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mayo, 1992:

Protagonista, la princesa de Éboli

Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Eboli, por Sanchez Coello

El pasado sábado día 23 de mayo tuvo lugar en Pastrana la jornada inaugural de lo que ha de ser un año dedicado al recuerdo de la Princesa de Éboli, esa figura singular de la historia alcarreña, que en el 92 ha cumplido los cuatro siglos de su muerte: cumplidos los trámites emprendidos por el Ayuntamiento de la villa de Pastrana y la Excma. Diputación Provincial, a través de una comisión nombrada al efecto, en esa jornada de primavera lluviosa se tensó el arco de los actos conmemorativos que ahora han visto su primer vuelo en una magnífica conferencia dictada por el profesor don Eloy Benito Ruano, catedrático de Historia en Universidad Nacional de Educación a Distancia, y Académico de Número de la Real de Historia, de la que además es Secretario.

En el salón de actos del Centro Socio‑Cultural de Pastrana, atestado de vecinos y de invitados, y con la presencia de numerosas autoridades de la villa (el Alcalde don Juan Pablo Sánchez y todos los concejales) y de la provincia (el Presidente de la Excma. Diputación, don Francisco Tomey, con varios de sus vicepresidentes, mas el Presidente de la Caja de Ahorro de Guadalajara don Juan Antonio Nuevo), se rindió un caluroso homenaje de simpatía y afecto a la actual duquesa de Pastrana, doña Casilda de Bustos y Figueroa, quien acompañada de su esposo el Conde de Mayalde, presidió los actos y dirigió unas palabras a todos los asistentes.

El conferenciante, ‑el profesor Benito Ruano‑, previamente presentado por el también profesor Pedro Fernández, bordó una extraordinaria lección de historia en torno a este personaje único y controvertido: doña Ana de Mendoza y de la Cerda. Minutos antes, don Eloy había rendido viaje en la cripta existente bajo el altar mayor de la Colegiata pastranera, donde están, sumidos en el frío vaso de una barroca urna de mármol, los restos de la que fuera «una joya engastada en los esmaltes de la fortuna y de la naturaleza», en frase que le dedicara (por enamorado) el secretario real Antonio Pérez. Y con esa emoción acumulada, el académico nos expuso, a lo largo de una hora que se hizo corta, los avatares biográficos, y las secuencias caracterológicas de esta mujer que, como la había definido Ibáñez Martín, en frase que a Benito se le quedó grabada desde sus años mozos, «fue mujer aunque tuerta de singular hermosura».

La que era por su sangre descendiente de reyes y de príncipes, directa sucesora del marqués de Santillana y del Gran Cardenal Mendoza, nacida en Cifuentes a mediados del siglo XVI, ha estado condicionada en su visión histórica por una serie de parámetros que el profesor Benito Ruano centró nítidamente: el poder, la belleza, la feminidad, el carácter y las valoraciones (hostiles o fervorosas) que se le han dado.

De forma amena, pero al mismo tiempo rigurosa, el conferenciante nos trazó la semblanza biográfica de la tuerta doña Ana. Formada durante su infancia en la villa de Pastrana, fue desposada (que no casada todavía) en 1553 con el joven político Ruy Gómez de Silva, mano derecha del rey Felipe II durante mucho tiempo. Con él tuvo seis hijos, y junto a él ayudó notabilísimamente a su burgo pastranero poniendo conventos, industrias y mejoras urbanas y arquitectónicas muy señaladas. El profesor Benito destacó el carácter auténticamente «ilustrado» del duque en estos años del tercer cuarto del siglo XVI, truncados por la muerte en 1573 del Príncipe y duque primero de Pastrana. En ese año, doña Ana entró monja en el Convento carmelita de San José, en su villa alcarreña, tomando el nombre de «Sor Ana de la Madre de Dios». Pero su caprichosa condición y su genio fuerte desbarató la vida recoleta de la comunidad, y finalmente, tras tres años de pretendida espiritualidad, salió de la vida carmelita para entrar de lleno en la crónica política más animada del siglo: el asesinato de Escobedo envolvió al Rey, a Antonio Pérez y a la propia Ana. No fue pasional ese crimen, ‑afirmó don Eloy Benito‑, sino «de Estado». La venganza que Felipe II tomó contra Antonio Pérez y la princesa de Éboli, cuando estos quisieron descargar ciertas culpas que se les venían encima trasladando la responsabilidad al Rey, supuso para el primero la huída a Francia y para la segunda una prisión de 12 años (primero en Pinto y Santorcaz, y finalmente en su propio palacio de Pastrana) que sólo acabó con su muerte el 2 de febrero de 1592.

De aquélla «furiosa y terrible mujer… orgullosa y loca como una Jezabel neobíblica» como algún cronista coetáneo la calificó ha quedado finalmente una leyenda que supera con mucho a los escuetos datos de la historia. Mezclada en tan turbio asunto como la muerte de Escobedo, jefe del partido que quería entronizar a don Juan de Austria, hermanastro del Rey, en los Países Bajos, no pudo evitar que tras su muerte la incluyeran en el ojo del huracán de la «leyenda negra» fraguada por los judíos que, expulsados años antes de la Península se hicieron ricos en las tierras de Flandes.

En cualquier caso, fue todo un acontecimiento cultural este encuentro del pueblo de Pastrana con la memoria de su querida Princesa de Éboli. Con la palabra y el saber de Benito Ruano se tejió un encendido recuerdo hacia «esa dama», en cuya memoria se puso luego el nombre de Princesa de Éboli a la que hasta el día antes se denominaba «La Calle Ancha», y más tarde, y también con asistencia de cientos de personas, en el Convento de los franciscanos se inauguró la Exposición‑Homenaje a la Éboli, que merecerá un estudio y valoración más detenida en futura crónica.

Quede aquí constancia de esta iniciativa puesta en marcha el pasado sábado, en la que vibró (como Pastrana sabe hacerlo cuando se la convoca adecuadamente) el pueblo de empinadas y estrechas callejas por las que aún resuena, fuerte y dulce a un tiempo, la memoria de tanta historia cómo nació de la mirada de la Éboli.

El Museo que Guadalajara Merece

 

El lunes pasado tenía lugar en nuestra ciudad, concretamente en el Salón de Actos del Palacio del Infantado, un acto que yo me atrevería a calificar de histórico, por cuanto se vestía de calle un Asociación Cultural que ha venido fraguándose en los últimos meses y que finalmente ha saltado a la palestra de la actividad pública con un objetivo muy concreto, muy específico: defender un elemento de titularidad pública desde la base de una asociación civil, ajena a la Administración. Y digo defender con todas sus vertientes anejas: aplaudir y criticar, de un lado, y poner las ideas y las fuerzas que a la Administración le faltan, de otro.

Se trata de la Asociación de Amigos del Museo de Guadalajara. No es una idea original, por cuanto ya vienen funcionando asociaciones similares en muchas otras provincias y ciudades españolas. Pero hacía falta, y bajo la presidencia del arqueólogo Miguel Ángel Cuadrado Prieto, joven alcarreño que viene desarrollando una importante línea de trabajos científicos en torno a la historia medieval de nuestra ciudad, con el apoyo de una junta directiva en la que se dan cita gentes variadas, pero de probado amor y servicio a Guadalajara, se acaba de poner en marcha.

¿Qué va a hacer esta Asociación a partir de ahora? Sus propios socios tienen la palabra, y a sus iniciativas democráticamente aprobadas se atendrá la línea actuacional. Pero es muy posible que empiece por plantear los problemas que pesan sobre nuestro más importante museo (por ser de categoría provincial y por tener su sede en el Palacio del Infantado) y que podrían resumirse en estos: dificultad de actuación al depender de diversas administraciones (el edificio es propiedad del Ministerio de Cultura, la administración corre a cargo de la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, y los fondos que lo integran son propiedad de la Excma. Diputación Provincial); imposibilidad de mostrar gran parte de sus fondos, especialmente los de tipo arqueológico, por falta de espacio; cierre «sine díe» de la Sección de Etnografía, una maravilla de instalación y fondos que se encuentra medio inundada de agua y gas‑oil; posibilidad de que las colecciones de arte de los duques del Infantado, depositadas en el Museo desde hace años, se vayan nuevamente de Guadalajara por falta de entendimiento entre la Administración y los propietarios…

Y más cosas aún: la necesidad de rotar sus fondos por otros lugares de la ciudad y la provincia, para que todos conozcan la existencia y la riqueza del Museo; la posibilidad de organizar en su sede exposiciones temporales con fondos de otros museos provinciales o nacionales, ofreciendo a la población una oferta museística viva y dinámica; la petición a la Administración de que vaya creando en otras localidades provinciales museos que permitan poner en valor las piezas de arte (tantas, y tan ricas!) de nuestra tierra, y que hoy se encuentran a medio colocar, o guardadas (léase la mejor colección de arte de toda la provincia: los tapices de Pastrana, mal colocados e iluminados en algunos locales de la Colegiata por falta de ese necesario entendimiento entre instituciones como, en este caso, son la Iglesia y el Gobierno Regional.

El Museo Provincial de Guadalajara lleva abierto desde hace casi veinte años (11 julio 1973) y en sus cuatro salas se exponen un total de 54 cuadros, varias obras escultóricas, un retablo y diversos muebles de tradición popular. El sepulcro de doña Aldonza de Mendoza, traído entonces del Museo Arqueológico Nacional, es quizás la pieza más relevante del conjunto, por su plástica gótica tan pulcra y bien conservada, y por la importancia de la dama, hermanastra del marqués de Santillana y gran señora feudal de la Alcarria en el siglo XV. Entre las colecciones del duque del Infantado, depositadas en las salas meridionales de la planta baja palaciega, se conservan también importantes óleos de conocidas firmas, armaduras, esculturas, cerámicas chinas y la mejor pieza de arte de toda la provincia: el retablo del maestro Jorge Inglés dedicado a la Virgen de los Ángeles y que muestra las figuras orantes de Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y de su esposa Catalina Suárez de Figueroa. Este retablo, ‑que desde hace diez años está guardado en el Palacio del Infantado a la espera de un acuerdo entre la Administración regional y los propietarios, los señores duques del Infantado‑, se encuentra ahora mismo troceado, exponiéndose el retrato del marqués en solitario en el Pabellón de Castilla‑León de la Expo’92 en Sevilla, y el resto en la exposición «Reyes y Mecenas» de Toledo. ¿Volverá después a Guadalajara, y será finalmente expuesto a la admiración pública en el lugar donde muy probablemente fue pintado, en Guadalajara? Ese es uno de los retos que tiene ante sí la naciente Asociación de Amigos del Museo de Guadalajara, a la que desde aquí auguro y deseo toda clase de éxitos en su desinteresada actividad en pro de este Museo Provincial y de todo el patrimonio artístico de nuestra tierra, tan rico y espléndido, sí, pero siempre tan amenazado y como en precario. «Mucho te quiero, perrito… pero pan, poquito», como dicen en la Alcarria cuando todo se va en admiraciones, pero a la hora de la verdad, ni un duro para nadie. Esperemos que, como es de justicia, al Museo de Guadalajara también le vayan llegando los duros que le hagan funcionar como debe. Y como merece.

Virreyes americanos en Pastrana

Don Juan de Leyva y de la Cerda, virrey de la Nueva España.

Si la villa principesca de Pastrana puede presumir, y con razón, de tantas cosas, no es la menor la nómina de hijos ilustres, de personajes que en una u otra rama de la inteligencia humana han nacido entre sus límites, o por sus callejas han pasado a lo largo de la historia. De esos nombres, hay algunos que están íntimamente ligados a la historia de la América hispana, de la que este año, por obligada referencia centenaria, nos estamos ocupando en buena medida.

Con motivo de algunas conferencias que he tenido que pronunciar recientemente, sobre el tema de los alcarreños (especialmente relacionados con la familia de Mendoza) en América, he investigado a fondo algunas vidas y milagros correspondientes. Y entre las de los múltiples individuos que alcanzaron el puesto de Virrey en México ó Perú, se encuentran buen número de alcarreños. Dos de ellos, íntimamente entroncados con el alcarreño enclave de Pastrana: uno, porque eligió este lugar para su retiro y muerte. El otro, porque no lo eligió él, sino Fortuna, para su nacimiento y primeros años.

Fue el primero don Juan Francisco de LEYVA y de la CERDA, conde de Baños, nacido en Alcalá de Henares, pero en las casas mendocinas del Conde de Coruña (don Lorenzo Suárez de Mendoza, que también fue Virrey de la Nueva España, en 1604) y a su vez tío del también Virrey don Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, marqués de la Laguna de Camero Viejo, y natural de Cogolludo. Era uno más de los numerosos individuos de las casas de Mendoza y Medinaceli que acudieron a América para su dirección y gobierno en siglos pasados. Sirvió primeramente como militar en Nápoles. Y en 1660 arribó a México en calidad de Virrey puesto por el Monarca español, dejando allá un mal recuerdo, pues fué tachado de «opresivo» y de «totalmente incapacitado» para el cargo, habiendo hecho de menos a los criollos y dejándose llevar por su esposa y camarilla de allegados, que le condujeron a cometer diversos errores. Cuando falleció su mujer, el Virrey Leyva y de la Cerda se retiró al Convento de San Pedro, en Pastrana, donde tomó los hábitos de monje carmelita.

Fue el segundo don Gaspar de la CERDA SANDOVAL SILVA Y MENDOZA, que es el más moderno de los virreyes Mendoza en América, y que ostentó el título de octavo conde de Galve. Pertenecía a la casa primogénita formada a partir de la rama principal de los Infantado y de los duques de Pastrana. Nació aquí, en la principesca villa, en 1653, siendo sus padres, don Rodrigo de Silva y Mendoza, cuarto duque de Pastrana, y doña Catalina de Sandoval y Mendoza, octava duquesa del Infantado. Ingresó en la Orden militar de Alcántara, y de su tío heredó el condado de Galve, con cuyo título fué en adelante conocido.

Fué nombrado para el virreinato de la Nueva España en 1688, pudiendo calificarse, como han hecho otros historiadores, a su época como una de las más lucidas y magníficas del virreinato mexicano. Tuvo que enfrentarse, en los primeros momentos de su mandato, a las continuas correrías de los corsarios por las costas del territorio, y aun a las heladas y fuertes lluvias de los años 1691‑92, que hicieron que adviniera un periodo de carestías que propició una revuelta popular culminada con el incendio de su palacio.

Sin embargo, la labor desarrollada a lo largo de sus ocho años de mandato fué en general muy beneficiosa, destacando entre sus acciones la construcción del Seminario Conciliar de México; la fortificación y mejoras urbanísticas de numerosos enclaves portuarios y costeros, entre ellos la Pensacola de Santa María de Galve, e incluso las empresas de conquista y repoblación desarrolladas a través de Texas. Su prestigio le posibilitó alargar el periodo habitual de mandato otra temporada más, y por supuesto remontar con total éxito el obligado juicio de residencia, del que en la sentencia dada en mayo de 1696 por el juez Tovar, se decía de Galve que había sido «bueno, recto y muy ajustado Virrey». Vuelto a España, en marzo de 1697, murió en el Puerto de Santa María ese mismo año.

No merece la pena abundar en más meticulosas noticias acerca de las vicisitudes novohispanas de estos individuos. Solamente resaltar que Pastrana estuvo en sus retinas en momentos tan diferentes de sus vidas: del primero, cuando ya viejo y achacoso quiso huir del «mundanal ruido» y se refugió en el silencio carmelitano y rumoroso de olivos del claustro de San Pedro, sobre la roca dulce del Arlés; del segundo, cuando niño aún el mundo nacía entre las callejas frescas de la villa en la que su padre seguía usando, por temporadas, el fastuoso palacio que presidía la Plaza de la Hora, cuajada hoy todavía, además de sol y risas, de la evocación de estos solemnes personajes que, en la medida de sus fuerzas, hicieron un poco a esa América que ahora celebra su Quinientos aniversario.

Guadalajara, una ciudad de leyenda

Patio del Palacio del Infantado de Guadalajara. Representación teatral.

Estos días pasados, el juego anduvo entre cuentos y leyendas. La ciudad vibró en torno a la Plaza Mayor, donde resonaron en mil voces distintas los más insospechados y los más clásicos de los cuentos humanos. Fué una jornada tan especial, tan única, y tan hermosa al mismo tiempo, que no me resisto a dejarla sin glosar en este escaparate de los sucesos alcarreñistas.

La alcaldesa que tenemos en Guadalajara es, entre otras muchas cosas, una mujer culta y leída. Amiga de todos y con ganas de darle a esta ciudad una movida cultural de las que hacen época. Mª Nieves (Blanca) Calvo quiso festejar por todo lo alto la Fiesta del 23 de Abril, que por hacer años que murió en tal día don Miguel de Cervantes, se suele clasificar como «Día del Libro» desde hace mucho tiempo. Y la forma en que lo ha decidido celebrar ha sido montando todo un espectáculo literario‑libresco en la Plaza Mayor de Guadalajara. Ese escenario que pasó de ser un vacío erial de losas y farolas, a un poblado jardín de casetas, libros, carpas y niños escuchando el referir de los cuentos múltiples.

Creo que este «Maratón de Cuentos» celebrado desde las 12 horas del 24 de abril hasta las 12 del día siguiente, consiguiendo un récord hasta ahora inédito de estar durante 24 horas una ciudad oyendo cuentos, es una idea ‑ya cuajada‑ tan simpática, original y amable, que no puede por menos de quedarse también prendida en esta crónica de los aconteceres arriacenses.

La idea le surgió a Blanca, porque no en balde su profesión (y de ahí su vida) es la de moverse entre los libros, donde todo el saber, y toda la cultura, tienen habitación y cobijo. La Feria del Libro, que año tras año irá desarrollándose, se complementó con este lance en el que recibió todas las ayudas que pidió, y aún le sobraron para ocasiones futuras.

A Guadalajara vinieron a contar sus cuentos gentes las más diversas, casi todos relacionados de un modo u otro con la tierra alcarreña: los grandes de la Letras como Buero Vallejo, José Luis Sampedro, Ramón de Garciasol, Andrés Berlanga, María Antonia Velasco, García Marquina, y tantos otros, acompañados a trechos por los currantes de la cultura en Guadalajara: Suárez de Puga, Jesús Ángel Martín, Antonio del Rey y Fernando Borlán, mas periodistas, profesores, alumnos, niños y viejos de la más variopinta estirpe. Hasta contó un cuento, allá por la madrugada, un motorista que iba de paso hacia Barcelona. Ah! Y «Chani», quien además de contar un cuento (erótico), pasó lista.

También yo participé en este Maratón, más feliz que una pascua. Porque durante un cuarto de hora me dejaron sacar a relucir esos viejos personajes de la Guadalajara mora, que porque nunca existieron tenían más viveza en sus decires. Allá estuvieron el rey Israq, el sabio astrólogo Abú‑Alaslamí, y la princesa encantada Itimad. Allí los palacios subterráneos llenos de riquezas, los castillos mágicos con una mano y una llave sobre su portón, y las torres encantadas que se movían hacia donde los enemigos. Allí, en la tranquila noche de Guadalajara, con estrellas como las de hace novecientos años, estuvo Alvar Fáñez de Minaya y sus mesnadas. Y toda la felicidad de mis hijos, que se creyeron a pies juntillas cuanto les dije. Tiempos felices aquéllos… (los del pasado día 24 de abril) ¿Volverán algún día?

Creo que sí. Y renovados. Porque Guadalajara responde a todo cuanto se le hace con amor, con dedicación, con buenas intenciones. Porque esta ciudad, y sus gentes, sintonizan enseguida con cuanto sea testimonio de cultura. Y dársela no es difícil. Ni siquiera caro. Dice Blanca, la alcaldesa de este cuento, que no ha llegado al millón de pesetas lo que ha costado esta larga y densa Fiesta del Libro. Y es que con el entusiasmo de los buenos alcarreños (que es como siempre se han hecho aquí las cosas) no hay por qué recurrir a las grandes cifras de los presupuestos.

Desde esta crónica breve y sentida, animo a Mª Nieves Blanca y a su equipo a que en años próximos nos traigan este bonito regalo de primavera. Una Plaza Mayor cuajada con los litúrgicos sones de los cuentos, y una ciudad rendida al color y a la sabiduría de los libros. Aunque, ¿por qué no separar una cosa de otra, y poner un fin de semana el «Maratón», incluso más largo, de 48 horas, y otro fin de semana las casetas, los homenajes y los estandartes librescos? Hay muchos sitios, además. ¿Se imaginan la escena en ese recoleto espacio de la plaza de Santa María? ¿O frente a la capilla de Luís de Lucena, que serviría de refugio en caso de lluvia? Ah! cuántos sueños. Gracias, de cualquier modo, por habérnoslos traído y puesto así, entre lonas de colores y aspavientos de brujas. Porque fue algo mágico y hermoso para Guadalajara, lo puse. Todas aquéllas (tantas) cosas sucias y tristes que también ocurren en la Plaza Mayor, mejor olvidarlas…

Pastrana, el cambio de rumbo

Aspecto interior y retablo mayor de la iglesia Colegiata de Pastrana

 La historia de Pastrana, que aún está por escribir en toda su dimensión de paradigma hispánico, nos ofrece unos contrastes que a veces maravillan. Considerada cada una de sus etapas por separado, todas son interesantes y parecen llenar por sí solas, con su fuerza y su unicidad, el capítulo de la historia alcarreña. Sin embargo, puestas en contrapunto, se complementan y constituyen el ser perfecto, la evolución solemne de un lugar con personalidad y con fuerza.

Es por eso que hoy quiero fijarme en un aspecto poco acentuado hasta ahora en la evolución histórica de Pastrana. Lo que podríamos denominar «el cambio de rumbo», ese que se produce en el primer tercio del siglo XVI, en pleno reinado del Emperador Carlos I, pero que supone de forma contundente el paso de la Edad Media a la Moderna, en el transcurso de unos pocos años. Un cambio que, además, podría quedar simbolizado por las dos imágenes que acompañan a estas líneas: de un lado, el aspecto todavía medieval y arcano de la portada gótica de su Colegiata; de otro, el rigor geométrico, la perfecta axialidad renacentista de su «Plaza de la Hora», trazada a tiralíneas en todas sus perspectivas.

La Edad Media es el momento de auge del Concejo pastranero, que pasa de ser una simple aldea del Común de Zorita, dominado totalmente por la Orden de Calatrava y sus maestres asentados en el lejano y altísimo castillo de la provincia de Ciudad Real, a aparecer como un burgo pujante, dinámico, con feria semanal, y mercaderes asentados en todos sus rincones. El Concejo de Pastrana, ya en los años finales del siglo XIV, cobra una fuerza increíble, hasta el punto de que una vez adquirido el título de Villa con jurisdicción propia, concedido por el maestre de Calatrava en 1369, se dedica a fortificar el burgo con una fortísima muralla que por completo le rodea, a construir unas casas de Ayuntamiento y una serie de obras públicas (fuentes, ermitas, caminos y puentes en las cercanías) que le hacen modélico en la comarca. También la iglesia parroquial, hasta entonces mínima, adquiere una nueva relevancia, y sus bóvedas se elevan tomando la silueta de la crucería.

Esa fuerza del Concejo de Pastrana es reconocida por todos los pueblos de la comarca, que se olvidan de la ferocidad castillera de Zorita, o de la paulatina ascensión de Almonacid como sede del comendador calatravo, y miran hacia el altozano pastranero como lugar donde se toman las decisiones y sobre todo se marcan las pautas de una economía comarcal de indudable auge. El símbolo de esa época, que culmina en los años finales del siglo XV y primeros del XVI, podría ser la puerta de silueta gótica que se levanta sobre el muro norte de la iglesia parroquial, y que es una verdadera maravilla (hoy un tanto estropeada y sucia) dentro de la estética del gótico isabelino de finales de la decimoquinta centuria.

La venta de Pastrana, eximida ya del poder calatravo, en 1539 a doña Ana de la Cerda, viuda del Conde de Mélito, es lo que marca este repetido «cambio de rumbo». La fuerza del Concejo, que es mucha todavía, queda apagada por la prepotencia señorial de esta mujer y de sus hijos, que piensan que la adquisición de la jurisdicción les da capacidad de hacer en todo su voluntad. La manifestación de ese poder se centra en la construcción de un edificio que, aunque llamado «palacio» por la propietaria, y «castillo» por los del pueblo, es en realidad una «casa fuerte» que hará sin duda las veces de símbolo de poder. De forma real lo es, pues para construirle hay que derribar parte de las murallas de Pastrana, el símbolo también más claro de la independencia concejil.

Ese «cambio de rumbo» es vivido de forma mortificante por las gentes de Pastrana. Piensan que ha llegado, en esa cuarta década del siglo XVI, la hora de su acabamiento. Y no es así. Tras la hégira de los La Cerda llegan, en 1569, los Silva y Mendoza, que si retomando el poder señorial sobre el Concejo, dan un nuevo aire a sus relaciones con las gentes: se abren conventos y se construyen sobre todo nuevas obras públicas, dando cancha abierta a la creación de industrias y a la posibilidad de un comercio que traen a Pastrana un nuevo impulso. Es más: los intentos, repetidos y ciertos, del duque don Ruy Gómez de Silva, por hacer a Pastrana ciudad, e incluso por transformarla en capital de España, son reconocidos por las gentes de Pastrana, que en el cambio de siglo adquieren un nuevo talante, más tranquilizado, más cooperante. En definitiva, una nueva forma de entender la vida, que durante esa época que llamo «el cambio de rumbo» se vivió con crispación inusitada.

Por si fuera poco, había sido también el momento (hacia 1527, más o menos) de acabar la Inquisición con el movimiento de alumbrados que en Pastrana había cuajado tras las predicaciones de Gaspar de Bedoya, y los años en que las Comunidades se habían alzado contra la política demasiado «flamenca» del nuevo Emperador. Esos años de tensión y de rebeldía, dieron paso, finalmente, a la época del desarrollo y la riqueza. Representados, sin duda, por el sereno equilibrio de la Plaza de la Hora, diseñada muy posiblemente por el genio del Renacimiento español, Alonso de Covarrubias, como elemento urbano exaltador de la elegancia y la fuerza del palacio ducal puesto en su presidencia.

En cualquier caso, una forma distinta de ver la evolución histórica de Pastrana, que guarda tantas sorpresas todavía en los viejos baúles de su memoria. Hoy, por lo menos, tenemos la posibilidad de contemplar, en vivo, las huellas de estos hechos, los recuerdos de estos personajes, la viveza de sus piedras y sus ámbitos, tan luminosos y sugerentes.