Torrecilla del Pinar: un monumento menos

viernes, 21 diciembre 1990 2 Por Herrera Casado

 

Un alma sencilla, molinesa, enamorada de su tierra como solo cabe cuando se ha nacido en altura inhóspita como aquélla. El alma de Juan García Martínez, se me vuelca en lloros ante lo que él supone un «crimen» y no anda falto de razón. Ya conocía este cronista el tema con anterioridad, pero ha tenido que recibir las doloridas líneas de este hijo de pastor molinés, para conmoverse ante la magnitud, sentimental más que otra cosa, pero también sintomática de un grave problema que no cesa, de lo que ha ocurrido en este caserío de la sierra molinesa, escondido entre los montes de la orilla derecha del Tajo, a los que pone el contrapunto humano de sus edificios y sus monumentos. De sus antiguos monumentos.

Torrecilla del Pinar es hoy un grupo de casas que forman una propiedad particular. Pero antaño fue una población como cualquier otra. Uno de aquellos ochenta pueblos que conformaron, veinte mas veinte mas veinte mas veinte, las cuatro sesmas del Señorío de Molina. Repoblado en la ocasión de la entrada de los señores de Lara y de tantos castellanos y vasco‑navarros que pusieron la afirmación de una cultura y el sello de una raza a estas tierras frías. El propio nombre lo dice todo: lugar donde habría una pequeña torre antigua, en medio de un pinar frondoso, inigualable de pureza. Torrecilla del Pinar, un lugar más de Tierra Molina. Fue incluida en un principio en el territorio de Cobeta, y pasó con ella a los Condes de Molina, a los Obispos de Sigüenza, al Monasterio cisterciense de Buenafuente, y a la Casa de Tovar, llegando en tiempos más modernos a pertenecer a los marqueses de Baides. Tuvo Torrecilla, en algún momento de su historia que se nos escapa, la categoría de Villa con jurisdicción propia. Y de ahí que sus habitantes construyeran, hacia el siglo XVI, una picota de recia sillería tallada, que puesta en la entrada de la población denotaba con el grito severo de la gris materia el rango de la población y su capacidad de administrarse justicia a sí misma.

Pues bien, tanto lamento es ahora originado porque la picota referida, un ejemplar magnífico del siglo XVI, de polifacético fuste rematado en pirámide aguda y escamada, mas una bola, y cuatro extremos prominentes, puesta sobre un ancho apoyo de piedra, ha sido derribada y eliminada del paisaje, y por consiguiente, del catálogo de monumentos de la provincia de Guadalajara. En el magnífico estudio que José María Ferrer González hizo sobre los rollos y picotas de la provincia de Guadalajara en el año 1981, no incluyó ésta, posiblemente por no haberse llegado hasta Torrecilla, pero hace muy poco me llamó personalmente para advertirme también de su desaparición. «No entró entonces en el catálogo, por despiste mío  ‑me decía‑ y no podrá entrar ya nunca más por haberla derribado su dueño».

Y yo me pregunto ¿tienen los monumentos dueños como para que puedan con ellos hacer lo que quieran? ¿Derribarlos incluso? ¿Deteriorarlos a su capricho? Por supuesto que no. La propiedad última de un monumento, de un edificio o de un elemento cualquiera que tenga una singularidad y hable por sí de la historia de un pueblo, de una comarca, de unas gentes, de un grupo humano que ha existido a lo largo de los siglos, nunca es exclusiva de una persona. Pertenece a la sociedad. Y es ella la que quiere hablar, protestar enérgicamente, en estas líneas, ante tan grave atentado como el que aquí se denuncia.

La Ley del Patrimonio Artístico Español defiende la existencia y el cuidado de sus monumentos con un renovado empeño. Una de las formas de ejercer esa defensa, fue en su día la elaboración de un Inventario de edificios y elementos arquitectónicos que concretamente en Guadalajara realicé yo mismo. En él se incluyó, como un monumento interesante a conservar, la picota de Torrecilla del Pinar. Cualquiera puede ir a comprobarlo en la documentación que al respecto se conserva en el Ministerio de Cultura, o incluso en la Delegación Provincial de la Consejería de Educación y Cultura. Allí figura una ficha a nombre de este monumento, en la que se describe con detalle, y se pide para ella algo que luego no se hizo, y algo que finalmente ha ocurrido: que se hiciera, de un lado, un estudio de conjunto de los rollos y picotas de la provincia de Guadalajara, y que se evitara en cualquier caso su derribo o destrucción ¿Porqué estaría puesta allí esa frase? Diez años después, la picota ha venido con estruendo al suelo. Y no por abandono o mala suerte, no. Por un acto de consciente voluntad.

Este no es tanto un canto de dolor por la desaparición de otro monumento en nuestra tierra. Es una protesta pública ante un atentado al patrimonio y una súplica a las autoridades competentes para que en lo posible deshagan el entuerto y trabajen por conseguir que esa picota vuelva a su sitio y recupere su figura. Claro que, de paso, y por simple coherencia con la tarea de responsabilidad que se les ha encomendado, esas mismas autoridades, incluida la Comisión Provincial del Patrimonio Histórico‑Artístico, deberán de extremar su celo ante la actuación que amenaza a otro importante y crucial monumento de la ciudad de Guadalajara: el palacio de los Guzmán, junto a Santa María, para el que se ha realizado (por fin, y después de muchos años de voluntario abandono y progresivo deterioro largas veces denunciado) un proyecto arquitectónico que pretende derribar todo el edificio, eliminar su fachada y respetar única y exclusivamente su portada (si es que puede llamarse respeto el incluirla dentro de una estructura moderna que nada tiene que ver con ella). Pero en fin, este es otro tema que no ocupará en próximas semanas.

En definitiva, nuestro patrimonio artístico, tan rico y sugerente, se ve amenazado por varios frentes. Esperemos que cuantos, cordialmente, o por obligación, están dispuestos a defenderlo, actúen en cada caso conforme a su conciencia.