La Casa

viernes, 23 agosto 1991 0 Por Herrera Casado

 

Hay una casa en Molina. En el lugar remoto de Valhermoso, un breve conjunto de edificios antiguos, de pajares, de establos, una iglesia minúscula, y la casa. Esta que ofrece su grandioso corpachón en la imagen adjunta. Un cartel de gala, de días felices, de carcajadas. Un espectáculo de fachada, con sus balconajes, sus grandes ventanas, sus hierros forjados que parecen de museo. La portada bien tallada, soñando palacios. Un escudo que limó el agua, en el dintel. Y dentro la escalera de honor, las alcobas anchurosas, el comedor. Arriba los tinados frescos, tamizando con sus maderas pasos y risas. Y por el aire que rueda en su torno, las leyendas de los siete obispos, los estudiantes de Salamanca, los gobernadores civiles, los ganaderos de diez mil cabezas, monedas de oro y ostentación. Temor de Dios, y un amor. Toda una casa.

Hay otras casas, en Molina, en Guadalajara, en todas partes. Otras casas llenas de recuerdos, de primeros encuentros, de sonrisas, de días felices. De viajes jerónimos y de románicos proyectos. Hay otras casas donde se sienta el viajero, y no ve nada con latido. Está la luz, están los libros, están las frases que él mismo dijo, y el eco repite monótono y sin misericordia. Están los muebles, cada temporada renovados. Están las visitas, siempre riendo, cantando, parlando sin cesar. Hay pájaros en los aleros, ratas en los sótanos, hormigas en las junturas y cebras muy lejos. Hay otras casas, como la mía, que parecen llenas, y están vacías. Porque las falta la cierta luz que las da vida. 

Si en esta página he puesto, año tras año, el dato de un viaje, la cifra de un monumento, el canto personal ante un paisaje, a veces llegan días en los que uno se va para dentro, se mira a sí mismo. Es ese un duro oficio que suelen hacer los poetas, los escritores de verdad, los pensadores. Yo reconozco que es difícil, que hay que valer, que hay que tener tragaderas y empuje. Porque detrás de la fachada suele estar ese vacío que congela, la nube fría de la desesperanza.

Esta es la Casa Grande de Valhermoso, un lugar al que ir, un silencioso punto del planeta, donde hubo vida, y ya no hay nada. Le dieron, hace poco, el rango de «monumento de interés histórico‑artístico» y la declararon (en la Junta de Castilla‑La Mancha) «bien cultural», «a proteger», «a admirar», «a cuidar», » a servir de ejemplo». ¿Dónde están sus constructores, sus primeros dueños? ¿Dónde está el padre de la criatura, el alegre mocetón que la preparó para su mujer y sus hijos, para el trabajo, para la mies seca, para el ganado preñado? ¿Dónde están los siete obispos que en ella nacieron, los generales de Cuba, los abogados de los Reales Consejos, los profesores de Salamanca? ¿Dónde están las porcelanas chinas de aquélla boda, el traje blanco‑amarillo de la primera comunión, las cintas de aquélla caja que traía lejanos bombones de Valencia?

La casa de Valhermoso tiene rango para salir en un periódico. Aquí la tienes, lector paciente. Admírala. Es perfecta, imitable, digna de ser vivida. Pero está vacía, y dentro no suena música alguna. Se ve desde fuera, se mira en el espejo brillante del sabinar en verano. Pero ni lágrimas le quedan a los salones. Tan real y tan cierto como la vida misma. No dejes de ir, viajero de estas tierras. No dejes de plantarte unos minutos ante su silueta recia. Aprovecha, en cualquier caso, a sacar enseñanzas de estas cosas tan lejanas y silentes, tan a trasmano. Porque a veces sirven para meterte un instante dentro de ti mismo. Y ver que todos tenemos una casa como ésta. Una casa alta, con rejas y escudos, con aleros poblados de pájaros. Pero vacía.