Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

febrero, 1993:

Viejos tiempos: Celtíberos y Romanos en lucha

 

La provincia de Guadalajara fue un lugar densamente poblado desde tiempos muy remotos. No es difícil llegar a esta conclusión después de hablar (y no digamos ya leer sus trabajos, como hemos hecho esta misma semana) con el profesor Valiente Malla, quien parece haber estado presenciando las bajadas y subidas de unos pueblos y otros por las orillas del río Henares, con unos potentes prismáticos desde su atalaya de Cogolludo.

No viene mal hacer aquí un brevísimo resumen de la presencia de los celtíberos y los romanos por nuestra tierra, unas veces (las más) en guerra sañuda, y otras en armoniosa paz propiciadora de grandes fundamentos.

Los Celtíberos son los que forman la gran civilización que ocupa las tierras de Guadalajara inmediatamente antes de los romanos, llenando el periodo final del Hierro. Las excavaciones arqueológicas realizadas por el marqués de Cerralbo a principios de este siglo nos dieron a conocer esta cultura, que tuvo su apogeo entre los siglos VI al III a. de C. Aunque los romanos llamaron celtíberos a todos los pueblos que ocupaban el norte peninsular en torno al Ebro, la realidad es que formaban muchos grupos raciales y culturales diversos, independientes entre sí, extendidos por la Celtiberia Ulterior (en la que destacaron los arévacos y los pelendones, más célticos, más guerreros, que sucumbieron antes de rendirse al romano, y que ocuparon lugares como Sigüenza, Atienza, Termancia, etc.) y por la Celtiberia Citerior, en la que aparecieron los bellos (por el valle del Jalón) y los titos, más al sur, por Molina. También en esta demarcación encontramos a los lusones, extendidos en un territorio muy concreto de la actual serranía del Ducado, en torno a pueblos como Luzaga o Luzón que heredaron de Ellos su nombre. Estuvieron más influidos por los iberos y opusieron menos fuerza a la dominación romana. Aún quedan otras tribus consideradas celtíberas como los olcades, que ocuparon Caesada (Hita) y tierras de Cuenca.

Estos hombres se dedicaron fundamentalmente a la ganadería, al pastoreo y a la cría de caballos. Se distribuían en ciudades (oppida), aldeas (vici) y castillos (castella), pero todo en forma de pequeños y humildes núcleos, que en cualquier caso estaban muy bien defendidos. Las ciudades eran independientes entre sí, al modo de las ciudades‑estado de otras civilizaciones mediterráneas. Su religión era naturalista. Sin ritos concretos, ni lugares de culto, se sacralizaba la Naturaleza, las fuentes, los bosques, las montañas. Se hacían oraciones comunes y ofrendas. Se dedicaba un culto muy especial a los muertos. Y prueba de ello son las abundantes necrópolis, que en tierras de Guadalajara se han hallado tan grandes. Siempre se hacía el rito de la incineración, y en ocasiones se hacían sacrificios de animales, enterrando a los guerreros junto a sus armas y utensilios de batalla. Son múltiples los lugares donde se han encontrado necrópolis y acrópolis celtibéricas, documentando infinidad de elementos de su cultura material y de su forma de vida: Higes, Valdenovillos, el Rebollar en Alcolea de las Peñas, Tordelrábano, Altillo de Cerropozo en Atienza, El Atance, La Olmeda de Jadraque, Carabias, Prados Redondos en Sigüenza, Guijosa, Estriégana, los Castillejos de Pelegrina, Aguilar de Anguita, Torresaviñán, Villaverde del Ducado, Luzaga, Padilla del Ducado, Hortezuela de Océn, Renales, Chera, La Yunta, etc. 

Contra ellos se arrojaron los romanos, que procedentes de las costas mediterráneas fueron durante los dos siglos anteriores a Cristo adentrándose en el inhóspito territorio peninsular. La imperialista dominación de Hispania por el Imperio Romano fué larga y conflictiva. Las guerras celtíberas, que terminaron con la victoria de Roma sobre esta parte del interior ibérico, de la Celtiberia concretamente, se sucedieron entre los años 143 al 133 a. de C., aunque hasta el 94 a. de C. siguieron presentándose las batallas y las escaramuzas.

En principio, y durante el periodo republicano, Roma trató de imponerse a los pueblos sometidos y cobrarles impuestos. Según Tito Livio (34,19), el general Catón atacó a Sigüenza, estableciendo un campamento en La Cerca, junto a Anguita. En cualquier caso, este sería un centro fortificado romano de cara a controlar una zona inestable.

La ciudad de Caraca, en el territorio alcarreño, resistió en el 78 a. de C. a los romanos, según Plutarco y Sertorio. La zona de Guadalajara actual perteneció a la Hispania Citerior, que tras la reorganización de Augusto pasaría a ser incluída en la Hispania Tarraconense.

La influencia de Roma a partir de la definitiva conquista se centra en los cambios de la explotación agrícola, minera, comercial, y en la construcción de grandes vías de comunicación, de puentes, etc. En la España romana, en la que permanece un importantísimo sustrato de población autóctona, que en el caso concreto de nuestra provincia es de raíz celtibérica, se distribuyen los pobladores en cognatio y gentilitas, aunque Roma pone sus pretores y cónsules para el gobierno de los territorios.

La más señalada de las ciudades de la época romana en Guadalajara fue sin duda Segontia (Sigüenza). En el año 195 a. de C., cuando era asediada por el ejército romano, figuraba como un punto de almacén de provisiones, teniendo tras su conquista una estructura municipal, y erigiéndose, ya en el valle, como importante centro de comunicaciones entre el Jalón y la Meseta. Cercana asentó Luzaga, con muralla e importantes edificios públicos romanos.

La evolución durante el Bajo Imperio, con la invasión de la costa mediterránea por francos, supone el empobrecimiento progresivo del Imperio en Hispania. Se asientan poderosos y ricos terratenientes romanos en villae sobre los valles de los grandes ríos, junto a las vías, siguiendo los consejos dados por Catón y Varrón. De ellas han quedado algunos notables ejemplos como las villae de Gárgoles de Arriba, de las Casutillas en Corduente y de otros pequeños lugares en torno a Sigüenza y el río Henares.

En cualquier caso, ‑y hoy olvidados de virreyes, de Mendozas y monasterios‑ es útil que de vez en cuando nos adentremos en esas inmemoriales épocas en las que se fraguaba, entre luchas y alianzas, el origen de nuestra sociedad. Aunque sea en mínimo grado, algo de aquel festival mayúsculo hemos heredado.

La Pastrana de Camilo José Cela

 

Si al año pasado le hemos considerado como un momento capital para la historia de Pastrana, no lo fué solamente porque en él se conmemorara y celebrara el IV Centenario de la Princesa de Eboli, sino porque realmente se han puesto en él, muy «a la chita callando», las bases de un desarrollo que se irá concretando y visualizando con mayor nitidez en los próximos años. Uno de los caminos por donde va a ir ese desarrollo, desde el principio lo dijimos, es el turístico. Ello se va a ver aumentado, si cabe, por la repercusión que en el mundo cultural va a tener la recuperación del Palacio de los Duques, en cuyo proyecto se ha empezado a trabajar, ya muy en serio, por parte de la Universidad de Alcalá. Ojalá que un día, también alborozados, podamos decir que su restauración se ha completado, y su uso para un fin cultural es un hecho. Porque estoy seguro que así va a ser, aquí lo digo.

Esos son los pasos que proponía Camilo José Cela que Pastrana diera, cuando él la visitó, por vez primera, allá por el mes de junio de 1946. Montado en el coche de línea llegó a su plaza, y allí se encontró con el alcalde don Mónico y el médico don Paco, ambos por desgracia ya desaparecidos. Las palabras de Cela sobre Pastrana han quedado desde entonces como sonoras lápidas que la definen. ¿Porqué no recordar lo que nos dice de la princesa de Éboli cuando mira desde la fonda el amplio plazal de la Hora?. Es Esto:

«Don Mónico ha salido ya y don Paco está asomado al balcón, mirando para la vega. El viajero se levanta, bebe un traguito de coñac, enciende un pitillo y se asoma también al balcón de la plaza, sobre la que se columpia un aire transparente y un poco cansado. Mira para la derecha, para la fachada del palacio, que está en línea con la de la fonda y ve, casi al alcance de la mano, la reja que guardó a la princesa de Éboli. El viajero, que es también español, como cualquier pastranero, se estremece al pensar que al otro lado del tabique vivió las malas horas y acabó muriendo aquella dama enigmática, bella, tuerta y, al parecer, cachonda, que tanta influencia tuvo y tan de cabeza trajo a los poderosos. El pueblo, en Pastrana, la llama, desgarradamente, la puta; el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan, y al vino, vino.

‑‑¿Le ha gustado la villa?

‑‑Mucho. Pastrana es una gran ciudad, quizás un poco dormida.

Don Paco sonríe, pensativo…»

El viaje que Cela hizo por la Alcarria está lleno de encuentros sorprendentes con gentes que ya pasaron. La tierra, sin embargo, es la misma, tan hermosa, y los pueblos y ciudades continúan manteniendo su aire evocador y entrañable. Solo en Pastrana el ahora Premio Nobel se dedica a indagar sobre historias y personajes. Quizás llevado del entusiasmo de don Paco, o porque él se sabía en el centro de un viejo mundo dormido, no se resiste a hablar de ese gran palacio que parece abarcar la esencia de la villa. Así nos lo describe:

«A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire. Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arlés. En la plaza de la Hora está el palacio de los duques, donde estuvo encerrada y donde murió la princesa de Éboli. El palacio da pena verlo. La fachada aún se conserva, más o menos, pero por dentro está hecho una ruina. En la habitación donde murió la Éboli ‑una celda con una artística reja, situada en la planta principal, en el ala derecha del edificio‑ sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro».

Cela quedó encantado cuando don Paco le regaló un azulejo del palacio. Pero en su fuero interno se rebeló ante la dejadez que suponía ver, entre todos, como el palacio se hundía y nadie hacía nada por salvarlo. Pidió en sus páginas un poco de audacia para sacar a Pastrana de su letargo. Le hacía mal ‑decía el Nobel/viajero‑ tanta historia y tanto arte. Se miraban demasiado al ombligo los pastraneros. Y así no se iba a ninguna parte. Hoy parecen haber comprendido aquél mensaje. Llegado por muy distintas vías. Y Pastrana inicia su necesario despegue anímico.

¿Porqué no releer, otra vez, el «Viaje a la Alcarria» de Cela? Esas páginas enternecedoras que describen un mundo ya ido, ajeno. Aquella Pastrana que conociera una tarde de junio, de hace casi ya cincuenta años, vive en el recuerdo. Pero se parece tanto a la actual…

«La iglesia es muy histórica y está cargada de recuerdos de pasadas grandezas, pero al viajero se le ocurre que, sin duda, lo más hermoso que tiene es su pórtico y su rosal de rosas de té. En tiempos tuvo un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, y hoy, quién sabe si por no haber sabido guardar, el coro está vacío, sin un solo hombre (…) El pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción tiene una orla de rosas de té. La iglesia está cerrada y el cura no aparece en su casa, ha salido a darse un paseíto. Después de mucho buscar y mucho preguntar, se encuentra al sacristán. El sacristán y el viajero recorren la iglesia, que debió tener su importancia. El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan. En la iglesia está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo, que debió ser todo un personaje y a quien se dice que van a beatificar; el viajero piensa que el ermitaño gastaba un nombre sobrecogedor de romance de ciego, un nombre más propio de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo que de un presunto beato».

Me perdonará Cela, lo sé, que haya echado mano esta semana a sus hermosas frases sobre Pastrana. En definitiva, nos hacen vivir (a mí por lo menos) aquellos días en que los guardiaciviles hacían el amor a las mocitas pastraneras, y todos eran felices oyendo la radio y charlando de cosechas.

El castillo y la muralla de Peñalver

 

Hace escasas fechas, y junto a mis amigos del Club Alcarreño de Montaña, he llegado otra vez a Peñalver. Fuimos andando, desde Tendilla, por las orillas duras de hielos de la umbría del arroyo del Prá. La charla evocadora de antiguas costumbres (el señor Práxedes, que se las sabe todas) y el perenne entusiasmo de Santiago Bernal (a quien le faltan días para cumplir todos sus proyectos) se sazonan a trechos con los versos que nuestro común amigo Jesús García Perdices dedica a cuanto de humano y tierno sale a su paso.

En Peñalver se alzan picotas, iglesias del Renacimiento, placas en recuerdo del Nobel Cela, y en lo alto de todo un castillo que merece evocar, por cuanto es de los menos conocidos de nuestra Alcarria, aunque pleno de historias suculentas. Además del clásico historiador de nuestra tierra, el hoy centenariado Layna Serrano, de este castillo se ocupó el peñalvero Julio de la Cueva Pintado hace unos años, y de sus palabras emerge mi recuerdo y esta invitación a mis lectores para que hasta su ruinosa silueta acerquen sus pasos.

La antigüedad de Peñalver está probada. Risco y valle sujetaron una población prehistórica de cuyas costumbres hoy queda, al menos, la reliquia de su botarga de San Blas, que volvió a salir por las calles, vibrante y juguetona, hace unos días.

Pero fue a partir del siglo XII una vez conquistado Peñalver a los árabes por las huestes del Cid, en el reinado de Alfonso VI, cuando puede afirmarse que se inicia su verdadera historia, basándonos en algunos documentos y en los vestigios que han arribado hasta nosotros y que, por suerte, aún podemos contemplar, teniendo entre ellos como los más significativos al castillo y la muralla, de los que en esta ocasión quiero elevar la glosa.

Desde cualquier calleja de Peñalver en que alcemos los ojos hacia el occidente, se ofrecen altivos los restos que del castillo han sobrevivido. Ahí están, entre otros, el trozo horadado de muro, que se destaca encima del poblado, y la pared central del cementerio. Fue este edificio, sin duda, de gran amplitud y belleza, situado en el lugar más estratégico del entorno, desde el que se dominaba completamente el recinto de la villa, el valle del arroyo del Pra y la llana meseta de la Alcarria, afincando sus cimientos en la firme y altiva roca caliza y blanquecina (peña alba = peña blanca), que dió nombre (Peñalver, antes Peñalber) al pueblo. Sirvió para encuentro de hombres poderosos y las antiguas crónicas nos le pintan escenario de hechos y decisiones relevantes, como la entrevista que en él mantuvieron el 22 de enero de 1292 el rey de Castilla, Sancho IV el Bravo, y el de Aragón, Jaime ll el Justo.

De sus particulares características nos habla la Relación Topográfica que los peñalveros enviaron en 1580 al Rey Felipe II: Hay una fortaleza con muchos cubos y un pedazo de torre comenzada muy grande, que está en lo alto del pueblo, sobre una peña muy grande.

Perteneció desde el comienzo de la repoblación (siglo XII) a la Orden Militar de los caballeros‑monjes de San Juan de Jerusalén, que erigió a este lugar en cabeza de Encomienda, abarcando los lugares y tierras de Peñalver y de Alhóndiga, y poniendo a un Comendador como jefe supremo del territorio con residencia en este castillo, hasta que el emperador Carlos I, autoerigido en maestre mayor de todas las Ordenes Militares hispanas, procedió a su venta en 1552 al Obispo de Lugo, don Juan de Carvajal.

Los caballeros de San Juan, como encargados del gobierno de Peñalver, fueron los constructores de su muralla, unida al castillo y abarcadora de todo el pueblo, así como de la iglesia románica de Nuestra Señora de la Zarza, edificación primitiva que las tradiciones atribuyen a los Templarios, y ubicada (al menos su solar) en la actual plaza, en la que hoy apenas se vislumbran algunos restos de su ábside. Estos caballeros medievales entregaron a Peñalver, incluso, un Fuero propio en el año 1272, habiendo quedado de su recuerdo el emblema de su cruz blanca y octopuntata, sobre el campo brillante de gules, como elemento oficial del actual escudo heráldico municipal.

Según nos cuenta Julio de la Cueva Pintado en el referido artículo que publicó en la Revista «Peñamelera» de septiembre de 1984, como una prolongación defensiva del castillo y rodeando todo el pueblo, tuvo Peñalver una gruesa y posiblemente almenada muralla, con sus torres y puertas de acceso; ello se colige de los restos que de esta construcción aún permanecen en pie, sobre todo el trozo de muro que aparece junto a la picota, a la entrada del pueblo viniendo, como veníamos el otro día, desde Tendilla. Y se colige esta suposición también de lo que nos narran distintos documentos, como las referidas «Relaciones Topográficas» de 1580, donde leemos: Que está cercado muy bien de argamasa de calicanto con sus almenas muy fuertes y tiene sus puertas con cerraduras. Tres puertas debía tener, al menos, la muralla de Peñalver: una, la del sur, que se hallaba a la entrada de la calle mayor o de enmedio; otra la del norte, al término de esa misma calle; y la tercera, en el lugar que hoy, por esa causa, se denomina como «el arco». Permanecen todavía en la toponimia local peñalvera los nombres de «el arco», «la cerca» y «las almenas», lo que me resulta muy significativo de una tradición firmemente anclada en antiguas huellas de fortificación urbana ya desaparecidas.

Por el camino de Irueste, después de reparar nuestras fuerzas en el bar de la plaza, nos alejamos charlando y comentando nuestros descubrimientos. La mañana invernal nos deja ver, desde la altura del páramo, las altivas sierras de Ocejón y Alto Rey en lontananza. Se ven jilgueros, petirrojos, oropéndolas y urracas. Por estas trochas por las que no pasan los coches es por donde aún se fundamenta nuestro amor a la Alcarria, a sus gentes, a tantas cosas hermosas que perduran.

Por los caminos de la Sierra: El monasterio cisterciense de Bonaval

 

Una vez más hemos emprendido el camino que serpentea, entre los robles ahora secos y tristemudos, desde Retiendas hasta Bonaval. Ha hecho tanto frío durante la noche quieta, que las orillas del arroyo se han helado. El sol, tímido de nieblas, le echa unas sonrisas a las altas cimas (el Cerbunal, el Ocejón) que parecen dioses sin corona.

Hay que saborear, en silencio y soledad, estas huellas del pretérito de nuestra tierra. Del antiguo monasterio cisterciense de Bonaval quedan hoy unas escasas ruinas. Pero la belleza del paraje en que están situadas, lo grandioso de su enmarcado y el lenguaje plenamente medieval que sus formas expresan todavía, merecen ser tenidas en cuenta en esta hora de reflexión (siempre cerca de mí «la funesta manía de pensar») sobre lo que fueron brillos y hoy son ruinas, abandonadas y olvidadas ruinas.

Se encuentra esta antigua abadía en el término de Retiendas, en la serranía del Ocejón, provincia de Guadalajara. Hasta allí se llega tomando la carretera que sale a la izquierda de la que desde Guadalajara y Humanes sube a Tamajón. Del referido pueblo de Retiendas nace un carril, hoy asfaltado, hacia la presa de El Vado, y a unos doscientos metros del pueblo sale un camino a la izquierda, que lleva directamente, tras media hora de andadura, hasta las ruinas de este cenobio medieval.

Fue fundado por el rey Alfonso VIII de Castilla, en 1164, para los monjes cistercienses, y en 1175 vemos ya confirmado definitivamente en su posesión a su primer abad don Nuño y a los monjes que vinieron de Valbuena, en Palencia. Les dió un ancho territorio para que vivieran de sus productos, y los reyes sucesivos lo fueron confirmando. Como lugar muy aislado, paulatinamente fue perdiendo su importancia, hasta quedar como residencia de monjes ancianos. En 1821 fue deshabitado, pasando sus ocupantes a Toledo. Más de 650 años estuvieron poblando Bonaval los monjes blancos. Lo que ahora puede el visitante contemplar es su situación en lo hondo de un estrecho valle poblado de árboles (robles añejos y encinas con sus criaturas circundantes, los rebollos y las carrascas, y algún álamo copudo y blanco), cerca de su desembocadura en otro valle más ancho, el del Jarama.

La estructura del templo y monasterio es muy característica de los modos cistercienses de construcción en el siglo XII o comienzos del XIII. La forma actual del templo ofrece unas dimensiones similares de anchura y longitud, y posee todos los rasgos propios de esa arquitectura cisterciense, importada de Centroeuropa, que tanto auge tuvo en los siglos de la Edad Media.

De sus tres naves, sólo queda cubierta la de la epístola. La central es más alta que las laterales, y se separa de ella por medio de pilares de planta octogonal en los que se apoyan los arcos formeros, dobles y apuntados, sobre los que reposaban las bóvedas, de tipo nervado, de medio punto, que descansaban sobre adosadas columnillas a los pilares.

Las tres capillas de la cabecera, o triple ábside, comunicadas entre sí por pequeñas puertas abiertas en el fuerte muro, se conservan bastante bien, y están cubiertas de sus primitivas cúpulas nervadas. A la capilla principal se accede por medio de un gran arco triunfal, que da paso a un presbiterio recto cubierto por bóveda sustentada de dos nervios de medio punto, y rematado en el ábside de tres lados rectos cubierto asímismo de bóveda poligonal iluminado por tres ventanas muy alargadas y estrechas. Adosada a la capilla del Evangelio, se encuentra la sacristía, quizás la más antigua de las edificaciones de este monasterio, de encañonada bóveda semicircular. Se abre a sus pies un sencillo hueco de arco sin moldurar que daba paso al antiguo claustro. En lo que fué el crucero, se abre una escalerilla que asciende, embutida en la torre, hasta la terraza de la misma. En el interior del templo, se ven numerosos capiteles de bella decoración foliácea, rematando las columnillas que se adosan a los pilares y a los muros del templo.

Al exterior, en el paramento meridional, se abre la puerta del templo, de estilo netamente cisterciense, con apuntado arco cargado de archivoltas, adornadas al exterior de una moldura de puntas de diamante,  que a su vez descansan en sendos capiteles foliados, y estos rematan a cuatro pares de columnas. Sobre ella, y ligeramente descentrada, aparece una elegante ventana de estilo de transición. Junto a la puerta, se levanta la torre rematada en almenas.

El aspecto de los tres ábsides en la cabecera del templo es magnífico. En ellos se abren grandes y estilizados ventanales de arco apuntado, con finísimas columnas que sostienen mínimos capiteles, y una cinta de puntas de diamante bordeando el conjunto. Rodeando a la iglesia por occidente y norte, se ven los altos muros, derruidos y sin interés, de lo que fué el convento. Hoy es, como ayer y hace ya más de siglo y medio, un entorno de paz y belleza, apenas roto en verano por los excursionistas. La Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha anunció hace tiempo la puesta en marcha de un «taller de restauración» integral que actuaría sobre la ruina de Bonaval, con el objetivo de limpiar su entorno, acondicionarlo y rescatarlo de la progresiva ruina y rapiña. La cosa quedó, como tantas otras que el viento lleva y la desmemoriada masa olvida, en la nada. El viaje hasta el entorno, medieval y silencioso, de Bonaval, es en cualquier caso algo que merece hacerse cuanto antes. Mejor ahora, en una mañana limpia y brillante de escarchas de este invierno que se deshace en soles. Antes de que lleguen las motorizadas huestes de excursionistas a ponerle ruidos de casette y cáscaras de naranja.