Una parada en Centenera

viernes, 7 abril 1989 1 Por Herrera Casado

 

Otra vez la mañana del invierno se ha dispuesto abierta y luminosa, y se ha ofrecido a los viajeros para que la pueblen con sus ganas de andar y ver, con su probado entusiasmo de conocer juntos la tierra en que habitan. Así han llegado, como en un vuelo, hasta Centenera, el pueblo que habita en el estrecho y poco profundo valle del arroyo Matayeguas, y que viene a formar una erosión de la meseta alcarreña, alargando sus aguas y su distancia pálida hasta el Ungría y luego hasta el Tajuña.

El breve caserío asienta entre los montes, abrigado de arboledas, y rodeado de huertecillos y olivareras cuestas. La historia nos dice, en los libros que saben de ella, que fué antiguo enclave formado en la reconquista, aldea de la Tierra y Común de Guadalajara, ciudad de la que dependía en lo jurisdic­cional, siendo de realengo en cuanto al señorío.

En 1628, el rey Felipe IV vendió la ya declarada Villa a don Carlos de Ibarra, noble vizcaíno que pertenecía al Consejo de Su Majestad, y era gentilhombre de la Cámara del Rey. Fué Capitán General de la Real Armada,  Almirante de la Armada de Cantabria, de la Guardia de la carrera de Indias, y Capitán de las naves de Nueva España, destacando en viajes y hazañas diversas en América. Fue por todo ello nombrado Comendador de Villahermosa, de la Orden de Santiago, recibiendo del Rey el título de vizconde de Centenera, y el señorío añadido de las villas de Taracena, Villaflores (Iriépal) y Valdefuentes (Valdenoches). En 1639 añadió por concesión real el título de marqués de Taracena. Tomó gran cariño a la villa alcarreña, adquiriendo enseguida, en 1629, el derecho de patronato de la capilla mayor de su parroquia, haciendo en la iglesia numerosas reformas, y donando el retablo y otras obras de arte. Fundó don Carlos de Ibarra la «Congregación del Santísimo» en su villa de Centenera, que debía constar de 12 sacerdotes y un rector, siendo los patronos de la misma el poseedor del mayorazgo de la casa Ibarra, y el prior de San Bartolomé de Lupiana. Entre otras actividades religiosas, disponía la celebración de animadas fiestas populares, con teatro y danzas, en la jornada del Corpus Christi. En su testamento de 1637, dispuso ser sepultado en la capilla mayor de la parroquia de Centenera, en una cripta subterránea que en el centro de ella había mandado construir, trasladando allí los restos de sus padres y antecesores. Murió en 1639, y le sucedió en el señorío y título su hijo don Diego de Ibarra. El primer señor inició también la construcción de su palacio en la villa, así como varias viviendas para los sacerdotes de la Congregación, y una hermosa fuente pública. La villa de Centenera prosiguió en poder de los Ibarra, aunque ya en 1752 pertenecía al marqués de Valdecorzana y de Peñaflor, hasta la abolición de los señoríos en 1812.

Los viajeros, tras recordar en brevedad esa historia que cuentan las viejas piedras y los domésticos horizontes, se lanzan al descubrimiento de los monumentos que puedan dar, con su contenida belleza, la razón de ese avatar pretérito. Y suben despacio hasta la iglesia parroquial, que está dedicada a la Asunción de la Virgen, y aparece como un edificio de la segunda mitad del siglo XVI, mostrando en su exterior una torre coronada de agudo chapitel, que les recuerda los de las torres madrileñas del palacio de Santa Cruz y de la filipina Plaza Mayor. El templo es en realidad una sencilla construcción a base de sillarejo y sillar en las esquinas. Se reparó y aumentó en el siglo XVII, a instancias del señor de la villa, don Carlos de Ibarra, colocando entonces nueva portada, de severas líneas clasicistas, en la que se lee el nombre del señor de la villa, don Carlos de Ibarra, luciendo una magnífica guarnición de clavos de la época. El autor del diseño de esta portada, evidentemente incompleta, fué el afamado arquitecto madrileño Gaspar de la Peña. La realizó en 1634, y se forma de pilastras almohadilladas y dintel con resaltes del mismo tipo, culminando en gruesa moldura sobre la que ha quedado un pequeño cartel tallado donde se puede leer el nombre del comitente. De aquel momento surgió un apunte y luego el dibujo que acompaña a estas líneas. Esa portada, en su sencillez, sirve para que los viajeros recuerden otras recientemente vistas, y comparen sus estilos y sus soluciones estéticas.

También son de admirar en este pueblo, los restos ya muy alterados del palacio que sus señores los Ibarra alzaron en el siglo XVII. Era obra barroca, popular, con profusa utilización del ladrillo y esquinas de sillar. Tenía la típica disposición de las casas señoriales madrileñas del siglo XVII: una crujía principal con torres en los extremos, cerrado el muro norte, y abierto frente a su costado meridional, donde estaría la portada principal blasonada, un patio que servía de recreo y daba perspectiva a la edificación. Su interior no muestra ya nada de interés. Fué su autor el arquitecto cántabro Gaspar de la Peña, autor de numerosas obras de este tipo en Madrid.

En la plaza de Centenera, a la media mañana de un día cualquiera del invierno, se arraciman las mujeres en torno a unas furgonetas que venden telas y frutas. La fuente, hecha con prefabricados bloques de cemento, canta sin embargo su canción perenne y risueña. Los viajeros, que como siempre han roto las amarras de lo cotidiano, se sorprenden de estar dentro de un cuadro rural, en el centro de un tranquilo instante en el que su felicidad es aceptada, y comprendida.