Meditación en Torronteras

viernes, 2 noviembre 1990 0 Por Herrera Casado

 

Dónde esté la fuente de la sabiduría, que todos buscamos, es algo que quizás no lo sepamos nunca. Quizás lo mejor de todo sea eso: el viaje de búsqueda. Te acordarás que un día te lo dije: el sentido de la vida es simplemente buscarle el sentido. Se puede hacer en muchos sitios. En el claustro de un convento, en la oficina del directivo de empresa, o en la soledad rumorosa del campo alcarreño.

Ahí fue donde, hace poco, traté una vez más de buscárselo. Porque uno solamente se plantea el significado de las cosas cuando éstas se hacen turbias, dubitantes, algo borrosas. O cuando surgen tan marginales que chocan con la normalidad acostumbrada. El destino, el futuro de la tierra de Guadalajara (de lo que hoy se conoce como provincia de Guadalajara en la Región de Castilla la Mancha) sufre un sobresalto cada vez que el león madrileño cambia de postura. Se empeñaron hace años, algunos, en ponernos en una Comunidad Autónoma que no nos correspondía, y ahora todo son lamentaciones. Ese coro de protestas, de afirmaciones de personalidad, de inquieta firmeza ante los problemas, debieran haberse expresado antes. También es verdad que la política es el arte de los posibles… y lo que un día es cierto, un mes después es mentira.

El otro día me eché al monte de la Alcarria media. Por esos pinares altos que están en las cumbres de la villa de Pareja. Caminos de polvo, zumbidos de abejorros, un aire limpio que parece lomo de cuchillo nuevo, y el cantueso oloroso, la salvia y el espliego ya medio secos, dando al aire capones de olor, besos frescos. Andando se llega en un par de horas, primero cuesta arriba, y luego llaneando, hasta Torronteras, un pueblo que fué, y hoy es la sombra, el silencioso envés de la vida. Un grupo de casas semihundidas, un templo a medio reconstruir, un bloque roto de olmos heridos, con sus ramas poniendo rasgos de dolor al aire. Y en un caserón la voz atiplada y conmovedora de un hombre que allí se ha retirado a vivir con su familia, con sus amigos, con sus perros… un austriaco que lleva quince años, desde que Torronteras quedó desierto y abandonado de sus auténticas gentes, haciendo poco más que vivir y buscarle, como tantos otros, el sentido a la vida.

Lo tiene encontrado, al parecer, por el camino más grande, que es el de la ayuda a los demás con un trasfondo de sublimación religiosa. La vieja iglesia de Torronteras, que se quedó sin altares, sin velas ni campanas, incluso sin techo, ha sido reconstruida por este hombre valeroso. Su casa, y la fuente, y el camino. Hasta parece que él le puso al entorno las nubes, y los pájaros, y el horizonte de cerros y carrascas. En verano, vienen compatriotas suyos al viejo templo herido. Y cantan, piensan, hacen propósitos. Todo se queda en una vida interior, en una íntima vivencia. Luego otra vez las ciudades, los trabajos, las preocupaciones. Solo él se queda allí, con su mujer, su hija y sus amigos, sus pájaros y sus perros, sus setas y sus herramientas. Allí junto a la sombra del viejo caballero hidalgo que le puso (¡oh la fugacidad de la gloria blasonada!) un escudo de armas tallado sobre el dintel de la orgullosa casona, y que bastó que una simple rama de acacia juguetona durante algunos años bailara al viento y le rascara las formas al emblema, para que desapareciera el orgullo y las señas del linaje. También en la ermita, timbradas de celada, sumadas de lambrequines y rientes de lobos y cruces calatravas, puso el ignoto caballero sus armas retadoras. Nada quedó de ellas. Aquí fue la lluvia, los hielos del amanecer, la dorada calima del mediodía agosteño, las que borraron su memoria.

El austriaco de torronteras aún se maravilla de que, tras tanto abandono, tanta dimisión y tanta ruina, aún quedara en el suelo de la iglesia, ante el que fuera altar mayor, una lápida sepulcral que en misteriosos caracteres decía estar debajo de ella un hombre, que tuvo latiente corazón, esperanzas de vida eterna, y probablemente dolores de tripa. Dice así la lápida: Aquí yace el licenciado Francisco García del Olmo, Comisario del Santo Oficio y cura desta iglesia y de su anejo beneficiado descamilla. Murió año de 1678. Dejó tallado el cantero, que probablemente conoció en vida al buen señor, un par de llaves cruzadas, símbolo del curato que San Pedro fundara junto al Tiberiades, más una espada y una palma. Los emblemas de la Inquisición, institución de siniestra memoria a la que este sujeto, este anodino Francisco García representó en la selva pinariega de torronteras. El austriaco, cuando le expliqué el significado, simple y llano, de lo que estaba escrito (con numerosas abreviaturas casi irreconocibles) en esa piedra, se quedó pensativo. Era una historia demasiado maravillosa y demasiado cercana para que la recibiera sin cuidado.

No cabe iniciar un período de cavilaciones en torno al tema. Hay una serie de datos objetivos, y todo un abanico de posibles meditaciones. Yo tuve la mía. Inefable. La situación, sin embargo, está servida: la tierra, nuestra tierra, el corazón del territorio en que hemos nacido, hemos vivido y posiblemente moriremos, está ahí, vacío y abandonado. Su historia, el rastro casi imperceptible, borroso y lejano, de quienes allí vivieron, es hoy ya sólo un rasgo, un trazo en la piedra. Alguien de lejos, casi un extraterrestre, vino allí a poblar, también a meditar, a poner un nuevo amor sobre las lomas olorosas de tomillo. ¿Qué nos da derecho a hablar de historia, a vaticinar porvenires? Nuestra condición de hombres libres se ve amenazada por la impresionante bola (que es de fuego y de gélidas profundidades astrales) del azar, que se nos viene encima y amenaza con plancharnos ¿O es que, ciertamente, somos capaces de cambiarla el rumbo?

Por un momento me hice ilusiones de darle un tajo, con mi espada de sangre, al oscuro madejón del destino. Abrir en canal la roca de la alcarria con la metálica fusta de Lancelot. Pero me abandoné, simplemente, a la añoranza. Humano, demasiado humano. Allí sentado, junto a los árboles secos del atrio de aquel templo. La mañana de otoño seguía abierta a la vida. Yo me quedaba pensando. Lo titulé así: Meditación en Torronteras.