Un palacio en cada esquina

viernes, 13 septiembre 1991 0 Por Herrera Casado

 

Así era Guadalajara antiguamente. Hasta hace no más de cien años, nuestra ciudad tenía un palacio en cada esquina, una señorial mansión presidiendo cada plaza. Esa imagen de grandes portaladas alternando con los humildes caseríos que realzaban a las primeras, era la típica de cualquier ciudad española en la que había cuajado la vida. Lo esencial del Antiguo Régimen, la severa división de la sociedad en clases, hace mucho tiempo que desapareció. La imagen de ciudad palaciega para Guadalajara, no tanto. Cayeron las estampas solemnes de sus grandes caserones y desapareció la altivez de sus portalones, pero no fue el fruto de los odios o las revanchas, sino la inexorable rueda de la vida y, un tanto también, la falta de sensibilidad de quienes deberían haber encontrado una solución a ese problema.

Varios palacios cayeron en estas últimas décadas por construir en sus solares modernos edificios. Así el de los Bedoya, en la cuesta de Cervantes, para levantar el Ambulatorio del Seguro de Enfermedad; el de los marqueses de Peñaflorida, en la plaza de Dávalos, frente al actual palacio; ó el de los Labastida, el antiguo Frente de Juventudes y sede de la O.J.E., para construir lo que hoy es la Delegación del Ministerio de Trabajo. El recuerdo solamente nos queda del gran palacio del Cardenal Mendoza, frente a Santa María, donde luego se puso la sede del Banco de España y hoy es Colegio de Enseñanza General Básica; o aquel otro de los marqueses de Montesclaros, frente al del Infantado, donde se puso la Real Fábrica de Paños y en cuyo solar se levantó la gran Academia de Ingenieros Militares, que también caería derribada por el fuego. Hoy es un solar…

Hagamos ahora un repaso de lo que nos queda. De esos pocos palacios que nos hablan de un tiempo en el que había quien podía dejarse una fortuna en llenar una «manzana» de la ciudad con sus casas normalmente mayor que sus necesidades, para ostentación y gloria. Con una fachada solemne, una portada de granítica contundencia, y  ‑nunca faltaba‑  un escudo de armas, un símbolo heráldico bien cargado de atributos, que explicaba la solera del linaje, la fuerza de unos apellidos.

En la calle mayor arriacense, el paseante encuentra hoy el palacio de los Condes de Coruña, en la plaza del Jardinillo. Su gran portón manierista sirve de entrada a una casa de viviendas en pisos y, al mismo tiempo, da albergue a los acristalados anuncios y listados de la Lotería. En su interior, salones de columnas ya muy modificados, escalera noble, y un patio interior en el que, a pesar de las mil reformas y agresiones recibidas, aún se aprecian los tallados arquitrabes renacientes y los capiteles lujosos de cuando sus propietarios, los condes de Coruña y vizcondes de Torija, los valerosos Suárez de Figueroa y Mendoza, la construyeron en los últimos años del siglo XVI. Un poco más arriba, donde la sede de la Cámara de Comercio e Industria, aún se ve la portada del que fuera palacio de los Torres y Orozco. Reformado a principios del siglo XX, en el apastelado estilo de Ramón Cura, hoy sólo ofrece un arco rematado con el escudo del linaje, y un pequeño patio donde se han reunido otros elementos (escudos y adornos diversos) por las paredes.

Cerca de allí, en la plaza de San Esteban, nos encontramos con una sombra de lo que fue el entorno. Rodeada de palacios por sus cuatro costados, a esta plaza aún le queda el volumen del caserón de los condes de Palazuelos, en su límite sur, y el palacio de los Condes de Medina, hoy ocupado por la Delegación Provincial de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades. El edificio, magnífico en su aspecto manierista del siglo XVII, es todavía propiedad de los Figueroa, condes de Romanones, pero lo tienen cedido en alquiler a la Junta, que lo ha restaurado recientemente. Su portada es un elemento llamativo, cuajado de almohadillados sillares paralepipédicos que encajan en un tejido de evocaciones «puzzleianas». El escudo de los condes encaja bajo el balcón como una pieza más de ese entramado. Al interior, un patio de severas proporciones le ensalza con su escalera, su galería superior abierta, etc.

Aun podríamos hablar del que fuera palacio de los Guzmán, uno de los linajes más antiguos de Guadalajara, que vino de Cantabria en el siglo XIV junto a los alaveses Mendoza, y que dio a nuestra historia tantos nombres señalados, heroicos ó apasionantes: uno de ellos el de Nuño Beltrán de Guzmán, conquistador de la Nueva Galicia mejicana, y fundador de la jalisciense Guadalajara, nuestra hermana grande de América. Esa familia levantó, sobre el solar del antiguo, su caserón en la calle de entrada al barrio de Budierca, frente a la iglesia de Santa María a la que eran tan devotos. Tras haberlo abandonado, haber sido sede de la Diputación Provincial y de la Comandancia de la Guardia Civil, luego propiedad de los Condes de Romanones, luego comprado por el Ayuntamiento para salvarlo de la ruina, finalmente se ha hecho cargo del mismo la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, que piensa hacer en él una Residencia de Estudiantes. El hecho cierto es que cada día que pasa, el deterioro del edificio es mayor, y ya tan sólo la portada podría ser salvada. El resto, en un verdadero alarde de dejadez tercermundista, ha sido devorado por los elementos.

Para terminar, otro de los mejores palacios de Guadalajara: el de los Dávalos y Sotomayor. Presidiendo la plaza (hoy aparcamiento) del mismo nombre, álzase este edificio que fué construido en varias fases (siglos XV‑XVI). La final le proveyó de su gran fachada, puesta en la esquina del enorme caserón, y es un bellísimo elemento arquitectónico de estilo manierista serliano. La puerta, de elevado canon, remata en arco semicircular, y corona con modillones y escudos varios, ya muy desgastados. En las enjutas del arco aparecen dos caballeros con lanzas que intentan pelear. Encima aún surge el balcón principal, el que da luz a la gran sala del artesonado policromado, y todavía más alto surge, rompiendo por mitad el frontón triangular que supera al balcón, el escudo de armas de don Hernando Dávalos y Sotomayor, constructor a finales del siglo XVI de esta portada tan solemne. Pero quizás lo más interesante de este viejo palacio, que aún conserva salones cubiertos de artesonados y galerías cuajadas de escudos, es su patio central, obra de finales del siglo XV ó comienzos del XVI en el estilo que se ha dado en llamar «renacimiento alcarreño». Algo modificado tras la Guerra Civil, en la que sufrió un bombardeo, ofrece aún la estructura de sus vanos arquitrabados, doble galería y columnas rematadas en capiteles hermosos y simples, sobre los que apoyan tallados en piedra los escudos de los linajes familiares, en ese decidido empeño de perpetuar la memoria de los grandes a base de sembrar sus posesiones de emblemas y símbolos antiguos.

Para este palacio de los Dávalos, que empieza a llevar las trazas del de Guzmán en cuanto a progresivo abandono y programado deterioro, hay que empezar a ir pensando en soluciones para su rescate. La ciudad no puede permitirse ya ni una pérdida más de su patrimonio monumental. Así es que los políticos (únicos seres dotados, en el momento actual, de capacidad pensante (?) y poder decisorio) nos dirán qué hacer. Nosotros, simplemente, nos paseamos delante, y miramos…