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julio, 1991:

La Puerta, el románico que vuelve

 

No hay nada comparable a recorrer la provincia en busca de viejos edificios románicos. Sendear la tierra, llegar a las plazas, otear el horizonte de tejados y espadañas, y alcanzar la mole pétrea del templo, generalmente cerrado y silencioso, pero otras veces cuajado de sonrisas que esperan. En este verano de canícula impía cualquier lector puede repetir el viaje que yo hice en el invierno, y que trataba de llegar hasta el enclave de La Puerta, en el fondo de la calle riente y verde del arroyo Solana, y allí contemplar y gozar con las formas y los silencios de la iglesia parroquial.

Aunque en las fotografías adjuntas ya se aprecian algunas perspectivas de la obra, no estará de mal recordarla aquí. Y valorar sus detalles. Incluso acentuar aquello que no está a la vista simple, que hay que buscar para llenar de gozo el viaje. Porque en el exterior, el templo de la puerta apenas tiene méritos, y menos románicos. Al oeste se alza la espadaña, moderna del siglo XVII, sin estilo definido: es la espadaña para las campanas, como las hay a cientos. La fachada del mediodía, la que ilumina el sol más horas al día, tampoco tiene nada de especial. Se puso nueva, cubriendo la primitiva fachada, en el siglo XVI, y solo ofrece una pequeña puertecilla que da acceso al atrio cerrado en el que, ahí sí de verdad, surge la portada antigua.

Todavía al exterior, son de destacar la serie de canecillos que cuelgan del alero de ese muro meridional, trasladados allí desde el primitivo alero que se quitó al ensanchar la iglesia en el siglo XVI. Hay en ese grupo de sonrientes cabecillas todo el simplismo y la fuerza ingenua de la escultura medieval. Son animales, cabezas humanas, algún vegetal, lo que nos grita desde su altura. Una galería perfecta de formas y escorzos.

Finalmente, rematando el templo por levante, el ábside, de planta netamente semicircular, alargada por el presbiterio, con ventanillas aspilleradas, y modillones simples, en una postura que reúne todos los aditamentos para decir de ella que es la perfecta forma románica.

Al interior, presbiterio y ábside están cubiertos de bóvedas de recia sillería, pálida por ser caliza, y solemne, como todo lo hecho en piedra. La entrada al presbiterio se forma de un arco triunfal muy alto y valiente. Sobre él hubo, en los primeros tiempos, una espadaña que (como ocurre aún en Hontoba, y ocurrió en La Golosa, en el término de Berninches) se apoyaba en ese gran arco y surgía encima del templo.

A la iglesia se penetra por una portalada netamente románica, abierta en el muro sur. Sin duda, la pieza mas hermosa del edificio, y que bien merece su admiración detenida. Hay que pedir la llave a quienes la tienen, para penetrar desde el exterior al atrio en el que, resguardada del sol y la lluvia, se mantiene como nueva después de siete largos siglos. Se trata de un ejemplar abocinado, formado por cinco arquivoltas semicirculares, adornadas la más interna con un dintel curvo y liso; la segunda y tercera con baquetones en zig‑zag que abrazan a un gran cordón continuo; la cuarta presenta una serie de cordones unidos por escocias, boceles y biseles, siendo la quinta la más voluminosa, adornada también por un baquetón zigzagueante. Por fuera corre una cenefa cuajada de puntas de diamante.

Todas estas arquivoltas apoyan a su vez sobre laterales columnas, cinco a cada lado del vano de la puerta, y coronada cada una por su correspondiente capitel, en los que lucen motivos florales, vegetales y aun zoomórficos, con elementos del bestiario medieval. Realmente es una sorpresa entrar en este estrecho atrio, y encontrarlo ocupado en todo el muro del fondo por esta notable portada románica, que parece de gran iglesia ciudadana más que de templo aldeano.

Hubiera sido una posibilidad, a la hora de restaurarla, como se ha hecho recientemente, dejar esta portada vista al exterior. Para ello hubiera habido que eliminar los dos cuartos que se construyeron en el siglo XVI a sus lados, y que en el más oriental está ocupado por la capilla de la Virgen de los Dolores, con cierto interés monumental, y sobre todo sentimental para los habitantes del pueblo. Por ello se comprende la imposibilidad de haber realizado esta medida restauradora ideal. Sin embargo, los muros del templo han quedado totalmente limpios, el ábside luce en su auténtica belleza, y la imagen del templo ha ganado en pureza y dimensiones.

Es, en definitiva, un lugar ideal donde acercarse cualquier fin de semana a gozar, de una parte, del clima ideal y de los paisajes cuajados de vegetación que en el valle de Solana se encuentran. Y, por otra, a contemplar este monumento del arte románico que, como tantos otros de nuestra provincia, nos retrotraen con facilidad a aquella edad en que todo se hacía a beneficio de un espiritual inventario.

En esta tierra en la que vivo, en la que vivís cuantos me leéis, cualquier rincón tiene una historia y levanta una evocación personal. Este de La Puerta tiene también su pálpito, su estremecimiento, su anécdota íntima que sólo conocen quienes fueron, una tarde de noviembre, al pairo de los vientos. Y allí encontraron motivos nuevos para seguir bombeando sangre por las venas.

La heráldica en la Catedral de Sigüenza: Signos de poder y fama

 

El pasado martes día 16, y en el desarrollo del Curso que la Universidad de Alcalá de Henares ha impartido en Sigüenza sobre la Historia y el Arte de su Catedral, bajo la dirección del profesor Davara, tuve ocasión de intervenir con una conferencia que llevaba por títulos los que encabezan este artículo. Porque algunos lectores habituales que no han podido asistir a dicho Curso así me lo han pedido, doy en estas líneas un brevísimo resumen de cuanto dije en esa ocasión, esperando que pueda ser de interés para todos.

La Catedral de Sigüenza es uno de esos lugares rituales donde la expresión del espíritu humano y su vertiente social y religiosa se han expresado con mayor intensidad. A lo largo de ocho siglos (pues comenzó a construirse a finales del XII), múltiples grupos y personas han ido poniendo ilusiones, trabajos y esfuerzos en hacerla grande, alta y cuajada de mensajes. El propio Davara, en un memorable trabajo que le sirvió de Tesis Doctoral, revisó el sentido comunicacional que la ciudad de Sigüenza, y muy especialmente su catedral basílica, han tenido a lo largo de los siglos.

Uno de esos contenidos es, sin duda, el de transmitir al pueblo que la ha usado, los mensajes que algunos hombres determinados le han querido enviar. En muchos casos de Fe, de religiosidad, de belleza. Pero en algunos otros de meditada razón propagandística de sus excelencias. De ese modo, y aunque parezca un tanto exagerada la frase, la catedral de Sigüenza ha servido de gran «cartel publicitario» para algunas misiones diseñadas de forma muy premeditada por sobresalientes personajes de nuestra historia.

Por otra parte, no es nada nuevo decir que cualquier edificio, cualquier adorno que en ese edificio se encuentra, tienen una intención comunicacional determinada. Tanto en la Edad Media como hoy en día, así ha sido. El pueblo que pasa delante, que ve siglas, dibujos o jeroglíficos, trata de encontrarles sentido, y, a veces sin quererlo, se lleva clavado en el cerebro el intencionado mensaje de potencia que encierra. Ese poderío de la sigla, del esquema, del logotipo, que hoy ostentan las marcas, los bancos y los políticos, han sido utilizados durante siglos por las clases dirigentes, para reafirmar su poder en cualquier instancia.

Y esa forma de poder, rebozada con la sonriente camisa de la fama, se ha expresado durante muchos años a través de la heráldica, el sistema de señales que a través de complicados códigos expresaba linajes, grados, legitimidades, herencias y poderíos. Los escudos de armas, cada vez mejor conocidos, apreciados y respetados como elementos imprescindibles para el conocimiento de la historia, han sido en múltiples ocasiones auténticos elementos de poder y de fama. Sus signos seguro.

En la catedral de Sigüenza se repiten por doquier esos elementos. He llegado a contar más de quinientos por sus muros y techumbres repartidos. Algunos de ellos, pertenecen a un mismo personaje que se ha encargado de distribuirlos a base de bien. Así por ejemplo el Cardenal don Pedro González de Mendoza, el cardenal Bernardino López de Carvajal, el obispo don Fadrique de Portugal, etc. Quizás fueran ellos, hombres plenamente renacentistas, quienes mejor consideraran el valor clásico del escudo: seña de identidad, mensaje afirmativo de poder y de gloria, dura piedra tallada para siempre en la que los símbolos de un linaje glorioso se eternizan. Quien pone un escudo ha hecho algo grande, algo por los demás. Bajo un blasón se abre una portada, el acceso a un lugar nuevo y hermoso, o se firma un retablo, una bóveda, un obrón. Es, entonces, el signo de la grandeza, la irrefutable prueba de que ese personaje es magnífico, de que durará su nombre tanto o más que ese escudo de piedra y bronces.

Quien pone un escudo, lo hace porque es poderoso, y tiene fama. Esos signos, pues, del poder y la fama, que son los escudos de armas, en la catedral de Sigüenza se repiten con la fuerza telúrica y sonora de un grupo numeroso de hombres fuertes. Los constructores, los que deciden, los que han acompañado a reyes y han puesto y quitado cargos y prebendas a quienes han querido.

No solamente han sido obispos quienes han dejado sus escudos repartidos por los altares y los suelos de la catedral seguntina. Es verdad que la mayoría de esos escudos son episcopales. Y también que muchos de ellos solamente muestran sus armas sobre la losa fría que cubre sus restos mortuorios. Una fama que abarca la muerte. Pero también hay emblemas de civiles. De hombres y mujeres que hicieron su carrera fuera de la liturgia: están las armas del caballero Martín Vázquez de Arce, el Doncel; y de su padre el comendador don Fernando; o las de los caballeros Mora, Torres y Gamboa, que en su capilla de Santiago el Zebedeo en el claustro catedralicio (uno de los ámbitos más inquietantes y mágicos del templo) pusieron sus cuerpos derrotados bajo lápidas talladas de lambrequines y celadas. Hay, incluso, emblemas de instituciones: y allí están las azucenas dentro del jarrón, signo del poderoso Cabildo Catedralicio, señor con el Obispo de la Ciudad y su territorio; o las de Castilla y León que puso Pedro I el Cruel sobre la torre del mediodía; o incluso las armas del Estado Español que el «hispaniarum Duce» Francisco Franco, ‑según reza la leyenda que lo circunda‑ puso en el remate de la bóveda del crucero, reconstruida en 1946 tras la acometida de sus aviones contra la catedral.

Todo un repertorio de personajes, de leyendas, de mitos y realidades que en las piedras de estos escudos se resumen y aún incitan a conocer mejor, uno a uno, a estos seres y sus pasos por el pretérito mundo de esta catedral impar. Como complemento a estos recuerdos, puedo indicar, por si a alguno interesa, que hay un libro que escribí hace tiempo (Heráldica Seguntina se titula) en el que trato con alguna amplitud de todos estos temas. Especialmente los escudos más sobresalientes, los de obispos y caballeros, dibujados y explicados meticulosamente, nos permiten volver a evocar aquellos fastos, aquellas leyendas que salen al paso por Sigüenza, por sus callejas oscuras, por sus rincones evocadores. Un mundo este de los escudos que siempre creí interesante y que he tratado nuevamente de llevar al ánimo y consideración de cuantos piensan que la cultura y el conocimiento no ocupan lugar en nuestras vidas.

Bustares, fiesta y regocijo

 

Al pie de ese gran monte mágico que es el Santo Alto Rey de la Majestad, y que con su silueta aplanada pero poderosa preside todo el norte de la provincia de Guadalajara, se encuentra Bustares, un antiguo lugar donde se empezó haciendo carbón con los bosques que le rodeaban (de ahí el nombre: bustar=lugar de quema de leñas) y luego se dedicó fundamentalmente al cuidado del ganado, que en sus tierras altas, frescas y húmedas se encuentra tan a gusto.

En Bustares hay muchas cosas que ver: primeramente los paisajes, plenos de roquedales negros, de bosquecillos de roble, de jara y yerba en las praderas, de gayuba arrastrada por las medianas alturas, y de piedra monda y lironda en las más altas cimas. Por la carretera que lleva hasta la base de observación militar se accede cómodamente y con rapidez al pico más elevado, donde está la famosa ermita que dice la leyenda fundaron los templarios. Desde allí puede verse un paisaje de inolvidables consecuencias.

En el propio caserío sorprende la iglesia parroquial, dedicada a San Lorenzo, que es obra románica del siglo XIII, cuando se pobló Bustares y adquirió su rango definitivo de Concejo (dentro del Común de Atienza, primero, y luego del de Jadraque, a cuya Tierra perteneció muchos siglos). De dicha iglesia merece destacarse la portada, formada por diversos arcos semicirculares en degradación, con todo el aspecto del más puro estilo románico, y algunos capiteles de decoración foliácea.

Y además, la fuente vieja, la casa de las monjas, la arquitectura popular que densamente ocupa cualquier perspectiva de la villa. En fin, un lugar interesante por el que merece darse una vuelta cualquier domingo de éstos.

Pero hoy le traigo a colación en este Glosario a propósito de haber sido publicado en el último número de los «Cuadernos de Etnología de Guadalajara» un amplio artículo firmado por Ángel Luís Toledano, Juan Ramón Velasco y José Lorenzo Balenzategui y titulado Cultura tradicional de Bustares que en una primera entrega nos ofrece una visión muy especial de Bustares: se trata fundamentalmente del análisis del folclore anual y de los romances clásicos que aún se cantan en el pueblo. Y ello es toda tan singular que bien merece nuestra atención.

La sola lista de fiestas que se celebran o celebraban en Bustares nos hace pensar que todo el año se lo pasaban de bulla. No es así, y había mucho más tiempo para el trabajo que para la ronda. Para la alegría, sin embargo, siempre había un hueco. Estas fiestas, estas costumbres de Bustares, ‑algunas todavía hoy mantenidas, otras perdidas ya‑ son similares en muchos otros pueblos de la sierra y de la provincia toda. Quiero destacar, sin embargo, aquellas más singulares y que tienen un desarrollo más específico.

Por ejemplo, la machorra, o fiesta iniciática de los varones, que se celebraba en pleno invierno, primero en noviembre, juntando todos los mozos algún macho cabrío, engordándolo y matándolo para comérselo juntos en Navidad. Además nombraban una especie de junta con cargos que constituían un «gobierno paralelo» en el municipio, dedicándose a tocar, en la época de invierno, las zambombas, los grajos, los cencerros y las caracolas, a cualquier hora. Sin tener una celebración especial, esos ritos de «junta», de «espíritu de grupo» y de «alboroto sonoro» constituía la machorra como un punto festivo o un modo de «estar en el mundo» desde la perspectiva de un grupo.

El Carnaval fue otra de las clásicas celebraciones en Bustares, en la que aparecían algunos vecinos revestidos con grandes trajes blancos, con calzones y camisas de ese color, una faja roja, cencerros grandes a la espalda y unas caretas, constituyendo el grupo de los zarragones, dedicados a dar bullanga por el pueblo, y sumándose a ellos un vaquilla que se ponía unas «amugas» a las espaldas sobre las que colocaba una cornamenta de vaca, corriendo y asustando a la chiquillería del pueblo. Además se hacía «entierro de la sardina», que en muchas ocasiones fué prohibido por sacerdotes y alcaldes celosos de las buenas formas.

En la Cuaresma destacaba el bloque de juegos populares (la salga, el marro, a la una que anda la mula, el recafú, la cebada, etc) y la salida a la calle de los carracones que eran grandes carracas, de más de un metro de largo, con las que se llamaba a los fieles a los oficios de la Semana Santa. Su ruido, ensordecedor, atronaba las calles del pueblo y hasta podía escucharse por las sierras cercanas. También era muy hermosa la petición del ramo que hacían las mozas de Bustares en esta época, y que consistía en adornar una cruz de madera con infinitas cintas de colores de las que luego colgaban estampas, medallas y emblemas litúrgicos, dándole el aspecto de una custodia multicolor y popular que se llevaba de casa en casa para pedir donativos con los que luego hacían velas y rosquillas de Pascua. Según pasaban las chicas por las casas con el ramo cantaban canciones populares a petición de los vecinos.

Quiero destacar especialmente, del largo listado que los autores del mencionado trabajo hacen, la celebración de la Cruz de Mayo, que tenía lugar el día 3 de ese mes, y que por ser fiesta de guardar las vacas del pueblo, muy numerosas hace años, tenían el privilegio de no ser yuncidas o juntadas en yunta sus poderosas testas. Se hacía en esa jornada la «bendición de los campos» y las mujeres se juntaban en corrillos para ese día, durante larguísimo rato, recitar una de ellas la frase Jesús, corona, clavos y cruz, mil veces seguidas, contestándole las otras con un breve versículo cada diez frases de la primera. Para no confundirse en tan abultada recitación, contaban con garbanzos las oraciones. Todo un espectáculo ritual que debía incitar ‑ imagino‑ al sueño.

Luego era el Corpus con adorno de casas y alfombro de calles con las ramas verdes del cantueso, de la retama, de la santamaría, del espliego, todas olorosas y puras. Y aún añadían la romería al Alto Rey que Bustares hacía, el pueblo todo hermanado, el día de San Antonio. O las peripecias amorosas de San Juan, cuando los mozos ponían «caminitos» de cantueso o de paja delante de las casas de las chicas solteras, demostrando así amor o rechazo o hacia ellas. O las corridas de vacas en San Roque, los recuerdos eclesiales a los muertos en el primero de Noviembre, etc.

En definitiva, y a tenor de lo que nos cuentan Toledano, Velasco y Balenzategui, todo un acopio festivo en Bustares que colmaba la vida tradicional con el denso aroma de un ancestralismo auténtico, y con la seguridad psicológica de un ritual comunitario.

Cuatro obras de arte en San Ginés de Guadalajara

 

Tiene la ciudad de Guadalajara todavía numerosas carencias en orden al mantenimiento de su patrimonio artístico. En muy diversos órdenes. Algunos son edificios (de gran valor arquitectónico e histórico) que paulatinamente se están viniendo al suelo (léase, o mejor, véanse, los palacios de Dávalos en la plaza a la que da nombre, y el de los Guzmán, en la calle del Dr. Creus). Otros vinieron al suelo hace años y nadie hace nada por levantarlos o al menos dignificarlos (ese es el caso del antiguo alcázar, uno de los emblemas de la ciudad, una de las imágenes más sugerentes de la historia arriacense.

Pero hay otros elementos del patrimonio común de todos, que forman parte de la historia y el devenir secular de la ciudad, que están dentro de edificios bien cuidados, pero ellos mismos sufren el abandono y quizás el olvido de cuantos deberían hacer todo lo contrario. Se trata en concreto de los enterramientos de los condes de Tendilla y los señores de Palazuelos, sonoros Mendoza del siglo XV, en el crucero y presbiterio de la iglesia de San Ginés. Muestras sorprendentes y valiosísimas de la escultura gótica y renacentista, respectivamente.

Por recordar someramente la importancia de estos monumentos, cabe decir de ellos que se encuentran en el interior de la ya mencionada iglesia de San Ginés, en pleno centro de la ciudad. Esta iglesia fue antiguamente la conventual de Santo Domingo de la Cruz, el monasterio dominico que en el año 1502 fundó en el lugar de Benalaque, hoy despoblado junto a la carretera nacional de Madrid a Guadalajara, en término de Cabani­llas, don Pedro Hurtado de Mendoza, séptimo hijo del primer marqués de Santillana, heredero de algunos lugares serranos, como Tamajón y Palazuelos, y adelantado de Cazorla en la guerra de Granada, junto con su mujer doña Isabel de Valencia, fué pronto traído a la ciudad de Guadalajara, siendo erigido frente a la antigua puerta del Mercado, extramuros del burgo, en 1556.

Profesó en este convento, en 1521, fray Bartolomé Carranza y Miranda, luego famoso arzobispo procesado por la Inquisición y desterrado a Roma por publicar un catecismo de pretendidas ideas heréticas, y a él se debe el impulso y los dineros para levantar esta iglesia alcarreña, que por su caída en desgracia quedó a medias del proyecto, seguramente grandioso, que se intentaba realizar en ella. El interior de este templo es de una sola nave, con capillas laterales amplias, comunicadas entre sí por pequeños pasadizos. Gran coro alto a los pies del templo. Acusado crucero, con presbiterio alto. De la antigua riqueza que en el orden artístico atesoraba esta iglesia, sólo quedan los destrozados restos de algunos enterramientos, violentamente maltratados en julio de 1936.

A los lados del presbiterio están los enterramientos de los fundadores, don Pedro Hurtado de Mendoza y doña Juana de Valencia. Sus figuras, orantes, con magníficas vestiduras de la época, aparecían ante un fondo de tallada decoración geométrica, orlados de columnas y frisos platerescos, con escudos, y sobre un podio en que las virtudes teologales escoltaban a las armas de los respectivos apellidos. Hoy son estos enterramientos una masa informe de piedras machacadas. Eran obras del siglo XVI en sus comienzos, traídas a este templo desde el abandonado y derruido de Benalaque.

Rematando los brazos del crucero, en sendas capillas de manieristas bóvedas, están los enterramientos de los primeros condes de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza y su mujer doña Elvira de Quiñones, magníficas piezas de la estatuaria funeraria gótica de fines del siglo XV. Estaban en el monasterio jerónimo de Santa Ana, en Tendilla, fundado por ellos, y fueron traídas en el siglo XIX a este templo de la capital para salvarles del abandono. En ellas se veía al señor y señora, yacentes, ataviados a la usanza noble de la época, y a sus pies un paje teniendo la celada del conde, y una dama vigilando el sueño de la señora. Gran profusión de hojarasca, cardinas y animales fantásticos propios del estilo. La escultura del conde, concretamente, se debe a la misma mano que tallara el Doncel de Sigüenza. Confirmado por los más destacados especialistas en historia del arte. Posiblemente ejecutada en el taller del escultor Sebastián de Almonacid, en Guadalajara. Lo mismo que la magnífica estatua yacente del comendador Rodrigo de Campuzano, en la cercana iglesia de San Nicolás. El asalto del templo en 1936 dejó estas hermosas piezas destruidas en gran manera.

Y es a ello que vamos: parece una ironía del destino que la intención de los responsables del patrimonio artístico en el siglo XIX fuera la de salvar a toda costa estas supremas manifestaciones del arte castellano, trasladándolas desde pequeños pueblos a la capital de la provincia, donde encontrarían su ruina, y luego, su abandono.

Creo que las autoridades responsables de nuestro patrimonio artístico, en este caso la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, que tantas muestras de sensibilidad y ganas de arreglar lo que está en peligro nos ha venido mostrando los pasados años, debería acometer este arreglo que las estatuas y grupos demandan. Y fuera, posiblemente, del convenio suscrito entre Junta de Comunidades y Obispados de la Región, pues no se trata de ir al arreglo de un templo o un elemento del culto, sino de los testimonios pétreos de sendos personajes, y de los más destacados, de esa familia que conformó a lo largo de varios siglos la historia de Guadalajara: los Mendoza renacentistas, sabios y guerreros, que dieron en su tiempo el lustre a esta tierra.

Es justo que ahora se lo devolvamos a ellos. Es el compromiso que tantas veces (en discursos y prólogos) se nos ha recordado: la imprescindible solidaridad entre todos cuantos recorremos el mismo camino de una historia regional.