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mayo, 1993:

Atienza, la Caballada y el Centenario de Layna

El próximo domingo va a ser un gran día para Atienza, para la Caballada y para cuantos guardan fiel y vivamente la memoria de Layna Serrano, el que fuera cronista provincial y gran historiador de Atienza, al cumplirse en este año el primer centenario de su nacimiento.

Y va a ser un gran día porque precisamente en Atienza, allá por sus plazas del Ayuntamiento y del Trigo ‑Arrebatacapas por medio, con su fino «biruji» tan cierto‑ se reunirán (nos reuniremos) cuantos profesamos en la veneración de quien ‑ese fue Layna‑ supo dedicar sus mejores entusiasmos a estudiar el pasado de tierra tan áspera y tan cordial, y a defenderla contra tirios y troyanos (patética y arqueológica personalización de la incuria y la acedía de las gentes hispanas). Será con motivo de esa fiesta en la que, una vez al año, se juntan los atencinos de pro, los cofrades de la Trinidad, y viven la jornada de memoria fiel a su Rey Alfonso VIII, todavía pululante, con la pesada corona de oro y rubíes a la cabeza, entre los murallones carcomidos del castillo y las arcadas oscuras de sus iglesias.

Ya el pasado sábado día 15 de Mayo, con motivo de este Centenario tan señalado, se hizo, de una parte, el homenaje debido a la memoria de quien escribiera la «Historia de la Villa de Atienza» hace ahora cincuenta años, y de otra se les impusieron los hábitos de honor «caballarescos» a dos personajes vivos que tanto han hecho, tan bien lo han hecho, en pro de esa fiesta, de sus gentes, de su imagen por el mundo: Santiago Bernal, el fotógrafo, y Luís Carandell, el periodista. Nuestro aplauso, aquí y ahora, para ellos. Y nuestro recuerdo, tan escueto pero deseoso de multiplicarse, para Layna Serrano y su recia mirada inquisitiva de albaláes, breves y arquivoltas.

 * * *

Atienza tiene abierta una puerta muy grande para el futuro. Aunque está cargada, como esos hidalgos viejos de las viejas ciudades castellanas, de blasones y ejecutorias, no puede ni quiere volver la espalda al mundo. Tanta espalda, además! Con el castillo por lomo y siete templos románicos en las extremidades que la sostienen. Mucha vereda por delante. Cada día se ve mejor cuidada, limpias las calles, severos los horizontes y alto el pendón que tremola, al menos una vez al año, con la fe cierta de los cofrades de la Trinidad.

Después de la fiesta, íntima y cordial, del pasado sábado día 15, el domingo se abrirán las puertas todas (la de Salida, la de Nevera, la de Arrebatacapas, la del Campo, la de Puerta Caballos…) para que todos entren a Atienza. Para que en ella vean, en ella vivan un año más, la fiesta de La Caballada

Es esta la tradición más característica de la villa castellana, una de las más antiguas y curiosas de España. Se trata de la fiesta anual de una cofradía, la de arrieros o recueros de Atienza, puesta bajo la advocación de San Julián y la Santísima Trinidad. Tiene su orígenes en los antiguos gremios medievales formados para la defensa de los intereses de un oficio o actividad, como era en este caso la de los arrieros o transportistas de mercancías en mulas, de las que había crecido número en esta villa, cruce de caminos entre las dos Castillas y Aragón. Estos arrieros atencinos protagonizaron un bello gesto de lealtad al monarca castellano, el aún niño Alfonso VIII, que tenían en Atienza custodiado ante las amenazas de su tío el rey Fernando de León de acaparar el reino de Castilla. Y estos hombres de Atienza, decidieron, una mañana de primavera del año 1163 (hace ya la friolera de 830 años) sacar de la villa a su rey, escondido en una comitiva de arrieros, para llevarle a Segovia y allá ponerle a salvo. Este acto fue base del gran aprecio que Alfonso VIII tuvo siempre por Atienza, favoreciendo al pueblo con mercedes y exenciones. Y este acto de valentía y fidelidad fue la base de una celebración anual que los hombres de Atienza han mantenido incólume durante más de ocho siglos: la Caballada. Con unas ordenanzas, escritas en pergamino en aquella época, y un ritual perenne que cada año, el domingo de la Pascua de Pentecostés, se repite. Los miembros de la «Mesa» o «Concejo» de la cofradía van la tarde anterior (será mañana sábado) hasta la ermita de la Estrella, donde se comen siete tortillas hechas con diferentes rellenos, que recuerdan las siete jornadas que emplearon los arrieros en trasladar desde Atienza a Segovia al rey niño Alfonso. A la mañana siguiente, vestidos todos los cofrades con el traje castellano, oscuro, de pana, con grandes capas pardas, sombreros de ala ancha, y montados en enjaezados caballos o mulas, van a la casa del cura o abad de la cofradía, a recogerle a su casa, el cual monta también a caballo. Luego pasa lista el «fiel de fechos» poniendo multas a quien haya incurrido en alguna pena durante el año anterior. Se subasta luego la bandera o el guión de la cofradía, dando el grito de «¡Buen mozo la lleva!» cuando se adjudica. Luego se pone en marcha la comitiva, precedida de un gaitero y un tamborilero, más el abanderado. Pasan las calles del pueblo, y bajan hasta la ermita de la Estrella, a unos dos kilómetros de la villa. Allí se saca en procesión a la Virgen, se subastan las andas y un árbol de rosquillas, se baila la jota serrana a la puerta de la ermita, y se come: los cofrades, en privado, en un apartado de la ermita (será cordero, y pasas), y el pueblo sobre los prados que la rodean. A la tarde, se regresa al pueblo, se toma un vaso de vino en la plaza del Trigo, todos aún caballeros de sus monturas, y luego se trasladan a la vega de poniente del castillo, donde se celebran carreras animadas, a caballo, de los cofrades, por parejas. Es una fiesta muy vistosa y tradicional, a la que cada año acuden centenares de curiosos, turistas y estudiosos del costumbrismo castellano.

No debe perderse ningún buen alcarreño, campiñero o serrano, este próximo fin de semana, por ningún otro sitio que no sea Atienza. Allí estaremos, a bailar la jota de dulzainas y tamboriles, a sentirnos mayores con la sangre roja como el bermellón del pendón secular, y la frente dorada y alta como el castillo emblemático de nuestra nación.

Un viaje a la Edad Media: Palazuelos

 

En las cercanías de Sigüenza, recostada sobre la suave ladera que da vistas al amplio valle donde nace el Salado, aparece la villa de Palazuelos como una permanente sugerencia a ser visitada, vivida aunque sea unos instantes con la fuerza de la evocación y el misterio. Es Palazuelos una de las pocas villas que en España se conservan totalmente amuralladas, con las defensas primitivas que tuvieron en la Baja Edad Media. Ello le confiere una peculiar y neta apariencia de burgo medieval, y al viajero que la visita le supone un inesperado goce recorrer su entorno ‑murallas y torres, castillo y portones‑ en singular mezcolanza.

Como un breve apunte histórico antes de dirigirnos hasta su fortificada presencia cualquier domingo de esta primavera, cabe recordar que esta historia se engarza a la de los múltiples señores que durante siglos la poseyeron. Tras la reconquista perteneció a la Tierra y Común de Atienza. Poco después, el Rey Alfonso X el Sabio se la donó a doña Mayor Guillén, junto a las villas de Cifuentes y Alcocer. Esta señora se la dejó en herencia a doña Beatriz que llegó a ser reina de Portugal, y ésta a su vez se la transmitió a su hija doña Blanca, abadesa del monasterio de Las Huelgas, en Burgos. Esta lo vendió al infante don Pedro, hijo de Sancho IV, y de este pasó, también por venta, en 1314, al obispo de Sigüenza don Simón Girón de Cisneros. De ser parte del señorío episcopal de Sigüenza pasó en el siglo XIV en su segunda mitad, a la casa de Mendoza. En 1380, figura incluido entre los bienes del mayorazgo que don Pedro González de Mendoza funda a favor de su hijo Diego Hurtado, futuro almirante de Castilla, de quien pasó, en 1404, a su hija doña Aldonza de Mendoza. Su hermanastro, don Iñigo López, primer marqués de Santillana poseyó y comenzó a levantar su castillo y murallas, dejándola a su hijo don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla, quien prosiguió y concluyó las obras. Después permaneció varios siglos en esta familia mendocina, en la rama de los duques de Pastrana, hasta la abolición de los señoríos. Tras reciente subasta hecha por el Estado, han vuelto a propiedad particular «el castillo y las murallas» de Palazuelos.

La muralla rodea el pueblo en todo su perímetro, excepto en muy leves trozos derribados. Se refuerza en ocasiones con cubos y torreones, y en ella se abren cuatro puertas, consistentes en gruesos torreones de planta cuadrada con cubos en las esquinas, a los que se penetra por uno de sus muros, bajo arco ojival, y se sale hacia el pueblo por otro diferente y lateral. Es el clásico sistema de «acceso en zig‑zag» tan propio de la Edad Media para la mejor defensa de las fortalezas, y que los Mendoza utilizaron en casi todas sus construcciones. En algunas de las puertas se ven, desgastados, los escudos de los Mendoza y Valencia, correspondientes estos últimos al matrimonio del adelantado de Cazorla, don Pedro Hurtado de Mendoza, con doña Juana de Valencia.

El castillo se alza inserto en la muralla, en su costado noroeste. Le rodea una barbacana baja, a la que se penetra desde la villa por una puerta que tuvo puente levadizo, y está escoltada de dos desmochados torreones. El recinto interior tiene un paseo de ronda, y en su centro está el cuerpo principal, que consta de un edificio alto, cuadrado, herméticamente cerrado y rodeado de dos cubos en las esquinas y gran torre del homenaje adosada al muro de poniente. La entrada a este recinto interior está en el dicho muro occidental. Por ello vuelve a repetirse el sistema zigzagueante de acceso en el caso de este castillo. Su época de construcción data del siglo XV, en su segunda mitad, y podemos atribuirla a los impulsos de don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, y su hijo don Pedro Hurtado.

La iglesia parroquial está dedicada a San Juan Bautista. Su edificio actual es construcción del siglo XVI, pues se trata de un ejemplar románico muy sencillo. La espadaña triangular es también de esa primera época. En el interior del templo destaca el retablo principal, barroco, con varios lienzos estimables, entre ellos una representación de Santa Águeda. En la sacristía se conserva una buena cruz parroquial, del siglo XVIII, y varias insignias de antiguas cofradías.

En la plaza Mayor, amplia y con buenos ejemplares de arquitectura popular, así como decoraciones esgrafiadas en sus portadas, se ve ya reconstruida la picota, que consta de columna cilíndrica y remata en gran bola. Por las calles del pueblo se ven todavía grandes casonas, unas de aspecto rural de la zona, con graciosos esgrafiados, dibujos geométricos y zoomórficos y frases alusivas al dueño y a la fecha de construcción, predominando las realizadas en el siglo XIX; otras, presentan sobre sus portalones adovelados los tallados escudos de sus poseedores. Frente a la iglesia, la antigua casa‑curato, con el jarrón de azucenas y el par de llaves, formando emblema.

Una cavilación me sugirió la visita que hace escasas fechas hice a Palazuelos. Cada vez me sorprende más ese volumen compacto de todo un pueblo embebido, abrazado al completo por sus murallas. Cada vez creo con mayor fuerza que se trata de un caso único, espectacular, y que en un país como España, en un continente como Europa, que tantas maravillas de arte e historia encierra, este de Palazuelos es un ejemplo asombroso, merecedor de todo nuestro entusiasmo, y de un cuidado mayor a la hora de su protección futura. Buena parte de los muros están, como digo, en pie. Pero otros se están hundiendo, por abandono (también es verdad, y aquí hay que destacarlo) que algún fragmento del costado sur de la muralla ha sido arreglado a costa de un vecino que ha reforzado su casa, y la muralla forma la parte trasera de la misma. El propietario del castillo y, por extensión, y según el documento de venta por el Estado, también propietario de la muralla de Palazuelos, señor Moreno de Cala, poco ha hecho por reforzar y acondicionar esta joya de la arquitectura militar medieval. O bien él, o bien el Estado (la «cosa pública» en forma de Junta de Comunidades, el día que esta ceda algo en su actual entusiasmo por organizar conciertos de rock en las discotecas) deberán de ponerse a acondicionar, con una visión globalizadora, las murallas de Palazuelos, esa joya arquitectónica y monumental de la que en Guadalajara estamos (porque podemos) bien orgullosos.

De momento, lector amigo, lo mejor que puedes hacer es irte hasta allí (en ese turismo doméstico de fin de semana, de mañana de domingo, al que te invito) y comprobar por ti mismo esto que digo. A ver qué opinas.

La iglesia de la Piedad

 

Introducción

El interés por los monumentos y el patrimonio artístico de nuestra ciudad parece que al fin ha cuajado en nuestras autoridades rectoras, y en estos días se inauguran las restauraciones de dos de nuestros más emblemáticos monumentos. A comienzos de este mes lo ha sido la iglesia de los Remedios, que entre la Universidad de Alcalá (su propietaria) y la Diputación Provincial, han conseguido una acertadísima restauración, salvando de la ruina y el abandono un templo de estilo manierista italiano.

En estos días se procederá a la inauguración de la restauración de la iglesia de la Piedad, la aneja al Instituto de Enseñanza Media, que también tras largos meses de trabajos quedará abierta a la pública contemplación, y al uso de la misma. Su propietario, el Ministerio de Educación y Ciencia, ha permitido que sea la Junta de Comunidades quien realizara la restauración. Aquí la valoración no puede ser, sin embargo, más negativa. Ahora veremos porqué.

Evolución de las obras

El palacio de Antonio de Mendoza en Guadalajara ha venido usándose durante más de un siglo como Instituto de Enseñanza Media, con el nombre de «Brianda de Mendoza». Después de su traslado al moderno edificio de junto al cementerio, el viejo caserón y su templo anejo quedó vacío, deteriorándose. El Ministerio de Educación y Ciencia, con gran acierto, lo restauró con todo cuidado, volviendo a ser ocupado por aulas y estudiantes, constituyendo el tercer Instituto de Guadalajara que lleva el nombre de «Ateneo Caracense». La restauración, impecable, devolvió a la ciudad un monumento señero, con un uso adecuado.

Pero la iglesia aneja, el templo de la Piedad, que en 1530 construyera Alonso de Covarrubias por mandado de doña Brianda, quedó aún vacío y en progresivo proceso de deterioro. Su interior, convertido en almacén de trastos viejos. Su exterior, abandonado a la agresión de las palomas. Las filigranas en piedra que tallara el mejor de los arquitectos españoles del Renacimiento, las formas elegantes de su ámbito religioso, iban perdiéndose día a día, ante el disgusto de quienes conocíamos el valor de aquellas piedras.

Por fin se inició la restauración, que ha corrido a cargo de los presupuestos de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades. Aunque estas obras han estado rodeadas de un secretismo a ultranza (en varias ocasiones, a lo largo de los dos años largos que han durado, he intentado ver el interior del templo, sin que ello fuera posible, dadas la órdenes de impedir la entrada a cualquier persona ajena a la obra) ello no fue impedimento para que en cierta ocasión, nada más comenzar la restauración, consiguiera ver personalmente lo que empezaba allí a fraguarse. Alarmado seriamente, pedí ver los planos del proyecto de restauración, dirigido por un arquitecto/s de Toledo. No fue posible. Elevé mi preocupación al responsable político más directo en este tema. La contestación fue que la restauración estaba en marcha, el arquitecto/s designados por la Junta ya tenían decidido lo que iban a hacer, y aquí nadie opinaba nada más sobre el asunto.

Resultado final

Pero las obras han terminado, y el edificio se abre al público. Ya que no me ha sido posible previamente opinar sobre su evolución, incluso objetar algunas cuestiones, y proponer alternativas, ejerceré el único derecho que en mi calidad de ciudadano de a pie me cabe: opinar sobre lo que se ha hecho. Mi opinión es totalmente negativa. Para centrar la cuestión: creo que la restauración que la Junta de Comunidades ha hecho de la iglesia de la Piedad de Guadalajara es totalmente inadecuada, gravemente atentatoria contra la identidad del edificio, atreviéndome a asegurar que lo que allí se ha hecho es una barbaridad sin límites.

Al ver consumada la agresión contra el templo de la Piedad, no me cabe más que lamentar hondamente que esto haya podido llegar a tal extremo. Creo que se ha actuado de espaldas a la sociedad de Guadalajara, a cuantos conociendo más o menos a fondo la historia de la ciudad, el valor de sus edificios, de sus símbolos, de su idiosincrasia, nunca hubiéramos dado el visto bueno a lo que aquí se acaba de rematar: la iglesia ha desaparecido como tal; sus muros han sido perforados por múltiples sitios para abrir puertas accesorias y de servicio; el espacio arquitectónico (que era de un templo renacentista) ha sido violentado a extremos inconcebibles; y al presbiterio del mismo se le ha adosado una escalera monstruosa que ha terminado por destrozar perspectivas, volúmenes y hasta elementos arquitectónicos y ornamentales que eran claves para la comprensión del monumento.

Al parecer, el objetivo era convertir el templo de la Piedad en lo que ahora se llama una «sala de uso polivalente». La nave ha vuelto a partirse en dos espacios superpuestos, repitiendo la desafortunada reforma que Ricardo Velázquez hiciera a comienzos de este siglo. En lo que fueran los pies del templo se ha montado un escenario de teatro. Y en su cabecera, el presbiterio, en el que por fin aparecieron liberadas las bellísimas pilastras platerescas que en su mejor momento de inspiración trazó Covarrubias en 1530, rematadas por los escudos de doña Brianda de Mendoza, se ha levantado una escalera inmensa, grande y opulenta, en mármoles de colores varios, con luces indirectas bajo el ancho pasamanos de madera, ocultando en diversas partes las referidas pilastras y, lo que es aún peor, la cenefa que rodeando el presbiterio llevaba una frase conmemorativa que ni ha sido restaurada, ni siquiera recogida para la posteridad: todo se lo ha engullido este enorme, mostrenco y desafortunado artilugio al que, por más que lo pienso, no comprendo cómo se ha decidido poner ahí, y así. La escalera de la Piedad es, sin duda, el mayor desafuero que se ha cometido contra un monumento de Guadalajara, y la restauración que por parte de la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha se le ha hecho a este venerable edificio, un atentado incalificable.

Supongo yo (ya voy estando acostumbrado) que estas palabras tan duras caerán directamente al vacío. Las protestas que previamente manifesté fueron despachadas con un encogimiento de hombros (y con algo más, que no hace ahora al caso). Pero aquí ha ocurrido algo muy serio, que nunca podrá ser silenciado, y que mientras no se arregle, clamará al cielo.

Peticiones

Para terminar, y ejerciendo el derecho que la Constitución me otorga a opinar de cuanto se hace en mi comunidad, y con mi dinero, como un simple ciudadano con criterio, exijo que se le devuelva a la iglesia de la Piedad de Guadalajara su primitivo sentido y estructura. Que se reconsidere su destino y utilización, y que, sobre todo, se derribe esa escalera disparatada que cubre por completo su presbiterio.

Pregunta final, y siempre con el mayor respeto personal hacia responsables políticos y técnicos: ¿pero ustedes saben realmente quien era Alonso de Covarrubias? ¿Quién doña Brianda de Mendoza? ¿Qué fué la arquitectura plateresca en Castilla? ¿Cuál la historia de España? ¿Saben, de verdad, en qué mundo vivimos? ¡Ah, si don Francisco Layna Serrano levantara la cabeza! O si lo hiciera doña Brianda! ¡O los Mendoza! ¡Qué no se oiría! ¿Y si probáramos a levantar la cabeza los que vivimos?

Un conflicto histórico: la Guerra de Comunidades en Guadalajara

 

Aunque doy por conocidos los antecedentes de la Guerra de las Comunidades en Castilla, hoy quisiera aquí recordar (para los amantes de tener de vez en cuando ante los ojos los espectáculos más notables de nuestra historia) de qué modo repercutió aquel conflicto civil en la ciudad del Henares. La esencia del problema, como todos saben, es la protesta airada de los concejos castellanos ante la presencia de un monarca «extranjero» y de una Corte dominada por individuos flamencos, así como una política de aparición brusca y muy dura, que recortaba señaladamente las prerrogativas de autogobierno de esos concejos, ciudades y villas de la Castilla ancestral.

Una vez reunidos los representantes de las principales ciudades comuneras, y creada en Ávila la Junta Santa, en Guadalajara se formó un pequeño núcleo de rebeldes y alborotadores que movilizaron a una buena parte de la población, suficientemente concienciada desde antes contra la política del Emperador Carlos de apretar en los impuestos para navegar en otros conflictos europeos y ajenos por completo a la vida castellana. Así ocurrió que el 5 de junio de 1520, un numeroso grupo de plebeyos, artesanos, y público en general, se dirigió hacia el palacio del Infantado con objeto de pedirle al duque que se uniera a ellos en la protesta anti‑imperial. Capitaneaban la manifestación el carpintero Pedro de Coca, el solador y albañil Diego de Medina, y el buñolero y albardero apellidado Gigante. No estaban solos en el mando. El presidente de la Audiencia ducal, don Francisco de Medina y Mendoza, el licenciado Juan de Urbina, el caballero Diego de Esquivel, junto a otros hidalgos, regidores y miembros del patriciado urbano, también alzaron su voz ante el duque. Y aún más: el propio Conde de Saldaña, don Iñigo López de Mendoza, heredero del estado mendocino, fue puesto como cabeza de la sublevación, con la que este personaje estaba plenamente acorde. Dice así Pecha en su «Historia de Guadalaxara»: la Común se alzó y apellidó por su Caudillo y Capitán al Conde de Saldaña, hijo del Duque don Diego. El vulgo se alzó y derribó y quemó en esos días las casas de los que como Procuradores en Cortes habían ido a las de La Coruña a votar el servicio de impuestos a favor del Emperador. Eran ellos don Luis de Guzmán y don Diego de Guzmán, familiares y afectos del duque.

El de Mendoza no dudó un momento su actitud. Aunque muy posiblemente estaba cordialmente a favor de las ideas de su pueblo, tenía que demostrar su autoridad y su capacidad de mantener el orden. Cursó el mando de encarcelar a los cabecillas. A su hijo, le deportó inmediatamente a Alcocer. A don Francisco de Medina le apartó de sus funciones. Y a los artesanos alzados los encarceló, dando garrote a la madrugada siguiente al primero de ellos, el carpintero Pedro de Coca, cuyo cadáver fue mostrado al día siguiente en la Plaza Mayor. El asunto se sosegó inmediatamente. Para la historia quedó el nombre de Coca como único mártir de aquella causa que hoy nos es tan remota.

La ciudad, sin embargo, nombró tres Procuradores que fueron a Tordesillas: el doctor Medina, Juan de Urbina y Diego de Esquivel. Ellos serían los únicos que, tras la guerra, fueron considerados comuneros en toda la ciudad, y castigados con la confiscación de bienes. El duque, muy diplomático, adoptó una actitud muy prudente, como el resto de los Grandes. No se opuso al envío de los procuradores, y en septiembre de 1520 hacía juramento de fidelidad a la Junta Santa, siendo considerado en octubre como un declarado partidario del bloque comunero. El Cardenal Adriano de Utrecht, primer ministro de Carlos, consideró que Infantado estaba claramente en contra del Emperador.

Los meses siguientes hicieron enfriar los clamores comuneros en Guadalajara. Tras el apresamiento por el ejército real de todos los procuradores de la Junta en Tordesillas, Guadalajara respondió con el silencio a las peticiones hechas en enero de 1521 para que enviara nuevos representantes. Los letrados e intelectuales de la ciudad eran considerados como sospechosos, pero las aguas fueron calmándose, y nuestra ciudad terminó la contienda en una actitud de prudente silencio, cuando no de abierta colaboración con el Emperador. Así lo hizo el duque, que en la primavera mandaba su fuerte ejército personal a Alcalá de Henares para defenderla del anunciado ataque del Obispo de Zamora, don Antonio de Acuña, recalcitrante comunero, que pretendía ocuparla. El ejército ducal, formado exclusivamente con hombres de Guadalajara, estaba comandado por don Pedro González de Mendoza, futuro marqués de la Vala Siciliana, y por don Fernando de Mendoza, que gobernaban la Caballería y la Infantería, respectivamente. El éxito de este ejército expedicionario fue completo. Poco después, en abril de 1521, y por intercesión del duque del Infantado, el Emperador otorgaba el perdón a todos los sublevados.

Fue, en definitiva, una pesadilla que removió enérgicamente, y desde sus niveles más profundos, la conciencia política de Guadalajara. De aquella época no quedan hoy sino los recortados recuerdos de páginas como esta, o las referencias aún más breves y concisas en libros que, de forma general, tratan de esta contienda civil. De todos modos, bueno es que de vez en cuando recordemos fastos del pasado, que siempre nos permiten obtener, aunque sean de forma marginal, sapiencias para el presente. Quizás sea este un último aprendizaje: la razón dobleza su cuello ante la fuerza. ¿No lo estamos viendo, aún hoy, en otras partes del mundo? Lejos, por supuesto, muy lejos de Guadalajara.

Pelegrina ¿otro castillos por los suelos?

 

Hace escasas fechas, nuestro buen amigo Luis Monje Ciruelo, que siempre se ha distinguido por estar al día en todos los problemas que afectan a nuestra tierra de Guadalajara, daba la voz de alarma de lo que está a punto de ocurrir en Pelegrina: que su castillo medieval, un símbolo más de nuestra historia y nuestras raíces, se venga abajo con estrépito, para peligro de algunos (los que pasen cerca), pérdida de muchos (los que aman ese conglomerado de viejas piedras que son la esencia de nuestro pretérito) y sonrojo de unos pocos (cada vez menos, porque los responsables de nuestro Patrimonio Artístico cada día sueltan unos gramos de lastre de vergüenza).

Si ocurriera lo que, efectivamente, puede suceder en cualquier momento, la provincia de Guadalajara y con ella Castilla entera perdería otro fragmento de su identidad. Un torreón, el más meridional, del castillo de Pelegrina, está tan amenazado en sus basamentas y apoyos sobre la roca, que con las lluvias intensas de esta primavera sufrirá un poco más la erosión de sus fundamentos, y el inestable equilibrio en que se encuentra se romperá a favor del desplome.

Es este el momento idóneo para evitarlo. Unas obras de acondicionamiento, de refuerzo más bien, en la cara sur de ese torreón valiente que vemos en la fotografía, podrían mantener a la fortaleza de Pelegrina en condiciones de durar otros cuantos siglos. ¿Se llegará a tiempo? ¿O habrá que esperar a que, como ocurrió no hace mucho en Embid, en el señorío de Molina, la torre ruede hecha pedacitos por la montaña abajo? A pocos pillará, porque nuestros pueblos están ya desiertos. Pero todos habremos perdido, repito, un trozo de nuestra historia, disuelta en la intangible esencia del recuerdo.

* * *

Merece la pena, de todos modos, darse una vuelta cualquier día de estos por Pelegrina, por si fuera la última vez que viéramos su castillo recortado sobre el horizonte verde del valle del río Dulce. Si allí nos llegamos, encontraremos al pueblo recostado en la ladera septentrional de un cerrete rocoso, vigilante en la orilla derecha del profundísimo barranco por el que discurre el mencionado río, y oteando al mismo tiempo un más alto y suave vallejo en que se cultivan de cereal sus tierras. El curiosísimo emplazamiento de Pelegrina, y la magnificencia de los paisajes que le rodean, hicieron surgir, en la Edad Media que vio su poblamiento, el nombre que aún hoy mantiene: Pelegrina procede de «peregrina» o «bella» perspectiva, aunque según Ranz Yubero su nombre estaría en relación con la abundancia de piedra existente en el entorno.

Por su término cruza, ahondado entre impresionantes riscos cortados, por donde la vegetación exuberante aflora entre las piedras, y los arroyos se despeñan en altísimas cascadas, el río Dulce, que procede de los altos de Bujarrabal y Jodra, y da, luego de atravesar los alucinantes estrechos de La Cabrera y Aragosa, en el Henares, por Mandayona.

Su historia es prolongada, no muy densa de hazañas, pero sí sabrosa en significados. Tras la reconquista de la zona y ciudad de Sigüenza en 1124, el enclave de Pelegrina y sus alrededores fue dado en señorío, por el rey Alfonso VII, a los obispos de Sigüenza, quedando en exclusivo patrimonio de la Mitra hasta el momento de la abolición de estos señoríos, en las Cortes de Cádiz. Estos obispos construyeron el castillo roquero en el mismo siglo XII, y en él pasaron largas temporadas de descanso. En su derredor fue creciendo el poblado, al que siempre favorecieron los obispos. Solamente vio turbada su tranquilidad en el siglo XIV, cuando Pedro I de Castilla lo confiscó temporalmente para fortificar su reino contra las posibles amenazas fronterizas de Aragón; en el siglo XV, las tropas navarras lo conquistaron durante breve tiempo; en 1710, los ejércitos del archiduque pretendiente al trono, ya en retirada hacia Aragón, lo incendiaron y destruyeron, lo mismo que un siglo después, en 1811, hicieron los franceses con los escasos restos que quedaban, dejando una ruina triste sobre el montículo.

El castillo de Pelegrina, que centra hoy nuestra atención y nuestra preocupación por su posible inminente ruina, es una fortaleza de las que llaman roquera, puesta en lo más alto del roquedal sobre el que se encarama el caserío. Es alargada su planta, con fuertes cubos o torreones esquineros, cilíndricos, adosados en las esquinas, y otros al comedio de los muros. En el extremo sur se abre la puerta, con alto arco que salta entre dos gruesos torreones, uno de los cuales es el más amenazado por la inestable endeblez de su soporte. El espesor de sus muros, al menos en la parte baja de ellos, era superior al metro y medio. Parte de ellos se han perdido, y, de los que quedan, han perdido también las almenas. Tuvo torre del homenaje, construida más modernamente, y que apoyaba sobre el muro norte; era de planta cuadrilátera, con dos pisos de estancia.

Ya de paso podemos entretenernos en contemplar la iglesia parroquial de Pelegrina, que es obra de tipo románico, erigida también en el siglo XII, cuando fue tomada y poblada por los obispos de Sigüenza. Puede admirarse en su aspecto exterior la espadaña triangular sobre el muro de poniente, el ábside semicircular con remate de modillones en la cabecera del templo, y una portada abocinada con arquivoltas semicirculares y columnas y capiteles muy desgastados pero de sencillo aspecto románico rural. En el siglo XVI se le añadió a esta portada un escudo del obispo don Fadrique de Portugal, con restos de policromía, y un atrio porticado sujeto por columnas cilíndricas sobre pedestales y rematadas en sencillos capiteles clásicos. En el interior, de una sola nave, destaca el artesonado de tradición mudéjar, policromado, del siglo XVI, y el gran retablo que cubre los muros de la capilla mayor, obra de la misma centuria. Talla y pintura alternan en sus espacios, que van separados por frisos, balaustres y pilastras ricamente decoradas con motivos de gran plasticidad en los que predominan los grutescos, follajes, roleos, cartelas y aun temas mitológicos. La predela muestra cuatro hornacinas aveneradas en las que aparecen otras tantas estatuas de los evangelistas. La iconografía de esta pieza mezcla las escenas de la vida de María con las de la Pasión de Cristo, en amalgama muy propia de la época de su construcción. En cualquier caso, una pieza curiosa, y hermosa, que reclamará nuestra atención cuando nos decidamos a llegar hasta Pelegrina, y allí reflexionar, una vez más, sobre la precariedad del Patrimonio Artístico en Guadalajara, que sólo parece ser noticia cuando está a punto de desaparecer.