Por el románico de la Sierra del Ducado

viernes, 24 diciembre 1993 0 Por Herrera Casado

 

Hay lugares a los que se precisa acudir de vez en cuando, para recuperar la conciencia de lo primitivo, de lo auténtico, de lo que rezuma sinceridad sin reflexiones. Ver paisajes agrestes y solitarios, pueblos de los que sólo tres chimeneas echan humo, y templos monumentales en los que la blanca escarcha pone el contrapunto al rojizo sillar. Eso es lo que el viajero puede conseguir si se marcha hasta las serranías del ducado, y en los valles estrechos de junto al Tajuña se dedica a buscar viejas presencias de iglesias románicas.

Desde la carretera general de Barcelona (hoy Autovía de Aragón, disparadero de los que vuelan más que pisan) a la altura de Torremocha del Campo salen un par de estrechas carreterillas que llevan a pueblos de sincera y honda raíz humana. A Laranueva y Navalpotro. A Torrecuadrada de los Valles, y a Renales. Hasta Abánades incluso, fin de nuestro viaje.

Laranueva la vieja

Tierras peladas, escasas de vegetación, muy frías; así son las que entre el valle del Dulce y el del Tajuña contienen castillos como el de la Luna (el de Torremocha del Campo), y se dedican a ganaderías y cereales.

Laranueva es un pueblo cuyo nombre recuerda el dominio de los condes molineses, de los Lara. Tras la reconquista de la zona quedó incluida dentro de los límites del primitivo Señorío de Molina. Pero en el reajuste que de este territorio se produjo al pasar su señorío al rey Sancho IV a finales del siglo XIII, quedó comprendida como aldea del Común de Medinaceli, pasando luego al señorío de los La Cerda, y quedando así engarzada en el ancho territorio del ducado de Medinaceli, que ocupó gran parte de las tierras norteñas de la actual provincia de Guadalajara. Por esas a las que hoy invitamos a visitar, con una buena pelliza sobre los hombros.

En Laranueva veremos, porque resalta ciclópea sobre el caserío, la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena. No ha de olvidarse que muestra interesantes residuos del estilo románico: originalmente construida en la segunda mitad del siglo XII, hoy presenta sobre su muro de poniente una esbelta espadaña de época barroca, con bordes cóncavos que sujetan en lo alto un pequeño cuerpo superior en forma de campanil con pináculos laterales. Orientada al sur está la puerta de entrada, precedida de un pórtico cubierto, cuyo ingreso consta de un arco semicircular baquetonado cuyos arcos apoyan en sendos capiteles de tema vegetal, así como otros vanos laterales semi­circulares, actualmente tapiados. La estructura de esta galería porticada era muy sencilla y minúscula. A cada lado de la puerta aparecían dos vanos cubiertos por arcos semicirculares de arista viva, que descansaban sobre capiteles de sencilla decoración vegetal muy esquemática. Los arcos orientales fueron suprimidos, y los occidentales permanecen, aunque tapiados. Los capiteles de esta galería porticada, sin embargo, no se han perdido: se conservan en el interior del templo, sirviendo de soporte al púlpito. Su decoración vegetal es muy parecida a la de la cercana iglesia de Jodra.

Al interior se penetra a través de un portón románico muy sencillo, compuesto por tres arquivoltas de medio punto, adornadas de aristas, boceles y nacelas en alternancia, así como una corrida chambrana de billetes que surge sobre las pilastras laterales. Una hermosa pila bautismal de borde abocelado y adornada con gallones rematados en arquitos de medio punto, se encuentra en el interior. Todo ello confirma la existencia en Laranueva de un interesante edificio religioso románico.

La sencillez de Navalpotro

En un pequeño navazo, como su nombre lo expresa, y a orillas del vallejo que forma el arroyo de los Chorrillos, que muy luego caerá por el sur en el Tajuña, asienta el breve y ya casi desértico lugar de Navalpotro, que perteneció a la tierra de Medinaceli desde la reconquista en el siglo XII, ostentando luego su señorío la poderosa familia de los La Cerda, duques de Medinaceli.

Destaca en su caserío la iglesia parroquial, obra construida en la época románica, pero con reformas y añadidos del siglo XVIII, que la constituyen en fuerte edificio de sillar y sillarejo, con portada muy sencilla de ingreso y nada más de interés artístico. De todas formas, ponerse ante su mole respetable y sentir el escalofrío de la historia mínima y auténtica, es todo uno.

Hasta Renales sin pena

A un lado de la misma carretera que lleva desde la Torresaviñán hasta Abánades, se encuentra el breve caserío de Renales, hoy ya escasamente poblado. De su historia ya no digo nada, porque es similar a la de los antecedentes lugares. La Cerdas y Medinaceli fueron sus señores, como hoy lo es el viento y las heladas.

Junto a los lugares de Torrecuadrada y Alaminos, quedó incluido en el mayorazgo que fundó en 1523 la condesa cifontina doña Catalina de Toledo. Luego siguió varios siglos en esta casa de los condes de Cifuentes.

Mirar sus calles, estrechas y sabrosas, y su iglesia parroquial, que es de estilo románico rural del siglo XIII con posteriores añadidos. De lo primitivo queda la espadaña a poniente, de remate triangular, y sobre el muro sur, protegida por atrio del siglo XVI, aparece la puerta de entrada, semicircular, moldurada con arquivoltas baquetonadas, y una cenefa exterior de puntas de diamante, que reposan sobre jambas rematadas en cimacio moldurado.

Torrecuadrada de los Valles

En lo alto de poco profundo vallejo que irá a dar también al río Tajuña, cerca de la pelada meseta de la alta Alcarria ducal, asienta el breve caserío de Torrecuadrada, que recibe su nombre del torreón o castillete que antaño tuvo en la población, y que con seguridad la protegía.

Fue aldea, como las anteriores, del Común de Medinaceli tras la reconquista de la comarca por los cristianos. Perteneció desde el siglo XV a la familia de los La Cerda, condes de Medinaceli, quienes la reconstruyeron y cuidaron siempre la fortaleza del lugar. En el último cuarto de dicha centuria, se fue a vivir a ella, apartándose del mundo, el que fue cuarto conde de Medinaceli, don Juan de la Cerda, quien allí vivió junto a una lugareña, y allí puso «su casa, palacio y fortaleza». A su muerte, pasó a su sobrino don Luís de la Cerda, primer duque de Medinaceli por nombramiento de los Reyes Católicos, y éste decidió vendérselo, en 1490, al tercer conde de Cifuentes, en cuya familia (los Silva), luego integrada en la casa ducal de Pastrana, permaneció hasta el siglo XIX.

Hoy debe admirarse en el pueblo su iglesia parroquial, que es un bello ejemplar de arquitectura románica rural, bien conservada. Muestra sobre el muro de poniente una esbelta espadaña de remate triangular con dos vanos para las campanas. Los muros laterales del templo, de sillarejo, rematan en alero sostenido por modillones de piedra de gran relieve. El ábside es semicircular, rematado también con alero de piedra y modillones, apareciendo una ventana central aspillerada ya tapada. La portada principal se abre a mediodía, bajo atrio porticado, y consta de un vano de arco semicircular, con baquetones y gran cenefa de ajedrezado al exterior. También pueden contemplarse los restos, ya mínimos, de la torre medieval que perteneció a los condes y duques de Medinaceli.

Y al fin Abánades

Llega nuestro viaje al prometido valle del Tajuña. Alto todavía, estrecho, la cinta del río se esconde entre arboledas y se escamotea entre mínimos huertos. La villa se alza orgullosa, fenomenal, sobre un empinado cerrete al que contornea el río mientras vigila el caserío el antiguo puente que lo cruza.

También Abánades perteneció tras la reconquista de la comarca al amplísimo alfoz de Medinaceli, en cuya jurisdicción y normas forales estuvo incluido, siendo una aldea más de las que formaban su Común de Villa y Tierra.

Por Abánades merece la pena pasear y cuestear. Todo está pino y las calles se alzan como telones delante de los ojos, En lo más alto destaca la solemne iglesia parroquial, joya (apenas conocida y menos apreciada de lo que debiera) del románico rural de Guadalajara. Presenta este templo, que fue muy bien restaurado tras la Guerra Civil por el arquitecto Antonio Labrada‑, sobre su muro meridional un magnífico atrio o galería porticada de estilo románico, que consta de un arco central hecho en un resalte del muro, con piedra sillar, y otro ingreso en el extremo orienta] del pórtico, al que se accede por unas escalerillas. A cada lado del ingreso, y sobre alto antepecho o basamento, se presentan dos series de tres arcos semicirculares apoyando en columnas pareadas rematadas en buenos capiteles de fina decoración vegetal y de entrelazados; en el extremo occidental de la galería, que se cierra sobre violento terraplén, aparece una pequeña y aspillerada ventana con derrame interior y exterior, decorada con molduras y columnillas, todo del mismo estilo, lo que le confiere a este atrio (vuelvo a repetirlo, porque debe ser apreciado) una gran belleza e importancia en el contexto del arte románico rural alcarreño. Ahí se ve, en la fotografía que acompaña estas líneas, y que tuve la oportunidad de realizar hace escasas fechas, una mañana de limpios cielos y dura escarcha, mientras de las chimeneas del pueblo salían penachos de olorosa y densa especie humeante. ¿Olía a roble humillado, a lápiz infantil, a la dura nostalgia de un amor roto?