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septiembre, 1990:

Campisábalos, el románico con pedigrí

 

Para no abandonar del todo la paramera de Sierra Pela, y volver al recuerdo de los lugares que se saben nuestra biografía, paramos un rato en Campisábalos y miramos, anotamos y aplaudimos su iglesia parroquial, otra de las cimas del arte románico guadalajareño, un edificio múltiple y bien nutrido de elementos que, por estructura y ornamentos, le permiten presentar el mejor pedigrí de cuantos conocemos: la influencia en sus capiteles del monasterio de Silos es evidente, y ahora veremos por qué.

La iglesia parroquial de Campisábalos es románica, de tipo rural, del siglo XIII. Participaron en su construcción diversos artistas de filiación mudéjar, dando un resultado muy similar a la iglesia de Villacadima, y en gran modo parecida a la de Albendiego, abarcando su influencia, según nos dan a entender los restos encontrados, hasta Cantalojas y Galve.

La estructura de la parroquia de Campisábalos se conserva bastante completa desde su primitiva construcción en el siglo XIII. Tan sólo la torre es un añadido posterior, que precisó derribar la  parte oriental del atrio meridional. El resto nos muestra un edificio compacto, orientado y alargado de poniente a levante, con ábside semicircular en este extremo, ingreso al sur, incluido en el atrio, y capilla añadida (la de San Galindo) sobre el muro sur del templo.

El exterior del ábside, semicircular, muestra adosadas cuatro columnas que rematan bajo el alero con capiteles de tipo clásico. Una bella serie de canecillos muestra temas curiosos, figuras, incluso escenas, como la caza del conejo con palos. En el tramo central se abre una estrecha ventana aspillerada, que se cubre con dos arquivoltas o cenefas de bella decoración foliácea, apoyando sobre corrida imposta de entrelazo que se extiende a todo el ábside. Un par de capiteles (uno de tipo corintio y otro de entrelazo) coronan las columnillas que escoltan este bellísimo ejemplo de ventana absidal románica. Bajo ella, y también extendiéndose a todo lo ancho del ábside, aparece otra imposta con decoración de «ochos» sin fin, y que se puede observar también en la decoración de otra lejana iglesia románica alcarreña (la de Valdeavellano).

Bajo el alero del muro norte se ven también varios canecillos con carátulas y otros temas curiosos.

El atrio consta de cuatro columnas cilíndricas que apoyan sobre sencillas basas, y éstas sobre un pasamanos de piedra entre las que se ven, muy desgastadas, varias estelas funerarias medievales, procedentes del cementerio que sin duda existió delante de esta iglesia. Rematan las columnas en desgastados capiteles y culminan en liso arquitrabe. En este atrio se abre la puerta de ingreso al templo. Se incluye en el muro, escoltada por dos altas columnas con sus correspondientes capitelillos, a la altura de una cornisa moldurada sostenida por varios modillones que alternan con talladas metopas. La puerta tiene cuatro arquivoltas, con decoración muy movida, dentro del tema vegetal, en la más externa, bordeada incluso con cenefa de entrelazo; la sigue otra arquivolta con incisiones que dejan ver baquetón interno; y otras dos más con alternancia de baquetones lisos y cenefas decoradas. Apoyan todas ellas sobre imposta decorada y tallada, y ésta a su vez sobre sencillos capiteles, cuatro en cada lado, con sus respectivas columnas. El dintel arqueado presenta, como es común en este grupo de portada románico‑ mudéjar, dovelaje dentellonado con rosetas talladas, apoyado en imposta y jambas que son más pronunciadas en su parte superior, confiriendo al conjunto un cierto aire de arco en herradura.

El templo al interior es de una sola nave, con ábside semicircular cubierto de cúpula de cuarto de esfera, arco triunfal y pequeña entrada primitiva, también con arco románico, a la sacristía. Se ve una buena pila bautismal de la misma época bajo el coro.

Añadida en la misma época sobre el costado meridional del templo se ve la llamada Capilla del caballero San Galindo, que al exterior presenta una portada del estilo, mas un paramento cubierto con tallas alusivas a los doce meses del año, una ventana y un muro recto que sirve de ábside. Este muro da al atrio de la iglesia, y en él se ve un rosetoncillo de calada tracería en piedra con decoración geométrica muy bella. La portada es similar a la de la iglesia y a la de la parroquia de Villacadima: cuerpo saliente de bien tallado sillar, con alero de piedra sostenido por ocho canecillos de temas iconográficos zoomórficos y antropomórficos, y en el muro inclusa la portada abocinada con cuatro arquivoltas en degradación, la más externa con decoración de roleos vegetales; le siguen otras dos lisas, baquetonadas, y la interior con línea zigzagueante. Apoyan en imposta corrida, sobre tres capiteles vegetales a cada lado, cada uno sobre su correspondiente columna. El dintel semicircular se constituye con dovelas talladas de rosetas, que forman bello arco dentellonado que se apoya en jambas estriadas con prominencia hacia el vano en su parte superior, dando a toda la estructura un cierto carácter oriental o de arco en herradura. Esta decoración, similar en todo a la portada de Villacadima que veíamos la semana pasada, es a su vez muy parecida en algunos temas de las portadas occidentales románicas de la catedral de Sigüenza, fechadas sin duda en los primeros años del siglo XIII.

Sobre el muro meridional de esta capilla de San Galindo, aparecen tallados y ya muy desgastados diversos relieves que representan las tareas agrícolas y ganaderas propias de la zona, y correspondientes a los doce meses del año. Son, en todo caso, mucho más imperfectas en talla y composición que las que aparecen en la arquivolta interna de la parroquia de Beleña, pero representan las mismas escenas que en ésta, y en el mismo orden. Aquí, en Campisábalos, se añade al fin de la serie una escena de caza (un hombre clavando su lanza a un jabalí, que es atacado al mismo tiempo por tres perros, uno de ellos mordiéndole sobre el lomo: es escena copiada de un capitel de la galería porticada del cercano lugar soriano de Tiermes), y una escena caballeresca en la que dos guerreros medievales justan con sus lanzas, a caballo. Bajo este friso escultórico aparece una ventanilla similar a la del ábside. El interior de esta capilla del caballero San Galindo forma un perfecto espacio religioso románico: consta de una sola nave, de unos seis metros de largo por tres de ancho, y al fondo de ella el pequeño presbiterio, cubierto, lo mismo que la nave, de bóveda de cañón, pero más baja, y rematado por un semicírculo mínimo cubierto por su correspondiente cúpula de cuarto de esfera. Varias columnas adosadas a los muros rematan en capiteles foliados sobre los que cargan arcos fajones. El arco toral que da paso al presbiterio de esta capilla descansa sobre columnas cortas, pareadas, robustas, que sostienen sendos capiteles: el de la derecha ofrece decoración de palmas, y el de la izquierda muestra un bello conjunto iconográfico de clara filiación silense, presentando en su cara ancha dos animales fantásticos sobre los que cabalgan aves de encapuchada cubierta, y sobre las caras estrechas un par de centauros disparando sus flechas sobre las aves centrales. Este capitel, quizás de los mejores de todo el románico de Guadalajara, se conserva en perfectas condiciones por haber permanecido desde su tallado encerrado en el interior de la ermita. Todavía a la salida de Campisábalos, en dirección hacia Atienza, se ven las vallas del actual cementerio. Y en ellas, su puerta de entrada constituida por un aislado portón de sillar labrado, con arco moldurado muy sencillo y borrosos capiteles, que sin duda perteneció a antiquísima ermita románica, también del siglo XIII, de la que sólo queda esta mínima huella.

Otra etapa cumplida, esta de Campisábalos, en nuestro peregrinar por el románico alcarreño, serrano y molinés, del que intentamos ofrendar la memoria a quien de ella necesita. Es una memoria devota y fiel, a pesar del silencio y las apariencias.

Villacadima: el románico recobrado

 

El paradigma del abandono de los monumentos románicos de Guadalajara había sido durante mucho tiempo la iglesia parroquial de Villacadima. Se encuentra este pueblo en los confines de nuestra provincia con la de Segovia, allá en las alturas gélidas de la sierra de Pela, abandonado de todos sus habitantes desde hace muchos años, por lo que hace ya diez, una tarde de primavera en que lo visitamos juntos, parecía un fantasma orondo con ecos de pasos en cada esquina y brillos de sol por los derruidos muros. Hoy es Villacadima el paradigma de la restauración del románico, de la acertada revisión y cuidado de los monumentos a medio caer, y gracias a la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, se está llevando a buen término la total rehabilitación y reconstrucción del monumento, que dirigido por el arquitecto Tomás Nieto va a adquirir enseguida el aspecto pulcro y acicalado que vemos en el dibujo adjunto. Hace pocos meses todavía tenía la otra estampa, de hundimiento y desolación por tejados y muros.

El románico de Villacadima, al que le cuadra mejor que a ningún otro el calificativo de «recuperado», es uno de los más espléndidos ejemplos de la arquitectura religiosa medieval en la provincia de Guadalajara. Capitanea (con un cetro compartido con Campisábalos, Albendiego y Grado del Pico) el románico de Sierra Pela, un grupo de construcciones que ofrecen en su estructura, en su ornamentación y en un cierto aire de familia los caracteres genuinos de una arquitectura única, plenamente románica, pero con claras influencias mudéjares.

La iglesia parroquial de Villacadima se rodea por el sur con un amplio prado delimitado de barbacana de piedra, y un ingreso a poniente que consta de arco semicircular entre jambas y rematado en cruz. Otro ingreso similar tenía a levante, hundido hace años.

Sobre el muro de poniente de la iglesia se alza la espadaña, obra reformada en el siglo XVI, así como la torre, aunque se interpreta fácilmente por sus cegados arcos la existencia de otra espadaña, más humilde, pero primitiva del XII. El ábside es también obra del XVI, lo mismo que el ensanche que sufrió la iglesia haciéndose de tres naves. Lo más antiguo e interesante es la portada, que debemos fechar en la primera mitad del siglo XIII.  Consta de varias arquivoltas semicirculares en degradación, incluidas en un cuerpo sobresaliente del muro meridional del templo. Existen en total cuatro arquivoltas; la más externa muestra una exquisita decoración de tipo vegetal, en la que tallos y hojas se combinan para formar un «continuum» decorativo de gran efecto, de muy similar estructura a la de algunas arquivoltas de las portadas de la catedral de Sigüenza y de las iglesias de Santiago y San Vicente de la Ciudad Mitrada. Este detalle, claramente apreciable a nada que se compare este templo con los citados de la capital de la diócesis, nos obliga a pensar en la existencia de un modelo aquí copiado, y por lo tanto la datación de Villacadima es fácil, y se coloca hacia el año 1220.

Las dos siguientes arquivoltas son lisas, baquetonada la primera, de doble filo la segunda, y aún la tercera se ofrece decorada limpiamente con un motivo geométrico muy simple, consistentes en unas líneas paralelas formando ángulo sobre cada una de las dovelas. Todas ellas cargan sobre una imposta de decoración también geométrica, que a su vez apoyan sobre tres columnas a cada lado, cada una coronada con su respectivo capitel de sencilla ornamentación vegetal. El interior de este gran arco de ingreso a la parroquia de Villacadima lo forma el semicircular dintel, realizado a base de curiosas dovelas con dentellones, cada una albergando un tallado adorno vegetal, circular y radiado. Carga este dintel sobre sendas jambas estriadas que dan paso a la puerta, y en su remate superior se prolongan hacia el vano, de modo que confieren al conjunto de la portada un cierto aire de arco en herradura. El alero que cobija a la puerta se sostiene por variados canecillos tallados en los que aparecen curiosos temas.

El conjunto de esta puerta, que guarda un gran parecido con las dos portadas de la iglesia de Campisábalos, y es obra del mismo grupo de artistas, denota la actividad de una escuela románica de filiación mudéjar, pero que utiliza modelos de mayor prestigio, concretamente los de pura raigambre seguntina, a su vez heredados de elementos languedocianos y borgoñones. Todo lo cual nos obliga a datarla en la primera mitad del siglo XIII.

De cualquier modo, para quien piensa que estas piezas del patrimonio artístico de nuestra tierra son elementos de interés inigualable, y para quien simplemente busca un motivo que le incite al viaje de fin de semana, este templo de Villacadima, ahora felizmente recobrado tras su restauración, es una genial maravilla que bien merece ser conocida, apreciada y aplaudida. Para ti, por fin, que buscas el dato y la cifra y quieres leer lo escrito en el aire, va este recuerdo de antes del diluvio: antes del latido existía Villacadima, y después, restaurada, se llenó de sangre.

El Val de Atienza: el románico alegre

 

Seguimos nuestro recorrido por el románico de nuestra tierra, tan numeroso y vario. Y nos llegamos hasta una de sus capitales, la enriscada Atienza, la villa real que en plena Edad Media llegó a contar con una población de siete mil habitantes y un número superior de la docena de iglesias, todas ellas románicas, por supuesto. Aún hoy queda de tan densa madeja de historias una buena muestra en sus murallas, en sus callejas y palacios, en sus templos románicos. Y de uno de ellos, concretamente de la iglesia de Santa María del Val, hablaremos hoy, por ofrecerla como meta de peregrinación de curiosos y añorantes, y por darla analizada y definida a quien precise tener su referencia exacta.

Aunque hoy es conocido este templo (en guías y domésticas conversaciones) como «ermita del Val», en su origen fue templo parroquial dedicado a Santa María, acogiendo ese apellido por estar situada en un profundo hondón, al norte de la villa, fuera ya de las murallas atencinas. Pero en su derredor tuvo un barrio y durante siglos fue centro devocional de una nutrida colonia de gentes serranas. La iglesia, por tanto, hay que verla como construida para ser centro de un poblado, y por ello su estructura y su ornamentación tienen, como todos los edificios religiosos medievales, un simbolismo que, arcano a nuestros ojos, cumplía su misión aleccionadora en la época de su construcción.

Fue ésta el siglo XII en su comedio. Edificada de primera intención en su conjunto, recibió modificaciones en los siglos modernos, ampliando el presbiterio y ábside, que elevó sus muros y se reforzó con contrafuertes adosados, perdiendo así la originaria uniformidad pero ganando amplitud. La planta es rectangular prolongada de Este a Oeste, con aspecto cruciforme, ensanchada la nave única a la altura del crucero. En su origen tuvo una torre a los pies, junto a la fachada, que desapareció y fué sustituida por una pequeña espadaña. Aunque estructura y muros en su mayor parte son originales, el único elemento que revela su estilo y época es la portada, que puede figurar, por sí sola y con toda justicia, entre lo más destacado del arte románico guadalajareño.

Se trata esta portada de una estructura encuadrada dentro de un muro levemente saliente puesto sobre la fachada meridional del edificio. Se forma por un vano enmarcado de cuatro arquivoltas semicirculares en degradación, con la más exterior en forma de chambrana decorada con medias bolas. Las arquivoltas externa e interna, de arista viva, descansan a través de corrida imposta decorada con roleos vegetales, en sendas jambas que también son de arista viva. La arquivolta central apoya sobre capiteles y columnillas adosadas. Estos capiteles presentan una decoración muy desgastada, de tipo vegetal.

La arquivolta central de la atencina iglesia del Val ofrece el modelo más llamativo y original del románico de la villa. Su curioso detalle iconográfico lo constituye la secuencia, tallados sobre un baquetón saliente, casi exento, de diez figuras talladas, enrolladas y contorsionadas al máximo de unos personajes vestidos al modo medieval, que tocan con sus pies la respectiva cabeza, y que se agarran al baquetón con sus propias manos. Semejan figuras de contorsionistas, que en tres ejemplos se tocan la cabeza con un bonete de estilo morisco, pero que en los otros siete ofrecen el pelo suelto, partido en raya central.

El tema de los contorsionistas en la decoración de los templos románicos, bastante frecuente en el románico francés, es muy escaso en el español. Un motivo parecido lo hemos visto en algunas iglesias del norte de la provincia de Segovia (concretamente en la de Nuestra Señora de la Peña de Sepúlveda, y en la de Fuentidueña). El sentido simbólico que se le ha dado es bastante claro: en la Edad Media existía un grupo social de saltimbanquis, acróbatas y contorsionistas que iban de pueblo en pueblo ofreciendo su espectáculo semicircense. Se acompañaban de personajes marginales, prostitutas y cantantes. Por parte de la oficialidad jerárquica religiosa, en una sociedad netamente teocéntrica como era la Medieval occidental, estaban muy mal vistos, pues se supone que distraían a los fieles de sus obligaciones cristianas, y les entretenían en sus ejercicios de piedad a lo largo de las rutas de peregrinación. Es más, formaban todos ellos en el grupo de las sectas o sociedades secretas que llamaban los goliardos y que formaban la «Corte de los Milagros».

Elementos, por tanto, identificables con el diablo, con las fuerzas del mal, en cualquier caso no eran admitidos al interior del templo, y ellos mismos voluntariamente quedaban a las puertas de las iglesias.

La interpretación, a veces tan ingenua y siempre directa, de los diseñadores de portadas eclesiales románicas, los escogía para ponerlos en las puertas y decir a los fieles que seres de ese tipo se quedaban siempre fuera, eran repudiados. Hay un interesante texto de San Bernardo en que los cita, indirectamente, pues habla de los pecadores que, a causa de sus faltas, viven en el país de la incongruencia, donde no son felices y permanecen, errando, dando vueltas sobre sí mismos, sin esperanza, en el circuito del impío. Un grupo, verdaderamente, interesante y hermoso este de los diez contorsionistas del Val de Atienza, que, por si fuera poco, recuerdan con sus vestidos y peinados a los mudéjares que todavía mediado el siglo XII quedaban en abundancia por estas serranías atencinas.

Un ejemplo más de acróbatas en el románico de Guadalajara lo encontramos en la trompa oriental del crucero de la catedral de Sigüenza, donde además aparecen en conjunción con algunas figuras desnudas, y mujeres de vida alegre. En una próxima semana trataremos ese interesante elemento iconográfico.

La portada del Val de Atienza aún se completa con otras figuras, como son la pareja de animales que hacen guardia en las jambas laterales y que, a pesar de su multisecular desgaste, nos recuerdan unos fuertes cuadrúpedos, que bien podrían ser el toro y el león de San Lucas y San Marcos, respectivamente, como elementos del Tetramorfos que posiblemente escoltaría al completo esta portada. Aún queda, en su parte superior, sobre la clave del arco, una sencilla y atrayente imagen de la Huida a Egipto, con la Virgen y el Niño a lomos de un asno en desproporcionada relación espacial.

En cualquier caso, una muy interesante iglesia y su correspondiente portada, esta del Val de Atienza, que merece ser tenida en cuenta por quien esté elaborando, a golpe de viaje y de búsqueda bibliotecaria, el catálogo que el románico de Guadalajara necesita todavía. Esta página quiere ser, como tantas otras, una ayuda limpia y desinteresada para ella.

Un viejo instituto para una nueva Guadalajara

 

En estas jornadas de fiesta y alegría, de olvido de las trascendencias y aplicación al cántico, conviene traer a la memoria aquéllas empresas que, ajenas a la coyunturalidad de los tiempos, le dan a la comunidad ciudadana su personalidad y su carácter más íntimos. No son malos estos días, pues, para entre peñas y tracas, toros y galas, recordar de nuevo ese «viejo Instituto» que fue el Brianda de Mendoza, y ahora se llama «Liceo Caracense», renacido como un Ave Fénix de sus cenizas, y brillante otra vez, sonoro otra vez, cuajado de juveniles risas, diáfano en sus perspectivas monumentales, gracias a una meticulosa y afortunada restauración llevada a cabo en estos últimos años.

El tema de las aulas, del patio de la palmera, de los capiteles de «renacimiento alcarreño», de monjas y galanes, se ha puesto aún más de moda la haber salido un libro que trata de este edificio, en sus parcelas histórica y artística, y que con el título que originariamente tuvo el edificio, el de «Palacio de Antonio de Mendoza» viene a reavivar la memoria y acrecentar los quereres.

En estos días seguro que muchos sacarán un rato, aprovechando vacación y buen tiempo, para revivir por uno momento antiguas angustias (las pruebas de reválida, el furor de Silván) y antiguos amores (dos nombres y un corazón en cualquier pupitre, una mirada fugaz en la puerta y por la tarde). Para revolver dentro de las paredes craneales los nombres, las voces y los jerséis de aquellos compañeros tan lejanos. Y para volver a ver, mejorado y limpio, el gran patio de las columnas blancas y los capiteles con delfines, la escalera de artesonado dorado y las portadas de Covarrubias y Vázquez que parecían un decorado teatral y hoy resulta que son de lo mejor del arte europeo.

Guadalajara en fiestas es un buen lugar para recordar ese «viejo instituto en la nueva ciudad». La isla de la añoranza, el jardín del silencio y la forma equilibrada, dentro del olor a churros y pólvora. Un momento solo, y el pasado te gana. Después será el futuro, y al fin la alegría de saber que otros mejores, más jóvenes, más altos y más listos, seguirán tus pasos por ese edificio de madera y piedra serrana.

Ya está, pues, abierto de nuevo el «antiguo Instituto». Ya está dispuesta la memoria de sus mejores días. De aquellos de la fundación, cuando hacia 1500 don Antonio de Mendoza, caballero galante y guerrero de la de Granada, hermano del segundo duque del Infantado, pidió al arquitecto de los Mendoza, el segoviano Lorenzo Vázquez, que levantara sus casas mayores en el más puro estilo «moderno», italiano, pulcro de medidas y escaso de adornos. Así surgió, en el transcurso de unos 6 ú 8 años, este edificio que resultaba ser, (al menos lo es ahora, cuando tantas guerras y tantas piquetas han rastrillado el suelo de España), uno de los primeros y más hermosos ejemplares de palacio civil renacentista. La portada del edificio, mutilada a principios de este siglo por el arquitecto Velázquez Bosco, y el patio central, de equilibrados cánones y serena apariencia, son únicos y magníficos.

Años después, hacia 1524, su sobrina, doña Brianda de Mendoza, fundó en su seno un Colegio de Doncellas Nobles y un Beaterio de alcurniadas damas. Años adelante pasaría a convertirse en Convento de monjas franciscanas. Pero en su inicio pidió un templo, que fue trazado y construido, de sus propias manos incluso tallados algunos detalles, por Alonso de Covarrubias, el mejor arquitecto y decorador del momento. La portada de la iglesia es otra de las sublimes obras del arte que se ha llamado plateresco y que hoy mas prudentemente se califica de «renacentista hispano» en su ámbito toledano, con decoración plateresca.

El resto es más o menos conocido de todos. La Desamortización de Mendizábal vació de monjas y obras de arte el interior del edificio, que fue pasando, a lo largo del siglo XIX, progresivamente por las funciones de Cárcel provincial, Diputación Provincial, Museo de Bellas Artes, Instituto de Enseñanza Media, y alguna otra. Finalmente, desde los inicios de este siglo, solo como Instituto funcionó. Y en él, otra vez lo recuerdo, muchos de los alcarreños que vivimos, y aun otros cuantos que ya murieron, pasaron por sus aulas recibiendo saberes, entretenimientos, filosofías y latines… con el variopinto resultado que está a la vista.

Si en este número especial de NUEVA ALCARRIA hemos querido dejar que corra la alegría, que inunde las manos y el pecho de quien lo lea, esta noticia y esta constancia de que el «viejo Instituto» del Brianda está ya repoblado y en marcha se suma a la evidencia cada día más firme de que lo hace en una «nueva Guadalajara» que desde la riqueza de sus industrias y múltiples quehaceres le pondrá la luz, la fuerza y seguro que el respeto que se merece.

Para todos los que vivimos allí algún tiempo, y de un modo u otro le recordamos cada día, este acontecimiento no deja de ser una verdadera epifanía. Una manifestación solemne y alegre de vida.