Pelegrina ¿otro castillos por los suelos?

martes, 4 mayo 1993 0 Por Herrera Casado

 

Hace escasas fechas, nuestro buen amigo Luis Monje Ciruelo, que siempre se ha distinguido por estar al día en todos los problemas que afectan a nuestra tierra de Guadalajara, daba la voz de alarma de lo que está a punto de ocurrir en Pelegrina: que su castillo medieval, un símbolo más de nuestra historia y nuestras raíces, se venga abajo con estrépito, para peligro de algunos (los que pasen cerca), pérdida de muchos (los que aman ese conglomerado de viejas piedras que son la esencia de nuestro pretérito) y sonrojo de unos pocos (cada vez menos, porque los responsables de nuestro Patrimonio Artístico cada día sueltan unos gramos de lastre de vergüenza).

Si ocurriera lo que, efectivamente, puede suceder en cualquier momento, la provincia de Guadalajara y con ella Castilla entera perdería otro fragmento de su identidad. Un torreón, el más meridional, del castillo de Pelegrina, está tan amenazado en sus basamentas y apoyos sobre la roca, que con las lluvias intensas de esta primavera sufrirá un poco más la erosión de sus fundamentos, y el inestable equilibrio en que se encuentra se romperá a favor del desplome.

Es este el momento idóneo para evitarlo. Unas obras de acondicionamiento, de refuerzo más bien, en la cara sur de ese torreón valiente que vemos en la fotografía, podrían mantener a la fortaleza de Pelegrina en condiciones de durar otros cuantos siglos. ¿Se llegará a tiempo? ¿O habrá que esperar a que, como ocurrió no hace mucho en Embid, en el señorío de Molina, la torre ruede hecha pedacitos por la montaña abajo? A pocos pillará, porque nuestros pueblos están ya desiertos. Pero todos habremos perdido, repito, un trozo de nuestra historia, disuelta en la intangible esencia del recuerdo.

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Merece la pena, de todos modos, darse una vuelta cualquier día de estos por Pelegrina, por si fuera la última vez que viéramos su castillo recortado sobre el horizonte verde del valle del río Dulce. Si allí nos llegamos, encontraremos al pueblo recostado en la ladera septentrional de un cerrete rocoso, vigilante en la orilla derecha del profundísimo barranco por el que discurre el mencionado río, y oteando al mismo tiempo un más alto y suave vallejo en que se cultivan de cereal sus tierras. El curiosísimo emplazamiento de Pelegrina, y la magnificencia de los paisajes que le rodean, hicieron surgir, en la Edad Media que vio su poblamiento, el nombre que aún hoy mantiene: Pelegrina procede de «peregrina» o «bella» perspectiva, aunque según Ranz Yubero su nombre estaría en relación con la abundancia de piedra existente en el entorno.

Por su término cruza, ahondado entre impresionantes riscos cortados, por donde la vegetación exuberante aflora entre las piedras, y los arroyos se despeñan en altísimas cascadas, el río Dulce, que procede de los altos de Bujarrabal y Jodra, y da, luego de atravesar los alucinantes estrechos de La Cabrera y Aragosa, en el Henares, por Mandayona.

Su historia es prolongada, no muy densa de hazañas, pero sí sabrosa en significados. Tras la reconquista de la zona y ciudad de Sigüenza en 1124, el enclave de Pelegrina y sus alrededores fue dado en señorío, por el rey Alfonso VII, a los obispos de Sigüenza, quedando en exclusivo patrimonio de la Mitra hasta el momento de la abolición de estos señoríos, en las Cortes de Cádiz. Estos obispos construyeron el castillo roquero en el mismo siglo XII, y en él pasaron largas temporadas de descanso. En su derredor fue creciendo el poblado, al que siempre favorecieron los obispos. Solamente vio turbada su tranquilidad en el siglo XIV, cuando Pedro I de Castilla lo confiscó temporalmente para fortificar su reino contra las posibles amenazas fronterizas de Aragón; en el siglo XV, las tropas navarras lo conquistaron durante breve tiempo; en 1710, los ejércitos del archiduque pretendiente al trono, ya en retirada hacia Aragón, lo incendiaron y destruyeron, lo mismo que un siglo después, en 1811, hicieron los franceses con los escasos restos que quedaban, dejando una ruina triste sobre el montículo.

El castillo de Pelegrina, que centra hoy nuestra atención y nuestra preocupación por su posible inminente ruina, es una fortaleza de las que llaman roquera, puesta en lo más alto del roquedal sobre el que se encarama el caserío. Es alargada su planta, con fuertes cubos o torreones esquineros, cilíndricos, adosados en las esquinas, y otros al comedio de los muros. En el extremo sur se abre la puerta, con alto arco que salta entre dos gruesos torreones, uno de los cuales es el más amenazado por la inestable endeblez de su soporte. El espesor de sus muros, al menos en la parte baja de ellos, era superior al metro y medio. Parte de ellos se han perdido, y, de los que quedan, han perdido también las almenas. Tuvo torre del homenaje, construida más modernamente, y que apoyaba sobre el muro norte; era de planta cuadrilátera, con dos pisos de estancia.

Ya de paso podemos entretenernos en contemplar la iglesia parroquial de Pelegrina, que es obra de tipo románico, erigida también en el siglo XII, cuando fue tomada y poblada por los obispos de Sigüenza. Puede admirarse en su aspecto exterior la espadaña triangular sobre el muro de poniente, el ábside semicircular con remate de modillones en la cabecera del templo, y una portada abocinada con arquivoltas semicirculares y columnas y capiteles muy desgastados pero de sencillo aspecto románico rural. En el siglo XVI se le añadió a esta portada un escudo del obispo don Fadrique de Portugal, con restos de policromía, y un atrio porticado sujeto por columnas cilíndricas sobre pedestales y rematadas en sencillos capiteles clásicos. En el interior, de una sola nave, destaca el artesonado de tradición mudéjar, policromado, del siglo XVI, y el gran retablo que cubre los muros de la capilla mayor, obra de la misma centuria. Talla y pintura alternan en sus espacios, que van separados por frisos, balaustres y pilastras ricamente decoradas con motivos de gran plasticidad en los que predominan los grutescos, follajes, roleos, cartelas y aun temas mitológicos. La predela muestra cuatro hornacinas aveneradas en las que aparecen otras tantas estatuas de los evangelistas. La iconografía de esta pieza mezcla las escenas de la vida de María con las de la Pasión de Cristo, en amalgama muy propia de la época de su construcción. En cualquier caso, una pieza curiosa, y hermosa, que reclamará nuestra atención cuando nos decidamos a llegar hasta Pelegrina, y allí reflexionar, una vez más, sobre la precariedad del Patrimonio Artístico en Guadalajara, que sólo parece ser noticia cuando está a punto de desaparecer.