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abril, 1992:

Tomás López Medel, un tendillano en América

 

Una de las figuras con más renombre que Tendilla cuenta en la nómina de sus hijos ilustres, es, sin duda alguna, ésta de don Tomás López Medel, que desde su pueblo natal, pasó en su juventud estudiosa a Alcalá de Henares y luego a Sevilla, de donde partió a gobernar, con su rectitud y sabiduría, una parte de las Indias. Hoy vamos a recordarle en su peripecia humana, en el poso que dejó allá en América, y en la huella que, finalmente, asentó en su pueblo de la Alcarria. Tal vez con estas líneas que siguen se justifique un tanto la propiedad inmortal de los hombres y de sus grandes acciones. Que así, en este momento de cuatro siglos después, se hace breve repaso y cumplido recordatorio de su existencia ejemplar.

Nació Tomás en Tendilla, a principios del siglo XVI, hacia 1520, hijo de un labrador, honrado y cristiano viejo, llamado Francisco Medel, El joven, deseoso de conocer mundo y adquirir conocimientos, marchó a Alcalá de Henares, donde estudió Derecho Canónico, acabando la carrera en mayo de 1539. Con este título marchó a Sevilla, donde hizo algo de política, y conoció gente importante, tal como al doctor Egidio y a Constantino Ponce, que luego resultaron destacados luteranistas del núcleo hispalense. Allí, en Sevilla, consiguió ser nombrado para el cargo de Oidor en la audiencia de Guatemala, saliendo de España en agosto de 1548, y arribando al nuevo continente en noviembre de ese mismo año, desembarcando en Puerto Caballos (Honduras), y haciendo un viaje penosísimo, cuajado de peligros y enfermedades, hasta la ciudad de Santiago, donde debía realizar su cometido.

Al llegar allí se encontró con la gran figura de Alonso López de Cerrato, gran defensor de los indios, como presidente de la Audiencia. En la época que estos dos hombres realizaron juntos su tarea, los indios guatemaltecos adquirieron una notable autonomía, llegando a promocionar la formación de cabildos indígenas en los poblados, y dándoles acceso a los aborígenes a diversos cargos en el gobierno de sus pueblos. Se les protegía también de las injusticias y violencias que les hacía algunos españoles encomenderos y lucharon contra personajes que sólo tenían por meta robar y matar para enriquecerse con el oro de América. Encontró Medel, sin embargo, grandes colaboradores y amigos en su actividad, como fueron los historiadores Alonso de Zorita y Bernal Díaz del Castillo.

En 1557, Tomás López Medel fue trasladado, también con el empleo de Oidor de la Audiencia, a Santa Fe de Bogotá. Estando allá nuestro personaje no perdió el tiempo ni pensó en la fácil riqueza. Se preocupó de visitar continuamente los territorios sobre los que ejercía jurisdicción, y fue tomando numerosos apuntes de la vida de los indios y la naturaleza en los territorios colombianos de su demarcación. También viajó por el Yucatán y por toda la América Central. Y así llegó a escribir su libro, interesantísimo, que recogió y encuadernó su sobrino el monje fray Juan de San Jerónimo, y cuya copia, manuscrita en el siglo XVIII por Juan Bautista Muñoz, se conserva en la Academia de la Historia, de Madrid, y cuyo título es Tratado de los tres elementos, aire, agua y tierra, en que se trata de las cosas que en cada uno de ellos, acerca de las occidentales Indias, naturaleza engendra y produce comunes con las de acá y particulares de aquel Nuevo Mundo. Es un libro muy curioso, que trata de temas de historia social, económica y religiosa de las Indias, y de biología de las mismas, y que ha sido recientemente editado y comentado por Berta Ares, con beneficio tamaño para cuantos se interesan en estos temas americanistas.

López Medel escribió otros libros estando en América: el Matalotage espiritual, cuyo original se ha perdido, tocante a las condiciones y virtudes que debían reunir los misioneros en América. Se conservan, incluso publicadas, algunas cartas interesantes suyas, referentes a la situación de Guatemala y Colombia, con detalles de personajes seglares y religiosos de mediado el siglo XVI.

Años después de residir en Bogotá, en 1562, decidió volverse a España. Entró de nuevo en la Universidad de Alcalá, uno de los lugares más crecidos en figuras del saber de todo el orbe, y allí continuó sus estudios, a pesar de su madura edad, en Artes y Teología. Aprovechó bien el tiempo, y recibió las órdenes sagradas. Viajó inmediatamente a Roma, donde fue recibido por el Papa, a la sazón Pío V, a quien presentó su libro. Recibió del Santo Padre algunas Bulas y reliquias que guardó López Medel para regalar al monasterio de los jerónimos de Tendilla, como luego se referirá.

Su saber y notoriedad llegó tan alta, que Felipe II pensó en él a la hora de proveer la vacante mitra episcopal de Guatemala, hacia 1572, pero Tomás López no la aceptó, pues su aventura americana le había resultado ya fatigosa y larga. Poco después, en 1574, recibía una prebenda sustanciosa, cargo que requiere más santidad que otra cosa, y así, él (Felipe II) se lo dió por serlo muy mucho. Nombrado provisor del Hospital Real de Villafranca de Montes de Oca, pasó el resto de su vida entre este lugar y Tendilla. Ya viejo, murió en 1582, siendo enterrado en su hospital, y luego trasladados sus restos mortales al convento jerónimo de Santa Ana, en su pueblo natal, siendo puestos en la capilla que llamaban del Oidor, y que él había fundado y dotado espléndidamente años antes.

Estando en Santiago de Guatemala, en 1556, hizo una donación de 650.000 maravedises para misas y mantenimiento de la capilla, y de otros 50.000 para poner en ella una reja, crucifijo, estatua de Cristo atado a la columna, un cuadro de San Juan Bautista, y otro de San Juan Evangelista, comprar ornamentos de raso, cáliz, misal y varios candelabros. El dinero fue enviado desde América, y recibido en Sevilla por el doctor Gascón, inquisidor a la sazón, quien los guardó en depósito hasta que los monjes de Tendilla fueron allí a recogerlo. Su sobrino, hijo de una hermana, llamado fray Juan de San Jerónimo, se encargó de dar una sepultura digna a este cabal y trabajador personaje, que con sus acciones dio nueva dimensión y más alto resonar al pueblo en que vio la luz primera. Tendilla debería tener siempre presente el recuerdo de don Tomás López Medel.

Semana Santa en Pastrana

 

Aunque dentro de nuestra provincia existen interesantes formas de celebrar la Semana Santa en la que ahora nos encontramos plenamente inmersos, y algunas de ellas son las procesiones recogidas y solemnes de la capital, la Pasión Viviente de Fuentelencina, o los tradicionales desfiles de Sigüenza, existen otros lugares donde toda la emoción de estos días parece concentrarse en los estrechos límites de sus íntimas callejas, y por ellas se adensa y se acrisola la memoria de la Pasión de Cristo, que se desmenuza en oraciones, en cánticos, en luminarias coloristas y en penumbras no dichas. Ese lugar es Pastrana, en la Alcarria Baja, un enclave de maravilla donde esta Semana Santa merece verse con la quietud y el silencio de sus nocturnas procesiones.

La Semana Santa de Pastrana es, sin duda, una de celebraciones sacras castellanas de mayor pureza y raigambre, todavía poco conocidas del gran público, pero realmente llenas de emotividad y elementos que la confiere el tono propio de estos ritos en Castilla. Es, sin duda, uno de los objetivos a cumplir por quien quiere vivir, de verdad, unas horas de recogimiento y hondura.

De las diversas ceremonias que se desarrollan en Pastrana durante esta Semana en que se conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, destacan la del Jueves Santo, con sermón, adoración del monumento al Santísimo Sacramento y procesión con los pasos de Cristo en la Flagelación, el Cristo de los Milagros y Jesús Nazareno. En la madrugada del Viernes Santo tiene lugar una emotiva sesión con toque de trompeta a las 3 horas, Sermón de la Pasión en la Colegiata, y procesión hasta la ermita del cerro del Calvario, rezando el Vía Crucis. En esta noche del Viernes Santo sale la procesión del Santo Entierro y la Soledad, con desfile de los cofrades revestidos de túnicas moradas y capirotes blancos, iluminados tan sólo de cirios y antorchas, en medio de un impresionante silencio. Este espectáculo, a través de las retorcidas y cuestudas callejas de Pastrana, es realmente emotivo e inolvidable. Finalmente, el Domingo de Resurrección tendrá lugar la clásica y muy alcarreña Procesión del Encuentro, siendo llevada la imagen de Cristo Resucitado por los hombres, y de la Virgen María cubierta de vestiduras negras por las mujeres, juntándose ambas en la Plaza de la Hora, donde las imágenes se saludan y se unen, y entre cánticos emprenden el camino de la Colegiata, donde termina.

Para quien guste de encontrarse con el verdadero genio popular alcarreño, en Pastrana quedan todavía, a lo largo del año, otras celebraciones de gran fuerza e interés.

El Corpus Christi es otra de las clásicas celebraciones pastraneras, que con el paso de los años ha ido, por desgracia, perdiendo brillantez y fuerza. Antiguamente, se consideraba el día más solemne y brillante del año al jueves de Corpus. En él salía una magna procesión, con el Santísimo Sacramento depositado en el grandioso templete‑custodia de plata del siglo XVII, ese que se remata en un valiente grupo con el Pelícano Cristológico en plata maciza, y los sacerdotes, acólitos y acompañantes utilizaban los más lujosos elementos del vestuario y la orfebrería que posee la Colegiata. Los cuatro mayordomos del Corpus ataviados con sus clásicos atuendos alcarreños y cubiertos de su capa castellana, cuidaban de que todo discurriera en perfecto orden. En la procesión acompañaban al Santísimo la cruz parroquial gótica, los pendones de las diversas cofradías, las congregaciones religiosas de la localidad, autoridades, mujeres revestidas de mantilla, niños de Primera Comunión, etc. Hasta la Guerra Civil, era costumbre sacar toda la colección de tapices de la Colegiata (que eran muchos más de los que hoy existen) y se cubrían con ellos buena parte de los edificios de la calle mayor. El efecto de la ceremonia y procesión, en ambiente tal, debía ser realmente extraordinario. No nos cuesta trabajo imaginarlo… Un Toledo en pequeño parecía esta Pastrana que, todavía hoy, sigue siendo un lugar ideal para encontrarse con el pasado.

Viajar a Pastrana, llegar hasta su monumental y única Plaza de la Hora, y allí entregarse al placer impagable de andar sus calles, de extasiarse con la belleza no dicha de sus casonas, de sus conventos, de sus mil recovecos urbanos siempre dispuestos a la aparición y el recuerdo. Es una posibilidad a tener en cuenta para estos días de descanso y posibles viajes.

Doña Brianda ade Mendoza volvió a ver la luz

Ocurrió el pasado día 30 de marzo un hecho que bien podríamos calificar de histórico en nuestra ciudad, y que por haberme encontrado entre sus espectadores, creo que puede ser de interés a mis lectores habituales conocerlo en detalle, pues forma parte de esa «crónica» mínima de Guadalajara que, sin embargo, pasará a la historia.

Se trataba de abrir el sepulcro de doña Brianda de Mendoza y Luna, aquella señora ilustre y rica que, soltera y mimada por su tío el guerrero don Antonio de Mendoza, recibió en herencia el gran palacio renacentista que, construido por Lorenzo Vázquez, asentaba en la parte baja de la ciudad, en el seno del barrio de lo que había sido judería, y que tras el momento de la expulsión, en marzo de 1492, había quedado libre de estas gentes.

Doña Brianda, muy piadosa, pensó constituir en aquel magno edificio centrado en soberbio patio de dimensiones opulentas, un convento o beaterio en el que ella y sus amigas se dedicarían a los rezos y las pláticas dentro del orden franciscano. No contenta con ello, y como tenía mucho dinero, encargó al mejor arquitecto del momento, Alonso de Covarrubias, que construyera junto al palacio una iglesia de reducidas pero elegantes proporciones. Así se hizo: el templo, denominado de la Piedad, fue concluido hacia 1536, y en él trabajó directamente el gran arquitecto real, que puso su mejor arte especialmente en el diseño y materialización de la portada, una de las joyas del arte plateresco español.

Doña Brianda, entusiasmada con su templo, le llenó de obras muebles sorprendentes. Puso reja de hierro forjado, hecha por los mejores herreros toledanos. Mandó construir un precioso retablo mayor de pinturas y esculturas, que producía la admiración de quienes lo contemplaban, y adornó de joyas y riquezas sin cuento el templo. Finalmente, decidió enterrarse, a su muerte (cosa que ocurrió pronto, en 1536) en el centro de la nave de este querido templo de la Piedad, ante las escaleras del presbiterio. Para ello había encargado a Alonso de Covarrubias que tallara un mausoleo personal, con lujo grande de grutescos y adornos, y escudos de sus apellidos entre cadenas de guirnaldas y amorcillos italianizantes. Así se hizo también. Dentro, a su muerte, se depositó el cuerpo, y allí quedó consumiendo las horas de la eternidad.

Las monjas, siglos después, se fueron. La iglesia abandonada sufrió el expolio total de sus riquezas, a excepción del enterramiento de la fundadora. Y a finales del siglo pasado recibió un «arreglo» que supuso la destrucción de su estructura, al eliminarle la techumbre y partir en dos su nave y presbiterio por un forjado que posibilitaba la existencia de un salón de actos en el piso superior.

En 1947, al ser movido el sepulcro de sitio, se abrió y se recogieron los restos (huesos ya, amarillentos y apergaminados) de doña Brianda. Y con la presencia de un notario (el Sr. Romero) de la directora del Instituto de Enseñanza Media (Enriqueta Hors) y el secretario del mismo (Salvador Embid Villaverde), se pusieron en una pequeña caja de metal donde se unió dentro de un cilindro también metálico, acta notarial de este encuentro y traslado.

El pasado día 30 de marzo, para cumplir las necesidades operativas de la restauración que en el edificio de este templo de la Piedad está haciendo la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, se hizo preciso abrir nuevamente el sepulcro, pues habrá que trasladarle de lugar, dentro siempre del recinto monumental.

El director del actual Instituto «Liceo Caracense», el profesor de Historia don Antonio Ortiz García, quiso que ese momento fuera especialmente solemne, al mismo tiempo que cordial y amistoso. Y para ello convocó a todos los profesores del Centro, a cuantos alumnos quisieran acudir, y a un buen número de amigos y gentes que, por una u otra razón han demostrado siempre tener una especial sensibilidad por andar en las esencias de la cultura de Guadalajara.

Al final de la mañana, que era gris, lluviosa y fría, los obreros lanzaron sus palanquetas a la tarea: costó mucho levantar la tapa de pórfido rojo, moverla sobre el sepulcro y finalmente abrir la losa que le cerraba. Allí dentro, cubierta del polvo de los decenios, estaba la caja metálica. Junto a ella, en una pequeña cajita de cinta de máquina de escribir, se conservaba la llave. Solamente una persona de las congregadas, don Salvador Embid, sabía lo que se iba a encontrar allí. Con emoción nos lo fué anunciando. Y en efecto, aparecieron los huesos de doña Brianda: fragmentos múltiples, la mitad del coxis, dos fémures y una tibia, algún astrágalo y diversas falanges. De un color amarillento oscuro, tibios y sencillos. Tan humanos. Por su tamaño, debieron corresponder a una persona de aspecto frágil, corta de estatura (no más de 1,55 metros), lejana en el tiempo pero tan cercana, en ese momento, a todos…

Fué especialmente emotiva la atención con que los alumnos de hoy contemplaron la aparición. Quizás esperaban algo más impresionante, acostumbrados a las películas de terror que hoy se prodigan. Supieron, sin embargo, comprender el mensaje mudo de aquellos pocos huesos. El secretario del Instituto leyó el acta del 47 encontrada junto a los restos, y todos nos fuimos tan contentos. La previsión es, una vez trasladado el sepulcro de lugar, volver a colocar esa caja metálica en el interior del mismo, y acompañarla de otro escrito en que conste el contemporáneo movimiento. Habrá sido, en definitiva, una renovación del apego que los ciudadanos de Guadalajara, ‑los más jóvenes en mayor cantidad‑,  siguen teniendo por esta singular figura de su historia: doña Brianda de Mendoza y Luna. De la que ahora sabemos era menuda, chiquita (y seguro que coqueta, como Dios manda).

Entre los invitados, ‑como amigos‑, al acto (que en ningún caso revistió carácter institucional alguno, o al menos nadie lo explicó así) se encontraban Jesús Campoamor, Fernando Alvarez de los Heros, Pedro Fernández Fernández, José Ramón López de los Mozos, Fernando Borlán, Avelino Antón, Acisclo Redondo y diversos arquitectos del Colegio de Guadalajara, así como los ya mencionados director, profesores y alumnos del actual instituto «Liceo Caracense».

Un acto simpático, entrañable, e histórico a un tiempo. Un momento de esos que nos reconcilian con nuestra historia, con la corriente invisible y eterna del devenir de esta ciudad en la que vivimos.

Y un momento para mirar, como simples ciudadanos sensibles, las obras que se están llevando a cabo en esta Iglesia de la Piedad (Monumento Nacional de los más valiosos que posee Guadalajara) y que según todas las trazas van a terminar por borrar las huellas que el genio de Covarrubias puso en este elemento arquitectónico. Porque la escalera que se está construyendo en monstruoso abrazo de cemento al presbiterio del templo, va a ser, cuando esté terminada, uno de los más señalados «engendros» del catálogo con que ya cuenta nuestra ciudad. Pero de esto ya hablaremos, más largo y tendido, otro día.