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septiembre, 1993:

Milagro en los jerónimos de Lupiana

 

Cercano a la ciudad de Guadalajara, en una de las alturas que rodean a Lupiana y ponen alto muro pardogris a su valle, está desde el siglo XIV el monasterio jerónimo de San Bartolomé, donde unos eremitas españoles e italianos, bajo el ánimo de don Pedro Fernández Pecha, fundaron el primer cenobio de la naciente orden. Las peripecias de su fundación y acrecentamiento, la tarea directriz de su instauración en la Península (de Lupiana salieron monjes a poblar Yuste, Guadalupe y El Escorial) y las obras de arte que tuvo y conserva no voy a recordarlas ahora aquí, pues más o menos ya son conocidas de todos y requerirían mucho más espacio del que aquí dispongo.

 Es una ráfaga de su historia la que hoy quiero traer. Un día cualquiera de la vida monástica, en el siglo XVII por ejemplo, en un atardecer caliente y bochornoso de un día de agosto. Hacía pocos días que se había clausurado el Capítulo General de la Orden, que periódicamente se reunía entre los muros de San Bartolomé.

Es el 28 de agosto de 1630; ya se han dicho las Completas y tocan a las Ave Marías. La comunidad en pleno se alinea en procesión, y con velas encendidas, rezando Salmos y Alabanzas, acompañan al Viático que, por recomendación del médico del monasterio, va a darse a Melchor de Pastrana, donado que vive con los criados, en edificio separado del Convento, pero dentro de sus cercas.

La tarde parecía prestarse a los milagros. Empezaron las maravillas a sucederse, cuando Melchor de Pastrana, que de siempre había sido algo tartaja, se disparó a charlar con ligereza y desenvoltura. Horas más tarde, y a pesar de estar postrado en cama por «unas calenturas malignas» que se lo iban a llevar al otro mundo de un momento a otro, se encontró tan curado que el médico dijo no podía deberse aquéllo a causas naturales.

Pero lo más importante del día aconteció al volver otra vez al monasterio toda la Comunidad en procesión. Un fuerte viento se levantó, una de esas ventoleras que al atardecer de los calientes días de verano suelen templar un poco el ambiente de la meseta alcarreña. Los largos y grises ropajes de los monjes se agitaron, apagándose pronto todas las velas, excepción hecha de la del Padre General de la Orden, por entonces fray Francisco de Cuenca. Comenzaron entonces a oírse «unas músicas suavísimas con tan excelente armonía que los puso a todos en rara admiración». No sólo los monjes, sino también los seglares y gentes del pueblo que acompañaban al cortejo, oyeron el raro fenómeno, aunque no pudieron distinguir qué tipo de canto interpretaban, ni en qué idioma lo hacían. Todos, sin embargo, juzgaron era cosa del Cielo, «lo uno por la altura en que se oían las voces; lo otro, por lo nuevo y raro de la armonía». Ni un momento cesó el concierto celestial, hasta que, puesto otra vez el Santísimo en el Sagrario, la calma se adueñó de la atmósfera, seguramente ya con la noche entrada y las capas bajas más niveladas en sus temperaturas. Después, todo fueron alegres comentarios y aún doctas disquisiciones entre los habitantes de la santa casa. Este argüía citas de los Libros Sagrados, aquél recordaba una cosa parecida en otro Monasterio de la Orden… hasta el maestro de la Capilla alabó «la hermosa composición, unión y correspondencia de los Coros». Y los niños de la Hospedería, ya en las camas de su enorme dormitorio, decían contentos que habían oído cantar a los Ángeles.

La prudencia del General de la Orden le llevó, pasados los primeros días de algarabía y pasmo, a promover una información jurídica acerca de lo acaecido, declarando todos los que como testigos hablaban y opinaban del supuestamente milagroso suceso. Hizo bien fray Francisco de Cuenca, pues enseguida pidió el Cardenal don Antonio Zapata, Inquisidor General a la sazón, que las juntas calificadoras de la «Santa y General Inquisición» estudiaran con detenimiento el caso. El entredicho en que desde el siglo XV había estado la orden jerónima, ante los ojos escrutadores y recelosos del Santo Oficio (motivos había tenido éste para ello, pues se descubrieron muchos casos de criptojudaismo en el seno de la Orden) hizo que se llevara adelante el proceso de información y análisis, del que resultó finalmente la declaración de «hecho milagroso».

Con las espaldas salvas y el prestigio del cenobio alcarreño todavía mas alto, se aprovecharon los últimos días del año para dedicarlos a fiestas pías en las que las procesiones y misas se entremezclaron con los conciertos musicales, representaciones de Autos y cantos de villancicos. Como colofón de tan venturoso suceso, mandó el General de la Orden y prior del convento de Lupiana (ambos cargos estuvieron unidos en una sola persona desde el Capítulo que celebró la orden en 1415 en el monasterio de Guadalupe) que en la bóveda del Coro de la iglesia se pintaran escenas representando el milagroso suceso.

Y nada más, que con lo dicho ya, huelgan los comentarios. De días así, sencillos y misteriosos a un tiempo, está tejido el inmenso tapiz de la vida monástica en nuestra provincia. Poco a poco irás leyendo en estas páginas amigas, si tienes la paciencia suficiente, cosas que así, calladamente, fueron inflando un mundo y socavándole al mismo tiempo. Un mundo del que hoy sólo nos quedan, echándole buenas intenciones al asunto, estas recónditas memorias.

El castillo de Embid

 

Hace muchos años, en tarde inolvidable y ventosa, fría como suelen serlo las de la plena primavera molinesa, llegué hasta uno de los pueblos más alejados de la capital de la provincia: a Embid, allá en el confín entre el Señorío de Molina y el Aragón celtibérico del alto Jiloca. Me llevaban varios objetivos. Era uno el de visitar, junto a su sobrino, ‑mi buen amigo ya fallecido Ignacio del Molino‑ la casona y los archivos de don León Luengo, uno de los mejores y menos conocidos historiadores que ha tenido el territorio molinés. Era el otro, admirar de cerca la fortaleza fronteriza de esta villa, que en todas las crónicas antiguas de las guerras y conflictos entre Castilla y Aragón aparece mencionada como fuerte y codiciada. 

La villa de Embid surge ante el viajero con el aspecto de un antiguo poblado mimetizado sobre el terreno, agazapado entre los repliegues secos y rocosos del páramo, que va dibujando mínimos surcos de los que nacerá luego el río Piedra. El caserío se apiña bajo los alerones pétreos del castillo y de la iglesia. El silencio del paisaje, la inmensidad del horizonte, parecen imponer respeto ante la visión primera de este pueblo, tan alto y tan remoto.

En la penumbra del despacho que fuera de don León Luengo, junto a la cavilosa y limpia humanidad de su sobrino Ignacio, fueron apareciendo, metidos por armarios, legajos y papeletas, cuadernos y carpetas que narraban antiguas leyendas y verdaderas historias de Molina. De Embid no era difícil traer a la memoria de nuestros días su peripecia vital.

La historia

Existió como aldea desde los inicios de la repoblación del Señorío, quedando en los límites del mismo por el Nordeste, según el Fuero de 1154 dado por D. Manrique. Siempre acogido al orden del Común de Villa y Tierra molinés, la señora Dª Blanca en su testamento (finales del siglo XII) dice dejárselo en propiedad a su caballero Sancho López. Fue realmente en 1331 cuando pasó en señorío a manos particulares, pues en esa fecha el rey Alfonso XI extendió privilegio de donación y mínimo Fuero para este enclave, disponiendo que fuera su señor Diego Ordóñez de Villaquirán, quien estaba facultado para repoblarlo con veinte vecinos, que no debían ser de otros lugares de Molina, ni siquiera castellanos, y facultándole para levantar un castillo. En 1347, los Villaquirán vendieron Embid al caballero Adán García de Vargas, repostero del rey, en 150.000 maravedíes de la moneda de Castilla. Su hija Sancha, en 1379, vendió el lugar a Gutierre Ruíz de Vera, y éste lo perdió por usurpación que de Embid hizo, en algarada guerrera, (una más de las que hizo por toda la zona), el conde de Medinaceli.

Ya en el siglo XV (1426), esta familia se lo cedió, con otros pueblos molineses, a D. Juan Ruíz de Molina o de los Quemadales, el llamado «Caballero viejo» de las crónicas del Señorío, jurista y guerrero, en cuya familia quedó para siempre. Por sucesión directa fue transmitiéndose el señorío del lugar, y en 1698 un privilegio del rey Carlos II hizo marqués de Embid a su noveno señor, D. Diego de Molina. Uno de los más modernos herederos del título, D. Luis Díaz Millán, fue autor de varios interesantes libros y estudios sobre Molina, entre ellos uno documentadísimo sobre la Cofradía y Orden Militar de doña Blanca y el Carmen de Molina.

El castillo

Así vemos cómo desde mediados del siglo XIV destaca en la silueta de Embid su valiente castillo fronterizo. Unas veces perteneciente a Castilla, a Aragón otras, siempre batido del viento y de los hombres, ha llegado hasta nuestros días ‑aunque ruinoso‑ todavía de buen ver. Se estructura la fortaleza en planta de aspecto cuadrangular, con una torre fuerte central, hoy desmochada y con sólo dos muros, y alrededor una cerca altísima, o muralla almenada, que sólo mantiene en pie dos de sus lienzos, con diversos cubos esquineros. Uno de esos cubos se vino abajo, en un invierno, hace unos diez años. Me lo contaron cuando, esta primavera pasada, volví al pueblo y me encontré con que las fotos que tenía de la primera vez ya no se correspondían con la realidad. No pilló a nadie debajo (entre otras cosas porque quedan muy pocos habitantes en Embid), pero su herida ha aumentado, y la fortaleza que vivió días de lucha y temblor durante la Baja Edad Media, está ya hoy un poco más caída y triste que antaño. Mantiene, sin embargo, todavía un aire digno y resueltamente medieval: fue construido en el siglo XIV por su primer señor, y luego rehecho por el «caballero viejo», a mediados del siglo XV. Sirvió de lugar de refugio de los castellanos en numerosas contiendas contra el reino de Aragón, cuya frontera establece. Y marca, ya lo he dicho al comienzo de estas palabras, la silueta justa de esta villa que bien merece un viaje, aunque esté tan lejana de rutas y ciudades, tan sólo por palpar ese aire silencioso y de misterio que queda donde hubo vida y hoy solo las piedras, el viento y los vencejos parecen suspirar «para dentro», como los viejos que se resignan.

Peñahora y Humanes

 

Mañana sábado será el día grande de Humanes, de Peñahora, de la Vega del Henares. Porque mañana, al atardecer, se encenderán brillantes y altas las hogueras, los rastrojos y las antorchas que acompañarán en todo su recorrido (desde la ermita de Peñahora, hasta la parroquia de Humanes) a la procesión que llevará en su centro, y rodeada de miles de personas, a la Virgen que hace de patrona de ríos y de valles, de gentes y de cosechas, en un rito secular que asombra y emociona.

Como un homenaje a esa Virgen de Peñahora, y a ese pueblo amante de sus tradiciones que es Humanes, dedico hoy esta entrega evocadora y traigo para sabiduría y recordación de mis lectores la memoria de aquella vieja ciudad, antigua como la historia del Henares misma, que fue Peñahora.

La historia del lugar

Fundada por los árabes, utilizada como puesto militar primero y luego espacio de habitación, se sabe de su existencia al menos en el siglo X.

El lugar de Peñahora se encuentra situado en un cerro a unos tres kilómetros al norte de Humanes, justo en el espacio donde el río Sorbe desemboca en el Henares, y forma un escarpado montículo rocoso de fuerte aspecto, con paredes cortadas a pico. Este cerro está cortado hoy en día por la carretera comarcal Guadalajara‑Cogolludo, en la cota más alta y por la vía del ferrocarril Marid‑Zaragoza en sus kilómetros 81 y 82.

El nombre de Peñahora (Pennafora en castellano antiguo, tal y como aparece en documentos de siglos pasados, o Peña Foradada u Horadada) es debido a una gran oquedad que se abría en la roca en el lado Sur del cerro, formando un pequeño túnel dentro del espacio fortificado, y por el que pasaba el camino de Guadalajara hacia Sigüenza. Dicho túnel fue cortado cuando se tendió la línea de ferrocarril en el siglo pasado, habiendo quedado muy reducido en su longitud, solo unos 15 metros, terminando en un balconcillo natural sobre el río Sorbe.

Su importancia estratégica estribaba en ser una fortaleza situada en los límites de las dos marcas árabes: la superior con centro en Medinaceli (Soria) y la central, con cabeza en Toledo. Además tenía un papel importante en el des­canso y avituallamiento de tropas al ser un eslabón en la ca­dena de castillos y fortalezas que jalonaban el valle del Henares.

Sabemos que durante la épo­ca taifa del reino toledano, Peñahora fue una buena fortaleza en la que se detenían con facilidad los avances de las tropas caste­llanas que pretendían alcanzar el Tajo y, por supuesto, la gran ciudad de Toledo.

Ya en 1127 es citada Peñahora en documentos cristianos. No figura esta fortaleza, como tampoco Uceda, en la relación de lugares conquistados por Alfonso VI en 1085 al tiempo de la toma de Toledo. Quizás por ser escaso de población, pero no porque no existiera. Su aspecto estratégico era fundamental, y conocido de todos. La alusión de ese año se refiere al establecimiento de los límites norteños de la diócesis toledana, en un escrito dirigido al Papa Honorio. Este Pontífice concede a los canónigos de Toledo la tercera parte de un tributo o alcabala sobre los pueblos de Hi­ta, Guadalajara, Beleña del Sorbe y Peñahora.

Unos decenios después, concretamente en 1188, Peñahora pasó a pertenecer a la Orden Militar de Santiago, formando una encomienda con cabeza en Mohernando. Se cita nuevamente al donar Pedro Fernández de Hita sus rentas a la Enfermería del monasterio de Uclés (Cuenca), ca­beza de la Orden, según consta en el Tumbo Menor de Castilla.

De ser un lugar estratégico en el valle del Henares, pasó Peñahora a ser punto de portazgo, paso de ganado y pago de impuestos camineros con especial incidencia en la trashumancia castellana.

En 1328 se pide autorización para trasladar el portazgo a Mont Ferrando (Mohernando), empezando en ese momento su irrecuperable abandono y despoblación. La escasa población que lo habitaba, bajó a residir al llano, a Humanes concretamente. Pero en recuerdo de aquel burgo, quedó la ermita junto al río, y en ella el culto secular a la Virgen, a Nuestra Señora de Peñahora, que dice la tradición se veneraba ya en la vieja ciudad de origen musulmán, en una tabla pintada.

Siglos después, en 1564, Peñahora se disgregó de la Orden de Santiago, pasando a ser propiedad real. A partir de este momento desaparecen todos los datos re­feridos a esta fortaleza, e incluso no se citan sus ruinas en las relaciones de pueblos de España de Felipe II, lo que es señal de que ya llevaría varios siglos despoblado.

El lugar de Peñahora

Los restos que hoy se conservan de este antiguo poblado se re­ducen a unos muros situados en la parte más baja del cerro y separados del resto por la vía del tren y la carretera, que pue­den corresponder al arrabal, más las bases de dos torreones situados hacia al Este que debieron formar una puerta al cerro superior donde estuvo el castillo, así como de numerosos fragmentos de muralla esparci­dos por las laderas, pudiéndose seguir en buena parte todo el trazado de esta antigua muralla medieval. Aunque pequeño, Peñahora tuvo un castillo.

Los restos que pueden todavía contemplarse, ha permitido a los expertos fechar su construcción hacia el siglo IX. En las laderas del cerro es fácil encontrar cerámica árabe, mientras que apenas aparecen restos arqueológicos de época cristiana. Señal evidente de que fue más importante en la primera que en la segunda de estas épocas históricas. En lo alto del cerro de Peñahora, se aprecian los restos de una puerta, en la vertiente Este, puerta que estaría formada por dos cubos macizos de 4,75 metros de lado, separados entre sí 3 metros, lo cual era propio de las grandes puertas de alcazabas árabes de importancia.

También en la vertiente Oeste y a lo largo de más de cincuenta metros, se aprecia la dirección de la muralla que seguía bastante fielmente la topografía del terreno.

Por el lado Norte del cerro aparecen otros restos, así co­mo unos cimientos circulares, testigos de posibles silos y almacenes. Todo el terreno del cerro está hoy sometido a cultivo de cereales y oli­vos. Por el suelo aparecen abundantes las tejas curvas, las piedras de río y una cerámica medieval tosca, de origen árabe como he dicho, sobre todo por el lado Sur‑Oeste.

De cualquier forma, es muy interesante poder recorrer, bajo la atenta mirada del alto cerro de la Muela, al otro lado del río, este solitario espacio que nos habla con su silencio de siglos pasados, de añejas grandezas, de tantas y tantas emociones como entre sus muros se levantaron. La huella del hombre, reducida a fragmentos polvorientos, está precisamente en la certeza de sus sentimientos vivos, aunque perdidos ya para siempre. Cno esa seguridad, y siguiendo por el suelo y en el horizonte los esquemas de tan antigua población, mañana al mediodía, antes de que explote la alegría y la devoción de la «procesión del fuego» de Humanes, será un buen momento para llegarse a Peñahora y revivir antiguos fastos.