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febrero, 1990:

Pozancos, el románico silencioso

 

Aquí seguimos nuestro paseo por lo templos románicos de Guadalajara. En la aventura iniciada por los estamentos culturales de la Administración Regional, con vistas a su estudio sistemático y su restauración cuidadosa, queremos colaborar con nuestra andadura por estas pequeñas iglesias, por los más apartados rincones de la geografía alcarreña, serrana o molinesa donde aún palpitan, con un rumor de salmodia medieval, estos antiguos e íntimos edificios que nos hablan de los siglos lejanos en los que esta tierra bullía de vida.

Y nuestra andadura alcanza hoy (hoy es de nuevo ayer, hacía sol, había helado, y tu sonrisa alimentaba la esperanza) el pueblecillo mínimo de Pozancos, que se encuentra aterido, silencioso, apartado de todas las rutas,  en la ladera norte del valle del río Valleras, estrecho y doméstico, hablándonos de su historia, que no tiene más que media página en la que se lee que fué aldea del señorío del Infantado hasta que adquirió el grado de villazgo, pasando luego al señorío del Cabildo catedralicio de Sigüenza, que ponía por señor a alguno de sus prebendados. Así, al final del siglo XV, lo era don Martín Fernández, canónigo de Sigüenza, arcipreste de Hita, cura de Las Inviernas y señor de Pozancos.

Prácticamente lo único de interesante que ofrece esta villa serrana, situada a 6 kilómetros tan sólo de Sigüenza, es la iglesia parroquial, interesante ejemplar de arquitectura románica, erigida en los años mediados del siglo XIII. Frente a ella, pendientes de su brillo y del nuestro, nos detendremos un momento para estudiarla.

Se trata de un templo sencillo, tan esquemático que parece estar hecho para servir de plantilla a otros mejores y suntuosos. De sillarejo los muros, solo aparecen sillares bien tallados en las esquinas o en la portada. Su interior es de una sola nave, dividida en cuatro tramos por sendos arcos fajones de medio punto, en sillar, que sostienen bóveda de escayola, que vino a sustituir a la primitiva de madera. De los tres arcos del templo destaca el triunfal que sirve de acceso al presbiterio, también semicircular, hoy cubierto de yeso, que apoya sobre sendos capiteles de tradición románica, en los que aparece tallado el jarrón de azucenas, símbolo del Cabildo seguntino. En su interior solamente destaca un altar de estructura renacentista albergando repintados lienzos y una estimable talla de la Virgen, de la misma época. También es de anotar la pila bautismal románica, decorada en su copa con pares de columnas rematadas en molduras, y unidas por arcos.

Adjunto presentamos un plano del templo, en el que aún se ve cómo la nave remata a oriente con un espacio algo más elevado y de planta semicircular, correspondiente al presbiterio o ábside. Este ábside está construido de mampostería con sillar en las esquinas y modillones y friso de lo mismo. Una ventana central, cegada, de arco semicircular, completa toda su decoración. Sobre el muro de poniente, a los pies del templo, se levanta una espadaña sencilla y de corte barroco.

Sobre el muro sur del tercer tramo de la nave, se abrió y construyó en el siglo XV una capilla gótica, muy bella y que alberga (o albergó siglos pasados, pues hoy está a medias el conjunto) el magno enterramiento del canónigo seguntino don Martín Fernández. Por ser tema ajeno a nuestro propósito, lo olvidamos hoy.

Y nos centramos en la portada. Serena y espléndida. Con la turgencia y la luz justas que tienen las cosas vistas en una perspectiva de felicidad completa. Ocupa el flanco meridional del templo en su segundo tramo, y ofrece un gran arco semicircular, decorado con cuatro arquivoltas, tres de las cuales apoyan sobre columnas, y una, la exterior, sobre la línea de impostas. Las arquivoltas son lisas, y los capiteles poseen una esquemática decoración vegetal que recuerda mucho a otros ejemplares en la catedral e iglesias de Sigüenza. De encarnadura suave, ofrecen sin embargo la riqueza de lo hecho con amor y paciencia. La imposta que corre sobre los capiteles presenta complicados roleos vegetales, con los que alternan desgastadas cabezas de jóvenes. Esta portada de Pozancos es, indudablemente, una copia o interpretación de las grandes portaladas románicas seguntinas. Y si estas están ya fechadas en la primera mitad del siglo XIII, no cabe duda que este portal de Pozancos es algo posterior, de mediados de esa centuria. La gracia de los capiteles, de canon muy alto, de suaves incisuras que forman el esqueleto de una repetida flor, es heredada de los que escoltan las portadas de Santiago y San Vicente en la Ciudad Mitrada. De su tendencia al arabesco, al ataurique morisco, es reminiscencia la imposta que corre sobre ellos, que tiene un claro antecedente en las arquivoltas de las referidas iglesias seguntinas. En cualquier caso, todo ello es producto de una escuela local, comarcal, de tallistas románicos en los que alentaba un signo mudéjar indudable.

Por lo demás, el templo de Pozancos es sencillo y elegante, ofreciendo hoy, de su antigua estructura medieval, los restos de su planta, de su portada meridional y su ábside orientado. El resto es reconstrucción, reforma o añadido. En cualquier caso, una ficha más que añadir al Catálogo de templos románicos de Guadalajara. Tan ancho, tan variado, tan inacabable y tan cierto como el espíritu del día en que lo vimos y lo aprendimos con los ojos nuevos de la sabiduría auténtica.

León Felipe en Almonacid de Zorita

 

Uno de los grandes poetas españoles, y aun universales, del siglo XX, ha sido León Felipe. Nacido en el pueblecito de Tábara, en la provincia de Zamora, solamente usó sus nombres de pila, aunque su nombre y apellidos completos eran León‑Felipe Camino Galicia de la Rosa. Nació en el referido lugar castellano en 1884, y murió en México, exiliado, en 1968. No es este el lugar para hacer un análisis de la obra literaria, que fundamentalmente fué poética y teatral, de León Felipe Camino. Si viene hoy a este rincón del «Glosario Provincial de Guadalajara» es por el hecho de que su inicio a la literatura y más concretamente a la poesía, razón última y definitiva de su vida, lo tuvo en Almonacid. Había estudiado en su juventud la carrera de Farmacia, y tras algunas estancias breves por ciudades castellanas, junto a su padre, que era notario, en el verano de 1919 llegó a nuestra comarca, a Almonacid de Zorita, donde permaneció un año llevando la botica del pueblo.

La impresión que para el resto de su vida llevó León Felipe de Almonacid fue imperecedera y algo mágica. Siempre recordó que fue allí donde construyó su primer verso, aquel tan simple y tan hondo que decía

Nadie fue ayer

ni va hoy

ni irá mañana hacia Dios

por este camino

que yo voy.

Para cada hombre guarda

un rayo nuevo de luz el sol

y un camino virgen

Dios.

y que a él mismo le hizo comentar «esta fue la primera piedra que yo encontré (el primer verso que escribí) en un pueblo de la Alcarria al que quiero dedicarle aquí, ahora ya viejo, y tan lejos de España, mi último recuerdo… los escribí junto a una ventana, en una mesa de pino y sobre una silla de paja…»

En lo que el luchador poeta calificó de «aquel oscuro bautizo de la Alcarria» actuó de regente de la farmacia local, sin apenas trabajo y con todo el tiempo del mundo para dedicarlo a pensar y escribir. Le cuidaba una señora viuda y encontró «amistades en gentes sencillas y hasta algún espíritu compasivo, como el médico de una aldea vecina que venía a Almonacid expresamente a hablar conmigo».

Como dice uno de sus máximos estudiosos, Miguel Nieto Nuño, «en un pueblo de la Alcarria encontró León Felipe la lección y el reposo de la poesía que luego echó a los caminos del mundo con un ardor infatigable».

Durante un año vivió el poeta en un caserón de la calle mayor de Almonacid, en la paz casi idílica de un pueblo sencillo, luminoso y amable. Insiste Nieto Nuño en que «Almonacid de Zorita está en el núcleo de la voz de León Felipe». Allí, en un silencio permanente, comenzó su voz a sonar y a rodar sobre los papeles. De aquel núcleo inicial saldrían los «Versos y Oraciones del Caminante» que en 1920 se imprimirían (primera edición del primer libro) en Madrid. Años después, el poeta recordaría de nuevo aquellos momentos. Su voz es la más auténtica para explicar lo que significó su estancia entre nosotros: «… un pueblo claro y hospitalario. Las gentes generosas y amables… ¡Y tenía un sol! Ese sol de España que no he vuelto a encontrar en ninguna parte del mundo y que ya no veré nunca. Me hospedaron unas gentes muy buenas, con quienes yo no me porté muy bien. Y ahora quiero dejarles aquí, a ellas y a aquel pueblo de Almonacid de Zorita… a toda España, este mi último poema. La última piedra de mi zurrón de viejo pastor trashumante». Tras aquel año de paz el poeta marchó a Guinea, a viajar por el mundo, a América en fin. Como mexicano universal también se le ha tenido, pues toda su vida quedó, tras el paréntesis de la Guerra Civil en el que anduvo de nuevo por estos lares, a escribir y testificar de lo humano en tierra mexicana.

El recuerdo de León Felipe en Almonacid debe acabar con este verso maravilloso, sencillo y profundo, que el poeta dedicó al pueblo alcarreño donde tan inolvidables horas pasaría, donde nació su pasión por la palabra. Es, quizás, la más bella página que se ha escrito nunca sobre este lugar de nuestra provincia:

 Sin embargo…

en esta tierra de España

y en un pueblo de la Alcarria

hay una casa

en la que estoy de posada

y donde tengo, prestadas,

una mesa de pino y una silla de paja.

Un libro tengo también. Y todo mi ajuar se halla

en una sala

muy amplia

y muy blanca

que está en la parte más baja

y más fresca de la casa.

Tiene una luz muy clara

esta sala

tan amplia

y tan blanca…

Una luz muy clara

que entra por una ventana

que da a una calle muy ancha.

Y a la luz de esta ventana

vengo todas las mañanas.

Aquí me siento sobre mi silla de paja

y venzo las horas largas

leyendo en mi libro y viendo cómo pasa

la gente al través de la ventana.

Cosas de poca importancia

parecen un libro y el cristal de una ventana

en un pueblo de la Alcarria,

y, sin embargo, le basta

para sentir todo el ritmo de la vida a mi alma.

Que todo el ritmo del mundo por estos cristales pasa

cuando pasan

ese pastor que va detrás de las cabras

con una enorme cayada,

esa mujer agobiada

con una carga

de leña en la espalda,

esos mendigos que vienen arrastrando sus miserias de Pastrana,

y esa niña que va a la escuela de tan mala gana.

El románico mudéjar; Aldeanueva de Guadalajara

 

Siguiendo nuestro repaso al estilo románico en la provincia de Guadalajara, viajamos hoy hasta Aldeanueva de Guadalajara. Lo de hoy es un decir. Nuestro viaje fué hace ya tiempo, en días mejores de sol y de esperanzas. Tenía el campo, porque llegaba la primavera, un tono de luz que ya no tendrá nunca. Y el paisaje de abiertos campos, de lejanías claras, estaba inmerso dentro de otro mundo más ancho aún, el de cierta sonrisa inalcanzable.

Merece el viaje, que además es corto, hasta Aldeanueva de Guadalajara. Allí encontramos un reducido caserío y en su parte más alta, asomada al barranco del naciente Matayeguas, la iglesia parroquial, que se va restaurando paulatinamente, y que ahora nos muestra su espléndida belleza arquitectónica y medieval.

Podría incluirse esta iglesia de Aldeanueva en el grupo de lo que se ha dado en llamar estilo «románico‑mudéjar». Y ello porque si por la época de construcción y las características de planta y alzado, es una construcción típicamente románica, por los matices ornamentales y de presentación, así como por los materiales de construcción y disposición de los mismos, es un edificio que puede catalogarse como mudéjar.

La época de construcción es muy posiblemente los años finales del siglo XIII o comienzos del XIV. Esta datación tardía es muy posible, dado el desplazamiento de fechas que en la actualidad estamos concediendo a los edificios románicos de nuestra tierra, que por diversas razones documentales y formales, aparecen como construidos más tardíamente de lo que se pensó en un principio. Es muy interesante el estudio que sobre este templo hicieron hace unos años Rosario Baldominos y Montserrat Esteban, en el que además de ofrecer la posibilidad de esta datación tardía, basándose en los mínimos elementos ornamentales de su fachada, ofrecieron para el templo la calificación certera de «un monumento de síntesis con pluralidad de funciones». Veremos por qué esta acertada expresión.

La síntesis va referida al hecho de aunar en su construcción dos formas diferentes, y complementarias, de arquitectura. Lo románico y lo mudéjar. Como iglesia que es de la repoblación, en un medio pobre y sencillo, aparece con la forma del románico rural más puro.

Se trata de un templo de una sola nave, formados sus muros por sillarejo, sillares esquineros e hiladas de ladrillo en los revestimientos. Fuertes machones o refuerzos al exterior reflejan la división de la nave en cuatro tramos también marcados por otros tantos pilares cuadrados adosados a los muros en el interior. De esos pilares surgen arcos formeros, apuntados y muy bien trazados y rematados. Los muros son de mampostería con amplias hiladas de ladrillo visto. La cubierta es de madera, atirantada a dos aguas, y forma ya con los arcos que la dividen un efecto de gran elegancia. A oriente surge el presbiterio y finalmente el ábside. Esta es la parte más llamativa y peculiar del edificio. El ábside es de planta semicircular, y está construido con un zócalo bajo de sillares irregulares, surgiendo sobre él un muro de sillarejo en el que se abren tres minúsculas ventanitas, de tipo saetera, semicirculares, rodeadas de ladrillo. El ábside se cubre de una espléndida cúpula de cuarto de esfera, toda ella construida con ladrillo compactado con mortero de cal y arena. El presbiterio se abre delante, y es un espacio rectangular, que comunica la nave única con el ábside. Lo hace a través de un gran arco triunfal construido en ladrillo, apoyado en cuatro columnas, dos de ellas de arista viva, y las otras dos, las más interiores, semicirculares y adosadas al muro, rematadas en sendos capiteles de ornamentación floral. Este presbiterio se cubre también de bóveda de medio cañón, totalmente de ladrillo, estando separado del ábside por un arco formero de piedra. 

En cuanto al exterior, vemos que la iglesia de Aldeanueva tiene dos puertas y una torre, con un ábside marcado al exterior. Este es de planta semicircular, y se corresponde perfectamente con su estructura interior. Un alero lo remata, de simples modillones, y en él se abren las tres minúsculas ventanas del interior. La puerta principal se abre en el muro de mediodía. Es muy sencilla y plenamente característica del estilo románico. Tiene un vano semicircular, construido con sillares con talladas arquivoltas de aristas vivas que descansan sobre capiteles totalmente lisos, apoyados a su vez en sus respectivas columnas. Un recuadro de ladrillo enmarca esta portada, y en él se trazan tres lazos, uno sobre la clave del arco, y los otros dos en las esquinas del recuadro. Es muy posible que en el interior de esos lazos, en su origen, hubiera una mancha de cerámica esmaltada verde. Es lo típico de la marca mudéjar, el color del Profeta que todos los constructores de origen árabe ponían como secreta alusión a su religión primitiva.

Otra puerta, hoy cegada, aparece en el muro de poniente. Es muy pequeña, y consta de un doble arco apuntado y un alfiz de ladrillo. En la esquina del noroeste se alza la torre, de perfil achatado, planta cuadrada, sillares en las esquinas, mínimas saeteras para dar luz a la escalera, cornisa sobre el segundo cuerpo, y vanos para las campanas en lo alto.

siglos después de su construcción se añadió la sacristía, pequeño cuarto agregado sobre el muro de mediodía, y el atrio, que hoy ha sido nuevamente eliminado, creemos que con todo acierto, dejando libre el muro del mediodía, donde destaca mejor la portada y el juego elegante del sillarejo y las hiladas de ladrillo entre los machones externos.

En definitiva, este templo de Aldeanueva de Guadalajara donde hoy (ayer, siglos pasados) hemos estado, es uno de los ejemplares más singulares del conjunto de la arquitectura románica de Guadalajara. Su sencillez de una parte, y su elegancia y casi exotismo por otra, hacen de él una pieza única que merece ser conocida y, por supuesto, mantenida siempre en perfectas condiciones de uso y exposición a todos. Es, en fin, un patrimonio común que podemos mostrar orgullosos.

Siena en Guadalajara y viceversa

 

La pasada semana se ha completado, con la firma de un protocolo de Hermanamiento suscrito entre el presidente de la Excma. Diputación Provincial de Guadalajara, don Francisco Tomey, y el Presidente de la Administración Provincial de Siena, don Giordano Chechi, la hermandad y amistad de las provincias española e italiana de Guadalajara y Siena. Creo que todo un dato para la historia.

Aparte de las razones administrativas dadas por los respectivos mandatarios, que vienen a seguir las pautas recomendadas por el Consejo de Europa de que tal tipo de hermanamientos se acrecienten, como medida para crear entre todos los pueblos europeos un auténtico entramado de amistad y mejor conocimiento, están las que yo creo son razones históricas que pueden justificar y propiciar este hermanamiento. Guadalajara y Siena tienen diversos puntos comunes, relaciones antiguas que, en brevísima pincelada, voy a tratar de dar aquí, como aportación a este hecho que considero histórico e interesantísimo.

Podría mencionarse, de inicio, la similitud de dos fiestas tradicionales de ambas tierras: la Caballada de Atienza y el Palio de Siena. La pasión por la competición sobre el caballo, con diversas ceremonias previas, es algo común a estas celebraciones, que se remontan en ambos casos a la Edad Media. Mientras que en la villa serrana de Atienza los hombres de la Cofradía de la Santísima Trinidad van juntos a la Misa, a la Comida y a la Carrera (o Caballada) como un acto de homenaje a la Divinidad, en Siena son los miembros de los diversos barrios, cuadras o bandas familiares los que, con fabulosos trajes multicolores, banderolas y drapeados artilugios se disputan la gloria, en el círculo de esa increíble plaza municipal, de ser los más rápidos y valientes sobre el caballo.

Otro vínculo entre ambas tierras es la presencia en ellas de una familia que dio en Guadalajara, y en toda España, generosas muestras de su valía. Me refiero a los Pecha, que vinieron en remotos tiempos medievales, allá por el siglo XIV, desde Siena a Guadalajara, poniendo aquí su casa, generando una familia granada en la que floreció, entre otros, Pedro Fernández Pecha, quien con el sobrenombre de fray Pedro de Guadalajara, y junto a otros familiares suyos, fundaría luego la Orden religiosa de San Jerónima, dando al lugar de Lupiana la honra de ser el aposento del primer monasterio de dicha Orden. El recuerdo de los sieneses Pecha permanece hoy, silencioso pero vívido, en la altura neblinosa del monasterio de San Bartolomé de Lupiana.   

Y aún hay más. Un Mendoza, cómo no, aparece en esta historia. Un Mendoza que, en la segunda mitad del siglo XVI, el momento del máximo esplendor de la familia y del Renacimiento italiano, aparece largos años como Gobernador de Siena, entregando a la ciudad un modo de gobierno, una directriz de comportamiento, que son propias de esta estirpe alcarreña. La doble entrega Siena ‑ Guadalajara y viceversa se completa con la figura de don Diego Hurtado de Mendoza, el embajador.

Era éste hijo de Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, apodado «el Gran Tendilla» por todos los historiadores, por su participa­ción crucial en la introducción del Renacimiento en España. El personaje que ahora recordamos fue hermano de Antonio de Mendoza, primer Virrey de México, y de Luis Hurtado de Mendoza, capitán general de Granada y segundo marqués de Mondéjar.

La vida ajetreada, plena de vivencias literarias, militares, diplomáticas y amorosas, de este Mendoza, Don Diego Hurtado, conoció las glorias de la victoria militar en La Goleta y Túnez, incluso en varias campañas de Italia. Supo del ambiente renacen­tista napolitano, romano, veneciano y toscano de mitad del siglo XVI. Y finalmente probó la dureza implacable de la intolerancia política y la avidez fiscal del gobierno español de Felipe II. Capitán de tercios por Italia, embajador del Emperador Carlos en Nápoles, Venecia, Roma y Siena, fue finalmente perseguido por juicios de residencia que él consideraba falsos, siendo una reyerta en palacio la que le condenó a la prisión y al final destierro en Granada.

De Diego Hurtado de Mendoza se han escrito múltiples biogra­fías desde un punto de vista estrictamente histórico, pues fué personaje que desde hace mucho tiempo despertó la curiosidad de los investigadores de nuestro Siglo de Oro. Así, en 1886 Señán y Alonso publicó un amplio estudio de su vida, y en 1942 don Ángel González Palencia produjo una gran obra que tituló «Vida y Obras de don Diego Hurtado de Mendoza» en la que incluyó sus reconoci­das escrituras, entre ellas la «Guerra de Granada» que sobre la revuelta de las Alpujarras vivió directamente y finalmente histo­rió en el último año de su vida. Se ha querido desde hace tiempo que fuera a don Diego debida la paternidad del «Lazarillo de Tormes», extremo éste que ha quedado todavía sin demostrar. El hecho es que este personaje, alcarreño de pura cepa, está unido indisolublemente a los momentos mas brillantes del Renacimiento sienés, quedando allí su memoria junto a la de Tiziano y el Aretino, de Paulo III y Cosme de Médici.

Han sido estos, tres retazos simples de lo que podríamos considerar un fundamento real al Hermanamiento que acaba de culminarse en la Diputación de Guadalajara entre nuestra provincia y la de Siena. Los señores Tomey y Chechi han puesto su firma, en los finales del siglo XX, a lo que de una forma inescrutable estaba fraguándose desde siglos atrás. Ojalá sigan nuestras tierras, Guadalajara y Siena y viceversa, haciendo una historia común en esta Europa cada vez más unida y compenetrada.