Ovila y el otoño

viernes, 27 septiembre 1991 0 Por Herrera Casado

 

En este primer fin de semana ocupado por el otoño, cuando la atmósfera de Guadalajara recupera la límpida transparencia que le es propia, la de la altura y las distancias, es quizás el mejor momento para acercarse a Ovila. Y ¿qué es esto de Ovila?, preguntarán algunos. Pues muy sencillo. Ovila es el lugar, en la orilla del Tajo, muy cerca de Trillo, donde hubo un monasterio de la Orden del Cister, que fundaron reyes y acogió peregrinos, desde el remoto siglo XII, y que hoy ha quedado casi en un soplo, en un hálito fantasmal poblado de recuerdos y presencias. Pero le falta el casi. En Ovila quedan los suficientes restos arquitectónicos para tomar buena nota de lo que fuera este gran cenobio. Y, sobre todo, a Ovila le resta (eso nunca podrán quitárselo) el paisaje idílico en que asienta: el valle del río Tajo, rodeado de montañas pobladas de pinos, de carrascales en las laderas y álamos en las orillas, donde resuena la paz y el espíritu del hombre se reencuentra con la serena consecuencia de serlo. Ovila añade a todo esto el morbo anecdótico de haber sido comprado  ‑el monasterio entero‑  en los años de la segunda República por el millonario norteamericano William Randoplh Hearst, quien hizo trasladar sus ruinas arquitectónicas a Estados Unidos, y allí hoy se conservan, unas en el Museo De Young de San Francisco, y otras (la mayoría) tiradas y olvidadas en el Golden Gate Park de la capital californiana.

Hablando brevemente de su historia, diremos que fue inmediatamente después de la toma de Cuenca por Alfonso VIII cuando se produjo el nacimiento de este cenobio. Es en 1181 cuando el monarca castellano adquiere el territorio de Murel a cambio de unos terrenos en Toledo, para edificar una abadia. Allí, en lo que hoy es término de Morillejo, junto al rió Tajo y en una zona donde probablemente se comenzó a construir el puente que todavía subsiste, surgió la primitiva sede, sencilla y pobre, de los cistercienses.

El Papa Lucio III concede en 1182 una Bula, dando al cenobio de Murel la facultad de ser colegio o noviciado, lo que viene a significar la abundancia de vocaciones que en la región había, aunque los primitivos monjes pobladores llegaron de Valbuena.

Será en 1186 que los frailes blancos bajen a poner su nueva casa a Ovila. Es en ese momento cuando el rey Alfonso se vuelca en donaciones y acrecentamientos. Y, aparte del territorio ya concedido de Murel, les entrega los censos y diezmos de Ruguilla y Huetos, cuatro yugadas de tierra en Gárgoles, un molino en Sotoca y otros dos en Carrascosa, así como una heredad en Padilla del Ducado y otra en Corbes.

Las obras del monasterio comenzaron en los primeros años del siglo XIII. Su construcción fue siempre lenta y a empujones. Algunas cosas se acabaron, otras no llegaron a cuajar, y así se dio la circunstancia que el cenobio cisterciense de Ovila tuvo siempre un pluriforme aspecto de estilos y tendencias artísticas y constructivas.

Siguiendo con su historia, vemos como Enrique I declara exentos de pechos y tributos a los vecinos de Carrascosa, donándoselos al monasterio para que le sirvan de criados. Donaciones que son confirmadas por su hijo Fernando III. Durante los siglos XIII y XIV continuó Ovila acrecentando sus pertenencias, gracias a los reyes, los nobles y los particulares que en sus testamentos dejaban como últimas voluntades importantes bienes y rentas.  Así, el rey Jaime I de Aragón dio una carta de privilegio a los monjes blancos alcarreños, para que pudieran pasar sus mercaderías y ganados sin necesidad de pagar los tributos oficiales a través de su reino.

Será en el siglo XV cuando, de manera solapada pero efectiva, comience la decadencia, larga y melancólica, de Ovila. Las guerras civiles que asolan todo el territorio hispano serán una de las causas que ayudan a la despoblación de los pueblos de la zona. En el tercer cuarto del siglo XV van pasando, fruto de malos cambios y humillantes contratos todas las posesiones que Ovila tenia en Huetos, Sotoca, Ruguilla y Gárgoles de Abajo, a poder de los condes de Cifuentes. La relajación de las costumbres monacales se acentuó, llegando al extremo de que en 1465, por no existir abad nombrado, se encargó de la administración de Ovila don Juan López de Medina, como vicario que era entonces de la diócesis de Sigüenza. El expolio se efectuó de manera tan acelerada, que hasta los vecinos de Murel y Morillejo se adueñaron de las tierras que la Orden tenía en sus términos.

A partir del siglo XVI, la comunidad de Ovila no tuvo nunca más de cinco o seis monjes. Se iban lentamente haciendo obras, mejorando, arreglando, poniendo la mano en un agujero para que el agua se saliera por otro. En 1617 comenzaron las obras del nuevo claustro, del que solo se llegaron a levantar las caras septentrionales, que aun perduran.

En el siglo XVIII hubo un incendio que acabó con casi todo el archivo monasterial. La zozobra continuó a lo largo de la guerra de Sucesión, y gracias a que la iglesia se hizo parroquial, y el prior considerado como cura párroco, pudo sobrevivir en continua agonía. Llegó luego la guerra de la Independencia, sufriendo considerables mermas económicas y grandes desperfectos materiales. La Desamortización de Mendizábal acabó finalmente con la comunidad de Ovila.

En cuanto al interés artístico y monumental de este antiguo monasterio alcarreño, podemos decir que todos los objetos de interés artístico del monasterio fueron trasladados a las parroquias de los contornos. Muchas cosas desaparecieron en el viaje, y de lo poco que quedó, la guerra civil del siglo XX se lo llevó por delante. Incluso las nobles ruinas, vacías, del monasterio del Cister fueron motivo de tráfico y vendidas al magnate americano William Randolph Hearst, quien pensaba colocarlas en su casa de San Francisco. El monasterio de Ovila fue desmontado piedra a piedra y embarcado rumbo a América, donde hoy todavía se encuentra, absolutamente destrozado y perdida su mayor parte, en el referido Golden Gate Park de San Francisco.

Para quien hoy quiera visitar Ovila puede llegar desde Trillo, donde indican el camino. De lo más antiguo quedan los cimientos de la iglesia y la bodega, obras del siglo XIII bajo el reinado de Enrique I. Lo demás son paredones ruinosos, corrales, la doble arquería del claustro de hermoso estilo renacentista, las techumbres góticas de la iglesia convertida en garaje y almacén, y poco más. Y el paisaje que le rodea, impresionante en su sencillez, en su pureza y en su silencio.

De cualquier modo, este fin de semana que nos llega, el primero del otoño, será el mejor momento para acercarse a Ovila, para conocer un nuevo rincón de nuestra provincia, para iniciar el contacto con esta tierra nuestra tan grande, tan hermosa, tan colmada de naturales suficiencias.