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junio, 1993:

Layna Serrano, todo un ejemplo

 

Mañana sábado, 26 de junio, se celebrará en la localidad serrana de Luzón un multitudinario homenaje a la figura de don Francisco Layna Serrano, en el momento de cumplirse, con exactitud, el Centenario de su nacimiento en aquella villa. Justo es, por tantas razones, y la primera la de una admiración sin reservas a su personalidad y a su obra, que en esta jornada le dediquemos nuestro más fervoroso recuerdo.

Recordaremos en brevedad su vida y su obra, haciendo un esfuerzo por resumir lo que, por admiración y justicia, debiera ocuparnos largo trecho. Nació don Francisco, como acabo de decir, en el pueblecito de Luzón, el 27 de junio de 1893. Allí y en Ruguilla pasó sus primeros años, estudiando luego Bachillerato en el Instituto de Guadalajara y pasando a la Universidad madrileña a cursar la licenciatura de Medicina, especializándose después, junto a los maestros del Instituto Rubio y Galí, en Otorrinolaringología. Fue médico del Hospital del Niño Jesús, viajó por Europa e investigó sobre el tema de la «reflexoterapia endonasal», muy de moda en los años treinta, sobre la que llegó a publicar un libro que incluso fue traducido al inglés. Además del ejercicio público y privado de su profesión, siempre acompañado de un éxito que le prestigió notablemente, fue fundador en 1922 de la Asociación Médico‑Quirúrgica de Correos y Telégrafos por cuyo motivo le fue concedida años después la gran Cruz de Beneficencia de primera clase.

Si su biografía profesional podría acabar con las líneas dedicadas a su actividad médica, la tarea que como investigador de la historia y el arte de Guadalajara, a la par que luchador y defensor de las esencias provinciales y de la cultura de Guadalajara, sería muy prolijo reseñar en pormenor. Cuando contaba cuarenta años inició Layna sus estudios e investigaciones en torno a Guadalajara. Lo hizo llevado de la irritación noble que le produjo ver como un multimillonario norteamericano cargaba con un monasterio cisterciense de Guadalajara, entero, y se lo llevaba a su finca californiana. Se trataba de Ovila. Layna investigó, protestó, y así surgió su pasión de por vida.

La Diputación Provincial le nombraba en 1934 Cronista Provincial, y a partir de ese momento se volcaría en cuerpo y alma a estudiar, a publicar, a dar conferencias, a escribir artículos y a defender a capa y espada el patrimonio histórico‑artístico y cultural de la tierra alcarreña. Entre sus muchos títulos y distinciones, cabe reseñar que tuvo también el cargo de Cronista de la Ciudad de Guadalajara, fue presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, fue académico correspondiente de la de Historia y de Bellas Artes de San Fernando, así como de la Hispanic Society of América, habiendo recibido el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, y recibiendo la Medalla de Oro de la Provincia de Guadalajara tras su muerte, acaecida en 1971.

En cuanto a los aspectos más sobresalientes de su obra, fue la Historia en la que Layna se distinguió principalmente: En 1932 publicó su primera obra, El Monasterio de Ovila, a raíz de la exclaustración arriba comentada del cenobio alcarreño. Al año siguiente apareció la primera edición de Castillos de Guadalajara, obra en la que volcó Layna su ya inmenso caudal de conocimientos históricos, describiendo, tras haberlas visitado y estudiado sobre el terreno, las viejas fortalezas alcarreñas y molinesas. Este libro alcanzó en poco tiempo tres ediciones, agotadas enseguida.

De una conferencia suya titulada El Cardenal Mendoza como político y consejero de los Reyes Católicos apareció en 1935 un folleto interesante, dando a la imprenta, por fin, en 1942, su grande y definitiva obra : la Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI en cuatro gruesos tomos . En esa obra, que en estos días vuelve a reeditarse para gozo de todos los admiradores de Layna, desborda el conocimiento que nuestro autor alcanzó sobre la familia prócer que dio vida durante varios siglos a Guadalajara. Llegó a conocerla, como dijo el marqués de Lozoya, «como si de su propia familia se tratara».

En 1945, y como fruto de sus investigaciones en el Archivo Histórico Nacional, dio a luz su obra Los Conventos antiguos de Guadalajara, con documentación prolija. Y en ese mismo año, la Historia de la Villa de Atienza, en un volumen de más de 600 páginas, donde plasmó la historia de Castilla, de la reconquista, del territorio serrano y alcarreño y, por supuesto, de Atienza, describiendo además su arte y sus costumbres. Todavía en este ámbito de la historia, Layna trabajó duro en el archivo municipal y en el parroquial de Cifuentes, saliendo tras largas horas de dedicación una magnifica Historia de la villa de Cifuentes en 1955.

También en los temas de arte destacó Layna por la abundancia de asuntos tratados, y el descubrimiento de documentos, de artistas y noticias de gran interés. Además de lo ya mencionado sobre Ovila y los Castillos, en 1935 apareció su obra La Arquitectura románica en la provincia de Guadalajara, fruto de viajes y anotaciones «in situ». En 1948 apareció, en colaboración con el fotógrafo Tomás Camarillo, el libro de La Provincia de Guadalajara con infinidad de reproducciones fotográficas, y en las que el Cronista aportó el texto.

En revistas especializadas como «Arte Español» y «Boletín de la Sociedad Española de Excursiones» publicó Layna lo más útil de su aportación en historia del arte. Solamente cabe aquí recordar algunos de los temas de mayor interés: la iglesia de Santa Clara en Guadalajara; el palacio del Infantado; la parroquia del Salvador en Cifuentes; la capilla del Cristo de Atienza; la iglesia parroquial de Alcocer; los retablos de la parroquia de Mondéjar; las tablas de San Ginés, en Guadalajara; la cruz parroquial de La Puerta; la parroquia de Alustante; el sepulcro de Jirueque y decenas de temas más que permiten considerar su aportación de fundamental.

Aunque en temas de costumbrismo no se entretuvo especialmente, son de gran valor los estudios de Layna sobre La Caballada de Atienza y las tradiciones en torno al Mambrú de Arbeteta y La Giralda de Escamilla. Por ultimo, dedicó el Cronista parte de sus conocimientos en realizar algunas breves Guías turísticas de la provincia y de sus poblaciones más interesantes. Todo ello sin contar lo que sobre Medicina o, también sobre temas históricos y artísticos, dedicó a otras provincias españolas, en especial a Logroño y Ciudad Real, sobre las que reunió gran cantidad de datos en torno a sus castillos y fortalezas.

Esta obra ingente proclamó a Francisco Layna Serrano como un auténtico historiador y un conocedor total de la tierra alcarreña. Justo es, justísimo, que le dediquemos este mínimo recuerdo en el momento exacto en que se cumplen los cien años desde que, en aquel 27 de junio de 1893, naciera en Luzón. Rememorar su trabajo leyendo sus escritos, es, quizás, el mejor homenaje que hoy podemos hacer a su memoria. Y, por supuesto, mantener vivo el espíritu de defensa de lo alcarreño, de nuestra idiosincrasia y nuestro patrimonio, que él tuvo siempre como meta única de su existencia. En su ejemplo vivimos.

Otro paseo por el románico: Santa Catalina de Hinojosa

 

Es la mañana que sólo existe para nosotros. Es el primer sol, la primera primavera, la luz blanca y verde que nos asalta: es la ermita de Santa Catalina, en medio de un bosque de sabinas oscuras, el suelo cubierto de yerba húmeda, y en la distancia alegres las oropéndolas y los arrendajos diciendo su son. Lejos de cualquier parte, en el remoto extremo del Señorío de Molina, más allá de Labros, de Hinojosa, casi en la raya de Aragón por Milmarcos. Ocupando el lugar, la ladera brusca, donde estuvo Torralbilla, un pueblo que (dicen) se lo comió la termita voraz, allá por el siglo XVI. Es todo eso y algo más: la seguridad ‑por ejemplo‑ de tocar tan cierta la esencia de la felicidad, que es sentirse a gusto con lo que a uno le rodea, con quien uno quiere.

Pocos edificios monumentales de la provincia de Guadalajara reservan al viajero la sorpresa (cuando nunca antes le han visto) de su aparición como esta que llamaremos ermita de Santa Catalina en Hinojosa. Perteneció como iglesia parroquial, humilde y altiva a un tiempo, a un pueblecillo que se despobló completamente en el siglo XVII. Torralbilla se llamaba. Las casas se hundieron, y hoy asoman leves sus muros, las oscuras piedras alineándose entre los troncos duros y las raíces fornidas del sabinar en el que se acoge.

Hay que trepar un poco para llegar a ella. Desearla en su altura. Mirar hacia arriba como en búsqueda de un regalo. El templo es de estilo románico puro, de líneas y volúmenes rurales, sencillo pero perfecto en todos sus elementos: nada le falta. La espadaña al poniente sobre el muro apenas abierto por un pequeño ventanín. La espalda del norte herméticamente cerrada. El costado de levante ofrecido en su hemicircular ábside. Y el vientre del sur, con una admirable galería porticada, formada de seis arcos breves que apoyan sobre pareadas columnas de fuste liso y capiteles también emparejados con detalles ornamentales muy simples, de traza vegetal, ramilletes tallados que siguen dando al hombre la lección de las plantas: la vida total en el silencio.

Dentro de la galería, tocado el ámbito del tono dorado de las piedras limpias, se abre la puerta principal del templo. Es un gran ejemplar románico, con cuatro arcos semicirculares, de arista viva, con una tira de puntas de diamante (o dientes de león, o cualquier cosa que repetida diga poder celeste, riqueza divina) en su parte más externa. Apoyan los arcos en sendas columnas cilíndricas que rematan en capiteles de trazado simple, de memoria vegetal también. El más interno descansa sobre pilastras lisas. Allí, en la penumbra de la galería, al sol tamizado por las piedras y los árboles, los viajeros encuentran nueva razón para su camino: toda la vida durará, mientras vayan encontrando espacios nuevos, como este, que además es mágico.

El interior de este templo guarda la pureza del Medievo. Vacío, solamente los muros ofrece. A ellos se adosa un banco corrido, de piedra tallada. Es así como las gentes en la Edad Media se reunían en la iglesia: sentadas de espalda a los muros, sobre los poyos de piedra en ellos cimentada. Y en la cabecera de la gran casa de piedra, del espacio sagrado que acerca las doradas nubes donde Dios reside, aparece el presbiterio, recto, completado con el semicircular ábside donde un par de ventanas rasgadas aportan luz y fuerza. Hay un arco triunfal, glorioso además, que separa la nave del presbiterio: es más que circular, es apuntado levemente. Y se apoya en dos capiteles que, de tan perfectos y limpios, parecen ajenos al mundo. Uno tiene talladas volutas de hojas; el otro tiene dos trasgos enfrentados. Son voraces, con grandes bocas sanguinarias, garras certeras y músculos en el cuerpo de ave que destilan veneno y pasión sin límite. Son inhumanos, ajenos a este mundo, como gritos ahogados. Una maravilla de capitel, en suma.

Otra vez fuera, los viajeros le dan la vuelta al templo. Santa Catalina de Hinojosa. Tan lejos de todo, tan cerca ahora. Miran hacia arriba, ponen las manos de visera. Hay una serie de canecillos humildes (billetes y molduras), trepidantes (músicos y narigudos contadores de chistes), escalofriantes (más trasgos, harpías y grifos) y lujuriosos (dos cuerpos desnudos frotándose…) ¡Cuánta vida en este silencio! Sólo las nubes rotas, las sabinas ancianas, las leyendas sin título y sin moraleja, la pasión de ser siempre como hoy, jóvenes y altivos…

Un elemento más del inacabable palimpsesto románico de Guadalajara. Qué lujo de edificios, de caminos, de sorpresas. Este de Santa Catalina en Hinojosa ha sido recientemente rescatado de una precaria situación. Se ha restaurado, se ha limpiado, se le ha devuelto la pátina de su original brillo. La Junta de Comunidades, en muchas ocasiones, hace las cosas bien. Y patrocina estas actuaciones de respetuosa consideración hacia los viejos y anecdóticos monumentos. Tan viejos, que nadie recuerda cuando nacieron. Y tan anecdóticos, que viven solitarios en el monte, sin utilidad alguna. Son como jóvenes sin sexo, o como animales vetustos: bellos, simplemente, y no sirven para nada. Para que tú los mires, y ya es bastante.

Segunda parte del atentado a la Piedad. La destrucción del sepulcro de Doña Brianda

 

Hace unas semanas, y con motivo de la inauguración de lo que se ha querido llamar «Centro Cultural Liceo Caracense (antigua iglesia)» de Guadalajara, expliqué en estas páginas la desafortunada restauración que se ha hecho de ese edificio, que es en realidad la iglesia de la Piedad, diseñada y dirigida por Alonso de Covarrubias entre 1526 y 1530,  destruyendo un espacio arquitectónico de subido interés artístico, eliminando los espacios creados por el autor, anulando su funcionalidad, e introduciendo en el ámbito del antiguo templo una serie de vanos, escaleras, y elementos que destruyen por completo esta que era hasta ahora una de las joyas del patrimonio histórico de Guadalajara.

Otra salvajada

Con este monumento se ha cometido otra tropelía mayúscula, que aquí debo explicar con toda la dureza que el tema merece. Se ha decidido eliminar del templo el enterramiento renacentista de su fundadora, doña Brianda de Mendoza y Luna. Recordarán algunos que hace un par de años, al iniciarse las obras que ahora se han inaugurado, un numeroso grupo de alcarreños, convocados por el director del Instituto de Enseñanza Media «Liceo Caracense», acudimos a la apertura del enterramiento de doña Brianda, descorriendo su cubierta de jaspe, y encontrando en su interior una caja metálica con sus restos óseos. Al papel que junto a ellos existía certificando aperturas y traslados anteriores, se unió otro en el que constaba esta nueva movilización.

Pues bien, aquel mismo día y con un martillo mecánico, el sepulcro de doña Brianda de Mendoza fue reducido a pequeños fragmentos, destruido por completo, y si no llega a ser por la inmediata reacción del director del Instituto, a la sazón don Antonio Ortiz García, quien acudió protestando ante el arquitecto director de las obras, en un camión se habría llevado junto con los escombros de la obra, pues esa era la intención del referido arquitecto.

Se salvaron sus fragmentos, que no fue poco, en una habitación de los sótanos del Instituto, y allí siguen, esperando mejores tiempos. El tamaño mayor no pasa de unos pocos centímetros cuadrados. Se observa claramente que ya había sido fragmentado con anterioridad, pero tras la Guerra Civil fue cuidadosamente restaurado, añadiéndole algunos fragmentos de escayola allí donde hacía falta, y el sepulcro, formado desde 1937 solamente por tres de sus cuatro caras originales, adornó el templo de la Piedad, recordando a su generosa e ilustrada fundadora.

La obra de arte que ha sido destruida

Doña Brianda de Mendoza y Luna, hija del segundo duque del Infantado, había nacido en 1470‑73. Quedó siempre soltera, y en 1510 heredó de su tío el militar y humanista Antonio de Mendoza el gran palacio que este había mandado construir poco antes frente al convento de Santa Clara. En 1524 consiguió del Papa Clemente VII un Breve para crear en aquel edificio una Casa de beatas de la Orden Tercera de San Francisco y un Colegio de Doncellas. Y desde entonces puso manos a la obra. En 1526 suscribió el contrato con Alonso de Covarrubias para que este diseñara y levantara una iglesia aneja al palacio. En 1530 quedó acabada dicha iglesia.

Para su enterramiento doña Brianda dispuso lo siguiente en su testamento: «Ytem, pues á plazido al Señor que se aya acabado de hazer la yglesia para esta cassa y Retablos y Rexa della y no tengo hecho my enterramyento, es my voluntad e mando que si yo en my vida no lo oviere hecho, que mys albaceas lo hagan hazer tomando para ello lo que fuere menester de los bienes que yo dexare al tienpo de my fallescimiento, y la manera del dicho enterramyento sea conforme a una traza e muestra e condiciones della que alonso de cobarrubias me dió…» Fue también Alonso de Covarrubias nada menos el diseñador de esa joya del estilo plateresco, y hasta es muy probable que fuera él mismo quien la tallara de su mano. Aunque no pudo concluirse como ella quería, y en lugar de su estatua yacente, sobre el sepulcro se colocó simplemente una gran losa moldurada de jaspe rojizo.

Se colocó, como nos dice Layna Serrano en su obra sobre «Los Conventos antiguos de Guadalajara», «en el centro de ese crucero, ante las gradas de acceso al altar mayor, estaba la sepultura de doña Brianda». Y mucho antes lo habían descrito, admirados, otros cronistas. Así, en el siglo XVII, fray Pedro de Salazar en su «Crónica de la Orden de San Francisco» decía que «La dicha señora está enterrada en la capilla mayor… en un enterramiento muy suntuoso». Y aun el historiador de Guadalajara don Francisco de Torres dice en su obra que «la señora doña Brianda está enterrada en la capilla mayor, en un sepulcro suntuoso y elevado curiosamente labrado en alabastro, cubierto todo de una hermosa piedra de jaspe con primor acabada; para las festividades y días señalados tiene ricos paños de brocado con que la cubren». Y muchos otros historiadores y viajeros describieron aquella maravilla de escultura funeraria que hoy, incomprensiblemente, ha sido destruida y eliminada de su lugar natural.

Los tres paneles que quedaban, adosados al muro de la Epístola, ofrecían con limpieza y rotundidad de talla sobre el alabastro una sucesión de elementos heráldicos en los que se veía el escudo de armas de doña Brianda (la banda de Mendoza y el creciente de Luna) incluido en una serie de medallones avenerados y sostenido por parejas de «putti» maravillosamente tallados. La mano de Alonso de Covarrubias estaba clara: su limpieza y rotundidad de talla, la valentía e imaginación de sus grutescos, el aire todo del Renacimiento alcarreño… toda una historia que ahora ha sido reducida a pequeños cascotes.

Reacciones en Europa y Estados Unidos

Y para terminar, una anécdota curiosa que centra mejor que nada la prueba de vandalismo que supone lo que se ha hecho con este monumento de Guadalajara. Hace unos tres meses, la profesora Silvia Huober de la Universidad de Florencia me envió una fotocopia de un elemento escultórico incluido entre los fondos del Museo de Detroit (Michigan, U.S.A.) para que le aclarara su posible procedencia y catalogación. Ante mi asombro, vi que se trataba del cuarto panel, el que faltaba, del enterramiento de doña Brianda. Le expliqué todo lo relativo a su  adscripción y autoría, y le envié, lógicamente, el libro que sobre este edificio escribí junto con Antonio Ortiz hace un par de años. Contentísima por tan amplia explicación, la Huober me pidió que le enviara fotografías de los otros tres paneles del enterramiento que quedaban en Guadalajara. Querían ponerlas en la sala del Museo de Detroit donde, con todo lujo y admiración está expuesto este panel mendocino. Fui a hacer estas fotografías, pero me fue denegado (una vez más) el acceso a las obras.

Enterada de lo que ha ocurrido con el sepulcro de doña Brianda, la doctora Huober y los miembros de su departamento de Historia del Arte de la Universidad de Florencia me han hecho saber su «consternación» por lo ocurrido en Guadalajara. El doctor Alan Phipps Darr, director del «Detroit Institute of Arts» donde se conserva el fragmento (ya único existente) del enterramiento, me acaba de escribir diciéndome que está realmente «asombrado» de lo que acaba de ocurrir. Lógicamente, estas personas, que sí conocen el valor que tenía el enterramiento de doña Brianda de Mendoza, no dan crédito a lo que ha pasado.

Soluciones a adoptar

Pero esto no puede quedar así. No va a quedar así. Además de rectificar el atentado al templo de la Piedad que se ha cometido por parte de la Junta de Comunidades (derribando la escalera que ocupa su presbiterio y rehaciendo nuevamente el espacio arquitectónico violentado) debe reconstruirse y restaurarse el enterramiento de doña Brianda, colocándolo en el lugar donde ella mandó ponerse. Mientras esto no ocurra, la ciudad de Guadalajara (o por lo menos la voz o las voces que levanten quienes, como buenos alcarreños, no se resignen a que desde Toledo machaquen su legado histórico) clamará porque tal cúmulo de despropósitos sean subsanados y el templo renacentista de la Piedad, con el sepulcro de su fundadora, vuelva a ser, restaurado, un elemento más con el que se identifique su esencia.

Un viaje hasta el valle del Mesa: El castillo de Villel

 

No puede decirse que hoy Villel esté cerca de ninguna parte. Pero tampoco es ya lo que antes era: una aldea última y perdida entre las montañas. Nuevas carreteras se han abierto (desde Maranchón, por Codes e Iruecha, hasta Mochales, y desde Ateca por Calmarza hasta Algar) y han conseguido que el valle del río Mesa deje de ser un extremo violento e inaccesible, una quimera.

Aunque para los viajeros lo era: un lugar puesto en los confines del sueño, una meta difícil (no por lo lejana, ni por lo peligrosa, quizás por lo quimérica…) que se hacía posible en día claro y abierto de soles. Hasta Anquela del Ducado hay buena carretera, y desde allí, aunque estrecha, no es para quejarse. El primer tramo del río Mesa, que nace allí mismo, entre los roquedales de Anquela, es limpio y hermoso, verde chorreante de bosques y caseríos. Por Turmiel se abre, vigilado de la vieja torre hoy convertida en palomar, y por Establés se esconde entre hoces rocosas que cada vez se estrechan más y dan lugar a uno de los paseos (duro y largo, aunque fantástico de bellezas naturales) más bonitos de su recorrido. Quien tenga tiempo, paciencia y buenas botas, debe recorrer el valle del Mesa, a partir de Establés, andando, y así podrá ver el gran Tormo que se alza (40 metros de roca solitaria y monolítica) sobre los sonoros regatos.

Pero los viajeros se han ido por arriba, por las paramera molinesa, y bajan por el camino de coches hasta Mochales. Otro castillo, casi arruinado, allí les saluda. A partir de entonces, todo es sorpresa y belleza levantada. El valle del río Mesa se abre un poco, y anuncia que estamos en Aragón (geográficamente hablando) pues sus aguas corren hacia el río Piedra, y ya juntas las de uno y otro correrán hasta el Jalón, dando al fin en el Ebro y en el mar de los romanos.

Luego aparece Villel, la capital minúscula de esta comarca hundida y abrigada. Recostado el pueblo sobre la vertiente abrupta, rocosa y violenta de la orilla izquierda del río, hoy está cuidado en sus calles y en sus casas, y tiene un aire de modernidad incluso cuando al entrar un grupo de casas unifamiliares adosadas (lo mismo que en las grandes capitales) saludan a los viajeros con su riente tono rosado.

La luz lo llena todo en este día inolvidable. El verde vivo de los huertos, de las alamedas, de los chopos puestos en pequeños grupos. La opaca rudeza de los cantiles por donde se derrumban las altas mesetas de Castilla y Aragón a cada lado. La contundente caída, casi en vertical, de los muros rocosos que por el norte abrigan al pueblo dándole el aspecto de una perla enrojecida que se ofrece entre las valvas gigantescas de una ostra. Todo ello conforma la belleza inigualable de Villel de Mesa, que se completa con ese violento grito que es su castillo, puesto en equilibrio imposible sobre el peñasco estrecho, clavado entre las casas como un hacha milenaria.

En la plaza, al sol, unos cuantos curiosean la identidad de los viajeros. Entre los sauces frondosos se alza la pequeña estatua de un maestro. El río da vida, sonoridad, grandeza a todo cuanto toca: la plaza con su Ayuntamiento, y una fonda que permitirá a quien quiera disfrutar de más días por estos lares, quedarse alguna noche. Los viajeros se lanzan a mirar. Y ven de pronto una hermosa casa donde las armas talladas de la Inquisición (cruz, palma y espada) sobre antigua piedra dicen que hasta aquí, siglos ha, llegó el Santo Oficio a vigilar los pensamientos. Ahora, cuesta arriba, Francisco Sancho descubre con nosotros el significado de esos símbolos, y confiesa que no lee ya la Nueva Alcarria porque «somos muy mayores, ¿sabe Ud.?, y ¿para qué vamos a leer papeles?» Francisco Sancho tiene una filosofía derrotista, una mezcla de pasotismo juvenil y desesperanza de moribundo. No obstante, se hace amigo de los viajeros, y les conduce por callejas estrechas y empinadas hasta el castillo, al que se accede por atrás, por un cuestón tapizado de hierbas, que permite al fin llegar hasta la puerta, oculta casi entre la vegetación proliferante, y con una hoja de madera atascada por los derrumbes del interior, de tal manera que los viajeros han de probar su elegante silueta para poder pasar dentro de la fortaleza. Muros espesísimos, de adobe al interior, y bien tallados sillares por fuera, hacen de este castillo de Villel un ejemplo de construcción de origen árabe que luego, a partir del siglo XIV, fue perfeccionado y puesto en uso por los cristianos. La parte correspondiente a la entrada es relativamente amplia, y en sus paredones se muestra la evidencia de haber sido un ancho torreón con tres pisos, de alguno de los cuales queda ventana ajimezada, con arcos apuntados, que recuerda el tiempo gótico y que a Francisco Sancho le sirve para afirmar que «esto fue de morería, una obra de moros, como ven ya muy estropeada».

Se anda un poco, y con peligro, sobre la estrecha meseta rocosa donde asienta el castillo. Y se pasa al torreón de la punta, una pequeña estancia que fue de dos pisos, picuda en su extremo, y puesta en una increíble situación sobre la también estrecha y altísima roca. Desde arriba se contempla, amable y limpio, el pueblo de Villel. A los pies de la alcazaba, el palacio de los marqueses, una vieja construcción en la que se combina el aspecto palaciego español, con la umbrosa entrada inglesa y el patio de fuentes, arcos y arrayanes a estilo moro. Un paraíso perdido que de vez en cuando recupera esta familia, que siglo tras siglo ha quedado prendida a este lugar.

El castillo de Villel fue de gran importancia en tiempos antiguos. Los árabes lo levantaron y luego, en la Edad Media, se hizo imprescindible para controlar el paso por este valle (en el que otras fortalezas, como la de Algar, Mochales y Establés, más el fuerte castillo del Mesa sobre el cerro de los Castilletes, se alzaban furibundas). Fueron los Funes, caballeros de Aragón, pero unas veces a servicio de su rey y otras del de Castilla, quienes controlaron este paso. Nadie allí recuerda su nombre, ni sus hazañas. Solo miran, como hace Francisco Sancho cuando sale de misa, a los que llegan, y les cuentan cuanto saben, y les ayudan a subir hasta la peña desde donde, como hicieron los viajeros aquel día, se ve la gloria del mundo, la belleza sin límites que en el horizonte verde y rocoso de este valle del Mesa nace para los ojos felices de los viajeros, que seguirán luego su ruta por otros caminos de Guadalajara.