La Guadalajara recóndita (3)

viernes, 22 enero 1993 0 Por Herrera Casado

Interior del templo conventual de San Francisco de Guadalajara

El Monasterio de San Francisco

Unos a pie y otros caminando, los viajeros que fuimos a ver la «Guadalajara recóndita» el pasado 29 de Noviembre llegamos al filo del mediodía al recinto del antiguo monasterio de San Francisco. Como todos saben, desde hace siglo y medio aquello es un «fuerte» militar que tiene muy limitado el acceso a los simples curiosos. El edificio es Monumento Nacional, pero las posibilidades de que los turistas lo contemplen a su sabor están muy reducidas. No nos pudimos quejar en nuestro viaje dominguero, porque la amabilidad de los oficiales nos llevó de acá para allá viendo los elementos más espectaculares del recinto.

Y pudimos observar que se encuentra en bastantes buenas condiciones de conservación. Necesitaría una ingente obra de restauración, por supuesto, especialmente la cripta donde fueron enterrados durante siglos los Mendoza. Pero el esfuerzo del Ejército por mantener en condiciones aceptables (al menos evitando que se deteriore aún más) aquel lugar, es de todo punto elogiable.

En un paraje de gran encanto, levemente apartado del movimiento diario de la ciudad, encerrado entre un parque constituido por denso bosque y las murallas del Fuerte militar en que hoy se constituye, aparece el antiguo monasterio franciscano que ofrece al visitante como más interesante el edificio de su iglesia, a la cual está anejo, con algunas modificaciones modernas, el convento.

La iglesia alza sus altos muros y su torre sobre los tejados y los parques de la ciudad. De ella dijo el antiguo cronista Núñez de Castro que pudiera ser Catedral de un gran Obispado según su grandeza. Consta al exterior de unos paredones pertrechados de gruesos contrafuertes en sillarejo, ofreciendo la puerta principal sobre el muro de poniente, y en el ángulo noroccidental la torre que acaba en agudo chapitel de evocaciones góticas. El interior de este templo, con su aspecto original, aunque ahora vacío de mobiliario y decoración mueble, es de una sola nave, de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico flamígero, y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. En esta nave, cubierta de altas y bellas bóvedas de crucería, en cuyas claves surge tallado en multitud de ocasiones, así como en los capiteles de las columnas adosadas al muro, el escudo de armas de Mendoza, timbrado del capelo cardenalicio propio del Gran Cardenal don Pedro González, principal constructor de este templo.

Visitamos luego el panteón de los Mendoza, construido en el siglo XVIII a instancias del décimo duque don Juan de Dios de Mendoza, que es un lugar verdaderamente espectacular y solemne. Uno de los más extraordinarios espacios artísticos que posee la ciudad de Guadalajara, y que hoy aparece muy mutilada y muy deteriorada, en parte por los destrozos a que la sometieron los franceses cuando la Guerra de la Independencia, y en parte también por el abandono en que estuvo durante largos años, paliada en buen modo en el momento actual. Imita totalmente a la cripta o panteón real construido bajo la basílica del monasterio de El Escorial que construyera Herrera en el siglo XVI y adornara con el fragor del barroco Juan Bautista Crescenzi en el siglo XVII. Se trata en este caso de un espacio de planta elíptica, a la que se accede desde la puerta de la epístola en el presbiterio del templo, por una escalera que baja y en un rellano se une a la puerta que permite el acceso directamente desde el exterior, a través del cuerpo posterior adosado al templo y que alberga parte de esta cripta.

La planta elíptica se convierte en poligonal mediante aplanadas pilastras que se adosan a otros tantos machones sosteniendo la bóveda. Esta es muy rebajada, y surge del nivel del friso. Entre los referidos pilastrones se forman espacios huecos que se dividen en cuatro espacios mediante tres entrepaños, permitiendo albergar en cada uno de esos huecos sendas urnas mortuorias de tallados mármol. Son en total 26 urnas, muchas de ellas destrozadas y partidas en fragmentos. La bóveda se cubre de una profusa decoración barroca con elementos geométricos complicados. Todo el conjunto está revestido de llamativos mármoles de tono rosa, gris y negro, así como el suelo, que aunque muy estropeado muestra en algunas zonas íntegro el precioso dibujo formado por fragmentos de los referidos colores. También en esos tonos está decorada la escalera cubierta por bóveda alargada que en su último tramo conduce, desde el presbiterio y el exterior, hasta un pequeño atrio subterráneo desde el que se entra a la cripta, o se pasa al «pudridero», tenebrosa estancia llena hoy de humedades.

Al fondo de esta cripta aparece en estrecho espacio la capilla, iluminada por gran ventanal. En ella se ven cuatro columnas adosadas que sostienen el clásico friso y cada una de ellas un angelote. Se cubre de bóveda hemiesférica, y también se reviste en su conjunto de ricos mármoles con adornos barrocos. Esta capilla no se llega a cubrir completamente, pues su parte más alta comunica con el baldaquino del altar mayor del templo.

Fué sin duda un momento de expectación y sorpresa cuando los viajeros, en grupos muy reducidos de ocho ó diez personas, bajaron a la cripta. La escalera no permite mayores afluencias de gente. La misteriosa luz que lo baña, el silencio y la evocación de los antiguos siglos en que los Mendoza depositaban allí los cuerpos de sus difuntos, y la suntuosidad de los mármoles y las filigranas, hicieron recorrer de un escalofrío de emoción más de una espalda.