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octubre, 1991:

El viaje a Colombia. Cartagena de Indias y la arquitectura colonial española

 

Si hay alguien a quien le guste de verdad la arquitectura y el urbanismo, no puede dejar de hacer un viaje hasta Cartagena de Indias, en la costa caribeña de Colombia. Ese es el enclave ideal donde la historia ha cuajado en forma de ciudad planificada, medida y realizada para un sólo fin: ser defendida, ser guardadora de riquezas, de culturas diversas, de canciones. Y en cada una de sus múltiples calles, de sus infinitas esquinas, han surgido los edificios que uno por uno, y todos juntos, mejor evocan una cultura y una época concretas. La España ultramarina de los siglos XVII y XVIII. Viajar a Cartagena de Indias es adentrarse, en un instante, en aquel tiempo maravilloso y soñado.

Cartagena fue el puerto más importante de España en América. Codiciado de los piratas y las naciones enemigas, hubo de defenderse con una imponente muralla que cerraba su contorno completamente. En realidad, asentaba el burgo sobre una isla, que una vez amurallada quedaba defendida sin problemas. Hoy está unida a isla de Manga, a las arenas de Bocagrande y al continente por diversos puentes y terrenos desecados.

En su interior surge la maravilla. Planificada por los españoles como una neta ciudad de nueva planta, su callejero es una cuadrícula perfecta, aunque sus dos grandes plazas hacen ángulo forzado con la muralla. A través de la puerta o torre del Reloj, se entra en la Plaza de los Coches, donde hasta el siglo pasado se vendían esclavos negros y se almacenaban los tejidos y las mercancías que vendrían a la metrópoli. Más allá, la gran plaza de la Aduana daba albergue al edificio del Ayuntamiento y al de las Aduanas. Cerca, y ya en las calles rectas y perpendiculares, surgen la catedral, el colegio de los jesuitas con su gran iglesia de San Pedro Claver, la Universidad, el palacio de la Inquisición, el convento de Santo Domingo, el de Santa Clara, el de San Agustín, el de San Diego, y tantas ermitas, y tantos palacios, y tantos mesones, y tantos hospitales, que hacen a las calles, hoy atiborradas de una sonora masa humana de negros y mulatos, parecer un continuo museo de goces visuales.

Muy pocas ciudades en el continente americano pueden competir con la maravilla de Cartagena. Quizás La Habana y su malecón; México y su Coso mayor; San Juan de Puerto Rico con sus defensas; Quito y Lima. Quizás Popayán también, en Colombia. Y nada más. Cartagena supera a todas en cuanto a amplitud, a cantidad de edificios, a densidad de detalles.

En esta ciudad sudamericana se encuentran algunas excepcionales muestras de la arquitectura colonial hispana. Algunas dan su ejemplo al exterior, en las fachadas y estructuras generales. Tal es el caso de las Casas del Concejo, hoy Ayuntamiento; en la Casa de la Aduana; en el Cabildo, en el palacio del Marqués de Valdehoyos, en la propia iglesia de Santo Domingo. Otras, en cambio, ofrecen lo mejor del estilo en su interior. Y así ocurre con los patios umbrosos y magnificentes de San Francisco, de la Candelaria de Popa, de Santo Domingo, o de la Casa de las Damas donde tiene hoy cobijo el increíble Mesón de la Candelaria.

El mejor de los historiadores que ha tenido Cartagena de Indias, el sevillano Marco Dorta, cree que la mayoría de estos edificios fueron construidos durante el siglo XVIII. Así lo colige del detalle de ser de esa centuria la Casa de la Inquisición, y las demás construcciones, que suman varios centenares, piensa serían de la misma época. Hay algunas, sin embargo, más antiguas. Y en la isla de Manga quedan muchas otras del XIX y principios de este siglo.

Antes de esas fechas ya estaba la ciudad repleta de grandes caserones típicos. Así lo dice fray Pedro Simón, quien en 1628 escribía de «la mucha suma de ventanaje y balcones volados» que llenaban las calles del «corralito de piedra». La Casa de la Moneda fué, en cualquier caso, elevada antes de 1630, y algunos de los otros edificios de la Plaza Mayor o de la Aduana son de esa época.

Lo más característico, al exterior, de la casa colonial cartagenera, es la gran voladura y aparato de sus galerías. Semejan en gran modo a las que existen en los pueblos vascos y montañeses del norte de España. O a los que pueblan algunas localidades canarias. En cualquier caso, su origen es español, y su función la de guardar del sol a la fachada, dando un respiro de aires frescos a sus habitantes. El Adelantado de Canarias, don Alonso Luis Fernández de Lugo, llevó al reino de Nueva Granada gran número de «artífices y oficiales, para fábricas y edificios y otras cosas en orden al ennoblecimiento y perpetuidad de la tierra».

En su interior, destaca siempre el patio, poblado de columnas y arcos, a veces en doble piso, aunque el segundo suele ser de madera. Un denso enramado de mangos, ficus, y cocoteros, más los espesos enramados de la cayena, dan sombra permanente al ámbito. Aunque en la «ciudad vieja» existen ejemplares bellísimos, quizás el más completo es el del edificio de la calle del Espíritu Santo, en el barrio de Getsemaní, que ha conservado su estilo barroco popular y colonial. Se trata de una fachada con dos ventanas, con rejas de madera, cubiertas por tejaroces y descansando en repisas, corriendo bajo la cornisa del tejado una hilera de mútulos. La puerta se flanquea de columnas rematadas de arquitrabe, friso y cornisa, y sobre la clave del dintel se curvan la cornisa y el friso, formando una especie de ménsula que sostiene una hornacina.

En la calle de las Damas, la casa del mismo nombre, que hoy es sede del Mesón de la Candelaria, y cuyo esquema pongo junto a estas líneas, es otro de los maravillosos ejemplos de la arquitectura colonial civil en Cartagena. La fachada con gran portón, ventanas enrejadas y enorme mirador. el interior con ancho zaguán, patio cuajado de vegetación y corredores amplios, que dan paso a las habitaciones de alto techo. En lo más subido de la casa, una torreta servía a los dueños para mirar la bahía y ver si se acercaba a puerto algún barco de su propiedad. La noche húmeda, la música de cumbias que alguien canta en un salón, y las medias luces de escaleras, tránsitos y corredores, dan al lugar un encanto inenarrable.

Es este uno más de los atractivos de esta Cartagena de Indias que te invito, lector, a visitar en cuanto tengas la oportunidad de hacerlo. Porque además de sus paisajes, de su clima diferente, y del encanto de sus gentes, está la impar definición urbanística y arquitectónica de su trazado colonial, que hace realidad, al contemplarle, cualquier sueño por complicado que fuera.

El viaje a Colombia. Cartagena de Indias, pisando sobre un sueño

 

Se ha celebrado recientemente, entre los días 20 al 26 de septiembre pasado, el XXXIV Congreso Mundial de la Federación Internacional de Escritores y Periodistas de Turismo. Ha sido este año la anfitriona del evento la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, que ha recibido, como máximo galardón a su empeño de conservación de su patrimonio histórico‑artístico y su atento cuidado al fomento del turismo, la «Pomme d’Or» que dicha Federación concede, desde hace 20 años, al lugar del planeta donde mejor se ha condimentado ese difícil guiso.

La ciudad que arde y se moja a orillas del Caribe es uno de los más bellos rincones de la tierra. Uno de esos enclaves que parecen haber sido fabulados por el hombre y puestos por Dios como premio a su imaginación valiente. Un grupo de planas islas rodeadas del cálido mar, en la costa norte de Colombia, a pocos grados de latitud norte sobre el Ecuador, y en uno de los ámbitos de mayor humedad ambiente que se pueda concebir. A las diez de la mañana, ya no tienen sombra los cuerpos, de lo aplomado que cae el sol, y a mediodía el calor es tan intenso que cualquier ser vivo busca el cobijo de la sombra. En esta época, que es la de lluvias, no es raro que por la tarde se forme un negro nubarrón que ocupa todo el cielo, y en media hora descargue sobre la ciudad más agua que cuando enterraron a Zafra. Al rato, está todo evaporado.

Pero además de esas condiciones geográfico‑climáticas, Cartagena de Indias reúne otra serie de circunstancias que la hacen única en el mundo, tal como si fuera un habitáculo del sueño, un lugar anclado en el tiempo pasado que se nos desvela sonoro y palpitante. Enclave original de los indios caribeños, que la llamaban Caramanli, el madrileño Pedro de Heredia la refundó como ciudad española en 1533, y tras tener un tiempo el nombre de San Sebastián, adoptó luego del de Cartagena, puesto por los emigrantes hispanos que veían en ella, en su fabulosa bahía, un remedo de la localidad mediterránea.

Después, sin esfuerzo, toda su historia y su figura. Con los años, del siglo XVI al XIX, Cartagena de Indias se afianzó como el más importante puerto del Imperio español, tras el de Sevilla. En realidad, eran hermanos. Uno en la Metrópoli, y otro en la Colonia, Sevilla y Cartagena de Indias hacían de inicio y parada de los grandes convoyes de mercancías, de las escuadras militares y las transmisiones de órdenes y riquezas entre España y sus territorios ultramarinos. En su dársena de las Ánimas y en el Muelle de los Pegasos se arracimaban los galeones cargados de riquezas, de oro, de esmeraldas, de especias y telas raras, para partir hacia España. Allí los buscaban las partidas de piratas, o a la salida de su rada, para asaltarlos. Allí supieron de Drake y de Vernon. Y allí decidió poner Felipe II unas defensas militares que han quedado (y ese es su mérito) hasta hoy perfectamente conservadas.

Más de 12 kilómetros de muralla cercan por completo a la ciudad. Los italianos Antonelli y Cristóbal de Roda, y los castellanos Venegas, Pando, Herrera Sotomayor y tantos otros, compusieron en Cartagena una maravilla arquitectónica a base de cerrarla con murallas sobre el mar, baluartes en las esquinas, portones de entrada y escape, fuertes aislados en tierra firme, fortalezas sobre las costas en Bocachica, y tantos otros elementos que la hicieron, finalmente, inexpugnable.

Mientras tanto, y al amparo de tanta piedra, la ciudad creció. Los edificios públicos se acicalaron, y surgieron hermosas las casas de los ricos criollos. Palacios, conventos, casas para la Aduana, la Moneda, el Cabildo, los Concejos, la Inquisición, mas hospitales, mesones, cárceles, lugares de contratación y hasta teatros, llenaron a Cartagena con un estilo único, colonial, que ha llegado intacto hasta hoy y nos la ponen ante los ojos como una maravilla soñada, increíble.

Es esta la ciudad donde García Márquez, el Premio Nobel colombiano, hace latir a los personajes de su mejor novela: «El amor en los tiempos del cólera». Allí parecen todavía verse al doctor Juvenal Urbino, que tenía «un amor casi maniático por su ciudad» y se preciaba de conocerla mejor que nadie, saliendo de su elegante mansión de la isla de Manga («grande y fresca, de una sola planta, con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior…») o muriendo en su patio central despeñado entre las ramas del mango por perseguir al loro que hablaba francés como un académico. Allí palpita el amor múltiple y romántico de Florentino Ariza por Fermina Daza, «la bella adolescente de ojos almendrados», y en muchas de sus recoletas y umbrías plazas parece evocarse «el escaño del parquecito donde Florentino fingía leer para esperarla».

Igual que en la novela, la Cartagena de hoy está asfixiada de calor y humedad. Mientras «las dos terceras partes de la población vive hacinada en barracas a la orilla de las ciénagas…» ó en los tugurios del llano, otro sector se desarrolla, todavía elegante, en la isla de Manga, entre orondos mangos y ficus, en sus palacios decimonónicos cuajados de decoraciones mudéjares que imitan los patios de la Alhambra, o en las amplias avenidas del sector nuevo, en Bocagrande o el Laguito.

Dentro, entre las murallas, el tiempo parece haberse detenido. Allí siguen palpitantes el Hospital de la Misericordia, los grandes conventos de Santo Domingo, de Santa Clara, de Santo Toribio de Mogrovejo y de los jesuitas; allí se asoman en cada esquina el manicomio de la Divina Pastora, la Sociedad de Mejoras Públicas, el Mesón de don Sancho, el Portal de los Escribanos, la calle de los Santos de Piedra donde vivía Leona Cassiani y el palacio del marqués de Valdehoyos, donde la madera tallada y la piedra marina que enmarca los vanos tienen el aire de una canción antigua.

En los alrededores se condensa el griterío y una masa que alcanza ya el millón de habitantes, la mayoría sin empleo y andando cada día «a la rebusca». Entre charcos y algún viejo árbol que sobrevivió a los ciclones, aparece el club «Burbujas de Amor» pintado de colorines, el «Estadero de la Ciénaga» la «Charrería de Cipotes y Mondongos», la Unidad Médica «La Magnífica» y la «Sociedad Colombiana de Reencauchutados». Todo convive con el glorioso ayer. El que evocaba Florez de Ocáriz en sus «Genealogías del Nuevo Reino de Granada». Las batallas contra los franceses en 1697 que narró detalladamente José Vallejo de la Canal, o contra los ingleses en 1741 que nos contaba Cristóbal Bermúdez de Plata. Las páginas minuciosas de Porto del Portillo en sus «Plazas y Calles de Cartagena» o el «Álbum… de Mansiones señoriales» de Pastor Restrepo. El ayer que hoy está vivo, y que cualquiera que acuda a Cartagena de Indias verá y soñará, todo a un tiempo, porque en esta ciudad americana, como en ninguna otra del mundo, se confunde la realidad y el sueño.

La emblemática heroica

 

(propuesta de una sistemática para el estudio de los estudio de los escudos de armas españoles por los cronistas locales)

 La actividad del Cronista es incansable. El más claro ejemplo de éllo es esta reunión, sois todos vosotros. El espectro de la actividad del Cronista es amplísimo: desde la creatividad pura, literaria y poética, hasta la meticulosa investigación de las fuentes históricas, pasando por esa faceta que la mayoría de nosotros cultivamos y que creo sinceramente es la fundamental de todas: la divulgación, desde perspectivas rigurosas, de la realidad histórica de la comunidad de la que somos testigos.

Estas líneas sólo persiguen brindaros una idea, sencilla al tiempo que práctica, de cara a continuar esta incansable y benemérita actividad. Se trataría de realizar la catalogación y estudio de los emblemas heráldicos que aún se conservan (y son millares por toda España) a lo largo y ancho de toda la geografía hispana.

La emblemática heroica es una de las facies que muestra la historia de los pueblos españoles. Tan importante como los Archivos Municipales, las galerías de retratos o los elementos arqueológicos de una excavación. En las viejas piedras armeras que coronan portadas, retablos y dinteles de tantos miles de enclaves, está buena parte de la razón de la historia local. El estudio de estos emblemas ó escudos de armas es, pues, fundamental para el conocimiento de la raíz histórica de nuestras poblaciones.

Nosotros llevamos realizando este estudio a nivel de la provincia de Guadalalajara, algunos años, habiendo cuajado ya en la publicación de cinco libros, y estando ahora mismo en plena elaboración de otros cuantos. Por éllo, creimos que sería útil la oferta, en esta reunión de sabios entusiastas estudiosos del pasado hispano, de una sistemática de recogida y análisis de los escudos de armas de nuestras localidades, con objeto de que de un modo cada día más amplio este estudio abarque gran parte de nuestro territorio.

La forma de realizarlo es sencilla. De un lado, debe recogerse la imagen del escudo de la mejor manera que le sea posible al cronista: como fotografía, la mayoría de las veces realizada con teleobjetivo, al estar los escudos en partes altas de los edificios, o el dibujo, que debe ser lo más aproximado, en forma, contenido y adornos, al original. De otro lado, la descripción, en forma de ficha, que debe contener, como mínimo, los siguientes datos que permitan su identificación clara y su aplicación al estudio de personajes, familias, y aconteceres locales: 1) Titular, ésto es, el personaje al que representa el escudo, o que mandó ponerlo tallado donde está. Algunas veces se hace imposible identificarlo, y queda relegado a la anotación de la familia o linaje que representa. 2) Escudo, que nos da el apellido, apellidos, linaje ó mezcla de éllos representados en el emblema. 3) Localización, para tener bien especificado el lugar donde se encuentra el emblema. 4) Material en que está hecho, y estado de conservación que presenta al momento de hacer la ficha. 5) Tamaño, siempre que se pueda concretar, lo más exacto posible. 6) Fecha en que fué tallado, exacta o aproximada. 7) Descripción, que debe incluir las frases o inscripciones que acompañan al escudo, y que muchas veces, sobre todo en caso de lápidas mortuorias, identifican perfectamente al titular del emblema. Finalmente, 8) Blasonado, con la descripción, desde el punto de vista de la ciencia heráldica, de los elementos que componen el escudo, su distribuciòn, sus esmaltes, sus timbres, acolados y adornos.

La realización de estas fichas no es difícil. Sólo es necesario tener algunos conocimientos de heráldica, cosa que, por lo demás, la inmensa mayoría de los cronistas locales ya tiene, y un profundo conocimiento de la historia de su localidad. Nadie mejor, pues, que los cronistas para realizar este estudio, al que desde aquí animo, y que de seguro, una vez publicados sus resultados en cada ciudad y pueblo de España, contribuiría de forma muy importante al mejor conocimiento de la historia de nuestra Patria, hecha desde la perspectiva de los estudios locales.

Como muestra de cuanto os he expuesto, y para animaros a que cada uno en vuestra localidad iniciéis esta actividad, os dejo «de muestra» una página doble de mi último libro sobre esta temática, la «Heráldica Seguntina», el quinto tomo de la Colección «Archivo Heráldico de Guadalajara», que ofrece el aspecto de una de estas fichas de estudio, en la que la figura del escudo de armas se complementa con la descripción pormenorizada del mismo, centrando el elemento que, como reliquia viva de la historia de España, debemos nosotros estudiar, recoger y ofrecer a las generaciones que nos continúen.

Muchas Gracias.

Iznaola, el pintor de Pastrana

 

Si tiene cada mujer su amador, y cada ciudad su apasionado dibujante, a Pastrana le ha correspondido la serena fiebre de Carlos Iznaola como notario gráfico de todas sus maravillas, de todos sus ángulos múltiples, de sus panorámicas increíbles y hermosas. Sigüenza encontró en Fermín Santos su cronista gráfico, Guadalajara a Gil Senovilla, a Fortea y a Alvarez, mientras la Alcarria se dejaba retratar tan a gusto por Campoamor y Burgos, y Molina se encontraba a sí misma en los perfiles de María Jesús Mielgo. Pastrana, que a todos acoge y a cuantos en ella se fijan derrama ofertas de luz y claroscuro, reservó sus más bellas poses para Carlos Iznaola, el hombre que durante muchos años ha fraguado, con silencio y esfuerzo, un amor único de líneas y colores por esta villa alcarreña que nunca cansa.

Pastrana e Iznaola son uña y carne. Dos entes que no pueden separarse. Su palabra, dicha al sol del verano y al viento de los otoños, mezclada al concreto dibujo de sus rincones hacen símil con un recitativo de ópera, con un canto cósmico que embarga a quien lo escucha.

Iznaola y Pastrana se necesitan mutuamente. Ya no se concibe el uno sin la otra. La ciudad revive en sus acuarelas, en la pausada somnolencia de sus pinceles. Crece de nuevo, se hace otra. El pintor, a su vez, tiene en las esquinas, en las calles y en los monumentos de la alcarreña villa sus motivos más seguros, los que nunca le hacen temblar, los que siempre responden.

En los dibujos al carboncillo, en los guaches, las acuarelas y las tintas de Carlos Iznaola, Pastrana se esmera y surge con todo su encanto. El propio y el que añade el artista al recrearla. Las frescas y empinadas callejas del antiguo burgo calatravo se hacen como livianas y transparentes: ahí vemos la planta elegante y ancestral de la cuesta de la Castellana, por donde arribaban al corazón de la villa ducal las caravanas de moriscos que subían desde la Pangía al Albaicín. O ese ámbito cuajado del fragor popular de silleros y lañadores que es la calle del general Cayuela, sus muros ocupados por los orondos portalones de las viviendas de los labradores acomodados, felices con sus destinos, llenas sus vidas de ritos, de alegrías familiares, de soportables desdichas anunciadas.

Muchos años lleva Carlos Iznaola, desde su otero urbano de la calle mayor pastranera, viendo pasar la luz y las sombras sobre la ducal villa alcarreña. Más de veinticinco. Pero como recién llegado. Porque ‑me ha dicho en secreto‑ que cada día se le aparece nueva, y disfruta como un niño con el paseo, con el apunte, con la terquedad del artista que persigue crear cada vez su mejor obra. Pastrana está feliz de tenerle, y él se sabe eterno estando allí. Creo que es una fortuna para todos, para Pastrana, para la Alcarria, para los pastraneros y los alcarreños todos, que Carlos Iznaola siga teniendo a esta villa de nuestra entrañable geografía provincial como su dama soñada y preferida. A pesar de que, por mor de la costumbre, ya muchos se han hecho a esa simbiosis perfecta. Pero no por ello debe ser silenciado este maridaje, esta unión de amor y arte que forman Pastrana y Carlos Iznaola. Una pasión que disfrutamos todos. Y si no, ahí está ‑ junto a estas líneas‑ la muestra más clara. Sus dibujos.

Cifuentes, todas de agua

 

En el centro mismo de la comarca alcarreña surgen cien fuentes, ó siete fuentes, como se quiera. Surge Cifuentes, en suma. Un pueblo al que no debe dejar de hacerse, cuanto antes, una excursión exploratoria. Tiene todo cuanto un turista de fin de semana pueda necesitar: buen clima, bellos paisajes, interesantes monumentos, ambiente (léase discotecas y mus en los bares de la plaza), restaurantes y hasta hotel. O sea, todo lo que puede necesitarse para no desperdiciar la ocasión. Porque en esta época que el otoño alcarreño se inicia, cubierto el cielo de un azul radiante, y abiertas las distancias con la limpieza de un cuadro veneciano, una de las mejores andanzas que pueden hacerse es el viaje a Cifuentes. A conocer otro pueblo de los ciento y uno que nuestra provincia de Guadalajara ofrece.

Sobre el valle, alto y ancho, de su mismo nombre, se dibuja el perfil cifontino, que se compone de un cerro coronado de castillo, de unas cuantas torres y espadañas (la iglesia parroquial, los conventos de dominicos y capuchinas, el hospital del Remedio, la ermita de Santa Ana) y de un ondulado sucederse de tejados, de murallas, y aun de puntas de arboledas, capitaneadas siempre por los dos sequoyas del jardín de la casona hidalga que visitara Jovellanos hace casi dos siglos. En el centro de ese redondo poblado salen las fuentes, las múltiples fuentes (pueden ser siete, ó cien, quién sabe debajo de la tierra) que se encauzan enseguida, dan vida a un parque primero, a una balsa llena de truchas después, a un molino enseguida, y a toda una vega feraz que poblada de cascadas dará en el Tajo, cortando en dos a Trillo. De esas fuentes recibe Cifuentes el nombre, y la vida.

Tiene esta antigua villa de la Alcarria toda la reciedumbre histórica que cuadra a una población codiciada y disputada. Pequeño lugar de repoblación tras la toma de la meseta inferior por Alfonso VI, y englobada dentro del gran Común de Atienza, años después se salió de su tutela, y cargada de habitantes, de recursos y de comercio, alzó la bandera de su independencia, haciéndose cabeza de Común, y poniendo castillo y muralla en su torno. Por dádiva de los reyes fué primero señorío de doña Mayor Guillén de Guzmán, luego de la reina doña Blanca de Portugal, y al fin del infante don Juan Manuel, que añadió el castillo cifontino a su colección de almenados albergues. Cayó finalmente, ya en el siglo XV, en la casa de los Silva, que tenían por emblema de linaje un bravo león rojo en campo de plata, y bajo esta tutela, a la que Juan II concedería el título de condes de Cifuentes, permanecería hasta el siglo XIX. En este nuestro, la cercanía de la Central Nuclear de Trillo le ha salvado de su progresivo decaimiento, y hoy es un enclave próspero, animado, cuajadas sus gentes de simpatía y proyectos.

Pero al turista, al viajero que se ha animado a poner proa a su automóvil hasta el cartel que anuncia «está Ud. en Cifuentes», le interesa más saber lo que puede ver, fotografiar y recordar. Lo que dentro del apartado Monumentos le reserva este lugar de la Alcarria. Y son muchos. De una parte, aislado en su cerro, pero muy fácilmente accesible, está el castillo, bien conservado al exterior, con sus múltiples y altivas tapias dándole forma, y una puerta de arco semicircular, cobijada en un rincón, con el escudo cuartelado de los Castillas y los Manueles, por donde se accedía. En derredor, un amplio espacio que hizo de gran albácar ó patio de armas, con pinos aislados, y los restos de sus murallas bajándose hacia el pueblo, al que en la Edad Media rodeaban por completo, constituyendo la típica estampa de aldea encastillada y bien guardada. Todavía puede el viajero rastrear, entre las calles y casas, la línea de esa muralla, y en algunos lugares admirar torreones de recia envergadura, recientemente restaurados, como los que escoltaban a la «Puerta Salinera».

La iglesia parroquial, dedicada al Salvador, es un monumento de empaque e interés. Aquí solo podemos apuntar, en resumen, los detalles que le confieren sabor y mérito. Por ejemplo, la gran portada de Santiago, abierta en el muro de poniente, bajo la torre y el rosetón. Esta puerta, de grandes dimensiones, es el único resto románico de la primitiva y medieval iglesia. Fue construida en 1260, cuando era señora de la villa doña Mayor Guillén de Guzmán. De arcada semicircular, sus múltiples arquivoltas en degradación le permiten ofrecer todo el panorama decorativo del románico: desde los clásicos dientes de león y las molduras repetidas, a las figuras de ángeles, de demonios, de seres benignos y malignos que, en animada «Psicomaquia», pueblan los arcos y piden al viajero que pase un buen rato descifrando identidades y ligando interpretaciones. En esas tallas está el obispo don Andrés de Sigüenza, doña Mayor Guillén, su hija la reina doña Blanca de Portugal, Satán el portero del infierno, un actor de teatro medieval, una pareja haciendo el amor, y otro ciudadano comido por la lujuria (dos serpientes enroscadas le muerden y engullen ambos miembros inferiores). Es, en cualquier caso, un ejemplo magnífico del oficio didáctico que la escultura tenía en la Edad Media y, sin duda, uno de los más hermosos monumentos románicos de la provincia de Guadalajara.

En el interior de la iglesia cifontina, se ven con bastante nitidez los rasgos de la arquitectura gótica, en la que estuvo primitivamente construida. Y así el presbiterio tiene arcos apuntados con bóvedas de crucería y toda la fábrica de sillar, abiertos sus muros con ventanales altos y estrechos, lo que se refleja fundamentalmente al exterior. Y aunque en el interior del templo se han operado a lo largo de los siglos múltiples reformas, aún son de admirar la portada renacentista de la capilla de los Arces, el enterramiento del obispo de Yucatán fray Diego de Landa, y los cinco grupos escultóricos procedentes de la ermita de Nª Sra. de Belén y que representan, en exquisita talla policromada sobre madera, escenas de la infancia de Cristo.

Junto a la iglesia, formando un ámbito urbano de cierta grandiosidad, está el convento de Santo Domingo, que fué levantado en el siglo XVII a instancias de fray Pedro de Tapia, obispo seguntino, y dominico. Es un templo magnífico, de grandes proporciones, con una portada meridional de estructura manierista complicada pero bella, y una espadaña sobre el muro de poniente que marca carácter a la villa entera. El interior es de limpia envergadura, y hoy se usa para destinos culturales.

Aún destacan en Cifuentes el antiguo hospital del Remedio, con restos de los arcos de su patio, que constituyen el motivo arquitectural de un bonito parque, y junto a ello el templo hospitalario, con una preciosa portada de principios del siglo XVI, pero múltiples detalles ornamentales de tradición gótico‑ flamígera. Y en el otro extremo de la población, el convento de monjas capuchinas de Nª Sra. de Belén, con una portada en su iglesia, también renacentista, que procede de una ermita destruida en la guerra. En el centro de este templo está enterrado don Fernando de Silva y Meneses, que fué conde de Cifuentes en el siglo XVIII y entregó todos sus bienes en favor de este cenobio.

El viajero no debe perderse, como última parada (para muchos, probablemente, haya sido la primera) la bonita Plaza Mayor, que en Cifuentes es de trazado triangular, y que está formado, de sus tres costados, por tradicionales construcciones castellanas precedidas de soportales. En uno de esos costados, álzase el Ayuntamiento rematado de torrecilla para el reloj, y que ocupa (simbólicamente) el lugar donde estuvo el señorial palacio de los condes cifontinos, a quienes se lo mandó derribar Felipe V por haber apoyado en la Guerra de Sucesión al pretendiente austriaco.

Pero de todo esto, y algunas cosas más, podrá enterarse,  ‑y empaparse‑ el lector viajero, cuando se llegue hasta Cifuentes, cualquier día de estos, y recorra sus ámbitos en continuada sorpresa.