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febrero, 1992:

El arte mudéjar en Guadalajara

 

La más genuina expresión artística de la Guadalajara medieval está sin duda en el arte mudéjar. Un breve repaso por sus construcciones y las huellas que de ellas nos han quedado, nos ocuparán en el Glosario de esta semana, dedicado por tanto al recuerdo de los templos cristianos alzados en la Baja Edad Media.

En el siglo XIII existían en la ciudad de Guadalajara al menos diez iglesias parroquiales, dotadas en mayor o menor grado de estructura y decoración mudéjares. Eran estas las de San Gil, Santiago, San Andrés, San Miguel, Santo Tomé, San Nicolás, San Esteban, San Ginés, San Julián y Santa María. Aún debían añadirse algunas ermitas, como la de Santa María en la orilla del río, junto a los Batanes, y las iglesias de algunos conventos, como el de Santa Clara (hoy parroquia de Santiago).

Muchas de estas iglesias fueron demolidas, especialmente en el siglo pasado. Así ocurrió con la de San Nicolás, que ocupaba el espacio del actual Banco de España. La de Santiago, que estaba en lo que hoy es lonja del palacio del Infantado. La de San Ginés, que aparecía en el solar que ahora ocupa la Diputación Provincial. O la de San Miguel, junto a la capilla de Luís de Lucena… De todas estas iglesias conocemos detalles que nos las hacían mudéjares por los cuatro costados: la de San Nicolás tenía un arco mayor mudéjar con azulejos polícromos y labores geométricas. La de San Julián, en la Alcallería (en el lugar que hoy ocupa el Parque Móvil de los Ministerios), era de tapial y verdugadas de ladrillo, con torre. La de San Esteban, en la plaza de su nombre, tenía dos ábsides semicirculares de ladrillo con arcos ciegos decorados, semejantes a los de San Gil. La de San Andrés, en la calla Mayor baja, también tenía ábside decorado con arcos ciegos (como San Gil y Santa Clara), y poseía algunas inscripciones adornadas con labores geométricas del siglo XIV. La de Santiago, que estaba unida al palacio del Infantado por medio de un arco o pasadizo alto para que los duques pudieran oír misa sin salir a la calle, parece ser, según tradiciones, que fue mezquita en sus inicios, pero con seguridad fue construida por alarifes mudéjares: tenía una capilla de 1332, propiedad de los Pecha, en la que sus muros ofrecían abrumadora decoración de atauriques, y al exterior, especialmente el ábside, era toda de ladrillo con adornos geométricos. Fue totalmente derribada a fines del siglo XIX.

De las que hoy existen, al menos en fragmentos, podemos destacar algunos detalles mudéjares. La iglesia de Santo Tomé está hoy dedicada a santuario de la Virgen de la Antigua. Dicen las tradiciones que fue templo mozárabe desde el siglo VIII, aunque se rehizo por completo en el XIII. Tenía a un lado una torre que semejaba en todo a un alminar de inspiración almohade. Su puerta de entrada, al sur, constaba de arcos lobulados cobijados por un alfiz, y en el interior había una techumbre toda de madera en artesa invertida. Así llegó (con tres naves, torre, puerta, ábside, muros de mampostería y ladrillo) hasta finales del siglo XIX, en que se hizo una reforma total, dejándola como hoy se ve, y quedando, al menos el antiguo ábside en el que lucen algunas ventanas de perfil lobulado.

El templo de Santa María fue originariamente la mezquita mayor de la Wadi‑l‑hiyara árabe. Delante tenía la fuente para las abluciones, y tenía como material constructivo un grueso tapial con verdugadas de ladrillo, planta cuadrangular y alminar ó torre prismático‑cuadrangular aislada. Sobre esas bases, el templo se rehizo en el siglo XIV, poniéndole nuevas las puertas en arco de herradura, magníficas, que hoy pueden ser admiradas. En el siglo XV se unió la torre al templo y le añadió el atrio sobre los muros de sur y poniente. La torre de Santa María es de estirpe mudéjar toledana.

De San Gil queda solamente el ábside del siglo XIII, románico pero con ladrillo todo él construido, a base de arcos ciegos sumados, plenamente mudéjar. En su interior se admiraba la capilla de los Orozco, a la derecha de la capilla mayor, a la que se pasaba a través de una puerta que hoy todavía existe. Tenía planta rectangular con bóveda de cañón, y su nave única se cubría de techumbre de madera. En este templo existía una capilla dedicada a Santa Ana, también gótico‑mudéjar, como la de los Orozco, y la torre era prismático‑cuadrangular, cubierta de tejado a cuatro vertientes. Cayó en 1940. La portada principal, al sur, era del siglo XIV, con arco apuntado de herradura, cobijado de alfiz, todo mudéjar. También la portada occidental era del estilo. Todo ello fue cayendo durante el siglo XX, por guerras y abandonos. El ábside, felizmente rescatado hace pocos años, se decora con arquillos de medio punto, unos huecos y otros ciegos, puestos en fajas horizontales, en pleno estilo del mudéjar toledano.

La actual iglesia de Santiago fue templo conventual de Santa Clara, fundación de María Fernández Coronel, levantada en los primeros años del siglo XIV. Conforme a la estructura propia de la orden franciscana clarisa, en un estilo gótico mediterráneo, se deja influenciar notablemente por lo mudéjar. Los alarifes que la levantaron serían moros que ejercitaron en ella sus mejores habilidades. Hoy es una iglesia de tres naves, con ábside central poligonal, tomando el modelo del mudéjar toledano. La techumbre es de madera, en artesa invertida, y los muros son de mampostería con hiladas de ladrillo. Los pilares que separan las naves son de planta octagonal, góticos, rematando en arcos formeros apuntados. A la capilla mayor se pasa a través de un gran arco triunfal, y en ella hay una bóveda gallonada toda de ladrillo sobre un conjunto de arcos ciegos. En lo alto, la luz penetra a través de tres ventanas de doble arco apuntado. La decoración mudéjar se ve hoy en los escudos y atauriques sobre yeso en los altos de la nave central.

Todos estos monumentos son la expresión más genuina de una época como es la Edad Media en Guadalajara, en la que el influjo hondo de la cultura árabe se prolonga durante centurias sobre la cotidiana vida de una ciudad ya plenamente cristiana. Lo mudéjar, que sería la palabra más definitoria para nuestra población, era el estilo y el modo de vida que impregnaba cualquier vereda y todos los rincones.

Calles y Plazas de Pastrana

 

Este de 1992 va a ser en buen modo el año de Pastrana. Y no por razones anejas a las conmemoraciones y fastos nacionales (léanse el Quinto Centenario por antonomasia, la Expo o las Olimpiadas) sino porque se han dado cita, como sin querer, varios acontecimientos que harán de esta villa que hemos llamado «principesca» un lugar para el encuentro de gentes diversas con diversas apetencias y gustos: desde los poetas y literatos que recordarán la figura romántica y legendaria de la Princesa de Éboli, cuyo cuarto centenario de su muerte se celebra en estas fechas, hasta los apicultores de toda Castilla‑La Mancha, que en una nueva (la décima ya!) edición de su cada vez más prestigiada «Feria Regional Apícola» verán todas las novedades del sector, se reunirán amigos y colegas, (entre los días 2 al 5 del próximo abril) y se avanzará un poco más por los modernos caminos de la producción de miel, de esa «miel de la Alcarria» que es nuestra mejor bandera gastronómica.

Y aún pasarán por Pastrana otras gentes, numerosas también, e ilustradas, para participar en otro de los Congresos Internacionales que a instancias y por el esfuerzo personal del profesor don Manuel Criado de Val se vienen celebrando bienalmente en esta villa. El de este año, preparado como nunca, con el patrocinio generoso de la Excma. Diputación Provincial, va a tratar nada menos de la Caminería y en él han de darse cita centenares de profesores, investigadores y escritores de todo el mundo.

Con este panorama, y con el de indudable atractivo creciente que los lugares de larga tradición y bien conservado urbanismo tienen cara al turismo nacional, Pastrana empieza a vestirse de largo en el apartado de la oferta del ocio cultural, del encuentro gremial y de la convocatorio universal de hombres sabios: allí correrán, por sus calles angostas pero evocadoras al máximo, las lenguas portuguesa y teutona, como antaño ocurría con sus estuquistas y tapiceros; y vendrán otra vez las razas varias, entre ellas aquellos moriscos y hebreos que dieron fuerza y vigor a su comercio. Y aun los nobles (los del espíritu) dirán con asombro la maravilla que encierra el burgo que es capital de la Baja Alcarria, y que se está poniendo sin duda a la cabeza del turismo y la oferta de maravillas en esta zona de nuestra provincia.

Entre unos y otros debemos ayudar a que esto sea así, y prospere de mejor manera. El Ayuntamiento y los que viven día a día a Pastrana, harán muy bien en cuidar al máximo esa maravilla de pueblo que tienen: limpiándole; evitando los detalles que al cotidiano discurrir pasan desapercibidos, pero que rompe el idealismo de quien llega por vez primera; tratando a todos los visitantes con el respeto que merecen; promocionando cada uno en sus posibilidades la imagen de esta villa «principesca» e impar.

Con su plaza de la Hora luminosa y abierta; su Palacio Ducal que merecería mejor destino; su Colegiata señorial y espléndida, cuajada de obras de arte hasta extremos impensables; sus conventos (los franciscos, las concepcionistas, y San Pedro allá abajo, esperando la remodelación final… ¿cuando llegará, completa y feliz?), sus calles y plazas… todo en Pastrana ríe y sueña sin tacha.

Para el visitante que recorre con parsimonia esta villa de la alcarria, no acaba su sorpresa con la contemplación, uno a uno, de los monumentos más señalados. Se continúa con el paseo, tranquilo y dispuesto a recibir sorpresas, por las calles, callejas, plazas, rincones, pasadizos y fuertes cuestas que la villa tiene. En esos lugares, anónimos o con nombres evocadores, está también el encanto y la monumentalidad de esta población. Que si tiene el apelativo de principesca por su historia, demuestra luego ser campesina, letrada, carmelita y artesana por sus cuatro costados.

Pastrana sólo puede descubrirse andando una por una sus calles y plazas. Hay algunas zonas que recomendamos no perderse. Así, el llamado barrio del Albaicín, donde tradicionalmente se dice vivieron los moriscos que, en gran número, trajo de las Alpujarras a su villa ducal don Ruy Gómez de Silva. Allí pusieron sus casas y talleres estos individuos, dedicados durante largos años al trabajo de la seda. En este mismo barrio tuvo casa, viviendo en ella y escribiendo algunas de sus más famosas obras, el dramaturgo Leandro Fernández de Moratín.

La calle de Calvo Sotelo, ó Calle Ancha (ahora Calle de la Princesa de Éboli) por la que se entra a la villa, ofrece un buen conjunto de edificios populares, destacando entre ellos algún palacio de antigua portada gotizante. En la Calle Mayor, que desde la Plaza de la Hora asciende suavemente hasta la Colegiata, también abundan los buenos ejemplos de construcciones reciamente alcarreñas, con planta baja de mampostería ó incluso sillar, planta alta de revoco en yeso, y tinados con galerías cubiertas bajo los pronunciados aleros. Se ven escudos de armas por los muros y en los interiores frescos y oscuros se paladea la poesía conceptual de otros siglos.

En la plaza de la Colegiata destaca el edificio del Ayuntamiento, recientemente restaurado y acondicionado para su uso moderno, aunque guardando estrictamente su antigua apariencia, que no es otra que la de un gran caserón revestido en su fachada del clásico aparejo toledano con sillarejo y alternando con anchas hiladas de ladrillo. En el muro frontal se empotra un antiguo escudo municipal tallado en piedra. Ese escudo, timbrado de corona ducal y adornado de múltiples lambrequines, ofrece como en sintético emblema la historia de la villa. En el cuartel primero, una letra P cruzada de una banda y escoltada de dos flores de lis; en el segundo cuartel, una cruz, una calavera y una espada, símbolos de hermosa leyenda que dice que Pastrana está dispuesta a defender la cruz con la espada hasta la muerte. También en esa plazuela, y frente a la iglesia mayor, se ven unas antiguas casas de alta galería abierta con arcadura de ladrillos, que perteneció a los clérigos capitulares de la Colegiata.

Los nombres del Heruelo, del Almendro, del Pilar, de las Animas (estos últimos en el barrio alto del Albaicín), de la Castellana, de las Siete Chimeneas, de las Monjas, etc. son algunos de los que sirven para nombrar las estrechas y frescas callejas pastraneras. La cuesta de la Castellana, muy pronunciada, también ofrece un precioso panorama de alcarreños perfiles. Es, en definitiva, todo un apretado conjunto de espacios urbanos que definen de magnífica manera a esta villa tan reciamente hispana que es Pastrana. Y que tiene, sin duda, en este del 92 su año más crucial. De él hablaremos otra vez, muy pronto.

Gálvez de Montalvo y su Pastor de Filida

 

Van junto a estas líneas dos curiosos grabados que pueden interesar a los rebuscadores de las cosas pasadas de nuestra historia alcarreña. Es la primera el retrato, ‑idealizado, por supuesto‑ del novelista y poeta Luis Gálvez de Montalvo, y el segundo el grabado de la portada de una de las ediciones, la de 1600 en Madrid, de su principal y más conocida obra, «El Pastor de Filida».

Es este el título de la más famosa obra literaria de Luís Gálvez de Montalvo. En ella retrató, en clave simbólica y bajo el ropaje pastoril al uso, a toda la alta y media sociedad de la Guadalajara del siglo XVI. Ese transformación simbólica ha sido muy bien estudiada por José María Alonso en su reciente estudio sobre el personaje1, que alcanzó con su obra lo que podríamos titular como un «éxito editorial» sin precedentes entre los alcarreños.

 Se editó por primera vez en Madrid, en 1582. Luego en Lisboa (1589) y Madrid (1590). En el siglo XVII tuvo varias ediciones, y en 1792, Mayans y Siscar la reeditó precediéndola de un erudito prólogo. En 1907 la volvió a editar Menéndez y Pelayo con sabrosos comentarios. Y recientemente han sido Arralde‑Arce en su estudio sobre la novela pastoril española, y José María Alonso Gamo en su valioso estudio sobre el alcarreño quienes nos han puesto al día sobre esta interesante obra y su autor.

Fue ya muy alabada en su tiempo por el propio Cervantes, y por Laínez, Vicente Espinel, Lope de Vega, Faria e Sousa, Nicolás Antonio, etc. Cuando el cura y el barbero del Quijote de la Mancha hicieron la purga de la biblioteca del Ingenioso Hidalgo, apareció en ella este Pastor de Filida, que se salvó porque (y son palabras de Miguel de Cervantes) no es ese pastor sino muy discreto cortesano: guárdese como joya preciosa. Puede decirse de El Pastor de Filida que es el primer libro o novela pastoril que se hace en España a imitación de La Arcadia de Sannazaro. Se trata de una auténtica crónica de la jet‑set arriacense del siglo XVI, puestos sus nombres en clave de pastores. Y así aparece el pastor Siralvo (el propio Gálvez) sirviendo al rabadán Mendino (don Enrique de Mendoza, hermano del duque del Infantado, su gran protector y amigo). Mendino tiene un amor, que es Elisa de antigua y clara generación, de hermosura y gracia sin igual…. Allí andan suspirando unos por otros: Bruno y Turino, desdeñados de Filis; Fanio enamorado de Liria, y Licio desdeñado por Silvia, que ama a Celio…

De su autor, Luís Gálvez de Montalvo, podemos decir que fue nacido en Guadalajara, en 1549. Que creció a la fama en la corte mendocina del cuarto duque del Infantado, quien le alentó y protegió en sus inicios, dándole la tranquilidad suficiente para que pudiera desarrollar sus dotes literarias. Que ha pasado a la historia de la poesía y la novelística española por sus múltiples composiciones, de las que cabe destacar El Pastor de Filida, ya comentada. Y que cultivó la poesía amatoria, haciéndose famoso por el canto enloquecido que hace en cualquier ocasión a los ojos de su amada, a la que llama Filida, pastora y otras lindezas, y de los que dice:

Filida, tus ojos bellos,

al que se atreve a mirallos,

muy más fácil que alaballos,

le será morir por ellos.

Era su amada Magdalena Girón, y cuando ella casó en 1568 con el duque de Aveiro, Gálvez creyó morir de celos, buscando la muerte. Fuese a la guerra de las Alpujarras, y luego participó como buen español en la gloriosa jornada de Lepanto. Trabajó como soldado por tierras italianas, a donde emigró en tiempos de guerras continuas, dejando allí la vida, en 1591, no sin antes dar muestras de su vena fácil e inspirada en nuevos versos y en traducciones de clásicos como la «Jerusalem» de Tasso o el «Llanto de San Pedro de Tansilo». Su recuerdo ha perdurado, afortunadamente, entre nosotros.

1  ALONSO GAMO, J.M.: Luís Gálvez de Montalvo. Vida y obra de ese gran ignorado. Guadalajara, 1987. Institución Provincial «Marqués de Santillana», Guadalajara, 358 páginas.

La capilla de Luís de Lucena, otra vez de actualidad

 

No podríamos calificar precisamente de secreto el hecho de que uno de los mejores monumentos histórico‑artísticos de Guadalajara es la llamada Capilla de Luís de Lucena, situada en pleno centro de la ciudad, en la cuesta de San Miguel, casi frente por frente de la Concatedral de Santa María. Sí que podríamos decir, desgraciadamente, que es un secreto lo que contiene. Porque a un porcentaje muy elevado, casi total sin duda, de alcarreños, le ha resultado imposible contemplar este interesante edificio por dentro. Y en él admirar las pinturas renacentistas que narran la historia de los israelitas rumbo a la Tierra Prometida, el Juicio de Salomón y la visita de la Reina de Saba, el canto de una docena de Sibilas con sus proféticos gritos precristológicos, la suavidad italiana de las virtudes cardinales y el vigor de las Teologales puestas entre Profetas del Antiguo Testamento, todo ello en un policromo y encendido coro de bóvedas manieristas, originales del florentino Rómulo Cincinato, que las pintó a finales del siglo XVI, y que ahí siguen, ignoradas de todos, cerradas a la cal y el canto de las tumbas.

Puestos a desvelar despropósitos, no levanto tampoco ningún secreto si digo que basta llegar a Guadalajara por cualquiera de las carreteras que a nuestra ciudad acceden desde Madrid, Barcelona, Cuenca, Cabanillas y Fontanar. En cada una de ellas, un enorme cartel puesto por la Junta de Comunidades anuncia por separado los mejores monumentos de la ciudad. En todas ellas la Capilla de Luís de Lucena, del siglo XVI, merece un cartel (y el correspondiente gasto del susodicho cartel). Pero ni por ésas se abre.

No hace muchos días he tenido la oportunidad, y el gusto, de pasar bastantes horas en las cercanías de esta Capilla de Luís de Lucena. Fotografiándola, midiéndola, estudiándola en sus más mínimos detalles. Y he podido comprobar, con satisfacción, como se acercaban hasta ella buen número de turistas. No sólo los domingos, sino incluso en días de diario. También visitantes extranjeros. Llegaban, se bajaban del coche, consultaban sus guías, cuchicheaban entre ellos, hacían alguna foto de los ladrillos que la dan abrigo. Y se iban, con un gesto entre decepcionado y derrotista. Afortunadamente, ninguno de esos turistas podía entrar en la capilla, cerrada herméticamente. Porque si lo hubiera hecho, además habría vomitado. Su interior está, lo he comprobado personalmente hace escasas fechas, en un estado realmente vergonzoso, deprimente, nauseabundo.

Todo este tema, que podría dar motivo más que sobrado para un debate político en el Concejo guadalajareño, o para un regocijante y escandaloso reportaje periodístico por parte de quien quisiera poner de manifiesto la raíz del principal mal que hoy aqueja a nuestro país, y que no es otro que la mala gestión de los fondos públicos, aquí no haré sino exponerlo en su realidad, pues ni tengo dotes para la lucha política, ni es mi estilo apretar las tuercas a nadie, por muy sueltas que las tenga. Pero hay cosas que claman al cielo. Y la Capilla de Luís de Lucena es una de ellas.

Se trata, y repito, de uno de los más señalados monumentos con que cuenta nuestra ciudad, que no anda precisamente sobrada de ellos. Es también de los más singulares de Castilla, pues une la gracia y el simbolismo humanista de sus pinturas interiores a la fuerza casi militar y mudéjar de su figura externa. Es la expresión de una época, el testamento estético de un hombre genial, del que hace poco se cumplía el quinto centenario de su nacimiento: el doctor Luís de Lucena. Viene reseñado en todas las guías por muy escuetas que sean. Acuden a verlo cientos, miles de turistas que, callados y extrañados, se van sin poder ver lo que las guías dicen. Y está en una situación de abandono realmente patética. Cerrada siempre, sin que nadie haya entrado, en los últimos cuatro años, a barrer el suelo, en el que se acumulan las defecaciones de las palomas junto a los desconchados yesos de los muros, que por la humedad otra vez se están derrumbando.

La ciudad, y en general las personas con una mínima dosis de sensibilidad, está demandando que se corrija de una vez por todas la injusticia que se está cometiendo con este edificio único. Como un paso importante, y meritorio, en este camino, está el que hoy da el Colegio de Arquitectos de Guadalajara, que con motivo de la inauguración de su nueva sede social, y entre otros actos celebrados, ha presentado un libro editado con su colaboración que trata precisamente de esta Capilla, de esta interesante pieza artística, joya de la arquitectura arriacense, que debemos entre todos sacar del olvido y rehabilitar para siempre. Solo hace falta un poco de imaginación. Y la voluntad auténtica de poner al ladrillo de Lucena y a la pintura de Cincinato en el lugar de honor (ó simplemente de decencia) que les corresponde.