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agosto, 1992:

Pastrana en fiestas

 

Se hace difícil elegir, en esta semana que la provincia entera arde en fiestas, un lugar donde acercarse para vivir de lleno un jolgorio patronal. Si Brihuega va a derrochar en estos días su ancestralismo con la carrera del toro en homenaje a la Virgen de la Peña, Sigüenza tendrá la bulla de sus peñistas tras San Roque y Cogolludo se entretendrá en montar sobre el redondel de su plaza ducal el espectáculo de la alegría. Y tantos y tantos otros lugares de la provincia se olvidarán por unos días de problemas y sinsabores, gozando con merecimiento su fiesta propia.

Pero si hay que elegir, este año lo haré con Pastrana, la villa con la que la Alcarria se identifica y parece que, en cierto modo, la preside. Porque buena parte de su historia, ‑y por lo tanto de su ser‑ se centra en ella.

La fiesta mayor de Pastrana se hace en honor de Nuestra Señora de la Asunción, a celebrar mañana 15 de agosto. En ella, y ante una masiva asistencia de vecinos y forasteros, tienen lugar bailes, concursos, música, pruebas deportivas y sobre todo está el rito del toro, tan hispánico, que en Pastrana se articula con la suelta y encierro de las reses por las calles, con las correspondientes carreras de los mozos y los sustos de todos por los lances con los astados. Hay además una «vaquilla del aguardiente» a la que entre todos marean, y la correspondiente corrida ó novillada, para terminarse las jornadas festivas con la típica «comida de los huesos» de las reses lidiadas.

Este año la fiesta se prologó con una cuantas actuaciones culturales, dado que es el Cuarto Centenario de la Princesa de Éboli, y el Ayuntamiento pastranero ha querido que su recuerdo esté presente en cada momento trascendente del año. Así, el pasado día 3 de julio hubo en el palacio ducal una representación teatral de «La alcaidesa de Pastrana» de Eduardo Marquina. Luego, el 19 de julio en la iglesia parroquial se celebró un concierto de Música Polifónica del siglo XVI, y el 25 del pasado mes tuvieron lugar los tradicionales «Versos a Medianoche» que en el poético marco del atrio de la colegiata sirvieron para rendir el homenaje de los vates alcarreños a la Princesa tuerta.

Todo esto viene a cuento de que Pastrana sigue siendo, en la paz de un día cualquiera del año, o en el bullicio de su día grande fiesta, un lugar de viaje obligado, una plaza mayor de la Alcarria donde se puede palpar el valor y la esencia genuina de nuestra tierra. En la paz porque los dorados arranques de sus edificios centenarios hablan por sí solos el lenguaje de la grandiosidad. Y en la fiesta porque la voz de las gentes y su moverse de un lado a otro confieren una sensación de vida a esas piedras que nos entregan un lugar sin parangón.

Pastrana tiene tantos encantos que es imposible aquí dejarlos resumidos. Su imagen en la distancia, colgando las casas y los tejados entre las manchas de olivar verdipardo; sus callejas de sombra fresca y sus profundos portalones donde resuena la voz de los moriscos; sus monumentos clave en el desarrollo del Renacimiento castellano: el palacio ducal, la iglesia colegiata, el gran convento carmelita de San Pedro. Y sus museos de hoy, y su animación turística, creciente e imparable.

Pero ahora añade, en estos días que son diferentes, la alegría de todo el pueblo, que repite el rito de cada año, que saca el toro a las calles, que come y bebe con más abundancia que otros días, y que en definitiva son sus esquinas más anchas y más sonoras.

Todo en Pastrana reclama la atención del viajero. Será estas jornadas que mañana «día de la Virgen» comienzan, las que pueden servir de justificación para tomar un primer contacto con ese pueblo al que, con toda seguridad, más adelante se volverá. A rescatar de sus carpetas la magia viva de una historia recuperada.

Alcarreños en América: Los frailes lingüistas

En el año de la conmemoración de la llegada de los españoles a América, y siguiendo con nuestro recuerdo de los alcarreños que en esta tarea se distinguieron, deben ser recordados algunos que participaron en una misma y fundamental tarea: el estudio de las lenguas nativas y la escritura de libros en ellas para instrucción de esos nativos.

Cinco figuras de relieve se hace preciso recordar en este caso. Todos ellos eclesiásticos, todos ellos naturales de nuestra Alcarria. Vayan aquí, en homenaje a sus figuras y las de tantos otros que en esa línea trabajaron, nuestro recuerdo.

Fray Francisco Coronel fue lingüista, y estudioso de la lengua aborigen de las islas Filipinas, donde pasó largas épocas de su vida. Nació en Torija, hacia 1561. Su padre era Francisco Gutiérrez, de Caspueñas, y su madre Ana Coronel, de Hita. Debió de marchar al Nuevo Mundo, concretamente a México, formando en el grupo de gentes que allá llevó el Conde de Coruña y Vizconde de Torija, don Lorenzo Suárez de Mendoza, cuando en 1580 accedió al cargo de Virrey de Nueva España. En el convento de la Orden de San Agustín, de México, profesó Coronel, y tras distinguirse por sus virtudes y su trabajo, marchó como misionero a las islas Filipinas, y allí se dedicó, además de a propagar la religión cristiana, a estudiar con ahínco el lenguaje de los nativos, que llegó a conocer muy bien, y que posteriormente le llevó a escribir una gramática y vocabulario del mismo para uso de los siguientes misioneros.

Hermano suyo fue Fray Juan Coronel, también lingüista y estudioso de la lengua de los mayas, en la península de Yucatán. Nació en Torija, en 1569, y estudió en la Universidad de Alcalá de Henares, hasta que entró en la Orden de San Francisco, ordenándose de sacerdote en 1590. Fué entonces que pasó a Nueva España, yendo directamente al Yucatán, y allí se dedicó largos años a misionar entre los indios, estudiando con paciencia y detenimiento sus modos de hablar, escribiendo un tratado de esa lengua mesoamericana, y algunas otras cosas relativas a la religión cristiana, en la lengua de los indios. Dentro de la orden franciscana, Coronel fué definidor y guardián, muriendo en el convento de dicha Orden, en la ciudad de Mérida del Yucatán, en 1651. A estos dos ilustres hermanos torijanos la Casa de Guadalajara rindió cumplido homenaje hace unos meses colocando en la pared del Ayuntamiento una placa en su memoria.

Fray Francisco Pareja fue un estudioso de la lengua timucuana, propia de los indios americanos de la Florida. Nació en Auñón (Guadalajara), en la segunda mitad del siglo XVI. Profesó de clérigo en la Orden de San Francisco, y joven aún, en 1594, fuese a América, donde le destinaron a las misiones de la Península de la Florida. Pareja fué el fundador del convento de Santa Elena, localizada al norte de la misión de San Agustín, siendo el primer guardián de la provincia de su fundación. Mas adelante, en 1610, pasó a México, donde murió en 1628. Toda su vida, desarrollada en territorio americano, ocupado en la enseñanza de la religión cristiana a los indios de la Florida, la pasó estudiando las lenguas aborígenes, y escribiendo en ellas diversas obras de piedad o información, como fueron tres catecismos, un confesionario, un tratado de las penas del purgatorio y del infierno, otro de las alegrías de la Gloria, el Rosario de la Virgen, y otros libros de devoción. La primera edición de su importante tratado de lengua «timucuana» es de 1614. La obra, minuciosa, aportaba diversas advertencias para la pronunciación, la forma de leer sus letras y sus vocablos, trayendo amplia lista de verbos. El examen filológico de la lengua timucuana hecho por Pareja es de un alto valor científico. Todas sus obras son hoy rarísimas de encontrar, siendo la más accesible la edición que hizo Vinson en 1886, con aumentos y explicaciones útiles.

Fray Manuel Yangües se dedicó a estudiar la lengua cumanagota, propia de los indios americanos del Piritu, en Venezuela. Nació en Guadalajara, en 1630. Era hijo de Diego de Yangües, relator del Consejo del Duque del Infantado. Muy joven entró de clérigo en la Orden de San Francisco, yendo primeramente al convento de la villa de Madrid, pero en 1660, partió con otros compañeros a misionar entre los indios del Piritu, en América. Nada más llegar, inició el estudio concienzudo de la lengua de estos pueblos, publicando después unos interesantes tratados sobre la misma, que han llegado a ser un ejemplo del modo de estudiar, en los primeros momentos de la colonización, las lenguas indígenas. Actuó como comisario apostólico en algunas zonas de nueva población, como Cumaná, Nueva Barcelona y Caracas. En el convento franciscano de esta ciudad murió, en 1676. Pocos años después se llegaron a hacer informaciones acerca de su ejemplar vida, de sus virtudes y de algunos pretendidos milagros.

El estudio de Yangües, sobre la lengua de los indios Piritus se estructura conforme a un plan similar al trazado por Nebrija para su gramática latina. Y va tomando, una a una, todas las partes del lenguaje indígena, comentando los usos de los pronombres, nombres, adjetivos, verbos, etc., de tal modo que su obra puede considerarse modélica en el conjunto, abundante, de estudios de misioneros sobre lenguas indígenas americanas. La obra de Yangues se completó con un amplio diccionario o vocabulario que elaboró el también franciscano fray Matías Ruiz Blanco, y que se publicó junto con el estudio fundamental. No sólo el tratado de lengua de cumaná debemos a Yangues, sino también algunas obras de creación, y de información, tales unas Poesías al Nacimiento de Cristo, al Santísimo Sacramento, etc., y un Catecismo para uso de aquellos individuos.

Finalmente, Miguel de Urrea debe ser recordado como lingüista, religioso de la compañía de Jesús, misionero en América y estudioso de las lenguas aborígenes de los indios chunchos, en el altiplano boliviano. Nació en la villa de Fuentes de la Alcarria (Guadalajara) hacia 1550. Estudió en la Universidad de Alcalá de Henares, donde alcanzó el grado de bachiller en artes y filosofía el 16 de octubre de 1573, y aun recibió el título de maestro en dicha Facultad en ese mismo año. Destinado por sus superiores jesuitas, se trasladó enseguida a América, y misionó entre los chunchos, teniendo la mala fortuna de que, a pesar de ser muy querido entre ellos, por haber muerto el hijo de un cacique de enfermedad que el clérigo no supo o no pudo dominar, le mataron a traición, siendo su martirio en agosto de 1597, siendo enterrado primeramente en el pueblo de Torapio, y luego llevados sus restos a la iglesia del Colegio de la Compañía en La Paz. De su actuación a lo largo de más de veinte años entre los indios chunchos, fueron producto diversos estudios lingüísticos, recopilación de vocabularios, composición de una gramática de esa lengua, y elaboración de algunas obras pías e informativas, como catecismos, en dicha lengua. Nada de ello se ha conservado, pues al parecer ni siquiera alcanzaron a ser impresos.