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noviembre, 1989:

En el Quinto Centenario de la Universidad de Sigüenza

 

Este año de 1989 está marcado culturalmente en nuestra provincia por la celebración del Quinto Centenario de la Universidad de Sigüenza. A lo largo de los meses precedentes se han celebrado una serie densa y prolífica de actos, especialmente en la Ciudad Mitrada, que han dado el relieve que este aniversario merecía. Durante los días de la presente semana, es Guadalajara, a través de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» la que ha querido sumarse a tal acontecimiento, llevando a cabo un Curso de cinco Lecciones de Historia que han versado, a cargo de prestigiosos historiadores y conferenciantes, sobre los aspectos mas destacados del devenir pretérito de esta institución universitaria.

De todas las fundaciones existentes en la ciudad de Sigüenza a lo largo de los siglos, una de las que más prestigio la ha dado ha sido sin duda la Universidad. Cabe ahora hacer un recuento, aunque breve, de su historia. El precedente de dicha institución científica fue el Colegio Grande de San Antonio de Portaceli, fundado en 1476 por un canónigo seguntino, don Juan López de Medina, arcediano de Almazán. Extramuros de la ciudad, sobre un altozano en la orilla derecha del río, donde hoy asienta la estación del ferrocarril, se puso humilde edificio que fue ampliándose paulatinamente. Las Constituciones primitivas del Colegio fueron aprobadas por el Papa Sixto IV en 1483 y promulgadas el 7 de julio de 1484. Hubo luego adiciones y reformas, hechas por el propio fundador y unos años después por el Cardenal Mendoza, en 1489, y por el Cardenal Carvajal en 1505. La Bula fundacional, la que transformaba dicho Colegio en Universidad capaz de conferir grados, fue entregada por el Papa Inocencio VIII el 30 de abril de 1489.

Esta fundación la entregó López de Medina a los jerónimos, en 1484, para que ellos fueran los administradores del centro. Se instituía así monasterio y Colegio. En este se darían clases de Teolo­gía, Cánones y Filosofía a cargo de «lectores» de esos temas. Ensegui­da se añadió por el fundador una casa aneja que sirviera de colegio para 13 clérigos pobres. Además estableció en el piso bajo un «Hospi­tal de Donados» para que en él se mantuvieran cuatro pobres, sexagena­rios. En esta fundación, tan curiosa, se daba vida conjunta a tres de los ideales mas queridos del Medievo: se alzaba un monasterio (para la religión), un colegio (para la ciencia), y un hospital (para la cari­dad).

La intención del fundador era la enseñanza de Teología y Filosofía a los clérigos. El número de trece colegiales, con uno de ellos como rector, lo hizo en recuerdo de Cristo y sus apóstoles. Nombró patronos del Colegio al Deán y Cabildo de Sigüenza, así como al prior del monasterio jerónimo anejo. Las condiciones que se ponían para entrar de colegial, eran las de tener al menos 18 años, ser tonsurado, virtuoso y hábil para la ciencia y el estudio. Desde el primer momento, en las adiciones del fundador, las Constituciones cuidaron mucho la información previa genealógica y de limpieza de sangre de los colegiales, que vestían ropón de paño pardo con capu­cha en recuerdo de San Jerónimo, San Francisco y San Antonio.

Aunque en la idea primitiva de López de Medina, estaba ya la creación de una Universidad, esta no se llevó a cabo hasta unos años después, con la solicitud que el Cardenal don  Pedro González de Mendoza hizo al Papa Inocencio VIII, y este contestó afirmativamente con la referida Bula de abril de 1489. De esta manera, el primitivo Colegio de San Antonio alcanzaba la posibilidad de conceder grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor en las materias impartidas. En un prin­cipio, estas fueron la Teología, las Artes y los Cánones. Los cate­dráticos tenían que ser canónigos del Cabildo. Mas tarde, en 1540, se crearon las cátedras de Vísperas de Teología, Filosofía y Lógica. Desde el principio, el único libro de texto que se utilizaba en la Universidad de Sigüenza, para todas las facultades, era la Summa Theológica de Santo Tomás. En 1551 se crearon nuevas facultades: las de Derecho (canónico y civil) y Medicina. Durante la época de creci­miento y esplendor de esta Universidad, el siglo XVI en toda su exten­sión, además de las cátedras se fundaron academias, y en todas ellas impartieron enseñanzas valiosas figuras de la ciencia renacentista: Pedro Ciruelo enseñó filosofía; Fernando de Vellosillo, Vísperas de Teología; Pedro Guerrero, la Teología; el primer catedrático de Medi­cina fue el doctor Juan López de Vidania. Una de las causas por las que esta institución era preferida a otras de Castilla, estaba en que era la mas barata en lo relativo a derechos de exámenes.

Situada desde su fundación en las afueras de la ciudad, en la orilla derecha del río, quiso el Cardenal Mendoza trasladar la Universidad a lugar mas céntrico, dentro de las murallas, en la ciudad eclesiástica. Pero los monjes jerónimos se opusieron. Ello retrasó mucho su posible desarrollo, por la incomodidad que suponía, para profesores y estudiantes, desplazarse a diario hasta su recinto. Constaba el antiguo edificio de un gran patio con fuente redonda central, a donde daba el monasterio, el «general» o aula principal, y alrededor se abrían otras aulas, la biblioteca, el archivo, refecto­rio, cocinas, mas la capilla, estando en los pisos altos los dormito­rios de los estudiantes.

A partir del siglo XVII se inició la decadencia de la insti­tución. La calidad de la enseñanza bajó, quedando anticuada. Hubo numerosos pleitos por cuestiones protocolarias. Tuvo cada vez menos estudiantes y mas reducida renta, por lo que en ocasiones rozó la bancarrota. Fue el Obispo Bartolomé Santos de Risoba quien promovió el traslado de la Universidad a la ciudad, realizándolo en 1651. Elevó un nuevo y grandioso edificio barroco (hoy Palacio Episcopal) para albergar aulas y dependencias. Ya en el siglo XVIII, en 1752, hubo que añadir dos cátedras nuevas a la única existente de Medicina, para evitar el cierre de esa facultad. Las reformas de Carlos III llegaron a la Universidad de Sigüenza, que ya agonizaba: en 1771 hubo que cerrar tres facultades: Leyes, Cánones y Medicina, por falta de alum­nado y dotaciones.

Por la influencia de la Universidad, se crearon en Sigüenza algunos Colegios: así el de San Martín, creado en 1618 por el racione­ro molinés Juan Domínguez; el de San Felipe (o de Infantes) creado en 1641 por el Cabildo para acoger a niños y educarlos, y el de San Bartolomé, fundado en 1651 por el Obispo Santos de Risoba, y que fue el primer Seminario de la Diócesis.

Las reformas de 1807 suprimieron la Universidad de Sigüenza. En la ocasión de la Guerra de la Independencia, los colegiales se unieron a un batallón que peleó en la contienda contra los franceses. En 1814 se restauró la institución, que quedó reducida a Colegio en el plan Calomarde de 1824, siendo clausurada definitivamente en 1837. El espíritu universitario, sin embargo, ha pervivido en Sigüenza, y hoy es su Universidad de Verano y sus múltiples actividades culturales las que sirven de justificación a ese título que todavía con orgullo puede lucir como lo vino haciendo desde el final de la Edad Media: «Sigüenza, ciudad universitaria». Cinco siglos se han cumplido, se están cumpliendo todavía, de aquél glorioso nacimiento.

Una mirada al pasado: los hidalgos molineses

 

La tierra molinesa, llena de encanto en su apartada altura, tiene algunos rasgos socio‑históricos que la hacen similar en muchos sentidos a las regiones del norte de la Península, especialmente a la Rioja, a Navarra y a Álava. Y ello es en el sentido de que, aparte de existir todavía en su territorio muchos apellidos de esos orígenes norteños, hubo en siglos pasados abundancia de hidalgos, gentes de mediano pasar económico, que tenían la prerrogativa de no pagar impuestos.

A estos hidalgos, que en algunos pueblos de Cantabria o de Navarra llegaron a ser mayoría, les correspondía un escudo de armas, unas veces por concesión real, y otras por herencia de linajes hidalgos anteriores de los que procedían. El caso es que existen en las citadas regiones norteñas infinidad de lugares cuyas calles principales están cuajadas de escudos heráldicos propios de los linajes e hidalgos de antaño.

Algo similar ocurre en el Señorío de Molina de Aragón. A las tierras llanas de la sesma del Campo vinieron desde el siglo XVI hasta el XVIII abundantes familias norteñas: los Iturbe, los Diez de Aux, los Lasarte y Lariz, etc. Dejaron por Milmarcos, por Tortuera y Embid sus casonas cuajadas de escudos de armas que hoy sirven para analizar esa influencia sociológica y recordar las formas de vida de otros siglos.

Queremos hoy evocar a esos hidalgos molineses, dignos y helados en sus anchos y oscuros caserones de la ciudad de Molina, sin demasiados posibles pero con un portalón de piedra tallada sobre el que airoso desafía el paso de los siglos el escudo de armas que habla con locuacidad de su pasado denso y glorioso. En un libro próximo a aparecer, y que hace ya el número 3 de la Colección «Archivo Heráldico de Guadalajara», tratamos precisamente de estos escudos heráldicos molineses, y más concretamente de los todavía existentes en la capital del Señorío, donde aún pueden verse, si se tiene la paciencia de recorrer una por una sus calles y plazas, varias docenas de ellos.

Así, en la calle de Quiñones, y centrando la portada que en su día fué panel multicolor de pinturas al fresco representando vistas de Manila y escenas de santos y artistas, el escudo heráldico de don Fernando Valdés y Tamón, Virrey que fué de Filipinas, casado con una molinesa de la familia de los Vigil de Quiñones, ofrece su galanura y su riqueza de lambrequines entre los que aparecen bocamangas y cañones, estandartes y angelillos victoriosos. Es un ejemplo realmente hermoso y grandilocuente de lo que era la heráldica molinesa en siglos pasados.

En la calle de las Tiendas, que es larga y estrecha como una Cuaresma, existen todavía algunos de estos emblemas. En un edificio que, frente a San Martín, se ha edificado de nuevo, con destino su planta baja a comercio de amplia escaparatada, se ha vuelto a colocar el escudo que desde hace siglos presidía su fachada. Es concretamente el de los López Montenegro, tallado en piedra y con restos evidentes de su primitivo policromado (figura 2). El de los López Montenegro era un linaje de larga tradición en el Señorío de Molina, en el que tuvieron abundantes posesiones y sede principal en la localidad de Milmarcos, donde aún queda de ellos algún palacio en muy buen estado. Exhiben otros escudos en las casonas de dicha villa de Milmarcos, pero el que aparece aquí, bien conservado y aun policromado en la calle principal de Molina, es el auténtico de este linaje, pues así lo anota León Luengo en sus papeletas heráldicas, donde da una reproducción coloreada y timbrada de celada y lambrequines similar a esta, y que según él se encontraba entre los papeles del archivo de dicha familia.

Si nos damos otra vuelta por el cogollo antiguo de la ciudad del Gallo, en el número 19 de la calle Capitán Arenas, frente a la que fue iglesia de San Miguel y hoy es casa de viviendas encontramos el apunte (más bien ya dispunte) del palacio de los Arias, en cuya fachada se ve un escudo que a pesar de tener más de 200 años de vida, aun mantiene su frescura, su talla perfecta, su policromía original. Es el de los Arias de la Muela, que añade en sus cuarteles los emblemas de Malo y Ruiz de Molina (figura 3). Se trata de un escudo magníficamente tallado y muy bien conservado que surge sobre el muro de fachada de la casa que fué en tiempos antiguos sede del linaje de los Arias, uno de los de mayor prosapia en el Señorío de Molina, con tierras y ganados, e incluso otras casonas en lugares de la Sesma de la Sierra, así como en Tordelpalo, donde aún se ve una casona con los escudos de este linaje sumado al de los Cienfuegos. Consiste en un escudo español, cuartelado, presentando en primer lugar las armas de los Arias, que son un castillo atacado por un león que asciende a las almenas por una escalera, al pie una granada, un ramo de laurel y una rueda de molino; segundo las de Muela, que son un árbol atacado de un león; tercero las de Malo, que consta de un cordero místico, rodeado de tres leones y dos estrellas de seis puntas, con tres calderas al pie; y cuarto las de Ruiz de Molina, las propias del caballero viejo, que consisten en un castillo con dos ruedas de molino. Por timbre lleva una celada diestrada sobre cartela barroca.

Es, en resumen, un breve recorrido por la memoria y las huellas pétreas de los hidalgos molineses, aquellos que conformaron en buena medida la imagen y la gloria de este territorio tan característico de nuestra provincia. En sus blasones aún se ven, hoy hemos visto, parte de esa historia prendida en el viejo reloj de los siglos.

El Renacimiento alcarreño

 

El movimiento humanista italiano, que se extiende por la Península itálica y progresivamente por el resto de Europa a partir del siglo XV, adquiere en cada país, y aun en zonas muy concretas, aspectos propios que mereced estudios muy particularizados. Una de las modalidades de este movimiento socio‑cultural es el que podríamos denominar Renacimiento alcarreño, y que a partir de la segunda mitad del siglo XV se expresará, a través de personajes, de instituciones y de obras diversas, en la ciudad de Guadalajara y en su tierra más inmediata.

Serán los Mendoza, la prolífica familia que controla la mayor parte del territorio alcarreño, la que ha de introducir el Renacimiento en España. Y de ahí deriva el hecho de que sea en tierra de Guadalajara donde con mayor fuerza se manifieste, y más tempranamente lo haga. Don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, es reconocido unánimemente como un humanista pleno, introduciendo en su biblioteca traducciones y manuscritos de antiguos autores latinos y griegos. El mismo en su poesía introduce modismos nuevos, italianos. Y su protección a las artes, especialmente al estilo hispano‑flamenco, demuestra el calor con que acoge cualquier tema, que trate de sacar a su sociedad del modismo medieval. Algunos de sus hijos (especialmente el gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza) y nietos (como don Iñigo López de Mendoza, «el gran Tendilla» llamado por ser el segundo conde de dicho título) pusieron también su influencia y entusiasmo para introducir en España el nuevo sistema. Muchos otros miembros de la familia Mendoza colaboraron a ello.

Así puede decirse que Guadalajara es el primer punto de contacto del Renacimiento en la Península Ibérica. Y en esta tierra aparecen las huellas de esa situación. En cuanto a obras de arte, una serie de edificios realizados en el último decenio del siglo XV y primero del XVI proclaman la singularidad de lo alcarreño. No solo el palacio del Infantado de Guadalajara, todavía anclado en buen modo a las pautas del estilo gótico isabelino con detalles mudéjares, sino especialmente el palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara, el convento de San Antonio en Mondéjar, la iglesia parroquial de esta misma localidad, el palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo, y algunos altares y edificios de Sigüenza y su catedral (el altar de Santa Librada, la sacristía de las Cabezas, etc.) pregonarán entre 1490 y 1510 el nuevo sistema de construcción y ornamentación que los Mendoza, de manos de sus arquitectos Lorenzo Vázquez, Alonso de Covarrubias, Cristóbal de Adonza y otros, introduce en Guadalajara. En todos esos edificios, y en otros de menor entidad (el palacio de los Dávalos en Guadalajara, el atrio de Santa María, etc.) aparece un elemento decorativo muy propio del Renacimiento alcarreño, cual es el capitel propio del mismo, que es ranurado y con ribete inferior de hojas.

Además de la ciudad de Guadalajara, algunos pueblos alcarreños recibirán muy pronto el influjo del estilo nuevo: así vemos en Cogolludo y Mondéjar la aparición de buenos ejemplos arquitectónicos renacentistas, pero en otros como Peñalver, Cubillo de Uceda, Bujalaro, Atienza, Almonacid, Yunquera, etc. también se pondrán edificios renacientes, especialmente sus iglesias parroquiales. Sigüenza será donde especialmente, y al calor del culto obispado, se desarrolle una vertiente personalísima del Renacimiento artístico: no solo en la catedral, sus altares y capillas, sino en otros edificios (el Ayuntamiento, la casa de la Inquisición) y templos (Stª María de los Huertos) se desarrollarán potentes las nuevas tendencias.

En cuanto a los focos de cultura, propios de esta época, será con singularidad la ciudad de Guadalajara, llamada la Atenas alcarreña a partir del segundo tercio del siglo XVI, donde se desarrollará un decidido afán de cultivo y protección de todo tipo de actividad cultural: escritores y poetas, novelistas y traductores, místicos y juristas, pondrán al servicio de la familia su afán de saber y renovación. Junto a la aparición de alumbrados como Ruiz de Alcaraz, María de Cazalla y otros, encontramos a Luis Gálvez de Montalvo, a Alvar Gómez de Ciudad Real, o a Francisco de Medina y Mendoza, desarrollando sus dotes narrativas, poéticas y eruditas. La corte mendocina de Guadalajara será capaz de asimilar y propiciar todo tipo de actividad novedosa, estimulante de la dignidad del hombre y de su obra personal.

La obra de otros artistas en la tierra alcarreña, prolongará a lo largo del siglo XVI esta primera semilla puesta por los Mendoza en Guadalajara: Alonso de Covarrubias en la catedral de Sigüenza, el convento de la Piedad de Guadalajara o el monasterio de San Bartolomé en Lupiana; Acacio de Orejón, Pedro de Medinilla y Pedro de Bocerraiz en construcciones variadísimas de palacios e iglesias; Rómulo Cincinato en pinturas manieristas de Guadalajara; Gaspar de Muñoyerro o Jerónimo de Covarrubias en objetos de orfebrería. Y cientos más de artistas, de tapiceros, de doradores y escultores, de actores, de impresores incluso, que en abrazo común darán al siglo XVI en Guadalajara y su tierra un carácter único, magnífico, generoso en vitalidad y lucimiento: el Renacimiento Alcarreño tiene, pues, plenamente justificada su existencia.

El castillo de Calatrava la Nueva

 

En el recientemente celebrado Congreso Nacional de Cronistas Oficiales, itinerante por diversas localidades y monumentos de la provincia de Ciudad Real, hemos llegado como en peregrinación histórica hasta la altura de Calatrava la Nueva, el enclave rocoso y casi inaccesible que vigila desde hace siglos la llanura manchega en su cercano paso (por el puerto del Muradal) hacia el reino de Córdoba.

Para un alcarreño, que tantas historias ha oído contar, en su propia tierra, de la Orden de Calatrava, que tantos maestres y comendadores sabe ha tenido corriendo sus veredas, que tantos castillos y tantas enseñas han levantado desde Zorita a Berninches y desde Auñón a Almoguera, es un copioso manantial de recuerdos el que se le agolpa al pecho, y no puede por menos de dedicarle unas líneas a esta alcazaba, que lleva entre sus muros, hoy bastante bien arreglados y compuestos, belleza de líneas y capítulos densos de la historia de Castilla.

La primera localización de Calatrava (la antigua) fue en las orillas del Guadiana, cerca de Daimiel. Allí los templarios pusieron castillo y ciudadela, pero en la ocasión de ser amenazados por los almohades, acudieron a pedir ayuda a Toledo, al rey Sancho III. En aquel momento se fraguó el nacimiento de una nueva Orden militar, netamente española, al mandado de Raimundo de Fitero y Diego de Velázquez, quienes enseguida secundados por numerosos caballeros castellanos, formaron una Compaña que recibió del monarca, como primera donación, la fortaleza de Calatrava, tomando de ella su tradicional nombre. Era el año 1158. La defen­sa de la villa y castillo calatravo fué efectiva durante algunos años, pero tras la derrota de Alfonso VIII en Alarcos, en 1195, Calatrava fué abandonada por los cristianos.

Tras la victoria de las Navas de Tolosa, en 1212, se decidió poner en nuevo lugar, mas potente y resaltado, la fortaleza sede de estos nuevos caballeros, herederos en tantas cosas de los Templarios. Se eligió para ello el valle donde ya se encontraba el antiguo castro de Salvatierra, vigilando un paso muy frecuentado hacia Andalucía. Sobre las mínimas ruinas de un antiguo castillo llamado de Dios o de las Dueñas, y en muy poco tiempo, se inició en 1217 la construcción de la gran alcazaba de Calatrava la Nueva, en la que muy pronto pasaron a residir los maestres y gran número de caballeros, que desde esta atalaya manchega gobernaban sus estados cada vez más numerosos y densos. Allí se continuaron celebrando los Capítulos generales de la Orden, e incluso los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II pasa­ron algunas temporadas alojados entre sus muros.

Aunque luego se trasladaría, ya en el siglo XVI, la sede de los Maestres calatravos a Almagro, el castillo de Calatrava quedó siempre protegido y protector como una voz dura y pétrea sobre la llanura manchega.

Hoy es una emoción inolvidable el ascender por el estrecho y serpenteante camino entre carrascos hasta la altura batida del viento. La restauración llevada a cabo, bajo la dirección de Miguel Fisac, por la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, que ha dejado en ello últimamente más de 40 millones de pesetas, ha conseguido devolver en parte la apariencia del antiguo castillo. El ingreso principal lo tiene en la llamada Puerta del Hierro, formada por fuertes cubos y un largo pasadizo. El interior de ese recinto primero consiste en un espacio muy extenso, totalmente vacío, y en cuesta. Un camino o rampa va ascendiendo suavemente por él, hasta llegar al segundo nivel, el mural del castillo, en el que ya se encuentran algunos de los elementos más interesantes. Está formado ese segundo recinto por muros más altos y fuertes que el anterior, con cuatro torreones en sus esquinas. Allá se encuentra el gran templo de los calatra­vos, edificio sumamente interesante, pues está construido en un estilo que podría definirse como pulcramente cisterciense.

La iglesia del castillo de  Calatrava es bastante grande, compuesta por tres naves separadas de firmes pilares, y cubiertas de bóvedas de crucería, con sendos ábsides en la cabecera, de planta semicircular, y levemente iluminados por ventanas que parecen saeteras, por lo delgadas. Está construida a base de piedra y ladrillo, y en la portada que se abre a los pies llama la atención la puerta de acceso, de arquería apuntada en degradación, con decoración de arquillos y elementos simples geométricos, sumada de un enorme rosetón circular que en un estilo puramente medieval, y con unas dimensiones evidentemente desproporcionadas, adorna y da luz al interior.

Junto al templo aparecen los restos de otras estancias y elementos constructivos que venían a formar este segundo recin­to, en el que sabemos existió un claustro de pilares de ladri­llos, las salas capitulares, el gran refectorio, biblioteca, salas de ceremonias, etc, e incluso un espacio al que llaman el campo de los mártires, en el que descansaron como cementerio los restos mortales de muchos caballeros calatravos.

Más centrado todavía existe lo que podría considerarse como tercero y más íntimo recinto: el castillo calatravo propia­mente dicho. En él estaba la Torre del Homenaje, y las habita­ciones, salones y dependencias propias del Maestre de la Orden, en un apartamiento y defensa verdaderamente rituales. Allí se guardaban las riquezas, los documentos y archivos, los sellos, etc., que el viajero de hoy puede evocar al discurrir por sus enrevesados laberintos de estancias y pasillos.

A muchos de mis lectores se le están viniendo a la cabeza, como a mí me ocurrió al ascender hace pocos días por entre las altas torres de Calatrava, algunas imágenes del Nombre de la Rosa. El aislamiento, la progresiva y espiral caminata espiritual hacia el único centro, hacia la más elevada estancia donde está el pergamino que dice contener toda la sabiduría. Umberto Ecco no inventaba nada. Ese lugar existe. Y se parece mucho a Calatrava. Ese lugar es la abadía del Mont Saint Michel, en la Bretaña francesa, donde en un plano más grandioso aún, muy bien conservado, cuajado de riquezas, vemos la misma estructura que en al castillo manchego: la ascensión en espiral, el paso por puertas de hierro, por salones en cuesta, por terrazas progresivas, la iglesia, el claustro, la sala capitular, las terrazas finales que acceden a la torre última donde están los libros, los sellos, los misterios a los que solo pueden llegar los abades, o los maestres… Calatrava la Nueva, en Ciudad Real, es de todos modos un lugar al que cualquier alcarreño que conozca y admire su historia, debe acudir y ver, aunque no necesite muchas más palabras, porque el lugar y silencio de aquella altura lo dicen todo.