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mayo, 1991:

Dulzaina y tamboril en las raíces de nuestro folclore

 

Durante toda la pasada semana, la Escuela Provincial de Folklore, con el patrocinio de la Excma. Diputación Provincial, ha estado celebrando una Semana (la tercera ya) dedicada a la exaltación y estudio de la Cultura Tradicional de Guadalajara. Toda una iniciativa cultural que merece un fuerte aplauso, por lo que conlleva de preocupación y atención real hacia lo que son las raíces de nuestro folclore.

Aparte de una magna exposición con trabajos realizados por el alumnado de la Escuela a lo largo del curso, y de diversas manifestaciones del folclore en el incomparable marco urbano de la plaza de San Miguel, la semana ha estado dedicada a la difusión de dos instrumentos autóctonos y en vías (en múltiples vías) de recuperación: la dulzaina y el tamboril.

Aunque nuestra tarea es (quizás aburrida por machacona) la de instar al recuerdo y por ende al respeto de nuestra historia, de nuestro patrimonio artístico, de nuestros personajes ilustres, de nuestros avatares comunes, el hecho de que haya quien ponga también su empeño en esto de rescatar tradiciones, modos de vida sencillos, detalles adyacentes y populares de la vida antigua, es más que alentador: es todo un síntoma de que nuestra provincia está viva. José Antonio Alonso, el director de la Escuela Provincial de Folklore, es el alma de esta cruzada. Y a él se debe que esta pasada semana Guadalajara haya vivido su resucitar de la dulzaina, su Pentecostés del tamboril.

La dulzaina es un instrumento muy antiguo. Hace miles de años que el ser humano ha utilizado instrumentos similares para producir sonidos. En Mesopotamia y Oriente Próximo se han localizado restos arqueológicos que así lo confirman. Pertenece al grupo de instrumentos de doble caña, teniendo una gran semejanza con la antigua chirimía. Aparatos de este tipo se utilizan habitualmente en la música tradicional de Afrecha, de Asia y en muchos países europeos. En España todas las regiones norteñas, a excepción de Galicia, y por supuesto Castilla entera, utiliza habitualmente la dulzaina en su música popular.

En Guadalajara se utilizó tradicionalmente la dulzaina como animadora musical de las fiestas de los pueblos. Aquí se usó siempre una variante de la dulzaina castellana, que no tenía llaves y se formaba con siete agujeros, aunque a partir de principios de siglo, y con la aportación de las llaves, la dulzaina ha ganado en riqueza y posibilidades melódicas.

En Guadalajara se componía este utensilio musical con elementos muy simples: los pastores y resineros utilizaban la madera del pino para tallar su «tronco», construyendo el «tudel» con hojalata y la «pita» o lengüeta con materiales vegetales muy consistentes (raíz de carrizo, corteza de sabina o caña) o de origen animal (cuernos). El propio Alonso, en su búsqueda de material folclórico por todos los rincones de la provincia, ha documentado algunos curiosos y antiguos ejemplares de dulzaina en Ruguilla, Riba de Saelices y varios lugares del Señorío de Molina.

Su uso en Guadalajara y entorno provincial se remonta a siglos antiguos. Las danzas típicas, multiseculares, de las loas, paloteos y espadas, se acompañaban de música de dulzaina y tamboril. Concretamente, ya en 1644 hay testimonio en Labros de haber contado la villa con un dulzainero (Lorenzo Cetina) y el santuario de la Virgen de la Hoz ofrece al curioso algunos antiguos ex‑votos en los que se ven, muy acicalados para una fiesta, a los músicos molineses tocando la dulzaina y el tamboril ante la ermita de la Virgen.

En muchos pueblos existían gentes que con gran habilidad tocaban estas piezas, alegrando las fiestas del lugar, y viajando a los alrededores. Generalmente eran agricultores o ganaderos que habían heredado el arte de sus mayores. Su consideración social aumentaba notablemente por esta faceta artística, hasta el punto de que en las fiestas eran invitados a comer con las principales autoridades. Se sabe de la existencia de dulzaineros en Labros, Azañón, Carrascosa de Tajo, Castilmimbre, Villanueva de Alcorón, Maranchón, etc.

En los años de la desbandada demográfica en este siglo (50‑70) se perdió casi al completo esta costumbre, y a punto estuvo la fiesta rural de ser absorbida en la vorágine anglosajona del rock o la post‑modernidad de la rumbita. Afortunadamente, gentes como Agapito Marazuela (en Segovia), que creó una escuela de dulzaineros, o de José María Canfrán y Carlos Blasco, en Sigüenza, que se propusieron rescatar los instrumentos para la fiesta popular, se ha podido relanzar la música dulce y ancestral de nuestros mayores.

Ha sido, en fin, la Escuela Provincial de Folklore, y su director José Antonio Alonso, quien ha resuelto la dura lucha de supervivencia de la dulzaina por una victoria en toda línea. Y el curso que este año ha dirigido el segoviano Javier Barrio, con buena dosis de alumnos y sobre todo un alto grado de entusiasmo, es con lo que ha terminado por cuajar esta recuperación. De muestra, esa campaña demostrativa por los centros escolares que se ha realizado la pasada semana, mas el pasacalles del viernes por las Cruces y el Jardinillo, dejando bien claro la admiración, el escalofrío que a muchas gentes le ha recorrido la espalda al oír las notas de su infancia más íntima, el sonido puro de la primera fiesta de verdad vivida, el latido generoso y sencillo de la tierra en forma de música: plam‑rataplam‑plam‑plam y aire que huye por los siete «bujeros» de la dulzaina.

Todo un éxito para esta plausible iniciativa. El costumbrismo de Guadalajara, día a día rescatado y entregado tras pasar el tamiz del estudio, de la catalogación, de la revitalización en forma de escuela y cátedra. La Excma. Diputación Provincial de Guadalajara, y con ella la Escuela Provincial de Folklore, han venido a demostrar que no es sólo deporte lo que reluce, y que también la cultura (en esta forma de folclore y tradición) tiene su tirón entre nuestras gentes.

Elogio de un Mendoza: El marqués de Montesclaros

 

Aunque parezca un recurso fácil, cuando se habla de la historia de Guadalajara se debe recurrir a los Mendoza. Por varias razones: porque dan tono, porque surgen mil humanas anécdotas, y porque se puede hacer el discurso todo lo largo que se quiera. Hay otra razón, más seria, que me guardo para el final: porque sin hablar de los Mendoza no puede entenderse la historia de Guadalajara.

Ahora ha venido el Ayuntamiento de Guadalajara a unirse a esta corriente de la historia que habla de los Mendoza, y acaba de dedicarle una calle al marqués de Montesclaros, a don Juan de Mendoza y Luna, que allá por el siglo XVII fue, entre otras cosas, Virrey en México y luego en Perú. Muy merecida esa calle, como los otros personajes y ciudades hermanadas que acaban de recibirlo. Un nombre de calle es, en definitiva, un espaldarazo para la gloria: la del marqués de Montesclaros acaba de llegarle, 350 años después de su muerte, en forma de una placa en el inicio de una calle remota.

Pero vayamos con el recuerdo de este hombre. Porque si nuestro Ayuntamiento, con toda justicia, le ha puesto una calle en la ciudad de su nacimiento, no vale que ahora se dé la callada por respuesta por parte de la población. Hace tan sólo unos meses (será coincidencia, porque de esto que ahora cuento no hubo la más mínima repercusión pública) apareció un libro editado por la Institución Provincial «Marqués de Santillana» dedicado al marqués de Montesclaros. Junto a estas líneas va la portada del tal libro. Y en él se referencia, a lo largo de 264 páginas, la vida y la obra de este hombre tan peculiar. Que merece ser recordada, aquí y ahora, en la brevedad del artículo. Y luego en el reposo de la lectura, anotando cuanto de curioso y sorprendente en cierra la biografía de este alcarreño ilustre, que hizo las Américas cono todos los honores posibles. Como la hicieron, antes y después, muchos otros alcarreños. Pues solamente en Virreyes, debe ser Guadalajara la tierra de mayor densidad de Europa. Y si anotamos los Oidores, gobernadores, corregidores y demás retahíla administrativa de Indias, la Alcarria fué unja especie de fábrica de emigrantes en siglos pasados. Hoy también, pero no a tan lejos…

Nació Juan de Mendoza y Luna en Guadalajara, en enero de 1571. Vivían sus padres en el caserón de los marqueses de Montesclaros, frente por frente al palacio de los duques del Infantado, sus primos. Educado en la corte frontera de su tío don Iñigo López de Mendoza, entró en el círculo de las armas y fue todavía joven nombrado Capitán de Lanzas, asistiendo a la jornada de Portugal junto a Felipe II y el duque de Alba. A los 20 años de edad, a la vuelta de la excursión guerrera, recibió el hábito y las insignias de la Orden de Santiago.

Casado en 1595 con una parienta suya, doña Ana Mesía de Mendoza, hija del marqués de la Guardia, tuvo con ella algunos hijos, aumentando su descendencia luego con otras mujeres, de las que fue siempre muy ilusionado. Sus cargos públicos se iniciaron en Sevilla, con el nombramiento por parte de Felipe III de Asistente de la ciudad del Guadalquivir. Era en realidad un símil al cargo de Corregidor, y todos le felicitaron porque sabían era ésa la antesala de mejores prebendas en América. Tres años después llegaron éstas, y fueron, como se suponía, la de Virrey de Nueva España (México), que alcanzaba don Juan de Mendoza a sus tan sólo 32 años de edad, pasando de allí, tres años después, a ocupar el Virreinato del Perú, donde permaneció más tiempo, de 1607 a 1616. Los años de virrey en tierra de los Incas fueron especialmente densos, de actividad y creación. Allí mejoró las minas de mercurio en Huancavélica, las de plata en Potosí, creó las defensas del Callao (el puerto limeño que aparece, en grabado antiguo, en la portada del libro que refiero), sostuvo el embate de los piratas holandeses, que nunca como entonces (1615) estuvieron tan a punto de quedarse con todo el Perú, creó los tribunales económicos de Cuentas y el Consulado, etc. Allí en Lima fue también donde también descolló en su afición a las letras: de un lado, protegiendo y alentando a docenas de escritores que pululaban en su torno. Unos banales, otros de peso, como Francisco de Figueroa, Diego de Aguilar, o Bernardino de Montoya, todos ellos reunidos en la «Academia Antártida» de poetas que fundó y protegió el virrey Montesclaros. De otro lado, esa afición a las letras la desarrolló el propio don Juan de Mendoza escribiendo poesías y prosas, unas veces administrativas (Memoriales y Ordenanzas), otras de gentil ironía y lucidez. Allí, en Lima, finalmente, vivió el Mendoza su amor apasionado con doña Luisa de Mendoza, de la que tuvo dos hijos secretos (a voces).

Vuelto a España, deambuló por despachos de la Corte, subió y bajó las escaleras del Alcázar real madrileño hasta que consiguió, de un lado, una encomienda en América (o sea, un buen sueldo para retirarse) y de otro los cargos sucesivos de Consejero de Estado, de Hacienda y de Aragón, llegando a ser presidente de este último Consejo en 1626. Murió en 1628, en Madrid. Sus retratos, que le pintan como hombre severo, delgado y bigotudo, muy al estilo de la época, nos miran desde las paredes de las academias de Historia de México y Lima. Su recuerdo, ahora desvelado de prisa en estas líneas y con más calma y detalles en el libro que refiero, ha quedado afianzado con este detalle, ‑elegante y sabio‑ del Ayuntamiento alcarreño, que nos ha dejado su nombre prendido en el callejero de la ciudad. Gracias a quien se la haya ocurrido.

En el Centenerio de San Juan de la Cruz. Juan de la Cruz en Pastrana

 

Estamos inmersos en el Centenario de San Juan de la Cruz. Un periodo de tiempo que se utiliza para recordar una figura, un hecho, y traerlo con nuevos ojos hasta los nuestros. Para eso sirve un Centenario. Ahora hace 400 años de la muerte de Juan de Yepes, uno de los mejores poetas castellanos, que además fue, imbuido del espíritu ascético (y alcanzando la gracia mística porque se lo propuso, y no por otra cosa) de la época, un fraile santo, reformador de los carmelitas, y de natural bondadoso y caritativo. Una buena persona, en resumen, de las que entran pocas en kilo.

Había nacido en Fontiveros, en la provincia de Ávila, allá por 1542. Murió en Baeza, en 1591, con un pie gangrenado que hoy le hubiera salvado cualquier antibiótico de los que se recetan casi sin mirar, o un hacha muy afilada, que entonces sí que había.  Una vida humilde, casi desesperada de pobrezas y sacrificios, le esperaba. Huérfano muy niño, de hospicio en hospicio, de convento en convento, barriendo suelos a veces, yendo a recados siempre, Juan de Yepes es el vivo ejemplo de la predestinación. Se metió a fraile carmelita, defendió la reforma descalza, se alió con Teresa de Ávila, y juntos anduvieron toda Castilla, España entera, reformando conventos, juntas y comunidades. Juan fue el primer maestro de novicios de la descalcez carmelitana. En Pastrana estuvo, en el convento de San Pedro, después que pasara Santa Teresa fundando. Y sus versos (gloria de la literatura española, maravilla sin pareja de la creatividad poética humana) los escribió encarcelado (envidias de frailes, celos de los buenos) en un retrete.

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En estos pasados días, se han sucedido los actos de este centenario en nuestra tierra de Guadalajara. El pasado sábado día 27 de abril, en la villa de Pastrana, tuvo lugar una solemnísima sesión de remembranzas. Primero en el ámbito anchuroso de la Colegiata, con la asistencia del Provincial de los franciscanos, de Francisco Tomey, presidente de la Diputación Alcarreña, de Jesús Jabonero, alcalde de la Villa, de Juan Sisinio Pérez Garzón, consejero de Educación y Cultura, de Celedonio de Andrés, director general de la Caja de Ahorro Provincial, y de José Antonio Suárez de Puga, estudioso de San Juan de la Cruz, se hizo presentación pública y general alabanza del libro que Diputación y Caja han editado con motivo de este centenario, como Catálogo de las pinturas y obras de arte que se atesoran en el nuevo Museo del Convento pastranero de San Pedro.

Allá se bajó, a verlo. Docenas y docenas de cuadros, todos perfectamente restaurados, se alinean por las paredes del claustro carmelitano, y en la nave y capillas de la iglesia del cenobio. Todos los fondos de cuadros carmelitanos que este convento salvó como por milagro, están ahora en perfectas condiciones de ser admirados. Retratos de santos, de mártires, de escenas pías. De San Juan de la Cruz también hay algunos retratos del natural. De Santa Teresa. De otros múltiples monjes ilustres y santos. Hasta de San Serapión hay un cuadro. O sea, muy completo. La única pega (me han dicho que esto no es definitivo, que la idea es arreglarlo) se centra en que se ha ocupado toda la nave del templo carmelita de San Pedro para albergar, sobre muretes o paneles de una especie de play‑dur, los cuadros que no cabían en otros sitios. Y esto es, realmente, un atentado a la integridad visual y monumental de esta edificación única y sorprendente: la iglesia que levantaron los arquitectos carmelitas fray Juan de Jesús María y fray Alberto de la Madre de Dios. Seguro que se arregla pronto. El catálogo, por cierto, muy bueno: lleno de grandes fotografías en color, de interesantes artículos explicativos, de lujosa apariencia y quizás de excesivas dimensiones, es una herramienta utilísima para conocer y admirar en reposo tanta densidad de frailes e historias.

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Finalmente, y en este eclosionar del Centenario sanjuanista, el pasado lunes 29 de abril, en acto programado por el Patronato Municipal de Cultura de Guadalajara, pronunció una conferencia sobre la «Vida y Obra de San Juan de la Cruz» el escritor don José Antonio Suárez de Puga y Sánchez, en el salón de actos del Ateneo Municipal, lleno a rebosar de público interesado. Aunque parezca a algunos que estas cosas no interesan, la verdad es que en Guadalajara ya hay gente para todo. Y si a una reunión maratoniana de rock apenas va público, a la conferencia sobre San Juan de la Cruz no le faltan entusiasmos multitudinarios.

Suárez de Puga puso su encendida palabra, su meticuloso cavilar, y su sabiduría, en esta empresa. Que resultó hermosa y aleccionadora. A lo largo de una hora de charla, ofreció resumida la vida de San Juan, y analizó con rigor y apasionamiento la obra poética del fraile castellano: su «Cántico espiritual» y otros versos, sonaron nuevos en la voz del poeta alcarreño, que acabó su magnífica intervención recitando, con la hondura y las ganas que él le pone, una composición‑homenaje a la figura y la obra del carmelita ahora centenariado. Todo un éxito. Que se repita.