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marzo, 1989:

Alocén, el paraíso a un paso

 

Todos buscamos el Paraíso. La utopía, que nunca llega­rá, debe ser pedida. Y en punto a sueños a los que se pueda llegar andando, o en mecánica correría, uno no debe tampoco dimitir bajo ningún concepto. Porque tarde o temprano, el Paraíso se encuentra. Aquí, en la provincia de Guadalajara, yo lo he encontrado. Está en Alocén.

Siguiendo la carretera de Cuenca, o de los Pantanos, como todavía se la llama, uno llega, pasado Tendilla y recorrido buen trecho del altiplano alcarreño, al cruce del Berral, donde se desvía en dirección a Budia. Antes de llegar a este pueblo, la carretera tuerce a la derecha y se dirige hacia el borde derecho del Tajo. Se pasa junto a El Olivar, y se alcanza finalmente una curva única, aquella en la que está el mirador de Alocén.

Al llegar ahí cree el viajero estar en el Paraíso. Y no. Está en la Alcarria. Está en una altura que todo lo domina, que parece ofrecerle, en un suspiro, todo el mundo. Ese valle inacabable y revuelto de aguas, de bosques, de montañas lejanas y hasta de nubes artificiales que crecen sobre la diminuta insignia del progreso. En la vista que desde el mirador de Alocén, ‑que siempre está bien cuidado, con sus barandas, sus mesas y su aparcamiento‑, se alcanza hacia levante, aparecen pueblos como Mantiel, Pareja e incluso muy en la distancia Trillo hacia nordeste y Sacedón hacia el Sur. La mañana, si se tercia luminosa, y limpia la atmósfera, puede dar mucho de sí, y darle al viajero el pago multiplicado de su andadura.

Pero desde esa altura del mirador, que tiene también al pueblo de Alocén a sus pies, apenas representado por tres/cuatro tejados y la torre de la iglesia, hay que bajar tarde o temprano. La felicidad, si empieza allí, ya no se acaba nunca. Eso es seguro. Pero en algún momento hay que marcharse. Y bajar al pueblo. Entrar a Alocén y recorrer sus empinadas calles, sus recuestos pronunciados, mirando para un lado y otro divirtiendo la vista con sus caserones de recia envergadura alcarreña, con las rejas pulidas de sus ventanas, con el limpio vaivén del horizonte entre las bocacalles.

En Alocén está la Plaza que es una especie de lujo de la Alcarria. Ancha, limpia, bien puesta. Con su Ayuntamiento (símbolo del poder civil) y su iglesia (símbolo del poder religioso). Con su balconada sobre el río Tajo, sobre las alcarrias prietas de carrascales y encinas, sobre la luz dorada de las horas primeras. Con el silencio de apenas unas sombras que cruzan. Esa Plaza Mayor de Alocén es todo un paradigma de lo que puede conseguirse si un pueblo, si quien lo dirige, se propone hacer algo hermoso, algo que guste a todos, a los que en él pueblan, lo primero, y a quienes vengan de fuera. Es el balcón más ancho y más bello de los pueblos alcarreños, (y perdón por la insistencia, pero quiero que mis lectores vayan y se enteren).

Desde ese plazal, el viajero ha de entrar en la iglesia, tras haber visto primeramente su fachada, que está orientada al sur y es limpia también, de un renacimiento manierista, muy simple de líneas y muy elegante, tallada en piedra con el gusto de alguien que estuvo en Italia. Parece que suena, aunque es muda. Y tiene la transparencia del nácar, que pesa y deja ver los huesos. Ah, y en lo alto del muro un reloj de sol, que guiña los ojos al viajero y le dice que, aun sin el clásico palito, aún puede hacerse una día de la hora en que anda metido.

El interior del templo es de tres naves separadas por cilíndricos pilares, y cubiertas por bóvedas de crucería y aristones. Tiene rematando el presbiterio un gran retablo barroco de policromada algarabía, lleno de esculturas y pinturas. Otros dos retablos, también barrocos, ocupan los brazos del crucero. En uno de ellos se venera la talla del Santo Cristo del Amparo. En la sacristía se guarda, en una especie de Museo de andar por casa, un buen rimero de piezas antiguas, brillantes y atractivas: hay ropas litúrgicas del siglo XVIII, especialmente un terno de seda que arrastra a su espalda un gran faldón con la imagen de la Virgen del Madroñal bordada en brillantes colores; un cuadro que representa a la misma advocación mariana, un portapaz regalado por el Cardenal Tavera, una lámpara de plata barroca, cálices e insignias de cofradías. En fin, todo un recital de arte y orfebrería. Que tiene sus adeptos, y hay quien la goza viéndolo.

Todavía andando el pueblo, puede verse la picota, o rollo que también llaman, y que significa que fué este pueblo Villa de independientes alientos, con justicia propia, solo reconociendo al Rey de Castilla por señor del término. Está a la entrada, rodeada de un jardincillo, más abajo de los campos polideportivos que ofrecen a los naturales ejercitar los músculos y ensanchar los pulmones.      

Y eso que solamente hemos hablado de lo que Alocén como pueblo ofrece al viajero. Si diésemos opción para que la vista y el andar se lancen monte arriba y valle abajo, suspendiéndose entre las turbulencias verdiazules del color del entorno, entonces habrá que multiplicar por infinito la oferta temática de este rincón de nuestra tierra. Está abierta, es permanente, y aunque ya tenga, ‑que ahora no me acuerdo de cual es en concreto‑  algún eslogan de incitación turística, este reclamo del Paraíso (que no es manco) le cuadra como anillo al dedo.

Un detalle final, que no tiene que ver con cuanto he cantado hasta ahora, pero que podría ser muy importante de cara a tener aún más abiertas las puertas de Alocén, y más llenos sus salones. Los automóviles que entran, alegremente, por la empinada callejuela mayor, lo tienen muy difícil para aparcar y volverse. La villa está colgando del cerro, las callejas son estrechas conforme al modo de vida ancestral, y en los coches nadie pensó. Y también tienen su corazoncito. Así es que si un día se habilitara un amplio aparcamiento a la entrada del pueblo (y sitio hay) se completaría de forma amable la oferta generosa y paradisíaca de Alocén.

Martín de Vandoma, un genio del arte en Sigüenza

 

En este viernes santo, en que de nuevo la España cató­lica se estremece ante el recuerdo del sacrificio del Cristo, del Dios vivo, vamos a recordar la obra de un artista que, hace ya cuatro siglos, llenó de imágenes muchas de ellas alusivas preci­samente a esta Pasión que hoy revivimos, por los templos de la diócesis seguntina. Vamos a recordar, en brevedad de líneas, la vida y la obra de Martín de Vandoma.

No conocemos documento alguno que demuestre haber naci­do en Sigüenza. Ni en ningún otro lugar concreto de la diócesis. Sabemos, eso sí, que vivió toda su época de aprendizaje y trabajo maduro en la ciudad del alto Henares, y que allí murió y fué enterrado, en 1578. De su nombre y apellido colegimos su origen europeo. Es muy posible que fuera originario de los Países Bajos, (Flandes, Borgoña), y es indudable que vino a Sigüenza atraído por la riqueza de la ciudad, y por el plantel de magníficos artis­tas que en ella estaban trabajando durante la primera mitad del siglo XVI. Alonso de Covarrubias, Francisco de Baeza, el maestro Pierres, Juan Francés, y otros muchos, estaban dando en esas fechas el más claro grito renacentista en Castilla. Con ellos el estilo plateresco se imponía en un edificio que parecía hasta poco antes que no iba a salir jamás de la impronta gótica.

De tan abultada y lujosa nómina surge, en 1554, el nombre de Martín de Vandoma, quien tras un inconcreto periodo de formación, pasa a tener un cargo de responsabilidad en las obras catedralicias. A la muerte de Nicolás Durango, maestro de obras de la iglesia, en septiembre de 1554, es nombrado nuestro perso­naje para seguir dirigiendo la obra «del sagrario nuevo» o Sa­cristía de las Cabezas, que por entonces avanzaba a buen ritmo. El proyecto había sido hecho años antes por Alonso de Covarru­bias. Pero solo estaban levantadas las paredes, y aun quedaba poner la bóveda, y recubrirla con su portentosa colección de esculturas. Esto lo haría, magistralmente, Martín de Vandoma. Durante cinco años trabaja en ello, y ejercita el cargo de Maes­tro de obras de la catedral. En 1559 surgen desavenencias entre el escultor y los canónigos, quedando desprovisto de trabajo y salario durante un año. En 1560 lo recobró, y hasta su muerte siguió ejerciendo sus facultades en la ciudad y en toda la dióce­sis seguntina.

En la sacristía de las Cabezas trabajó Vandoma ayudado de un equipo numeroso. La elegancia y el concepto del recinto, si en principio debe considerarse plenamente diseñado por Covarru­bias, luego es modificado y puesto en su definitivo aspecto por nuestro artista. A él se debe la dirección y talla directa de los medallones del techo, de las cajonerías, de las contraventanas, de la puerta de ingreso. Allí es donde pone lo mejor de su arte, y donde forma una verdadera escuela que extenderá sus formas por la comarca, dando al Renacimiento seguntino un sello propio, con un tanto de italiano y un mucho de fuerza hispana que le hace inconfundible.

La tarea artística de Martín de Vandoma se manifestó también muy pujante por el resto de la diócesis. En la Colegiata de Berlanga del Duero, en las iglesias parroquiales de Caltójar (Soria) y Pelegrina (Guadalajara) talló púlpitos, sillas de coro y retablos magníficos.

Todavía en la catedral de Sigüenza, en 1574, ejecutó algunas sillas del coro que faltaban para completarle, y que él talló, olvidando su personalidad, en el estilo gótico del resto del recinto. Pero donde quizás se expresó con mayor soltura, dejando bien alto el renombre que siempre le acompañó, fué en su obra magna del púlpito del Evangelio, en el templo mayor de Sigüenza. Desde el 5 de mayo de 1572 al 19 de octubre de 1573. Vandoma ejecutó esta singular obra de arte, tallada en alabastro de Cogolludo, componiendo un conjunto donde lo renacentista se explaya en expresiones paganas junto a dramáticos pormenores de la Pasión de Cristo. Es en estos días de la Semana Santa en los que la admiración de la obra de Martín de Vandoma, a través de esta su obra blanca y pulcra, puede realizarse con mayor justeza. La Pasión de Jesucristo se expresa en cinco tableros, en los que vemos, con patetismo marcado, las escenas siguientes: el prendi­miento de Jesús en el Huerto de los olivos; Jesús ante el Tribu­nal de Caifás; Jesús conducido al Tribunal de Pilatos; Jesús expuesto al pueblo y soldados, que le insultan, y Jesús expuesto por Pilatos a la puerta del Pretorio. Fué bien pagada esta obra de arte en 450 ducados. Hoy está totalmente restaurada de las mutilaciones y daños que sufrió en la pasada guerra civil.

Durante veinticuatro años, Martín de Vandoma se mantuvo activo, poniendo el sello de su personal concepto de arte por Sigüenza y su tierra. El último episodio del Renacimiento lo trata él con un sentido clasicista, hispano y personal a un tiempo. Hereda de todos y crea estilo propio, escuela seguntina. Aunque no nacido, quizás, entre nosotros, Martín de Vandoma ha de ser considerado, estudiado y exaltado, entre la nómina preclara de los artistas de nuestra tierra. Porque aquí dejó, con su vida, lo mejor de su espíritu.

Las ruinas de la Salceda entre Tendilla y Peñalver

 

La mañana de invierno surge blanca, luminosa, escarchada y silenciosa. Invita a caminar entre las hierbas húmedas, bajo los cirros blancos y la brisa tenue y congelada. En lo alto del páramo alcarreño, apuntando a la llanura pero todavía en el recuesto, unas ruinas llaman la atención de los viajeros. Se detienen junto a la carretera que va desde Guadalajara a Sacedón, en las revueltas que da tras atravesar Tendilla, y se quedan mirando para unos tristes montones de piedras que en principio no saben si son los vestigios de antiguo castillo medieval o el aire monótono de una salmodia monasterial hecha piedra de recuerdo.

Es lo segundo, sí. Son los restos mínimos de un convento de franciscanos. De La Salceda nada menos, un cenobio que fundaron los frailes menores, los de la Orden de San Francisco, hace más de 600 años. Fue Pedro de Villacreces, un santazo de esos que solo en la Edad Media podían nacer y desarrollarse, quien creó aquí, primero entre las florestas de agreste monte de carrascos, y luego dentro de los muros de mampuesto y ladrillo de notable monasterio, el primer centro de la reforma franciscana en Casti­lla.

La riqueza y nombradía de este cenobio fue en aumento. Guardianes de su múltiple misión fueron personajes de la talla del Cardenal Cisneros, del arzobispo granadino don Pedro González de Mendoza, o de San Diego de Alcalá. Entre sus muros se alberga­ron joyas auténticas de la cerámica, de la escultura y pinturas españolas, de la bibliografía, del arte efímero y de la música. Sus frailes eran sabios y virtuosos, escribían manuscritos minia­dos y ejercían como nadie la medicina. El canto y la oración, el milagro y la gracia tenían su asiento entre sus muros.

Y hoy solamente queda esto: un informe montón de ruinas, que los viajeros miran entristecidos, aunque ellos nunca tienen moti­vo para estar tristes. Es que la silueta de la mañana cobra recursos de vencimiento, de agonía. Es un elemento el que destaca especialmente entre el fragor silencioso de las yerbas y los montones de derribos. Es el esqueleto de la «Capilla de las Reliquias», que construyera don Pedro González de Mendoza, el hijo de la princesa de Éboli, que llegó a ser obispo de Sigüenza y arzobispo de Granada, aunque fraile de San Francisco, y mínimo en sus votos. El destinó una cantidad importante de su riqueza familiar y personal, para levantar un monumento del que conocemos su originaria prestancia por descripciones contemporáneas y por grabados originales de la época, uno de los cuales reproducimos junto a estas líneas.

La Capilla de las Reliquias en el Convento de la Salceda se construyó en  1615, y se hizo a instancias de quien en esos momentos era Guardián y director máximo del Convento, don Pedro González de Mendoza y Silva, hijo de los primeros duques de Pastrana don Ruy Gómez de Silva y doña Ana de Mendoza y La Cerda. La reforma del convento, al menos en lo físico, fue total. El sufragó la reconstrucción y adecentamiento del templo mayor, le puso retablo, adquirió obras de arte para el claustro, etc. Quiso añadir una obra propia, cual fue esta capilla de las reliquias, que constaba esencialmente de un alzado cilíndrico, con planta circular, y tenía unos cincuenta pies de diámetro.

Tanto por las ruinas que hoy vemos, como por el grabado de F. Heylan que acompaña estas líneas, puede saberse que la Capilla de las Reliquias de la Salceda era un impresionante recinto decorado en un estilo manierista máximo. Se accedía por un corto pasadizo desde la iglesia conventual, y, al ser redonda, se la advertía en su totalidad de un solo vistazo. Enfrente de la entrada tenía una pequeña capilla cuadrada que se vestía con gran retablo transparente. En las paredes, había pilastras adosadas y entre ellas ventanas cuadradas y nichos. Las pilastras llegaban a lo alto, a nivel de un entablamento, que luego se abría en cúpula semiesférica, decorada a su vez por casetones y rellenos en forma de «diamantes». Todo en la decoración de ese espacio era irreal, falso en relación con su tectónica, por lo que se puede clasificar fácilmente de manierista a ultranza.

En el altar mayor de la Capilla, dedicado a Fray Iacomo de la Marca, fraile franciscano patrón de Nápoles, había una estatua de este individuo. Bajo el altar se encontraban los cuerpos incorruptos de tres santos mártires, y aún se repartían otros tantos por las paredes (uno en cada nicho) de la capilla. Además de esos nueve cuerpos enteros (que en el idioma de las reliquias, en el siglo XVII, era todo un fortunón de merecimientos) se encontraban centenares de relicarios distribuidos en forma de arcas, gradas, bustos, etc, que ofrecían al espectador que llega­ba al recinto todo un brillante y colorista espectáculo inolvida­ble. La relación de reliquias allí contenidas está descrita por el benefactor del cenobio, González de Mendoza, en su obra «His­toria de Monte Celia», y es verdaderamente llamativa. Tanto que merecería un día llevar a cabo un estudio meticuloso del real origen de tanto hueso y taba.

Los viajeros, que hoy contemplan la desolación, entre román­tica y penosa, de esta que fue brillante mansión de las reliquias y la religión barroca postridentina, van a seguir su camino pensando, sabiendo ya, que la Alcarria guarda en cada rincón un fabuloso mundo de historias y evocaciones. El paseo en la mañana quieta del invierno les ha devuelto, reforzada, esa creencia en la frase, gastada pero en esta provincia nuestra siempre cierta, de que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Al menos en lo que a brillos, a pinturas y a solemnidades del arte se refiere.

Un paseo por Budia

 

Se han ido los viajeros, en la mañana de sol y neblinas, hasta el borde de las aguas de Entrepeñas. En la lejana bruma del horizonte surgen emparejadas las eminencias grises de las Tetas de Viana y las torres de la Central Nuclear. Sobre éstas, el penacho incierto de una nube artificial que nunca se resuelve en lluvia. Hay petirrojos todavía, verderones y pardillos. Canta la alondra entre las zarzas. No corre un pelo de aire, aunque las fuentes están rodeadas de un collarín de hielo.

Budia es el poblachón alto y despejado donde ríen los niños de la plaza y barajan su pretérito los viejos conformistas. Los viajeros han estado mirando para los escudos, que están enteros y resplandecientes, como si los hubieran restaurado. Los hay en varios palacetes de la calle principal, y dicen que en siglos pasados la gente noble se dedicaba, si no a vivir en este paisaje tierno de olivos, sí al menos a construirse sus casas con el anhelo íntimo de ver pasar en ellas sus años últimos.

Los viajeros se pasean por las calles y plazas del pueblo, en fuertes cuestas situadas, formando un conjunto de gran belleza e interés. Leen los nombres de las calles: está la de Boteros, la de las Marujas, la del Hospital y tantas otras que suenan a siglos domésticos en los que las gentes eran capaces de ser amigas. Un buen puñado de los edificios de Budia conservan todavía incólumes las esencias más puras de la arquitectura popular alcarreña: la planta baja es de sillarejo, y las altas se construyen a base de entramados de madera, con adobes y enfoscados grisáceos, añadiendo sus voladizos y tallados aleros, así como algunas galerías abiertas en el último piso.

La Plaza Mayor presenta en su costado de levante el bello edificio del Ayuntamiento, ahora perfectamente remozado, con un pórtico ancho y alegre y una galería alta de columnas, con capiteles tallados en piedra de una sencilla traza renacentista. Adosada a sus muros, está la grande y tradicional fuen­te, obras ambas del siglo XVI. Y en los bajos del edificio, el bar comunal, en el que los viajeros beben vino y comen escabeche, que es lo suyo.

No dejan de visitar la iglesia parroquial, que es un bonito edificio de hace cuatro siglos, construido a base de sillares en las basas y esquinas. Su portada, precedida de un atrio descubierto y orientada a mediodía, es un extraordinario ejemplo de estilo plateresco en la Alcarria, muy «covarrubiesco», con ornamentación de grutescos y vegetaciones en magnifica talla, así como bichas y otros detalles de gran efecto y equilibrio. En las enjutas hay unos grandes medallones que muestran (por sus atributos los conoceréis) a San Pedro y San Pablo en funciones de guardianes del caserón sacro. El interior, ahora difícil de ver porque normalmente está cerrado bajo llave, es de tres naves, con coro alto a los pies. Es muy bonito un frontal de altar, en plata repujada, con decoración exuberante, barroca, que muestra en el centro una imagen de Nuestra Señora del Peral de la Dulzura, patrona de Budia. En lo que fue capilla de la Visitación, hoy cabecera de la nave de la Epístola, se encuentran adosadas al muro dos laudas sepulcrales con tallas que representan a sendos personajes yacentes, en ellas enterrados. Una representa a una mujer tocada al estilo del siglo del siglo XVI, y en ella se lee:»Aquí yace la honrada Juana García mujer de Fernando de Cañas. Falleció el año de 1560″. Debajo, hay una lápida con el relieve de un sacerdote, muy grueso y de enorme tonsura, que lleva debajo esta leyenda: «Aquí esta sepultado el Reverendo Señor Pedro de Cañas, Cura que fue de esta Iglesia de Budia. Falesció a del mes de año de MD  años» que viene a decirnos de su existencia en el siglo XVI, aunque no llegó a esculpirse la data exacta de su muerte.  En la capilla lateral del Evangelio, y cubiertas por vitrinas de cristal, se encuentran dos extraordinarias tallas debidas al cincel y el arte de Pedro de Mena. Se trata de un Ecce‑Homo y de una Dolorosa, en tamaño mayor del natural, solamente de cintura arriba, y tratados con el virtuosismo y la maravillosa destreza con que Mena realizó su obra universalmente reconocida. Estas tallas estuvie­ron siempre en la Ermita del Peral, pero después de 1939 fueron tras­ladadas a la parroquia.

No subieron los viajeros en esta ocasión hasta las altas eras donde yace, en ruinas lastimosas, el Convento de los Carmelitas. Quien quiera repetir el viaje debe hacerlo, debe subir hasta la meseta amplia que forma la montaña en declive, y allí ver la estructura de la iglesia conventual, con su magnífica fachada todavía en pie, aunque con amenazadores signos de ruina. Se trata de un ejemplo muy importante y característico de la arquitectura carmelitana del siglo XVII español, en la línea de las fachadas conventuales de Ávila, Madrid y Guadalajara que en esa centu­ria trazaron y construyeron varios monjes carmelitas. El convento de Budia, en realidad no se fundó hasta 1732, siendo levantado el conven­to e iglesia inmediatamente después, pero su tradición arquitectónica y artística pertenece en todo a la centuria anterior.

Cualquier mañana de sol, cualquier instante, tendrá un goce especial en la plaza de Budia. Ni existe silencio, ni bullanga en su centro. Parece que vive, como un animal cumplido y amable, al ritmo de quienes la pueblan. Desde las gradas del atrio del Ayuntamiento, entre la dulce caricia del sol invernal y el arrullo de los cirros blancos, los viajeros piensan que nunca acabará ese instante de dicha. La vida, piensan, está hecha de esos momentos. Buscarlos, y vivirlos despiertos, es lo único que merece la pena.

Niebla el Lupiana

 

La mañana de invierno se llenó de caminos húmedos, de sendas entrevistas a través de la niebla. No ha sido ésta una estación de lluvias, pero aquella ocasión,  ‑el mundo todo palpi­taba de alegría‑  se llenó de pequeñas gotas relucientes, de tibia nube verdegrís sujeta en vuelo a las laderas, a los bos­ques, a las ruinas solemnes y silenciosas de antiguos monaste­rios.

Los viajeros llegaron, en aquella hora, hasta Lupiana. El hondón por donde la Alcarria se hace tierna y mimosa, entre olivos, fuentes y algún que otro nogal, recibe nombre de remota diosa terrestre o lunar. Lupus tiene ecos de lobo, y ana es el nombre de la madre por antonomasia. La madre‑loba dando apellido a la tierra. Y el pueblo alcarreño, tan cerca de la capital y sin embargo tan lejos del mundo, se ofrece limpio y sonriente al paseo, a la deambulación relajada, a la mirada sin objetivo y sin prejuicios. Los viajeros toman el urbano sendero de las empinadas y retorcidas callejuelas.

En Lupiana lo primero es la plaza. Y en ella la picota. El Ayuntamiento luego. Esa plaza mayor se forma por un recinto amplio rodeado de una parte de edificios vetustos, y de otra por alta barbacana de piedra tallada. En su costado norte aparece el caserón del Ayuntamiento, con atrio y galería, y una torrecilla para el reloj construida en ladrillo, obra todo ello del siglo XVIII. En el centro del plazal luce la bella picota de la villa, obra del siglo XVI, que consta de alta gradería de piedra sobre la que emerge la columna de fuste estriado y un remate piramidal escoltado de cuatro dragones de corte plateres­co.

En lo más alto del pueblo se alza la iglesia parroquial dedicada a San Bartolomé. Es obra del siglo XVI. Es ella el emblema de una creencia firme, dura como las piedras que la dan forma, espiritual como la nube que entonces la envolvía. Se precede este templo de una escalinata de piedra que asciende a un amplio salón circuido de barbacana de tallada sillería. El aspecto exterior es sólido, y en el destaca la presencia de la torre, obra fechada en 1676, y que consta de cuerpo prismático y remate en bolas. En el muro del sur se coloca la portada, obra magnífica de estilo plateresco, muy desgastada ya por los elemen­tos atmosféricos: consta de una puerta de medio punto, escoltada por columnas estriadas que apoyan en gruesos pedestales, decora­dos con buena iconografía, y rematadas en bellos capiteles de grutescos, cabezas de angelillos y calaveras. Sobre ellos, un friso de densa y prolija decoración plateresca, y en las enjutas sendos medallones representando las figuras de San Pablo y San Bartolomé, en medio relieve y de exquisita factura. Encima del conjunto, una hornacina hoy vacía. Sobre el muro de poniente, otra pequeña puerta de adovelado arco semicircular, muy sencilla.

La portada de este templo parroquial de Lupiana reúne todos los elementos que nos permiten clasificarla, sin violencia, dentro del círculo de los seguidores de Covarrubias. Es, sin duda, un elemento «covarrubiesco» muy firme y bien defi­nido, para cuya catalogación solo falta el hallazgo del documen­to que lo confirme.

En el interior, al que se pasa a través de una cancela con buenos ejemplares de fallebas y piezas de forja popular, se admira la equilibrada arquitectura de sus tres naves, que forman un armónico conjunto de inspiración gótica, pues las pilastras que les separan son conglomerados de columnillas adosa­das, con bases gotizantes y remates en collarines de talla vege­tal, que sostienen arcos apuntados, atravesados de otros escarza­nos en el tramo de los pies del templo. Rematan los muros latera­les en un breve friso de estuco con grutescos, y la nave central se cubre con grandioso alfarje o artesonado de madera, con deta­lles de lacería mudéjar en tres almizates o harneruelos cen­trales. La cabecera del templo consta de gran arco triunfal, semicircular, escoltado de haces de columnillas rematadas en pequeños capiteles de decoración foliácea, que da entrada al presbiterio, de planta rectangular, compuesto de dos tramos suce­sivos, cubiertos de bellísimas nervaturas góticas y terminando en las esquinas con sendas veneras. Los bordes del recinto presentan cenefas y frisos de estuco en relieve con prolija decoración plateresca de grutescos y roleos, obra toda del siglo XVI. A ambos lados se presentan, en la nave de la epístola, una capilla sencilla, que comunica con el presbiterio a través de arco de piedra, y en el lado del Evangelio un amplio recinto de cúpula semiesférica apoyada en pechinas, que sirve de sacristía.

Poco a poco, conforme ha ido pasando la mañana, el sol se ha adueñado del paisaje. Aquella niebla tempranera, blanda como un susurro, se ha disuelto. El abrazo, que soñábamos inter­minable, entre el cielo y la tierra se ha relajado. Los viajeros se alejan, pero saben que a Lupiana volverán, y que ese pálpito en el que han estado sumidos (la luz grisácea de la mañana, la piedra rojiza del templo, el verde ansioso del parque) vendrá un día a salvarlos de cualquiera muerte prematura.