Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

julio, 1993:

Un rincón idílico pero no olvidado, Carrascosa de Tajo

 

En estos días se ha concluido una de las obras más esperadas por los vecinos de Carrascosa de Tajo: el asfaltado de la carretera que desde Huetos llevaba a este pueblo, acortando distancias en contra del tradicional camino, que iba desde Cifuentes a través de Canredondo, atravesando bosques, por no decir selvas, y áridos montes desiertos. Ahora, la comunicación con la civilización es ya un hecho, y aquello que, yo mismo, en cierta ocasión, tuve que decir de que Carrascosa era un lugar perdido y semiabandonado, es preciso rectificarlo, y afirmar con toda rotundidad que este lugar tan típico y hermoso de la plena Alcarria, se encuentra a un paso, cerca de Cifuentes, caminando siempre por asfalto a través de Ruguilla, Sotoca y Huetos, atravesando por paisajes de ensueño en los que las roquedas se alternan con los valles rientes y cuajados de árboles que descienden, lentos y majestuosos, verdes y frescos, desde la alta meseta hasta el foso del Tajo.

Hace escasas fechas viajé a Carrascosa, cuando la carretera hoy ya gris tenía todavía por cubierta el blanco tejido del polvo calizo. Ya no estaba el pueblo desierto, sino cuajado de gentes en animada charla, a la sombra benévola de los tejaroces, comentando la curiosidad del último modelo de un coche urbanita y futurible. Había bicicletas de niños y alegría de viejos. Había jeeps, golondrinas y una distancia límpida, transparente, en cada recodo. Había, incluso, serpientes verdes y casi voladoras sobre el camino…

Carrascosa tiene, quizás, poco que ver. Pero mucho que recordar, mucho que contar a quienes quieran oír. De ver son sus callejas estrechas y vericuetadas. También la iglesia parroquial, que puede competir con cualquiera otra de postín más alto. Delante ofrece un jardín lleno de altas hierbas. En el muro de mediodía, y amparada por un atrio con desconchones, se ve la puerta de ingreso, que es plenamente románica, de piedra tallada en sus varios arcos semicirculares, en degradación, que apoyan sobre sendos capiteles en los que lucen, con burda talla, hierbas y piñas de modelo antiguo. Un silencio lo recorre todo. Solo se escuchan las aves, algún ladrido, un grito infantil…

En estos días están ultimándose los trámites que van a proporcionar a los de Carrascosa (y a todos los alcarreños, que son muchos, que quieran saber historias de su tierra) un libro magnífico, ejemplar: una obra en la que aparecerá completa la vicisutd de esta villa a lo largo de los siglos. Sus orígenes nebulosos y medievales, su emplazamiento en un camino frecuentado ya de los romanos, cerca de un puente que se contó entre los más transitados de Castilla. Su pertenencia, desde tiempos de Alfonso VIII, al monasterio cisterciense de Ovila, asentado en sus cercanías, también junto al Tajo. La riqueza múltiple, sugerente e inacabable de su templo parroquial, en el que hay retablos, imágenes renacentistas y barrocas, un gran órgano tradicional, papeles y más papeles cuajados de historias vivas y emocionantes. Y fiestas, y costumbres, y canciones. Un denso libro que ha escrito uno de sus hijos más preclaros y notables: don Francisco García Escribano, quien con pasión autodidacta, se ha levantado a las alturas de los historiadores más certeros, y ha construido con tesón y buen juicio una admirable obra que, como digo, en breves fechas vendrá a sumarse a la producción bibliográfica alcarreñista, para suerte de todos, y de los de Carrascosa primero.

De todos modos, y ahora que estamos en plena canícula, cuando los días largos y calurosos invitan a lanzarse al campo, es el de Carrascosa uno de los más llamativos y hermosos de la Alcarria: pobladas de pinos sus cuestas, de rápidas aguas sus valles, el Tajo gana a todos con su rumor de bravura, y los alrededores encierran también el misterio de las ruinas de fácil evocación y cumplida historia: el «puente de Murel», o el «monasterio de Ovila». Lugares todos ellos donde poder pasar sin problemas un día al menos de regocijo y olvidos. Carrascosa, con su camino fácil, y su historia cuajada ya en páginas, gracias a la tarea larga y meticulosa de su cantor y analista, de Francisco García Escribano, tiene la clave de la felicidad. Al menos, de la mía.

Una peregrinación a Santiago en la Alcarria: La portada románica de Santiago en Cifuentes

 

Pasado mañana, festividad de Santiago Apóstol, la ciudad del «campo de la estrella», la mítica Compostela del Reino de Galicia, será un hervidero de gentes que, un año más, un siglo más, se congregarán ante el pórtico de la Gloria, se postrarán ante la imagen del Patrón de España, y cumplirán la peregrinación que de mil modos diferentes antes habrán emprendido.

La Alcarria participa, ‑participó siempre‑ de ese caminar con bordón y venera en dirección a Compostela. La Edad Media era toda un camino. Y ese camino que desde los mil pueblos de la Europa cristiana se dirigían al sepulcro luminoso del Apóstol, pasaba también, aunque en remoto ramal, por la Alcarria. Por Cifuentes, concretamente.

De su magnífica iglesia parroquial dedicada al Salvador, construida en el siglo XIII gracias a la ayuda de doña Mayor Guillén Guzmán, nos queda hoy la «Puerta de Santiago», obra impresionante que recuerda nada más verla al Pórtico de la Gloria, a las iglesias del camino francés, ‑el Poitu y la Charente entre el verdor de la Galia atlántica‑, y que tiene elementos suficientes para valorarla, y ensalzarla, como una «puerta de camino». No en balde tiene ese nombre (de Santiago), está orientada en esa dirección (hacia el Occidente, el «Finis Terrae» galaico), y tiene entre las cien figuras talladas de sus arquivoltas a ese individuo (un peregrino de esclavina y bordón santo) que la pintan santiaguista cien por cien.

Para quien no pueda pasado mañana caminar a Santiago, ó estar donde quisiera, bien puede valer ese mínimo viaje a Cifuentes, real o imaginario, para encontrarle la razón al día.

La puerta románica

La portada románica de Santiago en la iglesia de Cifuentes está abierta en el muro de poniente, y se constituye por una profunda bocina que se derrama por varias arquivoltas en degradación, siendo la más interna liso cancel, y el resto repetidamente boceladas, con una de ellas cuajada de talladas puntas de diamante, y mostrando la interna y externa grupos iconográficos de gran fuerza expresiva.

La fecha de construcción de esta puerta la podemos situar entre 1261 y 1268. Si desde 1258 era señora de Cifuentes doña Mayor Guillén de Guzmán, entre los años citados fue obispo de Sigüenza don Andrés, que está representado en el conjunto de figuras de la arquivolta exterior. Por su conjunto iconográfico podemos afirmar que ha recibido claramente las influencias del arte románico francés, especialmente de la región de Poitu, e incluso de Borgoña. Esta temática es traída netamente por los peregrinos santiaguistas. Ciudades del Camino de Santiago, como Saintes y Aulnay, poseen iglesias con conjuntos iconográficos similares a este de Cifuentes.

El conjunto de esta portada viene a representar el antiquísimo poema de Prudencio que tituló la Psicomaquia en el que se desarrollaba una batalla entre la Fe y la Idolatría, dentro del alma, siendo ambas posturas socorridas por un ejército de virtudes y de vicios. La batalla terminaba con el triunfo de la Fe y la construcción de un templo. Era, pues, elemento preferido para colocar sobre una puerta de Iglesia. La Edad Media europea lo utiliza profusamente, aunque a España llega con cierto retraso, al menos a Cifuentes. La iglesia francesa de Argenton‑ Chateau muestra una disposición similar: una arquivolta con la Psicomaquia; otra más inferior con las vírgenes prudentes; otra con los apóstoles, acompañándose de ángeles, y con Cristo en la Clave.

Merece la pena pararse, pasado mañana, o cualquier día del año, delante de la portada de Santiago en Cifuentes. En su arquivolta exterior se ve lo siguiente: de izquierda a derecha del espectador surgen siete figuras diabólicas, provistas de elementos de martirio y pecado. Una de ellas sorprende por su verismo: es una diablesa, horrible, deforme, desnuda, de grandes pechos lacios, que está pariendo una pequeña figurilla, puesta boca abajo, coronada y con cetro en la mano; viene a representar, con gran crudeza, el origen diabólico del rey. Son representaciones de vicios. En la parte derecha de esta arquivolta externa se ven otras siluetas de siete figuras que, por este orden, representan, de abajo arriba, una pareja humana, con amplios mantos vestida, que aplastan con sus pies una cabeza monstruosa; el obispo don Andrés, de Sigüenza; hay, como he dicho antes, un peregrino con sombrero, bordón, cantimplora y manto, que pisa a un demonio; es el verdadero héroe del conjunto; y además un hombre devoto, orante, con vara de autoridad, pisando otro demonio; una mujer anciana, con vara; y finalmente, una reina. Son las virtudes. Y aun podríamos añadir que la señora de Cifuentes, al participar en la ordenación iconográfica de la puerta de la iglesia que mandó levantar, quiso poner algo de su propia biografía; ella, una reina, figura entre las virtudes. Y el rey, aquel Alfonso X que después de gozar de ella la despidió dándole la limosna de unos pueblos, se representa entre los vicios, heredero directísimo del demonio.

En la arquivolta interna están tallados, en relieve menos acusado, y por mano evidentemente distinta, tres grandes ángeles, parejas de apóstoles, y San Pedro y San Pablo con sus atributos.

Todos estos arcos descansan en una línea de capiteles que se cobija bajo una imposta corrida que se prolonga por el muro de la iglesia que alberga a la portada. En los capiteles vemos diversas escenas que, en la línea de la izquierda del espectador pueden asimilarse a una Natividad y varias figuras de monstruos, mientras que en la derecha se ve la Anunciación, escenas de la Pasión de Cristo muy desgastadas, y motivos vegetales. Las representaciones de la imposta, en el lado izquierdo, son verdaderamente curiosas, pues aparece claramente una pareja, a punto de ser devorados por la gran cabeza de un monstruo, pareja de hombre y mujer, desnudos y en acto carnal; y siguen otras imágenes de seres humanos en lucha con diablos, y mil variedades más del variopinto mundo del Medievo. Hay parejas de leones, de lechuzas, de alanos y otros monstruos extraídos del bestiario medieval. Y sobre todo ello un olor a romería, a camino y a fiesta, que bulle por las piedras, y las alegra.

La joya prehistórica en Guadalajara: La cueva de los Casares

 

Con motivo de un curso realizado en Sigüenza, dentro de los «Cursos de Verano» que en la Ciudad Mitrada ha realizado este año la Universidad de Alcalá de Henares, ha saltado de nuevo a la actualidad el tema de la Arqueología provincial. Se han puesto de relieve los muchos elementos de interés que para el conocimiento de la historia antigua reúne nuestra tierra, y de nuevo ha sido la ciudad visigótica de Recópolis, junto a Zorita, la que ha figurado como estrella de la reunión, especialmente a tenor de unos proyectos y un «vamos a hacer…” que por enésima vez se ha repetido, en declaraciones a la prensa. Pienso que es práctica poco recomendable la de «vender la piel del oso antes de haberlo cazado», y que sería mucho mejor recuperar el yacimiento en toda su dimensión, conociendo a fondo lo que en él existe, antes de empezar a proyectar sobre el mismo «parques arqueológicos» con vistas al turismo de fin de semana.

Hoy, sin embargo, quiero traer a esta palestra de los alcarreño un elemento que puede ser considerado como la auténtica joya de la Prehistoria alcarreña, y que estando ya suficientemente estudiado y conocido, no tiene recibido aún todo el aparato que en orden a su visita y admiración por las gentes debería habérsele dedicado. Me estoy refiriendo a la «Cueva de los Casares», en el término de La Riba de Saelices.

Es monumento nacional y merecedora de una atenta visita. Le proviene el nombre de un antiguo poblado árabe que hubo en la ladera sobre la que aparece la cueva, y que se coronaba con gran torre o atalaya vigilante del valle, de arquitectura singular, pues su planta es cuadrada y tiene la entrada a gran altura, orientada al sur, sobre el acantilado, con arco apuntado interior y dos pisos con bóveda, en saledizo que se comunicaban por una escalera hoy perdida. Su aparejo morisco, es de sillares sin escuadrar, planos o de canto, acuñados con losetas y mortero de cal y grava. En sus alrededores y lugar del poblado se ha descubierto cerámica del siglo XI y alguna moneda árabe de la ceca de Zaragoza.

La «Cueva de los Casares» propiamente dicha sirvió de habitáculo y templo al hombre primitivo y de paridera y encierro de ganados a las generaciones más recientes. Fue descubierta para el arte por los señores Rufo Ramírez y Francisco Layna, siguiendo enseguida los arqueólogos Juan Cabré, H. Breuil, A. Beltrán e I. Barandiarán con progresivos y profundos estudios acerca de la joya que para la historia del arte rupestre o paleolítico supone una galería cuajada de grabados en la roca. La más antigua ocupación humana de la Cueva de los Casares, se remonta al Paleolítico medio, del que han aparecido numerosísimos materiales, encuadrables en el período Musteriense. Hachas, puntas de lanza y gran cantidad de material lítico de Neolítico. Cerámicas campaniformes del tercer milenio antes de Cristo, cerámicas a mano, lisas, de la Edad del Hierro, y cerámica a torno de hasta la presencia árabe del siglo XI son los fundamentales testimonios de la inteligencia humana en aquel entorno. Lo más importante de la Cueva, y lo que hace de ella un auténtico «santuario del grabado paleolítico», son las numerosas incisiones parietales que en riquísimo abanico de formas y representaciones sirven de elocuente testigo de una época y un arte lejanísimo en el tiempo. Nada menos que 168 grabados diferentes se han podido identificar, pudiendo admirarse entre ellos varios caballos, liebres, peces, grandes felinos, toros, cérvidos, rinocerontes, bisontes y muchas otras especies de animales; figuras y trazos arborescentes; y aún hermosos grabados de figuras antropomorfas, con hombres a caballo, pescando, nadando y en otras faenas rituales. Todo ello puede encajarse en tres épocas muy definidas, que vienen a ser el Auriñacense del Paleolítico superior, el Solutrense y el Magdaleniense.

Siguiendo el valle del río Linares hacia arriba, se encuentran parajes de gran soledad y belleza, entre ellos el «valle de los milagros» en el que destacan curiosas formas rocosas monolíticas. Por él se llega, subiendo unos diez kilómetros hacia el término de Santa María del Espino, a la Cueva de la Hoz, también declarada monumento nacional, en la que existen también grabados parietales de la misma época y estilo más esquemático.

El conjunto de la «Cueva de los Casares» en Riba de Saelices es, sin duda alguna, único en el mundo, y a ello habría que dedicarle algo más de atención por parte de las autoridades culturales de nuestra provincia y región, pues aunque está perfectamente atendida por la persona encargada de su vigilancia y cuidado, que durante muchos años ha mimado aquel entorno como si de su propia casa se tratase, hace falta todavía mayor atención. Sobre todo comunicar su existencia, y facilitar su visita con horarios más amplios. Para verla, dirigirse en Riba de Saelices al alcalde, Sr. Moreno, que es el encargado de ensañarla. Puede llegarse hasta el pie del cerro en que asienta en coche, mediante cómoda pista de tierra. El último tramo hay que escalarlo. Se pasa en grupos máximos de 10 personas, y la visita guiada dura un par de horas.

El castillo de Cifuentes

 

El castillo de Cifuentes es el símbolo medieval y arquitectónico por excelencia de esta villa alcarreña. Este edificio, que remata airoso la colina que domina la población, y que se vislumbra en la remota distancia, o en escorzo valiente desde múltiples callejas del interior de la villa, data su construcción de la primera mitad del siglo XIV, concretamente de hacia 1324. La inició el magnate y señor de la villa, el infante don Juan Manuel. Sin apenas reformas ni modificaciones en su estampa externa, ha conseguido llegar a nuestros días, conservando íntegras sus estructuras exteriores. De momento es propiedad particular, manteniéndose cerrado, pero el Ayuntamiento cifontino está agilizando sus gestiones para alcanzar la adquisición municipal y poder ponerle en uso público y admiración de todos. Sería esta una iniciativa que, de llevarse a cabo, pondría unos precedentes magníficos en nuestra tierra, al hacer que los castillos (salvados los honrosos casos de Sigüenza ó Torija) fueran entrando en ese merecido «parnaso» de los viejos edificios a cuidar y restaurar por parte de las instituciones públicas.

Los restos de muralla que parten directamente del castillo y que son obra de fuerte tapial, con torres cuadradas macizas, evidencian el hecho de que hubo una fortaleza anterior en el mismo sitio que la actual, con un gran recinto o albácar constitutivos de los restos que nos han llegado.

La fortaleza actual nos ofrece un edificio de planta cuadrilátera, con cubos cuadrados en dos de sus esquinas, la noroeste y la suroeste; circular en la nordeste, y pentagonal en la sureste, constituyendo esta la torre del Homenaje, más grande y mejor dotada de defensas que las demás. La puerta de ingreso está situada en el muro occidental, incluida en un tercer cubo de planta cuadrangular, formando un ángulo al estilo musulmán. Esta puerta se forma por un arco apuntado de múltiple dovelaje. En el muro inmediato, y ya muy deteriorado, se ve tallado y gigantesco el escudo del Infante Don Juan Manuel.

La torre del Homenaje, a la que se ingresa desde el patio de armas por una puerta situada en el primer piso, tiene varias plantas y es accesible hasta su terraza, presentando las características estilísticas y militares de estas obras góticas: bóveda de aproximación de hiladas, fuertes muros, vanos para dar luz a la escalera, etc. Lo más destacado es la escalera de caracol situada en el ángulo exterior que forma el pentágono.

Existe también una bajada a los subterráneos bajo el actual patio de armas. El acceso a las torres se hace mediante puertas en el ángulo de las dos cortinas. Las crujías del patio de armas se ofrecen hoy caídas, formando una gruesa capa de escombro de varios metros de espesor.

Todo el castillo está construido de tapial con hormigón recubierto de sillarejo, con un espesor que oscila entre metro y medio y dos metros. Es dable ver cómo falta su altura inicial en torres y cortinas, habiendo sido derribadas sus defensas superiores, deliberadamente, durante la guerra de la Independencia, al comienzo del siglo XIX.

El castillo cifontino conserva además varias estancias, ya muy desvencijadas, con algunos huecos para la chimenea de la cocina, bancos laterales y sistemas diversos de acceso al adarve.

Murallas y Puertas medievales de Cifuentes

Toda la villa de Cifuentes estuvo amurallada. Desde lo alto del cerro en que asienta el castillo partía una muralla de tapial que bajaba ciñendo el cerro y que tiempo después se prolongó para abrazar a la población. Las puertas que se abrían en la muralla y permitían entradas y salidas del burgo medieval, eran las siguientes: la de Briega o Brihuega, que ha desaparecido, aunque ha heredado su nombre una calle céntrica. La de Atienza, orientada a noroeste, de la que solo un desmochado torreón se conserva. La puerta Salinera, que daba paso al camino procedente de la sierra del Ducado y Saelices de la Sal, es la que mejor se mantiene, presentando dos fuertes torres, y, finalmente, la puerta de la Fuente, que daba paso al camino de Trillo, hoy solo conserva escasos restos empotrados en las casas.

Esta muralla que circundaba al burgo, enlazaba con la del recinto exterior, del que aún quedan algunos vestigios de sus muros y torreones, era obra de simple argamasa y barro prensado, y daba lugar en su interior a un enorme espacio cuestudo bajo el castillo. Los restos que de esta muralla se conservan actualmente corresponden a dos torres, una de planta circular y otra de planta cuadrada unidas por un lienzo y que han sido recientemente consolidadas y reconstruidas en sus partes derruidas. En ellas se ve claramente el sistema de construcción seguido por los medievales arquitectos: tapial interior revestido de sillarejo. Estas dos torres son macizas hasta el adarve, donde se abre la puerta de comunicación con el paseo de ronda. Su altura es de ocho metros y están incompletas, faltándoles terraza y almenado.

Todo un espectáculo, el que ofrece Cifuentes, al sol de la media tarde de verano, con su airosa fortaleza presidiendo el ardiente paisaje, y desde allí arriba, donde siempre sopla el aire y parece que al horizonte se le ponen filtros de lejanía y amabilidad, teniendo a mano esta villa próspera que cada día se encuentra más a sí misma. Aunque sea a través de los anteojos pétreos y firmes de su castillo.

Tras las huellas de la Inquisición por Guadalajara

 

Días de calor, de vacación también. Días que podemos dedicar al viaje relajado, sin pasión excesiva, a la simple búsqueda y casual hallazgo de huellas raras por nuestra tierra. De huellas de la Inquisición, por ejemplo. Que haberlas, háilas. Y muchas.

Por la Calle Mayor de Guadalajara surge la primera presencia. En la «Cruz Verde», donde tienen sus tiendas Montes, Olivares, Torcal y Reyes, nombres tan castellanos como la tradición que dice que allí, en la casona del fondo, ‑balcones y sombras‑ aparecía sobre el portón oscuro la emblemática cruz de color verdoso con la escolta clásica de la palma y la espada: el símbolo del Santo Oficio de la Inquisición, que en ese lugar tuvo sus tribunales locales.

Por todos los caminos en Guadalajara se encuentra uno el recuerdo de aquella tenebrosa institución, que sirvió fundamentalmente para proteger a la Fe Católica de los desviacionismos heréticos, pero que en el siglo XVII sobre todo se usó como arma política al servicio de la Monarquía hispana. Cualquier desviación de la norma establecida, se sometía al rigor jurisdiccional del Tribunal de la Fe. En Sigüenza existió uno de ellos, y algunos de los que hoy son nombres ‑sonoros e importantes‑ de la historia de la Ciudad Mitrada, se encargaron siglos ha de medir con la vara de la Inquisición a los vecinos que se aventuraban a opinar. Por no ir más lejos, el nombre (y el rigor) de su Obispo don Fernando de Valdés, que rigió la diócesis seguntina entre 1539 y 1546. Un año después, en 1547, fue nombrado Inquisidor General, y mantuvo a raya de herejías el reinado de Felipe II, alcanzando la consideración (es la opinión de Llorente, poco partidario de este instituto)  de «el más sanguinario de los inquisidores». No olvidar tampoco cómo don Pedro González de Mendoza, «el tercer Rey de España», que anduvo tanto por Guadalajara como que nació y murió en nuestra ciudad, está considerado como el auténtico fundador de la Inquisición.

Paseando por los pueblos de nuestra provincia salen como en sorpresa los duros perfiles de sus símbolos por cualquier parte. Desde el extremo más remoto, en Villel de Mesa, donde sobre una casa picuda brilla al sol de la primavera el escudo inquisitorial que acompaña estas líneas, hasta la cercana villa de Tendilla, donde el familiar del Santo Oficio que vivía en la calle de junto al río, puso sobre la puerta solemne de su casa otro blasonado pedrusco en el que tallada junto a su morrión y sus armas se lee que fue levantada «Siendo Inquisidor General el Ilmo. Sr. D. Diego de Arze y Reynoso, Obispo de Plasencia». Es de la primera mitad del siglo XVII.

La cruz, la palma y la espada son los símbolos del Santo Oficio de la Inquisición. En aquellos lugares donde se vean talladas juntas, podemos decir sin temor a equivocarnos que vivió un su «familiar», un hombre encargado por la autoridad central de oír conversaciones, de filtrar significados, de acusar por escrito a quienes hablaran en contra de la Fe, o del Rey, o de las Instituciones. De esos había en Milmarcos, donde aún hay una casona que luce esos signos, junto a una estrella y una mano sosteniendo una pareja de llaves (símbolo de la clericatura), y la frase «Veritas amica fides». También en la plaza mayor de Valderrebollo, frente por frente a su románica portada parroquial, cruz, palma y espada recuerdan viejos tiempos de intransigencia. Una amable señora que aún vive en la casa, se muestra orgullosa de que muchos vengan a fotografiar esa vieja piedra con dibujos que tiene junto al balcón.

¿Y cómo olvidar a Pastrana? En la calle de la Palma suenan aún los ayes del tormento. La primera de sus casas tiene la siniestra silueta del inquisitorial palacio. Entre ventanucos y balcones asoma el triple símbolo. En la Olmeda del Extremo también se ve el recuerdo tallado de los inquisidores. Y en la plaza grande de Cogolludo hay otro escudo que los recuerda a través de la concisa y triple llamada de Fe, de honor y de castigo.

El recuerdo de la Inquisición llega a Guadalajara a través, también, de quienes sufrieron sus rigores. Así, de una parte, los iluminados del palacio del Infantado: María de Cazalla, Ruiz de Alcaraz y tantos otros. Incluso los Mendoza, sus más altos señores, tuvieron que vérselas con esta justicia sacrosanta,y al tercer duque don Diego sólo le salvó la providencial muerte,que si llega unos meses más tarde le cuesta un disgusto serio. También al más genial de los historiadores jerónimos, a fray José de Sigüenza, las envidias de sus rivales enanos le llevaron a enfrentarse con un duro tribunal que, después de años de hacerle sudar sangre, finalmente le absolvió. Lo mismo que le ocurrió al dominico fray Bartolomé de Carranza, quien no pudo seguir su iniciada obra plateresca en la actual iglesia de San Ginés de Guadalajara, porque la Inquisición le proporcionó sombra y frescor en sus calabozos durante algunos años.

Un elemento (la cruz, la palma y la espada) de meditación por nuestras tierras. Un motivo más para peregrinar por nuestros pueblos y buscar la huella del pasado en sus muros, bajo sus aleros…