Atanzón, un soplo del Renacimiento

viernes, 14 abril 1989 0 Por Herrera Casado

 

Han llegado los viajeros, en nuevo caminar por las altas parameras de la Alcarria, hasta el lugar de Atanzón, en meta que apareció de casualidad cuando sin rumbo se movían por este mundo de los entrecruzados caminos de Guadalajara. Y lo han hecho en buena hora, en esa del mediodía primaveral, cuando en las solanas se adensa el calor luminoso, y en los paredones del norte crece un punto la fresca cuchilla de la escarcha. Ha sido, sin duda, el momento ideal. Sus miradas, que saben con seguridad donde está la raíz de esa planta milagrosa que es la Felicidad, la buscan y la encuentran a cada instante.

Atanzón está situado en una suave hondonada de la meseta alcarreña, cayendo su caserío en declive hacia el profundo y pintoresco valle del Ungría, que riega su término, y tiene tantas historias, decires y siluetas, que uno de sus más sabios hijos, Felipe Maria Olivier López de Merlo, el narrador de la memoria prodigiosa, escribió no hace mucho un libro que así se titulaba, Historias de Atanzón, en el que cuenta todo lo que puede decirse, y es mucho, de este alto enclave alcarreño.

Su nombre deriva del árabe, y viene a significar la existencia primitiva de un «molino» en aquel lugar. Reconquistada la zona, perteneció desde su principio a la Tierra y Común de Guadalajara, gozando de su Fuero y acudiendo con sus impuestos a la mejora de las fuentes y puentes de la villa cabeza del territorio, lo cual fue causa de largos y enojosos pleitos en siglos posteriores. De siempre dedicada a la agricultura de secano y huertas, durante varios siglos una parte de su población se dedicó a la industria de la fabricación de paños, que llegaron a alcanzar cierto renombre por Castilla.

Adquirió la villa en el siglo XIII don Fernán Rodríguez Pecha, camarero de Alfonso XI, pasando posteriormente a sus hijos y descendientes, que por enlaces matrimoniales vinieron a traer al pueblo a la nómina de pertenencias de la casa de Mendoza. El gran cardenal, don Pedro González, en 1469, se la cedió junto a otros lugares de la tierra de Guadalajara, como los Yélamos, el Pozo y Pioz con su castillo, al secretario de Enrique IV, don Alvar Gómez de Ciudad Real, a cambio de la villa de Maqueda. En esta familia ilustre de los Gómez de Ciudad Real, en la que sobresalieron famosos guerreros y poetas, permaneció varios siglos Atanzón.

Los viajeros han llegado, tras deambular sin prisa por las cuestudas callejas de la villa, hasta su edificio más severo y lujoso, hasta la iglesia parroquial,  que está dedicada a Nuestra Señora de la Zarza. Es un edificio majestuoso, crecido en lo alto del caserío, con un pétreo armazón que le confiere un tono brillante entre amapola y zanahoria, de clasicista arquitectura propia de la segunda mitad del siglo XVI. Sus muros son de piedra basta y en las esquinas y cercos de vanos y puertas, surge el sillar bien tallado. Los viajeros se quedan un buen rato mirando para la portada principal de este templo, que es grandiosa y severa de líneas, en un innegable estilo heredado de Serlio, trazada por ignoto arquitecto que copió una de los modelos que este autor boloñés puso en su De architectura libri Quinque, editado en Venecia allá por 1569, por lo que de muy poco después debe ser el trazado de esta portada atanzonense. En las enjutas del arco de entrada, se ven los escudos de los señores del pueblo, los Gómez de Ciudad Real: un león bermejo en campo de plata y tres puñales de oro sobre el azur. No pudieron ver el interior, por estar en obras de restauración y limpieza, y tener desmontada por completo la cubierta, pero saben porque así se lo han contado otros que lo vieron, que sorprende también por su grandioso aspecto, con tres naves separadas de gruesos pilares, quedando un bello artesonado mudéjar sobre la capilla mayor, y bóvedas de crucería en las dos capillas laterales de la cabecera del templo. Dentro de pocos meses estará sin duda terminada y dispuesta su forma y espacio a la admiración de todos.

A la salida del pueblo, camino de Caspueñas, se encuentra el antiguo rollo o picota, símbolo del villazgo, que hoy aparece como un monolito pétreo de perdidas formas. También en los aledaños del lugar, en el camino de Lupiana, se encuentra un curioso crucero o humilladero del siglo XVIII, todo él tallado en piedra, que ha sido restaurado e inaugurado en los pasados días de la Semana Santa. Una simpática ermita dedicada a la Concepción, se encuentra a la entrada de la población según se llega desde Centenera, y allí, entre las yemas de las acacias y el apuntar de los trigos, los viajeros vuelan por los aires, que son serenos y gratificantes, limpios y abiertos como sus corazones, y se permiten un nuevo instante de dicha, que es eterna por se grande, y ser suya.