Pastrana, una villa principesca

viernes, 20 septiembre 1991 0 Por Herrera Casado

 

Voy a proponer a mis lectores esta semana un viaje que será preludio de otros viajes. Una asunción más que un viaje, porque irán, cuando paseen por las calles de Pastrana, acompañados y aupados de muchas cosas. De imágenes y de palabras, de recuerdos históricos y de personas. De sonidos únicos, de brillos. En fin, que se sentirán atrapados entre los brazos de esta «Roma de la Alcarria» donde la monumentalidad del mármol se junta a la salmodia de la clerecía, y aquí aparecen las huellas de Santa Teresa, y allí las del obispo Mendoza. Una mezcla curiosa que arrebata.

Antes que yo hubo muchos que hablaron de Pastrana. José Antonio Ochaíta la quiso tanto que se murió sobre sus piedras. Paco Cortijo conoce todas sus historias, y Ángel Montero las pregona como nadie, con entusiasmo redondo. Manolo Revuelta se enternece pensándolas y Josepe Suárez de Puga vibra con la grandeza de ánimo de quien levantó sus pilares, y en la Plaza de la Hora es Francisco Ranera García‑Conde quien entretiene sus horas contando y cantando versos de loor a Pastrana. Carlos Iznaola le pone el perfil de maravilla y Antonio Alegre meditación dinámica. Manuel Santaolalla su cifra exacta y Félix Ranera su empecinada fecha. Don Licinio, en fin, su puerta abierta…

Pero Pastrana es una villa principesca, como en el título digo, que se deja querer de todos. En ese camino ando yo, y en ese camino quiero poner a mis lectores. Porque si la provincia de Guadalajara tiene algunos lugares que son de bandera, de lujo auténtico, de maravillada sorpresa para cuantos hacen oficio de turista por el mundo (y cada vez son más) uno de ellos es Pastrana. En la que sorprende, de entrada, su postura en la simple geografía de la Alcarria: su postura de altar, como derramada por la dura ladera del cerro, rodeada de olivares y a los pies bañada de un arroyo que se adivina entre huertos y arboledas. Desde lejos, desde la explanada que hay ante la iglesia del convento de los franciscanos, Pastrana es un derroche de formas y un aliento para los sueños. A medio camino entre el sahariano secarral de Oum‑er‑Rebia y el bretón verdor de Mont Saint Michel, aquí surge  el caserío en cuesta, la colegiata en lo alto, los conventos y sus espadañas a mitad, y siempre la magia de sus callejuelas, de sus plazas íntimas, de su plaza abierta y luminosa, en la que resuenan todavía los «ayes» y los «vivas» de su duque y duquesa, del rey Felipe II y de Ana de Mendoza, la irresistible Éboli que pobló tantos sueños.

Pastrana debería ser mucho mejor conocida. Primero, por las gentes alcarreñas, que a fuerza de costumbre quizás han olvidado que tienen cerca una auténtica joya. Luego por esas masas dispuestas a visitar y admirar cuanto lo merezca, pero que previamente se lo hayan contado: los madrileños. Después, y ya para terminar, por esos doscientos millones de turistas que cada año programan su viaje al mundo y van allí donde haya algo diferente a su habitual entorno ¿alguien se ha ocupado en decirle a los japoneses, ó a los norteamericanos, ó a los ingleses, por ejemplo, que existe Pastrana? No en una velada literaria, no, que ya sé que los hay, sino en un intento de venderles un paquete turístico en el que esté incluida Pastrana.

Pues eso es lo que hay que hacer. Decir cómo en este íntimo lugar de la vieja Castilla hay una villa con montones de siglos de antigüedad. Creada por los caballeros calatravos, que la hicieron crecer. Alentada al máximo por los Silva y Mendoza, duques y señores, que pusieron en ella industrias de la seda, de tapices, y escuelas gramáticas ó colegios de canto. Pasaportada al cielo con fundaciones carmelitanas en las que Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, los paladines de la mística hispana, pusieron su aliento creador. Mimada del rey Felipe II, que en algún momento pensó poner en ella la capital de España. Y querida por gentes de pluma y pincel (Maíno, Fernández de Moratín, Morón Arroyo) que en ella nacieron ó pusieron su querer.

Para ver están ahí el gran palacio ducal, levantado a mediados del siglo XVI con los parámetros severos de un castillo pero con el interior cuajado de artesones y filigranas. En su torre oriental, la gran reja que cierra la «ventana de la hora», donde asomaba su negro parche y su inquietante belleza la princesa de Éboli mientras vivió encarcelada. Luego de subir la calle mayor, fresca y cuajada de sorpresas urbanísticas, se llega ante el sencillo edificio del Ayuntamiento, clara forma de tradición, y la mole solemne de la iglesia Colegiata, donde bulle un mundo de arquitecturas barrocas, de escudos de armas, de órganos escalofriantes, de góticos tapices portugueses que son colección como no la hay en otro lugar del mundo, de sepulcrales criptas ducales… Más allá de este joyel precioso, deambular por Pastrana es olvidar la fecha en que se vive. Es volver a otro siglo por la calle de la Palma, con su palacio de la Inquisición a un extremo; ó subir hasta el Colegio de San Bartolomé donde las armas del arzobispo González de Mendoza recuerdan su mecenazgo; o bajar hasta la plaza de la Fuente de los Cuatro Caños, y meterse sin más en una estampa; ó dirigirse al Albaicín y soñar con aquella poblada zarabanda de moriscos que dieron risa, y riqueza, a la villa.

También saltan a la vista los conventos, expresión de una época ida, aunque algunos de ellos siguen vivos, poblados, oferentes de sus cosas a este siglo. Arriba del todo, el convento de San Francisco, con su iglesia renacentista que hoy sirve,  ‑y sus patios y salas‑ como sede de la Feria Apícola Regional. Preside una plaza (la del Deán) que es de leyenda. A media ladera, la Concepción, donde al quedar viuda la princesa de Éboli se metió a monja, y forzó a Teresa de Ávila a desmantelar aquello en pocas fechas. Hoy siguen viviéndolo una comunidad de franciscanas concepcionistas. Y ya fuera de la villa, sobre roca poderosa que vigila al Arlés, el convento de San Pedro, donde tuvo varios siglos su sede capitana la Orden Carmelitana en España. Hoy luce su majestad arquitectónica, su gran museo de pinturas, y el anhelo justificado de renacer con el Parador‑Residencia que en él se está construyendo.

Todo un mundo, poblado y parlante, el de Pastrana. Que está ahí hace siglos. Que merece ser conocido y valorado. Para esta semana, el viaje ya está comprometido. Lo será, a buen seguro, y cada vez para más gente, en semanas sucesivas. Aquí volveré a hablar de Pastrana, porque se lo merece, y porque necesita que, de una vez por todas, se oree su nombre, y su belleza.