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octubre, 1993:

El capitán Arenas

 

La historia, breve y dramática, del Capitán Arenas, es la de una valentía, la de un soldado español que, lo mismo que otros muchos miles a lo largo de nuestra historia, no tuvo miedo a la muerte, y ésta al final le tomó la delantera, en uno de los hechos guerreros más desfavorables de nuestra historia contemporánea. Su postura fue de auténtico heroísmo, despreciando el riesgo por salvar a sus compañeros en una campaña y batalla que desde mucho antes se sabía perdida. Esa serenidad en la actuación, ese desprendimiento y generosidad, ese final y sereno enfrentamiento con la muerte, es lo que agiganta la figura del Capitán Arenas, que precisamente por su vibrante juventud supo y pudo llegar a los límites últimos del sacrificio.

La carrera de Félix Luís Arenas Gaspar había sido fulgurante. Había nacido en Puerto Rico, en 1892, hijo del Capitán de Artillería del mismo nombre, que a la sazón se encontraba destinado en aquella isla americana. Pero muy poco después la familia regresó a España, y el joven Félix llegó a Molina de Aragón, de donde era toda su familia, viviendo allí su infancia y primera juventud, cursando los estudios en el Centro que los Padres Escolapios tenían montado en un moderno edificio, con vistas a los Adarves.

Aún muy joven, a los catorce años, en 1906 ingresó en la Academia de Ingenieros, a la sazón en Guadalajara, y a los diez y ocho de su edad ya había sido promovido a teniente, alcanzando el grado de capitán poco después, a sus veintiún años, pasando luego a la Escuela Superior de Guerra, en la que se diplomó, a los veintiséis. Su servicio como Teniente lo hizo en el Servicio de Aerostación y en los Talleres del Material de Ingenieros de Guadalajara, hasta octubre de 1913 en que fue enviado con las tropas que batallaban en el Norte de África, agregado a la compañía de Aerostación en Tetuán, a continuar  librando aquella desafortunada guerra colonial en la que España puso lo mejor de sus hombres, pero sin la fe necesaria para mantener sus posiciones en un continente en el que, ideológicamente, ya nada ni nadie nos pedía continuar. El año 1921 fue en esa guerra de Marruecos el más desafortunado y triste.

Tras el desastre de Annual, las tropas indígenas marroquíes habían crecido en moral y empuje, llegando ya, en el verano de ese año, hasta las mismas costas mediterráneas. El ataque arrollador de los moros, que diezmaban sin piedad al Ejército Español, sonó como un clarín de alarma en Melilla, donde se encontraba Félix Arenas, capitán a la sazón de una Compañía de Telégrafos.

Con sus hombres tomó en ascenso el río Zeluán, llegando hasta la cabecera de la llanura de B‑Sidel, en Batel, donde se dio cuenta que el enemigo ya les cerraba el paso. Allí tuvo que tomar el mando de todo el ejército que se batía en retirada, por ser el Capitán más antiguo, y en un momento de verdadero peligro, cedió su caballo a un sargento herido, para que pudiese ser evacuado. Siempre en la retaguardia del ejército hispano, Arenas fue sosteniendo el empuje moro, retirándose a Tistutín, y luego a Monte Arruit. En la defensa del primero de estos enclaves, ya tuvo Arenas ocasión de mostrar su valor y genio militar. Por las noches extendía con su gente gran cantidad de paja, que rociada prendía luego, dificultando así el avance enemigo. Dirigió con serenidad las operaciones de retirada hacia el valle, y siempre en el puesto de mayor peligro, muy próximo ya al refugio de Monte Arruit, cayó muerto de un balazo en la cabeza.

La figura del Capitán Arenas, queridísima para cuantos habían sido compañeros de campaña, se agigantó tras su heroica muerte. Previos los trámites correspondientes, en 1924 le fue concedida a título póstumo la Cruz laureada de San Fernando. Y en 1928 se inauguró en Molina de Aragón, en un solemnísimo acto al que acudió el Rey Alfonso XIII y parte de su Gobierno, un monumento a este preclaro hijo del Señorío, que aún hoy puede admirarse en el atrio de entrada al Instituto. Vemos junto a estas líneas el busto realizado en bronce por el extraordinario escultor Coullaut Valera, de quien aparece firma en la parte baja de la talla, y consta de un pedestal que sostiene un monolito de piedra, rematado en un castillete símbolo del Arma de Ingenieros, y sobre una repisa en su parte anterior, se muestra el busto en bronce del militar que, con su gran juventud ‑tenía 29 años al morir‑ supo escribir página tan gloriosa para la historia de España y poner así su nombre en el abultado número de las figuras que por uno u otro motivo han merecido asomarse a estas páginas. En el mismo monumento molinés aparece esta leyenda «El Cuerpo de Ingenieros y la Ciudad de Molina al laureado Capitán D. Félix Arenas. Muerto en Tistoren ‑ Africa, 29 de Julio de 1921. Inaugurado por S.M. el Rey D. Alfonso XIII el 5 de julio de 1928». En ese momento, la ciudad de Molina le dedicó una calle, y en 1956, lo hizo también la ciudad de Guadalajara, quedando su memoria eternizada en la céntrica rúa que va de San Ginés a la Plaza de Toros.

El castillo de Guijosa

 

El otoño llama, con sus nudillos encallecidos, al portón perezoso de las memorias. Cualquiera puede tener una alegría, un amor, una angustia desazonante, un principio de delirio. Es más: por las tierras de Guadalajara, que ahora están ya otra vez desiertas, frías y amigables, ronda al pasearlas una agenda que trae en cada hoja un repente de esos que he mentado. No son sólo los quejigares, las alamedas amarillas, el petirrojo que salta de rama en rama o la escarcha del amanecer los que nos saludan. Son esos sentimientos (cada cual con los suyos, pero en tropel siempre) lo que tirita en los bolsillos.

Tras pasar Sigüenza por la carretera que se mete en la serranía que llaman Ministra, entre los eriales que llevan por Torralba hasta Medinaceli, aparece Guijosa en lo alto del valle del Henares. Seguro que habrá luz, o viento, o lluvia, pero la visita a su castillo, a su iglesia minúscula, a su portentoso castro celtibérico, tendrá en cualquier caso el valor de lo nuevo. Hay que llegar, viajero amigo, hasta Guijosa.

Y aunque en estas líneas trato de entregarte información sobre un monumento, hago con ellas, a un tiempo, un ejercicio de memoria, con el que procuro alimentar nostalgias y desesperaciones. Las que al autor le proporciona pensar que, como en otros días, Guijosa y el páramo seguntino que la rodea no es ámbito para el amor, sino para la muerte.

La silueta de un castillo medieval

Esa muerte que se pinta, violenta y dura, en la silueta del castillo de Guijosa. Hasta él puede llegarse desde la capital de la comarca, desde la episcopal Sigüenza, por una carretera errabunda y solitaria que deja ver la distancia opaca del alto valle del Henares. En el pueblo, silencio total. El viajero encontrará la mayoría de las puertas cerradas, los edificios soñolientos y distraídos, sumidos en otra edad remota, y presidiéndolo todo con su sombría y parda coyuntura, el ruinoso castillo que  fue levantado, en el lejano siglo XIV, por don Iñigo López de Orozco, uno de los terratenientes más poderosos que ha tenido la tierra de Guadalajara a lo largo de las pasadas centurias.

Si al parecer fue dueña de Guijosa doña Beatriz, reina de Portugal e hija de doña Mayor de Guillén, la amada de Alfonso X el Sabio; o lo fue el infante don Juan Manuel, escritor y guerrero, español por los cuatro costados, hoy no queda constancia documental de éllo. La pertenencia a los Orozco queda probada por el escudo en piedra tallado sobre lo que fuera portalón de entrada al castillo. Muy desgastado por tantos inviernos cernidos sobre el cascote de arenisca, aún se ve el campo español centrado de una cruz floreteada escoltada de cuatro lobos colmados de asombro, con la bordura repleta de las cruces de San Andrés que prueban la participación de su propietario en la conquista de Baeza. Es la enseña heráldica de los Orozco, constructores de aquella monumental «casa«.

Fueron luego los marqueses y duques de Medinaceli, terratenientes de aquellos fríos páramos que cubren entrambas Castillas, quienes se instalaron señores de Guijosa, de su castillo que siempre tuvieron por «casa fuerte» y al que nunca dieron otro cometido que albergar servidores, alcaides cómodos y algún que otro caballo restableciéndose de alguna herida. Lejos de sus palacios de Sevilla o de Cogolludo, los Medinaceli no supieron de aquella posesión sino por los recados de sus propios, que les pedían dineros para arreglarlo. Sería en alguna de esas guerras terribles y reincidentes que, con diversos nombres, han enfrentado entre sí a los españoles, la que acabaría con su silueta valiente, y le dejara en la triste figura en que hoy, desde la distancia, se ofrece a los viajeros.

Para Francisco García Marquina, escritor de versos, de viajes y de epopeyas castilleras, sería este de Guijosa el castillo que escogiera para cultivarlo en una repisa de su biblioteca, como si fuera un «bonsai«. A mí me pareció un catafalco enorme, húmedo, lleno de grietas y de almenas valientes. Sin música pero con ecos múltiples. Ahogado, pero con voz propia. En perenne paradoja Guijosa se arrepiente de existir, y el alcázar que nunca fue (según los papeles) otra cosa que una «casa«, ofrece hoy a los viajeros que hasta él llegan la planta cuadrada, los torreones semicirculares adosados a las esquinas, las voladas cornisas y las almenas puntiagudas. Murallones herméticamente cerrados, y en el interior una torre también cuadrada, con entrada a la altura del primer piso. Tendría estancias, chimeneas y escaleras interiores, pero todo se hundió con el paso de los siglos, y ha quedado solo el cascarón exterior, que no es poco.

No tuvo Guijosa recinto exterior, y en torno a la fortaleza actual hubo un pequeño foso ya relleno. Dentro de él se dieron las escenas más simples de la vida rural. Nunca batalla, ni torneo, ni rapto vió el almenar de este elemento. Solamente la luz rabiosa del páramo, cuando cae justiciera, iluminando los muros, acentuando las sombras crudas de su silueta valiente. Es, sin embargo, un emblema más de esta tierra que tiene el pendón de Castilla por emblema, que sabe de cantos mozárabes, de romances merinos, de filigranas mudéjares, y que en definitiva tiene en los castillos como este de Guijosa su más viejo y cierto papel de identidad.

 * * *

El ejercicio de turista interior y de memoria intimista se ha completado. Tras alto esfuerzo, solo queda la sensación de frío, de soledad ilustre, de aire cortante, de acedía mundana. Una sombra que huye al llamarla, una gotera en el tejaroz del atrio de la iglesia, un escudo de piedra que se resiste a ser interpretado, y una sombra de mujer que alimenta el dulce agobio de la nostalgia. Al corazón del viajero, tras recordar su paso por Guijosa, solo le queda compararse con las ruinas del castillo, y decir de ambos, con el mejor Quevedo, que «su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado«.

La iglesia de Peñalver, huellas santiaguistas en la Alcarria

 

Varias veces he traído a estas páginas la alcarreña villa de Peñalver, por razones de paisaje, de historia, de anécdotas folclóri­cas, e incluso del arte y el selecto pa­trimonio artístico que guarda entre sus límites. No sólo su cas­tillo sede de los caballeros sanjua­nistas hace siglos, o las ruinas (ya imperceptibles) de su iglesia románica de la Zarza, en el centro del lugar, sino el rollo o picota, las ermitas y aun la iglesia parroquial, que es cofre magnífico de otras tantas obras extraordina­rias de los más variados siglos y estilos. Un viaje reciente en una tranquila tarde de este otoño a esta vi­lla amable siempre, me ha servido para admirar nuevos detalles de este rico patrimonio que aún conserva.

Aunque en pleno proceso de restauración el templo parroquial dedicado a Santa Eulalia de Mérida, llenos sus ámbitos de andamios y maquinarias, de un ir y venir de gentes con casco y cintas métricas, puede califi­cársele sin exageración como uno de los mejores edificios renacentistas de la Alcarria. Así es reconocido por visitantes y estudiosos, en comparación fácil con el resto del patrimonio arquitectónico de la comarca. No puedo dejar pasar esta oportunidad de tener, todavía reciente, grabada en las retinas la imagen y la solemne presencia de este templo, para describirlo a mis lectores y animarles a que lo vean. Incluso esta nueva estancia ante la dorada piedra de su portada plateresca me ha servido para elaborar una nueva visión, una interpretación novedosa de su iconografía, verdaderamente sorprendente.

El templo mayor de Peñalver está situado en medio del caserío, y como todo él está instala­do sobre la fuer­te pendiente del cerro que desde el castillo baja al arroyo del Pra. Por esta causa, se hizo preciso, cuando su construc­ción, rellenar lo que había de ser ocupado por el ábside, acumulando tierra y piedras y haciendo un for­tísimo muro de contención con barbacana encima. Así se consigue que templo tan grande pueda caber, en equilibrio perma­nente, sobre tan cuestuda pendiente. Su fábrica es de mampostería de piedra caliza y argamasa, lle­vando sillar de lo mismo en esqui­nas y refuerzos. A los pies del templo se alza una torre rechoncha y de fuerte aspecto.

En el exterior hay dos detalles artísticos que arrebatan la atención: son sus puertas. Una de ellas, la orientada al norte, la que podríamos denominar accesoria, es obra de fines del siglo XVI, y por lo tanto está construida con unos cánones geométricos severos, en el sentido que la reforma trentina y los gustos del reinado de Felipe II imponían. La portada principal está orientada al sur, y ante ella se abre una es­trecha y muy recoleta plazuela. Esta puerta monumental puede ser calificada sin duda alguna como una joya de la arquitectura plateresca en la Alca­rria, y es obra de la primera mitad del si­glo XVI, momento en el que se alza en conjunto todo el templo. Está, pues, pensada y programada con equilibrio, y merece un comentario aparte por varias causas.

Una de ellas es su estructura general: se incluye la portada toda en gran arco, como si una inmensa hornacina la cobijara. Ese gran ar­co lo forma el muro del templo, y dentro aparece, como un tapiz, la portada, toda ella cuajada de de­coración y esculturas muy en la línea o el estilo de lo que por esa época (hacia 1550) hace Alonso de Covarrubias y los de su escuela. Al menos, es lo que recuerda la primera vi­sión de esta portada: a la del tem­plo conventual de la Piedad en Guadalajara, que este artista tra­zara y tallara en el primer tercio del siglo.

Peñalver, una portada santiaguista

Dentro del gran arco, aparece la portada también con arco semicircular, y columnas y pilares recu­biertos densamente de decoración de grutescos. En Peñalver, como en la Piedad de Guadalajara, la por­tada es también poseedora de un arco de ingreso semicircular, escol­tado de pilastras y rematado arriba por dintel, frisos y hornacina. To­do ello está cubierto de numerosas es­culturas y relieves tallados: se ven muchos grutescos (monstruos, sirenas, faunos, cabezas de ángeles, etc.) pero también se ven, -y esto es llamativo- una gran profusión de sím­bolos santiaguistas: bordones, veneras, escarapelas, calabazas, cru­ces de Santiago. Todo ello como si nos quisiera recordar, proclamar incluso, que quien ha hecho aquello es un fervoroso san­tiaguista ¿lo hicieron, quizás, canteros gallegos? Poco probable, pues los canteros no solían diri­gir la decoración de una portada.

El caso es que además del grupo de tallas que en el semicircular tímpano principal aparecen con la Virgen María y dos ángeles arrodillados, se ven bajo el gran arco cobijador los medallones que contienen sendos bustos de San Pedro y Santiago. Además, en el intradós aparecen casi una docena de «vieiras», usadas por los peregrinos jacobeos como «logotipo» de su aventura. Y cuatro detalles escultóricos que son como para hacer pensar: un bordón de camino, un morral, una cantimplora de calabaza, y un monstruoso animal (un grifo concretamente) tenido en todas las mitologías y bestiarios antiguos como protector de los caminos y de los caminantes. Todo ello nos lleva a hacernos preguntas sin fin: ¿pasaría por Peñalver un camino accesorio del gran «Camino de Santiago»? Quizás lo usaban los peregrinos procedentes del sur de España. Fue el arquitecto, el tallista, o el comitente de este templo, un ferviente santiaguista? Eso es lo más probable.

Despejando dudas: el obispo Juárez de Carvajal

Será la historia del pueblo, una vez más la que acuda a explicar estos misterios que emergen de tan mínimos detalles decorativos: perteneció el pueblo durante varios siglos a la Orden Militar de San Juan, que te­nía su iglesia en el centro del lu­gar (era la ya arruinada iglesia de la Virgen de la Zarza, de estilo ro­mánico rural, muy simple). A mediados del si­glo XVI, concretamente en 1552, Peñalver fue puesto en almoneda por el Emperador Carlos I, maestre proclamado de todas las órdenes militares, y este pueblo alcarreño, junto con el inmediato de Alhóndiga, fue comprado por don Juan Juárez de Carvajal, obispo de Lu­go, en cuya familia (pues tuvo hi­jos, y nietos) permaneció también varios siglos. Quizás sea esta ra­zón, la de que su nuevo dueño, en el comedio del siglo XVI, y nada más tomar posesión del lugar, se pusiera a construir nueva iglesia, la de que por ser obispo de Lugo, gallego de nacimiento, y por tanto ferviente enamorado de Santiago, de su Camino, y de sus símbolos, mandara llenar la portada del tem­plo parroquial de Peñalver con ve­neras, bordones y cantimploras ca­mineras.

El interior del templo de Peñalver

 Pasemos al interior. Una arquitectura espléndida, ahora en proceso de restauración, como digo. Posee tres naves alargadas, de las que la central es la más alta. Las tres se cubren por bóvedas de crucería, con bellos dibujos y combinaciones geométri­cas, que recuerdan inmediatamen­te el estilo de las catedrales góti­cas, pero que se justifica en su época de construcción porque así se hacía todo en esos momentos, sal­vo los muy «snobs» que, como los Mendoza, o el propio Emperador, preferían la influencia del estilo renaciente italiano a lo tradicional hispano. Dichas bóvedas apoyan en pilares poliédricos que separan las naves. Toda la estructura del templo había ido progresivamente deteriorándose, pues la nave de la epístola y el ábside entero, estaban cediendo, al tener por cimientos un simple relleno que, con los siglos, se ha re­sentido. Así, se han llegado a abrir grandes grietas en los muros, resque­brajándose peligrosamente las bóvedas. La iniciativa de la Junta de Comunidades, en el marco del convenio suscrito con el Obispado de Sigüenza-Guadalajara, ha puesto en marcha la restauración que en el momento actual está en plena realización, lo que merece un aplauso.

En el interior, ahora en obras, no puede hoy admirarse su máxima joya artística, el retablo de pinturas y esculturas del que en otras ocasiones he hablado, y que comentaré, -aquí lo prometo- en próxima ocasión, cuando ya restaurado todo, luzca con el brillo de su pureza castellana primitiva.

La casa del Doncel sufre un atentado

 

Dónde y cómo mirar la Casa de los Vázquez de Arce

Pasear por Sigüenza es lo que le proponemos hoy al lector. Pero pasear con un sentido no solo gozoso, placentero, sino crítico. Ejercitando esa potencia del alma que es el entendimiento, y procurando que no sólo entre por los ojos la buena disposición estética de sus calles y monumentos, sino juzgando lo que de mejorable hay en esa disposición, lo que debe ser subsanado porque se hizo mal.

Tras ver plaza mayor, catedral y travesañas, nos dirigimos en directo a la Casa del Doncel. A ese íntimo rincón de la Sigüenza alta donde parece que la Edad Media terminó ayer mismo, de tan viva que se palpa. En esa solana se recuestan algunas casas antiguas. La más venerable es la del rincón, un caserón de alta y estrecha fachada, toda ella de piedra sillar, con múltiples detalles que evidencian haber sido construida en el siglo XV, en sus finales, o lo más tarde a principios del XVI. En la planta baja tiene un gran portón de entrada. Es un arco semicircular levemente moldurado y unas hojas de madera, medio desvencijadas, por donde se cuelan a sus anchas los gatos que van y vienen. En la primera planta un balcón, ya sin flores, y a sus lados, y encima, los escudos tallados de la familia constructora. Hay que reseñar que esta no fue la disposición original de la mansión solariega de los Vázquez de Arce, cuyos son los escudos que escoltan puerta y ventanas. En el momento de su construcción, el portón adovelado tenía sendos escudos a los lados, y otro encima de la clave. Una moldura en funciones de alfiz, tapizada de bolas en su interior, cobijaba los escudos y el portón. Años (o siglos) después, alguien partió ese alfiz y colocó en el centro de la fachada un feo balcón. También una ventana a su lado. Solo sobrevivieron de la primitiva estructura (que doy en apresurado croquis junto a estas líneas por si alguien lo encuentra interesante) la cenefa superior del primer piso, la ventana alta y central, y el alero de bolas donde tres gárgolas cantan mudas y sobre ellas se alzan las ocho almenillas puntiagudas que le dan carácter al caserón donde a buen seguro vivió, si no el Doncel, sí sus más directos familiares.

La agresión de nuestros días

Pero la desatinada reforma que se llevó a cabo en esta «Casa del Doncel» siglos atrás, ha vuelto a ser rememorada e imitada en nuestros días con una gratuita agresión que ni merece ni tiene justificación. En una campaña que el anterior Ayuntamiento de Sigüenza llevó a cabo, de información y facilidad al turista para reconocer los monumentos y entornos más importantes de la Ciudad Mitrada, se procedió a la realización de unas placas en cerámica blanca, con letreros en azul, el escudo de la ciudad, y unos marcos de hierro forjado. Esas placas se colocaron, inmediatamente, sobre los monumentos más destacados de Sigüenza. Y lo que en otro contexto hubiera quedado hecho una preciosidad, hay que reconocer que, en la mayoría de los casos, ha constituido hecho un auténtico pegote, pues sobre las homogéneas superficies pétreas y doradas de los edificios seguntinos (sobre el Ayuntamiento, sobre las casas de los canónigos, sobre los pilares de la Alameda, o sobre el mismo castillo) la mancha blanquinegra de esas placas hieren desde lejos el conjunto, y agreden, al menos visualmente, la entereza y prestancia de sus siluetas.

De todas esas placas, una ha ido algo más allá que a la agresión visual: la placa puesta sobre la fachada principal de la Casa del Doncel, en la plazuela de su nombre, en la parte alta del burgo medieval seguntino, ha tenido que encontrar, a duras penas, un hueco entre todos los elementos de arte y arquitectura que conforman el monumento aquí descrito, y allí donde hubo un espacio mínimo para élla, y tras horadar la piedra con los imprescindibles tornillos para fijarla, ha quedado rasgando el ámbito severo, ocre y silencioso de la plaza con su grito blanco, su descarado reclamo de algo que no lo necesita, y su información exagerada y superflua: «CASA del DONCEL ‑ Epoca: Siglo XV ‑ Constructores: los próceres Bedmar». También se ve en la foto, bien destacada.

Aquí no me queda más que preguntarme: ¿Era realmente necesario agredir visualmente la estampa de la Casa del Doncel para decir que lo es? ¿Era, además, imprescindible lesionarla y deteriorarla para clavar en sus muros esa placa de cerámica blanca? 

Aun cuando, repito, la generalidad de las placas informativas que se han puesto a los monumentos de Sigüenza son innecesarias, y en su mayoría violentan su aspecto y le degradan, algunas realmente se han excedido en el pecado, y no les queda otra alternativa que la de desaparecer cuanto antes. ¿No es realmente ridículo que un cartel atornillado a una esquina del castillo seguntino, al que hay que acercarse a escasos metros para poder leerlo, y tras haber dejado el monumento en la retina del visitante su imagen espléndida y paradigmática, le informe de que «Esto es el Castillo de Sigüenza»? Peor aún es lo de la Casa del Doncel. Cuando el Ayuntamiento de Sigüenza ha dado una muestra de exquisita sensibilidad hacia su patrimonio, y hacia la función que realmente debe cumplir el Concejo de una ciudad que es única en el mundo por su riqueza monumental e histórica, cuidando con mimo la generalidad de su estructura urbana y la singularidad de sus edificios monumentales, debería completar esa buena imagen de sensibilidad y buen criterio quitando lo antes posible esa placa que hiere, que atraviesa, las venerables piedras de tan singular edificio. La Ciudad y cuantos la amamos en su medida justa, se lo agradeceremos eternamente.

El monasterio de Lupiana

 

La tarde de otoño, calma y amable, con moras maduras en las cunetas y el vuelo lento y solemne de las urracas entre las encinas, invita a pasear por el alto llano de la Alcarria. En cualquier punto de la altura cercana a Guadalajara puede dejarse el coche aparcado junto a un árbol, y echarse a andar por caminos y carreteas bien señalizados. El monasterio de Lupiana, que fue de los jerónimos y hoy es propiedad articular, está ahí mismo, ofreciendo a quien llegue la posibilidad de maravillarse ante su esbelta silueta, la espléndida teoría del plateresco de su claustro, la joya engastada de su historia prolífica. Solamente un detalle a tener en cuenta: abren al público los lunes por la mañana (de 9 a 2). El resto del tiempo no cabe la posibilidad de visitarlo. Quizás este próximo lunes 11 de octubre, que para muchos será de puente, quepa la posibilidad de acercarse para algunos de nuestros lectores. Merece la pena.

Historia del Monasterio

En el término de Lupiana, asomado al borde de la meseta alcarreña, entre una variada espesura, y en un lugar pintoresco como pocos, se levantan los restos del que fue Real Monasterio de San Bartolomé, primero de los que la Orden de San Jerónimo tuvo en España, y casa madre de la misma durante varios siglos.

La raíz de esta españolísima orden monástica estuvo, pues, en tierra de Guadalajara, y fue plantada por hombres de esta ciudad. Un noble arriacense, don Diego Martínez de la Cámara, había erigido una ermita en los cerros que rodean a Lupiana, allá por los comienzos del siglo XIV, y en su capilla mayor se había enterrado al morir en 1338. Los patronos de la ermita, que pasaron a ser los alcaldes y concejo de Lupiana recibieron la petición de un sobrino del fundador, un joven de Guadalajara, de conocida familia de ella, don Pedro Fernández Pecha, de Colocar en su espacio lugar de recogimiento de eremitas.‑ Solicitado al arzobispo toledano, don Gómez Manrique, accedió y en aquella altura se instalaron varios ermitaños que, junto a Pedro Fernández Pecha, se dedicaron a la vida comunitaria y de oración dispuestos a fundar nueva orden bajo las normas y patrocinio de San Jerónimo, se trasladaron a Avignón, Pedro Fernández Pecha y Pedro Román, y después de varios ruegos recibieron de Gregorio XI la Bula de fundación con fecha del día de San Lucas de 1373, recibiendo de manos del Pontífice el hábito que consistía en «túnica de encima blanca, cerrada hasta los pies; escapulario pardo; capilla no muy grande, manto de lo mismo», y cambiando de nombre en el sentido de adoptar en religión el apellido de la ciudad de que eran naturales, costumbre que hasta hoy han conservado los jerónimos. El fundador de la Orden, pues, fue fray Pedro de Guadalajara, quien al llegar a Lupiana, y ayudado de otros animosos compañeros, entre ellos don Fernando Yáñez de Figueroa y su hermano fray Alonso Pecha, se dedicó a levantar el primer gran monasterio de la Orden, lanzándose después por toda Castilla a fundar otras casas, y surgiendo en años y siglos posteriores grandes monasterios de la orden jerónima, como los de Guadalupe, la Sisla de Toledo, la Mejorada de Olmedo, San Jerónimo de Madrid, el Parral de Segovia, Fresdelval en Burgos, Yuste en Extremadura, Belem en Portugal y El Escorial, además de otro centenar de casas. La Orden fue muy poderosa y jugó su papel en la política imperial con Felipe II, quien siempre cuidó mucho de consultar a las altas jerarquías jerónimas algunas de sus decisiones, y en Lupiana se entrevistó con el general de la Orden en varias ocasiones. La Orden se disolvió tras la Desamortización, en 1836, pero en este siglo XX ha vuelto a renacer, contando con varios conventos en España, y teniendo ahora su casa madre en el Parral de Segovia.

Al monasterio de Lupiana le colmaron de donaciones y favores los señores de la casa Mendoza. Muchos de ellos hicieron entregas de tierras y solares, de beneficios abultados, y de magníficas obras de arte. Incluso algunos, como doña Aldonza de Mendoza, hermana del primer marqués de Santillana, eligió la iglesia monasterial para su enterramiento. Los condes de Coruña y vizcondes de Torija quedaron con el patronato de su capilla mayor, que en el siglo XVI abandonaron para trasladar sus enterramientos a la parroquia de Torija. Fue ofrecido entonces el patronato del monasterio al rey Felipe II, quien lo aceptó en 1569, y correspondió dando al monasterio la jurisdicción completa de la villa de Lupiana, y todo su término

También los arzobispos toledanos favorecieron mucho a San Bartolomé de Lupiana, entre ellos don Alfonso Carrillo, quien en 1472 orden levantar un claustro de pesado estilo gótico.

Grandes figuras intelectuales de la Orden ocuparon el priorato de Lupiana en el siglo XV: fray Luís de Orche, en 1453; fray Alonso de Oropesa, en 1456; y fray Pedro de Córdoba, en 1468. Cada tres años se reunía el Capítulo general, juntándose los priores de todos los monasterios de España en la Sala Capitular del cenobio alcarreño. En el siglo XIX, al ser vendido en pública subasta, lo adquirió la familia Páez Xaramillo, de Guadalajara, de la que pasó a los marqueses de Barzanallana, sus actuales propietarios.

El arte que ofrece

Para el visitante es de destacar, no sólo el lugar bellísimo, muy frondoso, en que se encuentra. Puede admirar aún su patio de entrada, galerías y salones con buenos artesonados, una pequeña capilla, el claustro antiguo, obra en ladrillo, y el claustro grande más los restos de la iglesia.

El claustro grande es una hermosísima muestra de la arquitectura renacentista española. Fue diseñado, en su disposición y detalles ornamentales, por el arquitecto Alonso de Covarrubias, en 1535. Y construido por el maestro cantero Hernando de la Sierra. Presenta un cuerpo inferior de arquerías semicirculares, con capiteles de exuberante decoración a base de animales, carátulas, ángeles y trofeos, y en las enjutas algunos medallones con el escudo (un león) de la Orden de San Jerónimo, y grandes rosetas talladas. Un nivel de incisuras y cinta de ovas recorre los arcos. La parte inferior de este cuerpo tiene un pasamanos de balaustres. El segundo cuerpo de este claustro consta de arquería mixtilínea, con capiteles también muy ricamente decorados, v los arcos cuajados de pequeñas rosáceas, viéndose tallas mayores en las enjutas. Su antepecho, magnífico, en piedra tallada, ofrece juegos decorativos de sabor gótico. En uno, de los laterales se añadió un tercer cuerpo que, si rompe en parte la armonía del conjunto, añade por otra una nueva riqueza, pues figuran columnas con capiteles del mismo estilo, antepecho de balaustres y zapatas ricamente talladas con arquitrabe presentando escudos. Los techos de los corredores se cubren de sencillos artesonados, y en las enjutas del interior de la galería baja aparecen grandes medallones con figuras de la orden. En frases de Camón Aznar, máximo conocedor de la arquitectura plateresca española, refiriéndose al claustro de Lupiana, dice que «el conjunto produce la más aérea y opulenta impresión, con rica plástica y alegres y enjoyados adornos emergiendo de la arquitectura», es «obra excelsa de nuestro plateresco». De lo que fue gran iglesia parroquial sólo quedan los muros y la portada. Fue construido el conjunto a partir de que en 1569 se hiciera cargo del patronato de la capilla mayor el rey Felipe II, mandando a sus arquitectos y artistas mejores, que entonces tenía empleados en las obras de El Escorial, a que dieran trazas y pusieran adornos en este templo. La traza, lo mismo que la Sala Capitular, es obra de Francisco de Mora. En la fachada se advierte una portada dórica, de severas líneas, rematada con hornacina que contiene estatua de San Bartolomé. En lo alto, gran frontón triangular con las armas ricamente talladas de Felipe II. El interior, de una sola nave, culmina en elevado y estrecho presbiterio. La bóveda, que era de medio cañón con lunetos, se hundió hacia 1928. Lo mismo que el coro alto, a los pies del templo, enorme y amplio; el templo se decoraba, en bóvedas del coro, del templo y del presbiterio, con profusa cantidad de pinturas al fresco, obra de los italianos que decoraron El Escorial. Nada ha quedado, ni siquiera una sucinta descripción de ellas.