la de evocar una obra del siglo XVI en la que se pone a nuestro «padre río» como elemento básico de la acción y los cantares. Es una obra desconocida, rarísima de encontrar si no es en la reedición facsimilar que en 1978 hizo de ella la Biblioteca Pública de las Palmas de Gran Canaria. Y jugosa y simpática a más no poder, a pesar de que Cervantes, en el severo escrutinio literario que hizo en la mansión de don Alonso Quijano, el bueno de Quijote, no la salvó de las llamas. Es su autor Bernardo González de Bobadilla y se titula Primera parte de las ninphas y pastores del henares, aunque jamás apareció la parte segunda (que nunca es buena) siendo impresa en 1587 en Alcalá, en el taller de Juan Gracián. El autor confiesa que nunca vio este río, pero le suponía tan famoso, tan bonito, tan poético todo su entorno, que a la hora de crear una gran obra de tipo pastoril no le cupo la menor duda de ambientarla en las orillas del Henares. Así decía para justificar su elección, en el prólogo de la obra:

Al qve me preguntare la causa que me mouio a querer en este mi pobre librillo tomar por blanco y principal intento, el procurar dezir algo de lo mucho que ay en la discreta gente que tiene su morada en las partes que riega Henares, rio apazible y poco en escripturas celebrado, por la falta de conoscimiento de escriptores.

Esas son las escuetas razones que da González de Bobadilla para poner aventuras de amor y pena por el Henares. Y empiezan ellas con palabras que centran el tema y glorifican la tierra de la Alcarria. Así lo hace:

En las vmbrosas riveras que el apazible henares con mansas y claras olas fertiliza, andaua el pastor Florino mas cuydadoso de alimentar el fuego que en su coraçón se criaua, que de apacentar su ganado por las viciosas y regaladas yeruas de los floridos prados.

Para aclarar posibles perplejidades, diremos que Florino es el protagonista, un sencillo pastor enamorado de Roselia. Y que el tal Florino no es feliz (eso cree él) pues padece el «mal de amores». Peor es no padecerlo, pienso yo. O, por lo menos, más aburrido. No cabe duda que el amor de Florino se mece bajo las alamedas de las orillas del Henares. El dice así:

Pues desseas saber el nombre de la que tan fuerte guerra me haze, sabras que es aquella cruel y desamorada Roselia, en cuya presencia se suelen reuestir los verdes prados de nueuas y vistosas flores, y Henares ensoberuecer sus olas, los sotos sacudir las ramas de sus alamos.

Los lamentos del pastor protagonista se suceden, y así el río va adquiriendo tintes de escenario turbulento, apasionado, siempre vivo y hermoso:

Henares repressando su acelerada corriente hauia estado escu­chando lastimas tan dolorosas, los vientos estauan en calma sin atreuerse a bullir en toda aquella comarca. Y luego aparece la madre de nuestro atribulado personaje, que le busca también en la maraña de yerbas y arboledas que escoltan las aguas (en el siglo XVI tan limpias como hoy las soñamos) del Henares. Dice así el autor: La dulce alua de la aurora descubria su rosado semblante escla­reciendo los sotos y florestas del honoroso Henares quando con presuroso paso la aldeana Farmenia yua buscando a su hijo Florino.

No podían faltar en una novela pastoril renacentista las ninfas del río. Y así las invoca Bobadilla Sacras hermanas podeys asseguraros de su recato y buen termino que pastor es nacido en la deleytosa ribera de Henares, rio merecedor de ser celebrado, a do nuestro padre Apollo ha querido muchas vezes transplantar nuestra morada y habitacion, segun esta cercado de frondosas arboledas. Tampoco falta la alabanza a las tierras que el río riega, y a los personajes famosos que en sus orillas nacieron: Pues yo te prometo, que en ingenio tan subido y habilidad lleuan la prima a muchos de los muy famosos, y que en el poco espacio, por do Henares sus cristales vierte, nacen tan cendrados entendimientos que harto tenemos por aca de celebrarlos, y enco­mendar a la perpetua memoria.

En este libro, viejo y solemne, que guarda entre frases huecas algunas tiernas referencias a nuestra tierra, el Henares se pinta siempre deleitoso y mágico. ¿A dónde hay que acudir ahora para verlo así? ¿Al espacio que media entre los dos puentes de Guadalajara, donde el color ya no es azul, como lo viera Florino, sino gris manganeso, ó verde pus? ¿A las estrechas y rocosas angosturas de Moratilla, donde aún resuena cantarín y puro? Merece la pena, en cualquier caso, darse mañana una vuelta por algún lugar del Henares. A Jadraque se puede ir, ó a Carrascosa. A la Barca de Azuqueca, o a la de Heras. Sentarse un rato sobre una piedra de la orilla, en las terreras de más abajo del Hernando, y sacurdirse nostalgias, apurar recuerdos, mirar como las aguas bajan, aunque sucias, todavía vivas y sonoras.