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diciembre, 1992:

Navidad en la Alcarria

 

Aunque en este año la Navidad suene a añoranzas con más fuerza que otros, y en los oídos tengamos aún la música de la guitarra de Segundo Pastor, en el corazón las sabidurías pastraneras de Francisco Cortijo, en la retina los colores alcarreñistas de Regino Pradillo y en el ánimo el entusiasmo espléndido y molinés por los cuatro costados de Pedro Pérez Fuertes, no por ello vamos a dejar que la fiesta de la alegría por un Nacer divino se trunque ó amargue, y desde estas sencillas líneas queremos hacer la llamada al recuerdo de lo que fueron, y aún perviven casi agónicas, las Navidades aldeanas de nuestra tierra alcarreña, con su correlato de villancicos y rondas, con sus alegrías chiquilleriles y las costumbres añejas de la matanza y el buen comer.

Ya en el calendario románico de Beleña, en el arco de ingreso a la pequeña iglesia aldeana, obra del remoto siglo XIII, se representa el mes de diciembre por un hombre sentado ante una mesa bien provista de viandas, dando al conocimiento de los tiempos venideros que la forma de celebrar estas fiestas era, también entonces, llenar abundantemente los estómagos. Al mes de enero le significan por la matanza del cerdo, desequilibrando con ello la normal representación de los meses en la generalidad de los calendarios antiguos.

Pero el caso es que estos dos ritos son los que, hoy también, conforman la celebración de la Pascua de Navidad en nuestra región. Que hasta hace muy poco tiempo fué la fiesta eminentemente pastoril, en la que ese gremio olvidado y de gentes con muy pocas posibilidades, se levantaba durante unos días en centro de la atención y el cariño de sus paisanos. En muchos lugares de la Alcarria, los pastores llenaban el mes de diciembre con su presencia notable en cualquier acto del pueblo, y sus cánticos plenos de ingenuidad invadían trochas y altares, portones y soportales de las villas de la tierra.

Eso nos contaba Aragonés Subero, en su libro magnífico sobre el folclore de Guadalajara, y más tarde José Antonio Alonso Ramos, en el estudio publicado en los «Cuadernos de Etnología de Guadalajara» sobre Canciones tradicionales de la Navidad alcarreña. Ellos nos dicen cómo los pastores de Peñalver cuidaban durante todo el mes la lamparilla del Santísimo en el altar de la parroquia. Allí mismo, la Nochebuena veía su triunfo, pues en la Misa del Gallo, a la medianoche, iban en traje de faena a la iglesia, portando dos ancianos pastores un corderillo y un gallo, que contestaban a las oraciones del cura con un balido o un quiquiriqueo, según a uno u otro apretaran sus dueños. Los zagales ayudaban a misa y el resto de pastores y pastoras dejaban oír su orquesta de almireces, castañuelas, zambombas y panderetas. Poco más o menos ocurría en el cercano lugar de San Andrés del Rey, donde también se libraba de muerte temprana a los corderillos que nacían en ese día de la Nochebuena.

Grandes fogatas se encendían en nuestros pueblos delante de las iglesias. Como contrapunto a ese otro 24 de junio en el que la noche se puebla de luminarias, las posturas extremas del sol sobre el horizonte son saludadas con el rito del fuego. Y, después de la gran lumbre, a la Misa del Gallo, a cantar villancicos. Durante toda la noche recorrían el pueblo los mozos jóvenes, con improvisadas orquestas a base de palillos, huesos secos, panderetas y zambombas, botellas de anís rascadas, y alguna que otra bandurria entrometida. A rondar a todos los vecinos y pedirles el aguinaldo. Así hacen en Trillo, donde les daban lo más selecto de la reciente matanza: los chorizos aún blandos, que al día siguiente ponían a freír y así celebrar la Navidad.

La matanza del cerdo, proverbial festejo comunitario en los pueblos de la Alcarria, se encuentra muy unida a la celebración navideña. Porque si bien es cierto que estos sacrificios se hacen en la época del frío intenso para conservar mejor sus productos, por otra parte es la ocasión más solemne y en la que con más justificación se pueden consumir esos bocados de ilustre prosapia castellana como son el jamón, el chorizo y la morcilla. Las familias se reúnen por uno y otro motivo, y en la Navidad se cata casi con mayor placer de lo salado que fabricó el abuelo, que de los bizcochos y mazapanes que trajo el tendero.

Los villancicos son también, en muchos casos, plenamente autóctonos, especialmente en su música, pues las letras son comunes al costumbrismo general castellano. Así ocurre con los famosos y populares villancicos que cantan en Sigüenza y Brihuega, puestos de relieve en estos últimos años por los grupos corales y rondallas de los respectivos pueblos. En la zona de los Yélamos se canta uno, La Airosa, de peculiares características.

Y siempre, siempre, con la alegría ingenua y sin límites que a todos, chicos y grandes, el Nacimiento de Cristo en la humildad de un pesebre les ha deparado a lo largo de los siglos. Que sirvan, finalmente, estas palabras para desear a todos mis lectores, en esta fecha mágica y humana del 25 de diciembre, los mejores augurios de una Feliz Navidad.

Santiago Bernal: una mirada sobre Guadalajara

Santiago Bernal Gutierrez (fotografía de A. Herrera Casado)

 Por fin hemos podido ver, aunque metido en el frasco de las esencias, por lo pequeño y lo puro, un repertorio antológico de la obra de Santiago Bernal, sin duda uno de nuestros mejores artistas vivos. Ha sido desde el día 10 que se inauguró, y hasta mañana 19 por la tarde que se clausurará, en la Sala de Exposiciones de la Agrupación Fotográfica, en la sede del Ateneo Municipal, donde la muestra antológica de Bernal nos ha sido brindada a cuantos admiramos el sabio quehacer de la cámara y la generosidad de este hombre que, si nacido en tierras segovianas, ha tenido entre nosotros, en esta Guadalajara que ahora tan justamente le aplaude, su andadura más plena.

No quiero extenderme en alabanzas de Santiago Bernal, porque es amigo mío y sonaría a adulación. No lo necesita tampoco. Porque lejos de los homenajes que se tributan en comidas con discursos y abrazos, a Santiago Bernal se le acaba de rendir el más concienzudo homenaje que cabe, el de mirar su obra, contemplar con reposo y silencio las fotografías que durante largos años ha tomado con sus máquinas y ha revelado en sus laboratorios, siempre entre las prisas de sus múltiples quehaceres (el primero sacar adelante, con toda la nobleza del hombre cabalmente honrado, a la familia), y ahora en un ramillete de casi treinta obras, nos da entre el blanco y negro de los positivos la genial mirada que él ha tenido sobre el mundo, sobre las tierras de Guadalajara, sobre los hombres, las mujeres y los chiquillos de nuestros pueblos, arrancando al olvido ese instante de luz y de alegría que se prende en el papel.

Vino Bernal a Guadalajara hace cuarenta años, y muy poco después, de la mano de Antonio Márquez y otros iniciales fundadores de la Agrupación Fotográfica, se lió con su Rollei a retratar a cuantas gentes se encontraba en sus salidas dominicales por los pueblos. Con toda sencillez nos lo cuenta: le pareció un honor que le hacían sus recién estrenados compañeros de la Agrupación dejarle fallar un «concursillo» social del club fotográfico. Pero acertó plenamente. Toda su carrera la hizo detrás del visor de sus cámaras. Apretar el disparador, revelar personalmente los carretes y positivar en las cubetas sobre papeles siempre ultraduros, los de los fuertes contrastes y las apasionadas siluetas de las cosas.

No es completa, todavía, esta muestra antológica del arte de nuestro mejor fotógrafo provincial. Porque está bien representada su faceta como avanzado de la «fotografía de autor», del tema libre, del «documentalismo social» que a él le gusta para definir su primera obra. Pero falta esa otra dimensión del paisaje, que tan certeramente Bernal ha llevado siempre entre sus manos, en su corazón ya alcarreño y en sus botas de caminante perenne por nuestra geografía. Falta además esa visión del reportaje sobre los temas que hacen festiva la cotidianeidad de nuestra provincia: la Caballada, la Octava de Valverde, las botargas y las procesiones de Semana Santa. Vendrá (debe ser pronto) una segunda parte de esa antología bernalesca que apuesto ya por sacar, en cuanto sea posible, en libro. Porque junto a aquellos pioneros de nuestro arte fotográfico provincial como fueron don José Ortiz de Echagüe y don Tomás Camarillo, que contaron con soberbias ediciones de sus mejores fotografías, Santiago Bernal tiene los suficientes méritos y las más que aprobadas obras como para mostrarnos a Guadalajara vista por sus ojos, por su precisa mano que busca, coloca y eterniza en papel las cosas.

De la muestra que ahora cuelga en el Ateneo de Guadalajara, quizás lo mejor son los retratos de las gentes anónimas que hicieron contrapunto con los muros de las iglesias y las fuentes de las plazas. Las viejas de Bocígano, el fantasma de Roblelacasa y la chiquillería de Caspueñas, se suman al santero de Atienza, el pastor solemne y dramático de la serranía y los dignos mendigos del Rastro. Hay más pobres que ricos en esa mezcla: más honra que pesetas, y más denuncia de la que uno piensa. Pero dejaremos su mérito en la belleza de los lugares, en la oportunidad de los gestos, en la precisión del documento. Muchos, ‑yo diría que todos‑ los personajes que aparecen en las fotos de Bernal, pertenecen ya a otra época. Aunque algunos de ellos (los niños y el capitán del equipo de Lupiana, por ejemplo) todavía sigan siendo jóvenes. Lo que no pasa son las tardes de luz con toros incluidos, lo atardeceres brillantes con sonido de ovejas, y esas mañanas húmedas de niebla y de escarcha cuando los planos de la tierra parecen cortarse por invisibles cuchillas astrales. Esa perenne imagen, ‑hombres y tierras de Guadalajara‑ es lo que nos ofrece Santiago Bernal en su exposición antológica del Ateneo. Y el homenaje que, sin querer, surge de ellas, es lo que ofrecemos, yo en nombre de muchos amigos y admiradores, a su autor, al prolífico y honrado Bernal, que es para todos nosotros espejo de virtudes y de altruismo. Y maestro, al fin, en fotografías.

Galería de Alcarreños ilustres: Regino Pradillo, en la memoria de Guadalajara

Regino Pradillo Lozano, ante uno de sus cuadros

 

Un año después de su muerte, acaba de llegar la que fue largamente prometida Exposición Antológica del alcarreño Regino Pradillo, una de las figuras más excepcionales de, nuestra tierra guadalajareña en el siglo que ahora está acabando. Para cuantos hemos saludado siempre a su figura y a su obra como uno de los puntos de –referencia de la idiosincrasia alcarreña, supone un verdadero placer acercarse hasta el palacio del Infantado a contemplar tanta hermosura, tan alta dignidad puesta en telas y con óleos.

Repito: Pradillo debe ser conside­rado, sin duda, como uno de los mejores pintores con que ha contado Gua­dalajara en este siglo. Además de sus características personales, todo cordialidad, humanidad y dedicación al tra­bajo, su estilo netamente definido, den­tro de una corriente, figurativa, le han aupado a los primeros puestos de cotización y aprecio de la pintura española de nuestra época.

Nació Regino Pradillo Lozano en Guadalajara, en 1925, y desde pequeño demostró su afición al dibujo y la pintura. A base de muchos sacrificios por parte de su familia y de él mismo, que dedicó algunas temporadas de sus vacaciones a trabajar como pintor industrial en obras y reformas, consiguió estudiar en la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid, donde se graduó con toda brillantez, consiguiendo a continuación y por oposición el grado de Catedrático de Dibujo de Enseñanzas Medias,

En esa calidad estuvo algunos anos enseñando a las jóvenes generaciones de alcarreños, entre las que con todo orgullo puedo contarme, a dibujar y a tomar afición por las formas y los colores. Después fué a Paris, también como Catedrático de Dibujo y ya como Director del Liceo Español, permaneciendo allí hasta su jubilación, forzada por problemas de salud, en 1989.

Desarrolló una actividad continuada y metódica en su calidad de artista creativo, de pintor, dibujante y grabador. Pradillo ha dominado todas las técnicas del arte figurativo, y muy especialmente el óleo, en el que ha destacado por su maestría en el retrato, habiendo llegado a pintar varios centenares de retratos de muy destacadas personalidades de la vida española y francesa. Concretamente a su pincel se deben algunos de los retratos de las galerías oficiales de Arzobispos de Toledo, de Gobernadores civiles de Guadalajara y de Presidentes de la Diputación de nuestra tierra.

También ha destacado en la, pintura de escenas y figuras religiosas, adornando con sus grandes Paneles la capi­ la de la Residencia Infantil de Solanillos, y dejando maravillosas composiciones en nuestra ciudad,    como esa portentosa «Primera Misa de San Juan», llena de colorido y equilibrio en su figuras, o el clásico lienzo de «la mora» que desde hace tantos años ‑pues fue una de sus obras de     juventud‑  adorna una céntrica pastelería de Guadalajara.

Todavía son destacables al máximo sus paisajes, especialmente aquellos en los que trata la tierra de Castilla, el paisaje austero y difícil de su tierra natal, nuestra Guadalajara. Las ondulaciones, los rastrojos, el distanciamiento neblinoso de los montes y carrascales tupidos, se reflejan magistralmente en las pinceladas llenas de vigor e inteligencia, también de sensibilidad y cariño, de Regino Pradillo. Son, quizás, la mejor expresión de su arte. Además dibujó y pintó al óleo muchos lugares europeos, especialmente de París, de Estrasburgo, de Moscú, etc.

En otras facetas del arte descolló Regino Pradillo. Son quizás las más conocidas las del dibujo  y el grabado. En el primero de ellos realizó multitud de bocetos, apuntes rápidos, composiciones muy sueltas con figuras femeninas, imágenes de, la Virgen María, grupos de niños, etc. En el segundo, a pesar de la dificultad que entraña técnicamente, logró Pradillo maravillosas piezas, también con re­tratos de personajes alcarreños, tipos populares y paisajes entrañables de la ciudad que le vio nacer.

De tanta actividad y creatividad singular, nuestro artista cosechó innumerables galardones y la ‑admiración de toda Europa, que paseó con sus exposiciones con un éxito enorme. Alcanzó el nombramiento de Académico correspondiente en París de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, la Encomienda con Placa de la Orden de Alfonso X el Sabio, La encomienda al Mérito Civil del Ministerio de Asuntos Exteriores, Académico correspondiente de la Academia del “Second Empire” de París, llevando por otra parte multitud de premios, como la gran Medalla de Oro del Salón de los Artistas Francesas celebrada en el Grand Palais de París. Trofeo que muy pocos españoles han alcanzado. Los laureles se concretaron en premios tan prestigiosos como las «Palmes Academiques» del gobierno francés, o la Medalla Pedro Pablo Rubens de Amberes, etc. Serían in­contables de referir sus premios y pormenorizar sus éxitos a lo largo y ancho de toda Europa. Sus exposiciones en París, en la sede de la UNESCO, en Bruselas, en Estrasburgo, en Londres, eran esperadas con atención, y por ellas desfilaba la mejor sociedad de esas capitales comunitarias.

Cuando Regino Pradillo, en la cumbre de su gloria, se sintió enfermo, continuó alen­tando su afabilidad con todos, pero volvió los ojos hacia su España querida, hacia su Guadalajara natal más concretamente, donde todos le conocíamos más en calidad de «amigo que progresa y que anda por ahí, en el extranjero» que de pintor internacionalmente consagrado. En las sabiendas de que acababa su vida, eligió esta ciudad para morir en ella. Ocurrió su paso al infinito el viernes 18 de de noviembre de 1991. Su memoria, y su gran obra pictórica, quedaron para siempre grabada en los mejores anales de Guadalajara. Y entre sus gentes más memorables, su figura. Justo es que ahora, un año después de su paso a la eternidad, el lugar donde naciera le rinda este homenaje que es así de grande y así de sencillo: exponer su obra, lo mejor de su obra, en el casón más grande del arte alcarreño, en el palacio del Infantado.

El grifo: un animal mitológico en el palacio del Infantado

 

El palacio del Infantado de Guadalajara, del que ahora se cumplen los cinco siglos justos de su equilibrada vida, es una fuente inagotable de sorpresas para quien quiera mirarle como lo que realmente sus dueños quisieron que fuera: no sólo un grito de ostentación y marca de poder, sino un mensaje de mil páginas lleno de enseñanzas, de fábulas y paradojas.

Entre las piedras talladas del patio interior, joya preciosa del catálogo de la arquitectura gótico‑flamígera, se encuentran tallados una serie de seres fabulosos. Destacan entre ellos los leones que escoltan los emblemas heráldicos de los duques constructores (Mendoza y Luna), y que dan nombre al patio. Y los grifos enfrentados de la galería superior, seres fantásticos y misteriosos que con su perfil de agresividad están contando mil quimeras y traduciendo al espectador un largo devenir de leyendas y leyéndole un abultado número de páginas de bestiarios.

Por parejas los grifos se enfrentan, en esta galería alta del palacio del Infantado, a unos enhiestos florones que parecen separarles, y que no son otra cosa que el árbol sagrado de los jardines de Mesopotamia. De las muchas leyendas que se cuentan sobre este fabuloso animal, es ésta una de las más arcanas: los grifos fueron en el Oriente remoto, y hace muchos siglos, los guardianes de las riquezas de las gentes. Existe un canto poético que escribió Aristeas de Proconeso seiscientos años antes de Cristo (que tituló la «Arismapeia») en el que relata cómo los grifos defendían ante los arimaspos  ‑un pueblo mítico residente al norte de Escitia‑  la posesión del oro de la tierra. Fué conocida esta leyenda por poetas y escritores helenos como Píndaro, Esquilo y Herodoto. De esa continua lucha en la que estos seres estaban continuamente comprometidos, surgió la idea de una gripomaquia, ó lucha de los grifos contra otras fuerzas también mitológicas. Eran las amazonas realmente sus más importantes enemigos. Tomás Cantimpratensis en su «Liber de natura rerum» refiere en un largo poema cómo los grifos «…custodian oro y piedras preciosas en algún lugar inaccesible de la Escitia asiática, y aunque los forasteros desean apoderarse de esas riquezas, el acceso al lugar es poco frecuente, ya que los grifos, al ver a los hombres, los arrebatan, como si hubieran sido creados por Dios para castigar la temeridad de la codicia…»

Digamos ya de qué se compone un grifo. Es una mezcla de león y águila. El cuerpo es el del cuadrúpedo, y lo lleva cubierto de pelo, con cuatro fuertes patas terminadas en unas inmensas garras. La parte superior de este ser, es de águila: su cuello se cubre de plumas y la cabeza ostenta un fuerte pico saliéndole unas pronunciadas orejas tras los ojos, siempre grandes y penetrantes. Su grandiosidad fué mítica: sus uñas, del tamaño de un cuerno de buey, servían para hacer tazas a algunos pueblos primitivos; las plumas de su cuello eran usadas para hacer fortísimos arcos con los que disparar saetas invencibles. Mencionan a este soberbio ser San Isidoro en sus «Etimologías» y un anónimo poeta francés en su «Chanson d’Aspremont», en la que el héroe Richier se enfrenta a uno de estos temibles ejemplares, dándole muerte a pesar de medir más de treinta pies de largo.

Utilizado con profusión por el arte medieval, esta mezcla fabulosa de águila y león se tuvo siempre por un ser de terrible fuerza y ferocidad, pero no en exceso enemigo del hombre. Más bien, en ocasiones, como su auténtico amigo y protector. En el conocido «Libro de Alexandre» de la poética medieval castellana, se dice que los grifos son aves valientes, y se explica en un alarde de imaginación (que recoge leyendas previas orientales) la forma en que el capitán macedonio (Alejandro Magno) se las ingenió para surcar los aires, poniéndoles un cebo delante, con lo que les hacía subir o bajar a su voluntad. Otros libros españoles tratan del grifo, como «El Patrón de España» de Cristóbal de Mesa, y Cervantes, en el capítulo XIX del «Quijote…» refiere la existencia de un antiguo caballero andante que llevaba por su nombre el de este animal. En el exagerado «Diccionario Infernal» de Collin de Plancy, aparecen numerosos seres diabólicos que tiene formas semejantes o muy parecidas al grifo: el «Andriago» o caballo alado, el «Glacialabolas» o perro con alas de grifo, y el «Haagenti» o toro alado. Cualquiera de ellos no vale la mitad que los grifos del palacio del Infantado, seres benéficos a todas luces, protectores de la riqueza de los duques mendocinos.

En el arte español ha sido utilizada con profusión la figura del grifo. Son muchos los escudos de armas de caballeros medievales que le llevaban como mueble principal de sus blasones: los Peralta navarros, o don Sancho Mateo de Andosilla. Y en los capiteles de catedrales y claustros románicos aparecen tallados envueltos entre roleos, apresados en selvas (iglesia de un castillo en Zaragoza) o comiendo altas hierbas (Soto de la Bureba). En Guadalajara aparecen en los capiteles de la iglesia medieval de Labros, en el templo románico de Millana y en los canecillos altísimos de Rienda. Pero es sobre todo la estampa brava y elegante de estos elegantes grifos del palacio del Infantado, enfrentados y guardianes del árbol sagrado mesopotámico (quimérica alusión prefigurada de las riquezas mayores) la que quizás con mayor minuciosidad y elegancia les representa en todo el arte español. Un buen motivo, pues, para acercarse otra vez hasta este monumento cumbre de nuestro patrimonio alcarreño. En el año, además en que se cumplen los cinco siglos de su construcción y triunfo.