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noviembre, 1991:

Una joya olvidada: El monasterio de Lupiana

 

Muy cerca de nuestra capital, a poco más de 10 kilómetros de la Plaza Mayor, se encuentra uno de los principales atractivos monumentales y patrimoniales (y por consiguiente turísticos) de la provincia de Guadalajara: el Monasterio jerónimo de San Bartolomé de Lupiana. Uno de esos lugares donde la historia y el arte se conjuntan perfectamente para entregarnos el recuerdo granado de espléndidos días y la maravilla visual de portadas, patios y entornos de consumada belleza.

En otras ocasiones he comentado, en estas mismas páginas, la historia de este Monasterio, y las maravillas que encierra. He animado a mis lectores a visitarlo. Y he glosado la importancia que para el turismo provincial tiene este elemento arquitectónico, declarado Monumento Nacional hace muchos años, en 1931 concretamente, pues en él se encuentran los recuerdos de Felipe II (quien lo visitó varias veces) mezclados con los de Pechas, Mendozas y fray José de Sigüenza, mas la gigantesca mano de Alonso de Covarrubias, que se ocupó en diseñar y dirigir su gran claustro.

Hoy no me dedicaré tan sólo a esa tarea, sino a la más urgente, e imprescindible, de alertar sobre la gran dificultad que existe para visitar este impresionante enclave, raíz de buena parte de nuestra historia, y mosaico del arte alcarreño más representativo.

La dificultad viene dada por las cortapisas que la propiedad del edificio pone a los visitantes para poderlo admirar con la tranquilidad que merece y en los momentos en que la mayoría de las gentes interesadas pueden hacerlo. Al ser este Monasterio un Monumento Histórico‑Artístico de interés Nacional, el Ministerio de Cultura se ha ocupado de que sus propietarios faciliten su visita y estudio por parte de cuantas personas estén interesadas en hacerlo. Y ello sin ningún tipo de limitaciones, pues para ello la ley también les exime del pago de buena parte de los impuestos que correspondería pagar si no tuviera esa categoría monumental.

Pues bien: la propiedad ha designado como días y horas de visita los miércoles de 10 de la mañana a 2 de la tarde. Momento, como se ve, el más inadecuado para estimular la llegada masiva de público que no sólo puede, sino DEBE conocer este monasterio. Estos horarios de visita son los últimos facilitados por la Delegación Provincial de Cultura, confirmados por quienes han intentado visitar San Bartolomé en días y horas diferentes (sábados y domingos) y no han podido hacerlo.

Y este asunto, que pudiera parecer una nimiedad a algunos, se convierte en fundamental de cara al estímulo del turismo en Guadalajara. Así de claro. Se han hecho esfuerzos, por parte de varios organismos, por dirigir una buena parte del turismo madrileño, que es nuestro principal manadero de «divisas provinciales», hacia Guadalajara. Y ése es un turismo de fin de semana, de «puente» de domingo exclusivamente. La Junta de Comunidades, a través de su Consejería de Industria y Turismo, ha gastado buenos dineros, en una campaña inteligente, promocionando ese viaje hacia nuestras tierras. La Diputación Provincial, a través de su Servicio de Turismo, también ha hecho algo en ese sentido. Se han puesto carteles indicativos en la carretera de Cuenca, señalando la proximidad del monumento que, por lo demás, viene en todas las guías. En la última y mejor de ellas, la «Guía de Castilla‑La Mancha» que ha editado el Servicio de Publicaciones de la Junta de Comunidades, el claustro de Lupiana sirve de portada al libro. ¡Qué desilusión llevará el viajero que, guiado por ella, quiera contemplarlo! Porque lo va a tener realmente muy difícil.

Aquí hace falta, sin embargo, otra cosa distinta a la lamentación. Aquí se impone que la autoridad competente, la que tiene capacidad de decisión y acción, tome este asunto de una vez por todas en sus manos. Y pacte con la propiedad unos horarios verdaderamente facilitadores de la visita. No vale con cumplir el trámite que marca la ley, y poner cuatro horas a la semana según se dice en ella. Concretamente las menos adecuada para esa inmensa mayoría del pueblo español que los miércoles, de 10 a 2, está trabajando. Hay que abrir el Monasterio de Lupiana todos los días del año, por la mañana y por la tarde, y muy especialmente los sábados y domingos. Hay que arreglar los accesos al monumento, y hay que darle aire de propaganda por todos lados.

Lupiana, y especialmente su Monasterio jerónimo de San Bartolomé, es una de las joyas artísticas de las que puede presumir Guadalajara con más contundencia. No podemos seguir, como hasta ahora, teniéndola solamente en la lista de nuestras maravillas monumentales. Hay que airearla, abrirla, enseñarla, y atraer con ella a mayor número de visitantes. Promocionarla en el exterior de nuestra propia tierra. Hacer campaña en Madrid de que esto existe. En definitiva, cumplir con los requisitos que, en punto a la cultura, un Estado regido por un gobierno que se dice progresista debe hacer: permitir el acceso de todas las capas sociales, y de todos los ciudadanos sin excepción, al uso y disfrute de esa cultura. Así de sencillo.

Pueblos amurallados, ciudades de ensueño

 

Entre tantos caminos que el viajero de Guadalajara puede escoger para tomar contacto con su pasado denso de historias y apretado de reliquias, está el de buscar por su geografía polimorfa las ciudades del ensueño donde quedaron los cinturones de piedra que fueron sus murallas. Hay muchos en nuestra provincia que todavía muestran los venerables restos de fortificaciones, de puertas por donde había que pagar peajes (portazgos se llamaban entonces) y de torreones que parecen varones alzados en la vigía de los caminos.

En la Guadalajara capitalina encontramos aún, ya muy mermadas, las murallas del Medievo: están junto al palacio del Infantado, por las vertientes norteñas del barranco del Alamín, donde el antiguo Cuartel de Globos muestra su osamenta, y aún en la puerta de Bejanque, en la calle de la Ronda, o en la de la Mina. Bajo tierra deben quedar algunos restos (en las excavaciones del aparcamiento subterráneo de Santo Domingo han aparecido recientemente unos vestigios mínimos) y son los torreones de Alvar Fáñez y del Alamín los que más claramente nos muestran la fuerza de aquella muralla arriacense que ya los moros levantaron en remotos siglos, y los castellanos de Alfonso VIII reconstruyeron en el siglo XII.

Sigüenza también estuvo murada al completo, como ciudad codiciada y rica. De sus defensas permanecen hoy algunos tramos en la calle de San Jerónimo, y sobre la de Valencia asoma un poderoso torreón esquinero. Muchas «puertas» que daban acceso a la ciudad antigua se pueden hoy admirar. Entre ellas la del Sol, sobre el Vadillo, la del Portal Mayor, y la del Hierro, que por cierto ha recibido recientemente, con total impunidad, un auténtico atentado urbanístico al colocarle al lado un edificio de excesiva altura. Sigüenza es, en este sentido, un lugar donde todavía se alza la historia en cada esquina.

Pero donde realmente se ve lo que es un pueblo amurallado al cien por cien es en Palazuelos, cerca precisamente de Sigüenza. En la paramera serrana, y en el silencio de este otoño que progresivamente se enfría, se alza pequeña y tímida en la lejanía la ciudad que fuera del marqués de Santillana, a la que él mismo mandó poner estas defensas, como lo hizo en tantos otros lugares. Hoy se mantiene, como en un milagro, todo el contorno de su fortaleza. En una esquina, en la norte, está el castillo, y luego se abren otras cuatro puertas a través de os muros. En las dos principales, destaca el sentido de zig‑zag que deben seguir quienes penetren a su interior. Una estampa evocadora que merece ser visitada.

También Almonacid de Zorita ofrece hoy al visitante los restos palpables de su antiguo cinturón. Quedan tan sólo dos puertas en pie: la de Zorita, y la del Cementerio. Y el lugar donde estuvo, hasta hace algunos años, la de Bolarque. Pero se ven las piedras de sus muros en otros muchos lugares del pueblo. Y se puede seguir, con ayuda de algún mapa de la localidad, el circuito que estas tenían, dando fuerza a este enclave que fué durante varios siglos sede de la Encomienda calatrava de Zorita.

Por las sierras orientales de nuestra provincia, cerca ya de Cuenca, quedan otros lugares que estuvieron amurallados. Así, Viana de Mondéjar, enhiesta sobre el roquedal altivo que domina el valle del río de La Puerta, y que fué fortificada por el caballero don Pedro Núñez de Prado, en el siglo XV, quedando hoy como principal vestigio de tan curiosa disposición una puerta de entrada, en cuesta, escoltada de fuertes muros de piedra. En Escamilla también hubo muralla, y bien gruesa. Solo queda hoy, en lo alto del pueblo, el castillo que la remataba por su costado norte, y que fué alzado a instancias del caballero Iñigo López de Orozco en el siglo XIV. El recorrido de su muralla, abarcando por completo la villa, puede aún seguirse hoy con toda fidelidad. Será un sano ejercicio de deporte y de evocación pretérita.

Las murallas de Brihuega tiene todavía la contundencia de evocar en muchos tramos la fuerza de esta villa arzobispal en el Medievo. Aparte de sus magníficas puertas de acceso (de la Cadena, y del Cozagón) están en alto largos fragmentos de amurallado paramento, algunos de ellos restaurados no hace mucho, gracias al desvelo de la Asociación «Amigos de Brihuega», y en otros lugares del pueblo, se entreven los restos de esta que fué una gigantesca alcazaba sobre la «Peña Bermeja» que domina al Tajuña.

La de Molina de Aragón, que fué posiblemente la más fuerte de todas cuantas hubo en la provincia, sólo ofrece hoy mínimos restos. Por la parte del castillo, éste queda íntegro, solemne y majestuoso. Algunos torreones, como el que escoltaba a la puerta de Medina, se alzan en inestable equilibrio. Y sobre el río Gallo aparecen importantes fragmentos del cinturón fortificado. También es posible ver restos del «cinto» que separaba a la fortaleza de la ciudad. Y otros espacios en los que hoy se adosan mansiones y conventos. Pero el aire de vieja ciudad castellana fortificada, como por un ensalmo, lo mantiene Molina vivo y dispuesto, presto a ser admirado.

Cómo no recordar, en este paseo de murallas, a Atienza, que tantas tuvo y tan altas hoy permanecen. El castillo en lo alto era el banderín de reclamo. Pero el pueblo yacía entre tres cinturones de murallas que se comunicaban entre sí por puertas y pasadizos. Ahí están todavía el Arco de Arrebatacapas, la puerta de los Caballos, la de la Fuente de los Romanos, los murallones de «Castil Judíos», y los grandes fragmentos del albácar castillero. Todo un mundo prodigioso, fascinante, de evocaciones guerreras y medievales.

Como ocurre en Cifuentes finalmente, donde se suman a los restos de murallas los de algunos portones que estas tenían: así el del camino salinero o Puerta Salinera, en dirección de Saelices, y otros breves fragmentos. También en Cogolludo quedan reliquias de su antigua, poderosísima muralla que sabemos supervisó en su construcción, a finales del siglo XV, el mismísimo Lorenzo Vázquez de Segovia. Hasta no hace mucho permanecía en pie la puerta de acceso a la plaza mayor, y muchos fragmentos se ven todavía adosados a las casas. Eso sin contar el alto castillo que da silueta al burgo y evoca tiempos de moros y de princesas.

Son estas, en definitiva, algunas opciones que poder usar para recorrer la provincia en estas fines de semana del otoño, cuando la naturaleza remansada se ofrece única y los pueblos dormidos en sus letanías y sus epopeyas dicen muy bajito su rima de historias. Las murallas de Guadalajara y de sus pueblos son un cantar que está ahí, esperando a que lo descubras.

Julio Caro Baroja y sus dibujos de Guadalajara

 

Una de las grandes personalidades del mundo de la cultura en España es, sin duda, el académico don Julio Caro Baroja. Se trata de una de esas raras personas que han conseguido, a pesar de mantenerse en una estricta independencia política, brillar con  luz propia en el panorama actual de nuestro país, y ser reconocido por todos como uno de los valores más firmes de nuestra cultura.

A propósito de unos dibujos que sobre la localidad de Robledillo de Mohernando realizó Caro Baroja en los años cincuenta, quiero recordar hoy, siquiera sea brevemente, su figura y su obra. Estuvo aquí en Guadalajara, y no hace mucho (el 15 de febrero de 1991) hablándonos de la «Historia falsa de España», en una charla que suscitó entusiasmos y fue premiada hasta con el beso de una admiradora. No es para menos. Porque don Julio Caro ha demostrado ser, tanto un erudito de despacho, como un hombre de su tiempo capaz de discernir lo libresco de lo real, alcanzando conclusiones que desvelan buena parte del ser de España y de sus pobladores.

Nació este vasco universal en Madrid, en 1914. Se inició en los trabajos arqueológicos y de historia antigua, comenzando a trabajar y publicar en los temas de «Los pueblos del norte de España» (1943), «Los pueblos de España» (1946) y «Los vascos» (1949). Tras ellos, Caro se decantó por una perspectiva etnológica y por la antropología cultural. En aquellos años publicó «Análisis de la cultura», resultado de un curso que dio en el Archivo Histórico de Barcelona. Sus conclusiones se mantienen absolutamente vigentes hoy.

En 1944 fué nombrado director del Museo del Pueblo Español, trabajando intensamente, hasta 1954 en que fué retirado del cargo, recogiendo piezas por España, y haciendo análisis profundos de la etnografía hispana. En esa época, 1950 concretamente, viajó por toda España, y muy singularmente por Andalucía, en compañía del antropólogo norteamericano George M. Foster. Se hicieron 16.000 Km. por los caminos de España, recogiendo entonces fotografías y sobre todo apuntes de campo y dibujos que han sido luego la base de su contundente muestra artística.

Porque Caro Baroja no es sólo un erudito o un antropólogo genial, es también un magnífico dibujante que ha sabido plasmar lo esencial de las cosas vistas en cuatro trazos de plumilla. Si de aquél viaje con Foster surgieron libros tan interesantes como los «Estudios sobre la vida tradicional española» (1968), y otras cosas aún posteriores como «Teatro popular y magia», «El Carnaval» y «La estación del amor», es cierto que allí comenzó su pasión por el dibujo y de entonces se conservan los más genuinos esbozos de personajes, de fiestas, de elementos tradicionales y de arquitectura popular debidos a su mano.

Vinieron después los profundos estudios sobre la historia española, especialmente relativos a aspectos o minorías marginadas: los judíos, la brujería, la Inquisición, la literatura de cordel, los moriscos granadinos, etc. Quizás uno de sus más profundas y monumentales obras, poco conocida aún, sea «Las formas complejas de la vida religiosa (Religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII)», editada por Akal en 1978, todo un monumento de erudición y análisis. Trabaja ahora don Julio en esa «Historia falsa de España» que en Guadalajara nos presentó.

Vinieron luego los nombramientos y el reconocimiento universal: académico de la Historia y de la Lengua, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1983), Premio Nacional de las Letras Españolas (1985), etc.

De la muestra espléndida de dibujos de Caro, se han hecho ya muchas exposiciones en España. Una de ellas, en 1986, en una galería comercial de San Sebastián, tuvo tal éxito, que según confesó el propio autor, ganó con ella más dinero que en toda su vida escribiendo libros. La Generalitat valenciana hizo otra en 1989, resultando de ella una publicación muy interesante, en la que el autor nos da una «Explicación defensiva» de su pasión por el dibujo, que es el exponente máximo de su real pasión por el análisis de las cosas.

En ese libro figuran los dos dibujos que hoy presento a mis lectores. Se trata de sendos edificios populares de la localidad campiñera de Robledillo de Mohernando: una casa de la plaza, y la ermita de la Soledad, a la salida del pueblo. Los hizo Caro en enero de 1965, cuando junto a su hermano Pío viajó por algunos pueblos de nuestra provincia, para escribir el trabajo sobre «A caza de botargas» y producir para NO&DO el documental que luego se reprodujo mil veces, genial de factura y contenido, sobre estas tradicionales fiestas de nuestros pueblos. Fué a Montarrón, a Robledillo, a Beleña y a Retiendas. El artículo resultante de ese viaje, aunque sin dibujos, se publicó en la edición de «Estudios sobre la vida tradicional española» que en 1968 hizo Ediciones Península. Luego viajó Caro a otros lugares de Guadalajara, entre ellos a El Casar, donde analizó la fiesta de las Candelas, aunque nunca llegó a publicarla en profundidad.

Estos dibujos de Julio Caro Baroja sobre sendos edificios populares de Robledillo, dan una idea bastante justa de cual es su forma de tratar las cosas. Son apuntes rápidos, esquemáticos, pero muy fidedignos. Sin mediciones exhaustivas, sin proporciones exactas, tienen lo esencial de lo retratado, sus elementos que le identifican, y hasta algunos detalles de minuciosidad que prueban lo entrañable que resulta para este autor dibujar las edificaciones más simples de nuestra tierra. En ellas encontró, encuentra todavía, la esencia del pueblo y de sus formas de vida. Y con esos dibujos estudia y se expresa, y a todos nosotros nos maravilla.

El viaje a Colombia. En el universo verdes de los taironas

 

Entre las múltiples maravillas que encierra Colombia, y que ofrece al viajero del mundo, están sobre todas las paisajísticas, que al norte del país pueden concretarse en dos elementos muy definidos: de un lado la costa caribeña, con sus múltiples playas de fina arena y verdes aguas, y de otro el gran bloque montañoso de la Sierra Nevada de Santa Marta, en el que sobre las abruptas laderas de altísimas montañas que se elevan a más de 5.000 metros sobre el nivel del mar, aparece una vegetación exuberante y selvática.

De las playas resultan inolvidables sus perspectivas de cocoteros al borde del agua, sus blancas arenas formadas por siglos de erosión sobre las conchas y moluscos, y el agradable nivel termométrico de sus aguas. Hay una especialmente sugestiva próxima a Santa Marta: la Playa Concha, a la que el calificativo de paradisíaco no le sobra en absoluto. En la montaña, más fresca y llevadera, se alzan y extienden hasta el infinito los bosques con árboles gigantescos, antiguos y venerables, que esconden entre sus enramadas los restos de antiguas civilizaciones.

Esta es otra más de las posibilidades turísticas de la Colombia caribeña: el viaje a la precolombina sede de los «taironas», un pueblo sabio y culto como los aztecas, los mayas o los incas, que todavía hoy se encuentra poco y mal estudiado, aunque el futuro reserva grandes sorpresas para cuantos se lancen a la aventura de estudiarlo.

La cultura tairona se extendió fundamentalmente en el seno de la Sierra Nevada de Santa Marta, ocupando sus ciudades, de las que hasta ahora se han encontrado unas 250 bien individualizadas, las abruptas laderas boscosas de esa gran cordillera caribeña. Surgieron como cultura propia y definida entre el 500 y el 700 después de Cristo, y alcanzaban su máximo esplendor en el momento de la arribada de los españoles.

A partir de 1501 se emprendió la conquista del territorio de los «taironas» por parte de Rodrigo de Bastidas. Se ha calculado que en ese momento existían unos 500.000 individuos. A la largo del siglo XVI, y tras cruentas campañas de asedio, fueron disminuyendo en número y potencia. En 1604 culminó el dominio español, a cargo del gobernador Juan Guiral Velón.

Lo más interesante de esta cultura precolombina de las selvas ecuatoriales, fué sin duda la «trama de ciudades, caminos y puentes» que supieron crear para hacer habitable un mundo complejo e inhóspito. Además supieron labrar con arte el barro, la piedra y los metales, como lo demuestran infinidad de muestras de orfebrería y cerámica que hoy se encuentran depositadas en el Museo del Oro de Santa Fe de Bogotá. Pero lo realmente interesante de este pueblo es su modo de vida, su urbanismo y sistema de comunicaciones.

Así, en los últimos quince años se han realizado intensas exploraciones arqueológicas a través de la Sierra Nevada de Santa Marta, llegando a localizar 250 poblados. De ellos, los más importantes aparecen en pleno corazón de la Sierra, en altitudes superiores a los 3.000 metros. Son concretamente el Alto de Mira, que ofrece más de 80 terrazas; el enclave de Tigres, con 50 terrazas, y la Ciudad Perdida, extraordinario conjunto urbano que define a la perfección lo que sabían hacer los «taironas»: el 40% de esta ciudad, colgada de los empinados cerros verdes, eran espacios públicos, por lo que se ha supuesto que sería la capital del territorio. En ella se ven 9 sectores distintos, con diferentes características organizativas y formales. En ella vivían de 1.400 a 3.000 personas en la época de su mayor poblamiento. Un antiguo cronista hispano decía de este lugar que «las más de mil casas grandes que había, en cada una vivía una parentela», por lo que quizás ese cálculo se haya quedado corto.

En cualquier caso, la Ciudad Perdida de los «taironas» es un lugar que está llamado a ser otro de los grandes atractivos de la arqueología precolombina americana. Tanto como Teotihuacán, el Machu‑Pichu o Palenque, en este lugar el viajero que consiga llegar (ahora son tres días de camino a pie por selvas muy empinadas y difíciles) podrá admirar la grandiosidad humana en punto a dominar el terreno y hacerlo habitable. Múltiples terrazas de perímetro curvo, unidas por escaleras de lajas, pasadizos, estancias en su derredor, etc., conformaban un enclave de fábula y misterio. Esta Ciudad Perdida fué encontrada hace 15 años por un grupo de arqueólogos‑exploradores, y actualmente requiere un permiso formal del Gobierno Colombiano para visitarla, pues se continúan a buen ritmo las excavaciones, con productivos resultados.

En la costa de Santa Marta, junto al Parque Nacional de Tairona, también pueden visitarse lugares como Pueblito y Chenge. Cerca se supone que estaba otra gran ciudad, Bonda, que aún está por descubrir.

Otra curiosidad para el viajero que se anime a llegar a estas costas caribeñas de la nación colombiana, y afrontar en ellas los todavía notorias carencias de comunicaciones y alojamientos que de cara al turismo existen, es la posibilidad de contactar en directo con el pueblo aborigen de los kogi, que habitan en un estado totalmente primitivo en la vertiente norte de la sierra, o de los sanká e ijkas, concentrados en la suroriental, y que en total no sobrepasan los 25.000 individuos, que mantienen intactas sus formas de vida, urbanismo en cabañas, vestimenta de tejidos naturales, etc., como hace quinientos años. A veces se les ve caminando por las calles de Santa Marta, pues subir hasta sus poblados es tarea de aventureros con tiempo y ganas.

En cualquier caso, es esta una faceta del turismo en Colombia que bien puede ser tenida en cuenta por quienes quieren hacer de un viaje de vacaciones, toda una aventura de emociones y riesgos. En este lugar tan hermoso y remoto está garantizada la posibilidad para la sorpresa, para la búsqueda de ciudades ocultas, para la entrevista con indígenas que parecen haber salido, como todo en Colombia, de un sueño.