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diciembre, 1988:

Valdeavellano en el recuerdo

 

En el último día del año, de este año 1988 que ahora conclu­ye, vuelve el recuerdo del viento y la lluvia. Vuelve el recuerdo de Valdeavellano. Un lugar donde se junta la venerable imagen de lo viejo, y el soplo fugaz de lo nuevo. Un lugar donde aparecen transparentes las estructuras de la arquitectura románica y el aire ingrávido de una mirada inolvidable. La imagen esbelta, casi humana, de la espadaña de Valdeavellano, que acompaña a estas líneas, es el reclamo para que la nostalgia del viajero se acreciente y pueda evocar un pueblo, este pueblo de la Alcarria húmeda, y una tarde, la de aquella primavera que nunca se ahogará en el olvido.

Valdeavellano, en lo alto de la paramera alcarreña, rodeado de llanuras cerealistas y carrascales oscuros, tiene una histo­ria sencilla: una historia de la que no hubo apenas más protago­nistas que los seres que a lo largo de los siglos lo poblaron. Fué en el siglo XVI, exactamente el 3 de febrero de 1554, cuando el Emperador Carlos concedió a Valdeavellano el título y prerro­gativas de Villa con jurisdicción propia, quedando desde enton­ces, desde aquel cambio de rumbo comunitario, el centro de su plaza mayor ocupado, sobre un gran pedestal pétreo, por el rollo o picota, símbolo de villazgo, hermoso ejemplar del siglo XVI, constituido por columna de fuste estriado, sin acabar, y rematado por desgatado florón, apareciendo sobre el capitel cuatro valien­tes cabezas de leones. Será ese rollo, esa picota de estriado fuste, la que servirá pronto de símbolo único, de emblema herál­dico para el municipio que así lo ha solicitado: la picota de plata, símbolo de dignidad, sobre el campo verde, expresión de su riqueza cerealista, y acompañado de los avellanos de oro que dan nombre y lustre al pueblo.

Cuando un viajero llega por primera vez a Valdeavellano, su interés se centra en la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena, que se le ofrece como una interesante obra de arte románico, construida a fines del siglo XII, y con algunas reformas y añadidos posteriores. De su primitiva estructura con­serva los muros de poniente, sobre el que se alza potente espada­ña, que junto a estas líneas surge en breve esbozo o apunte evocador, el muro del sur (dentro del atrio y cubier­to por la sacristía) y el de levante, constituido éste por el ábside orien­tado en esa dirección.

En el segundo de estos muros, surge la sorpresa, en  estampa preciosa, de la grandiosa puerta de acceso, formada por seis arquivoltas de grueso baquetón, uno de ellos trazado en zig‑zag, y el más interior, que sirve de cancel y lleva varios pro­fundos dentellones, mostrando una magnífica decoración de entre­lazo en ocho inacabable. Esta es la joya de la villa, la palpitante atracción que Valdeavellano ofrece a quien desea visitarla.

El conjunto de esta románica portada es de gran fuerza, de perfecta armonía. Sus arcos, tallados en clara piedra caliza de la Alcarria, apoyan en sendos capiteles del mismo estilo y época, en los que se ven motivos vegetales, con complicadas lacerías de gusto oriental. En dos de estos capiteles, el artista se entretu­vo en tallar, toscamente, sendas escenas de animales: en uno aparece un par de perros atados por sus cuellos, royendo un hueso a porfía, y en el otro se aprecia un viejo pastor con su cayado, y su larga barbaza, escoltado por dos animales con cuernos que parecen cabras.

El atrio exterior que precede a la iglesia en su lado sur, es obra posterior, quizás del siglo XV, y está constituido por cuatro arcos ojivales, sin adorno ni decoración alguna, aunque con molduras reentrantes que le confieren cierto dinamismo y ligereza. El segundo de esos arcos permite la entrada al atrio. Dentro de él, resguardado el viajero del aire fresco de la maña­na, o de la calima deslumbrante de la tarde, se tiene la perspec­tiva completa de esta joya del arte remoto.

El interior del templo de Valdeavellano ofrece algunos ele­mentos de interés. La nave interior se cubre de artesonado de madera muy sencillo. Sobre el presbiterio y entrada a la capilla mayor, hay sendos arcos triunfales, semicirculares, apoyados en sencillos capiteles. Al norte se añadió, en el siglo XVI, una pequeña nave separada de la primitiva por tres pilares cilíndri­cos. A los pies del templo hay un coro alto, y bajo él, en la capilla del bautismo, una magnífica pila bautismal románica, contemporánea de la puerta, que tiene en su franja superior tallada admirablemente una cenefa en madeja de ochos inacabable, similar a la del arco interno de la portada. La copa de la pila, que apoya sobre estrecho pie, está simplemente ranurada.

En esta esquina última del año, cuando el viajero que ha conocido caminos y vericuetos, echa la vista atrás, se encuentra que no ha recorrido el camino solo. Y le entra la serena alegría de saber que un día, una tarde cualquiera de la primavera, entre las nubes y las húmedas praderas de la Alcarria, llegó a Valdeavellano, miró sus viejas piedras, charló con sus gentes amables, y fué feliz como solo a los mortales les cabe serlo: en un instante de identidad fugaz, en la infinidad atenazante de una simple mirada, de un gesto que encierra el significado último de la vida. Esa tarde volverá. Su recuerdo, en cualquier caso, queda en estas líneas.

Carlos III y Guadalajara (III)

 

Siguiendo con la visión de la Guadalajara de Carlos III, se hace forzoso recordar hoy otra de sus grandes empresas fabriles: la de paños de Brihuega. Toda la documentación histórica sobre esta fábrica está en el Archivo General de Simancas, en el apar­tado de «Papeles de Secretaría y Superintendencia de Hacienda».

Se fundó en 1750 por Fernando VI (quizás a instancias de su hermanastro Luis, a la sazón arzobispo de Toledo y señor de Brihuega). El edificio se construyó inmediatamente después, en 1752. Desde unos años antes trabajaban en la villa paños para la fábrica de Guadalajara, pero aún no había fábrica como tal. Se fundó y mantuvo con los bienes de la Real Hacienda, siendo pro­piedad del Rey.

Entre 1757 y 1767, al igual que la de Guadalajara, esta fábrica fue arrendada a la Compañía de los Cinco Gremios Mayores, aunque en esa época la calidad de la producción bajó, hubo nume­rosos conflictos laborales, y la Compañía se quejaba de pérdidas, sin que nadie se ocupara de rentabilizar su producción. ARRUGA en sus «Memorias» dice que los Gremios devolvieron esta fábrica completamente «arruinada».

En 1767, y por deseo expreso de Carlos III, la fábrica vuelve a la Administración de su Real Hacienda, nombrando admi­nistrador de la misma a D. Ventura de Argumosa. Desde entonces, esta fábrica se separó totalmente de la de Guadalajara, uniéndose a la de San Fernando, y luego volviendo a separarse de ésta, ampliándose sus edificios. Esta del último tercio del siglo XVIII puede decirse la «época gloriosa» de la fábrica briocense, pues bajo los gobiernos de Carlos III acomete reformas, ampliaciones y agiliza su producción haciendo los mejores paños conocidos.

En 1772 Argumosa pensó destinar más espacio para la fábrica, utilizando las dependencias del castillo briocense, medio abando­nado por los Obispos. Hacia 1789 se terminaron las obras de reforma y ampliación de la propia fábrica. En 1786 iban ya inver­tidos más de un millón y medio de reales. Carlos III apoyó siem­pre a fondo las mejoras y ampliaciones. En 1797 la Real Compañía de Ganaderos de Soria solicitó comprar la Fábrica, pero el Rey se negó, diciendo que era «una alhaja de la Corona, digna de todo su aprecio y atención». Desde entonces, sin embargo, fué empobre­ciéndose. Tras la Guerra de la Independencia hubo una débil reapertura y en 1829 se reparó algo su mermado edificio. Funcionó todavía hasta 1835, y en 1840 se vendió el edificio a un particu­lar.

Al igual que ocurrió en Guadalajara, la población de Brihue­ga  aumentó al doble. De unos 800 vecinos que tenía en 1734, se pasó a 1500 vecinos en 1790.

Nos queda recordar, finalmente, entre las actividades más llamativas del gobierno de Carlos III en Guadalajara, la recupe­ración de los baños de Trillo y sus aguas minerales para uso de la población. Dice el doctor Contreras que los baños de Trillo «ya se conocían en la época de la dominación romana, en la que Trillo se llamaba Thermida». Y, en efecto, desde tiempos muy antiguos fueron conocidas y apreciadas estas aguas medicinales, para las que se erigió un centro donde poder tomarlas cómodamen­te. Romanos y árabes se aprovecharon de ellas, quedando su fama extendida por todo el país.

El auge del balneario comenzó en el reinado de Carlos III. En 1771, llegó al balneario don Miguel M. de Nava‑Carreño, decano del Consejo y Cámara de Castilla, quien denunció al rey el inte­rés del lugar y su completo abandono. Fue nombrado enseguida «gobernador y director de las casa de Beneficencia y Baños Terma­les de la villa de Trillo», y comisionado don Casimiro Gómez Ortega, profesor de Botánica en Madrid, «hombre de esclarecido talento, vasta erudición y profundos conocimientos» para realizar el estudio químico de las aguas.

En los cinco años siguientes se adecentó todo aquello, se canalizaron conducciones, se arreglaron fuentes y se descubrieron otras nuevas: las del Rey, Princesa, Condesa, el Baño de la Piscina y otras fueron rodeadas de pretiles, uno de ellos «en forma de media luna», y a su pie un asiento que, guardando la misma figura, forma una especie de canapé todo de sillería muy hermoso y cómodo, y en el cual pueden sentarse a un tiempo con mucha conveniencia hasta cuarenta o cincuenta personas. Se hicie­ron cloacas para el desagüe, y en 1777 se concluyó el Hospital Hidrológico, a cuya entrada se colocó un busto de Carlos III, y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Este Hospital Hidrológico no tuvo un destino inmediato, pero en 1780, se extendió el acta que lo hacía «público Hospital… con doce plazas, con la dotación de alimen­tos, cama y asistencia necesaria para ocho hombres y cuatro mujeres de continua residencia en él, con la precisa prohibición de pedir limosna allí, ni por el pueblo».

El norte filantrópico que desde el primer momento dirigió estos baños, queda retratado en el anterior detalle, o en la frase de su primer director, el señor Nava, quien, al hablar de la utilización de las aguas, decía: «debe dirigirse a la utilidad pública, a cuyo objeto se dirigen todas las miradas de S.M. como a blanco único de su paternal desvelo», revelador enunciado del Despotismo ilustrado, que prevalecía en el siglo XVIII. Ese desvelo paternal de Carlos III se manifestó en la tierra de Guadalajara de modo tan diverso y benéfico, que en este mes en que se cumple el segundo centenario de su muerte, hemos querido recordarle y evocarle entre nosotros.

Carlos III y Guadalajra (II)

 

La ayuda prestada por Carlos III y sus ministros a la indus­tria hispana fue espectacular. Durante su reinado surgieron las primeras fábricas de envergadura, y se buscó incesantemente la posibilidad de explotar el medio natural, adecuándolo al hombre. En este sentido, son muy conocidas en la historia las fábricas de paños de Guadalajara y de Brihuega. La primera de ellas fue calificada por Larruga como la mejor de España en su tiempo. Veremos algo de su devenir en el siglo XVIII, insistiendo en que es precisamente en la época de Carlos III cuando se relanza y progresa.

De la fábrica de Paños de Guadalajara y de su importancia en su primera época nos habla con encomio, como acabamos de ver, LARRUGA en sus «Memorias políticas y económicas», así como Jean‑ François BOURGOING en su «Tableau de l’Espagne moderne». Después mas modernamente ha sido González Enciso con su Tesis Doctoral sobre este tema, quien la ha estudiado más ampliamente, habiendo concluido en que es, en su época, la mejor fábrica de España y una de las punteras en Europa.

El primer proyecto para su instalación fue de 1714, por Pedro ASTRUQ, que montó una pequeña fábrica de paños finos.

El 1719 el barón de Ripperdá decidió montar la gran fábrica en Guadalajara, siendo uno de sus objetivos «evitar la creciente despoblación de esta ciudad». Se consiguió ese objetivo, pues de 1719 a 1751 la población de Guadalajara se dobló, pasando de 2.270 a 4.769 habitantes. Se construyó sobre el palacio de los marqueses de Montesclaros, y estuvo desde el principio vinculada a la Corona. Era, pues, propiedad del Rey.

La fábrica se creó con ideas ya ilustradas, sociales, que­riendo atender por una parte a la creación de puestos de trabajo, que posibilitaran mejores niveles de vida a buena parte de la población, y por otra con el objeto macroeconómico de evitar las importaciones de paños desde extranjeros países. Las ideas de rentabilidad no fueron, sin embargo, las que primaron en un principio.

En 1731 pasó la fábrica a depender de la Real Junta de Comercio. En 1757, ya muy decaída, se arrendó por 10 años al Gremio de Pañeros de Madrid, o Compañía de los Cinco Gremios.

En 1767, al terminarse el arriendo, en muy malas condicio­nes, la tomó bajo su protección directa Carlos III y alienta su producción.

En 1784 llega a tener 100 telares, incluyendo una especie de sucursal en Horche. Al año siguiente, en 1785, se traslada la fábrica de San Fernando a Guadalajara, con telares y operarios.

En 1791 Carlos IV visitó la fábrica. Con la Guerra de la Independencia se vació y se paró. En 1821, la Diputación Provin­cial estudió llevarla, junto con el Ayuntamiento de la capital, pero suponía un gasto grande, no teniendo dinero, y no se hizo este proyecto, disolviéndose.

Carlos III y Guadalajara (I)

 

Se celebra este año, en toda España, el segundo centenario de la muerte de Carlos III de Borbón. Uno de los mejores monarcas que ha tenido nuestro país a lo largo de los siglos. Un verdadero revolucionario en su época, promotor de la modernidad, sabio y prudente, constructor de caminos y de monumentos, benefactor de la nación. Es precisamente el próximo día 14 de diciembre, el miércoles próximo, que se cumplen con exactitud esos dos siglos. A lo largo de tres semanas iremos viendo, muy resumidamente, algunas de las realizaciones directas o mediatas de su gobierno en Guadalajara.

Carlos III nació en Madrid, en 1716. Murió también en Madrid en 1788, el 14 de diciembre. Era hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio. Fué designado para ser Rey de Nápoles, y lo hizo entre 1734 a 1759. Tras la muerte de sus dos hermanos mayores, Luis I y Fernando VI, él fué llamado a reinar en España. Lo hizo entre 1759 y 1788. Vivió, pues, durante 54 años como Rey, la primera mitad en Nápoles, y la segunda en España.

El retrato que Fernán Núñez nos ha dejado de Carlos III es magistral: «Su fisonomía ofrecía en un momento dos afectos y aun sorpresas opuestas. La magnitud de su nariz a primera vista daba a su rostro un aspecto muy feo, pero, pasada esta impresión, hallábase en el mismo semblante una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraban amor y confianza».

Fué el auténtico creador de la Ilustración. Rey‑alcalde para Madrid, ordenó la ciudad y la embelleció con Puertas (la de Alcalá), con fuentes y con parques (el Prado), y organizó el Estado de forma moderna. Se rodeó de importantes políticos (Flo­ridablanca, Campomanes, Olavide, Cabarrús, etc). Se crearon las Sociedades de Amigos del País, la Compañía de Filipinas, el Banco Nacional de San Carlos (luego Banco de España), organizó la Real Hacienda, puso las bases de una industria fuerte y de una econo­mía próspera, hizo obras públicas numerosas como el Canal Impe­rial de Aragón y el de Castilla, puentes numerosos, caminos, etc., haciendo repoblaciones en las sierras andaluzas (La Caroli­na, etc.), creando una nueva organización administrativa a base de Intendencias (Guadalajara, Molina) y poniendo en práctica el «regalismo» o control de la Iglesia por el Estado, controlando el nombramiento de Obispos y expulsando a la Orden de los Jesuitas. 

Una de las bazas que en favor de Carlos III existen en Guadalajara es el puente sobre el río Henares a su paso por nuestra ciudad. Este puente es obra antiquísima. Ya los romanos le elevaron y fue notablemente agrandado y perfeccionado por los árabes. Se lo llevó por delante alguna riada, y reconstruido en época medieval, así como en tiempos de Felipe II. Una nueva restauración se hizo en la época de Carlos III. Existe una piedra tallada, a modo de cipo o miliario, en la que con cierta dificul­tad se pueden leer sus borrosas letras, y en ellas puede desci­frarse que fue el año 1776, reinando Carlos III, por acuerdo del Ayuntamiento de Guadalajara, y con la ayuda y prestación económi­ca de los pueblos de cuarenta leguas a la redonda, se reconstruyó el puente solidamente, siendo el director de las obras el arqui­tecto Marco Vierna.

Tenía entonces una joroba central el puente, y una torre en el centro. Todo ello fué eliminado en las reformas de 1856, y ensanchado a 10 metros, ampliando y volando las aceras, en 1922, según se dice también en la referida piedra tallada.

Como otra importante obra pública de la época de Carlos III en Guadalajara debemos recordar el nuevo trazado de la Vía de Madrid a Aragón. El camino real, que desde época de Felipe II había empezado a discurrir por lo alto de la Alcarria, fue res­taurado y mejorado, ensanchándolo. En Torija se puso un monolito conmemorativo de ello. Se pusieron además numerosas posadas, ventas, etc. para proteger al viajero y asegurar lo rápido y cómodo del viaje. Surgieron así la de San Juan o Parador de Cortina en término de Azuqueca; otra en el puente del Henares, en Guadalajara; otra en la cuesta de Torija; la Venta del Puñal en lo alto de la Alcarria cerca de Ledanca, etc.

En la historia de España, han sido conocidas siempre como «Salinas de Guadalajara», ó «Salinas de Atienza» las que realmente se encuentran a lo largo del valle del río Salado, principalmente en Imón, Santamera, La Olmeda y Cirueches. A lo largo de este río, y desde tiempos muy primitivos, se aprovechó el depósito salino que sus aguas llevan disueltas. En la Edad Media, el control de las salinas fué crucial, y su posesión por los Obispos de Sigüenza dio pie a la leyenda de que la catedral seguntina se levantó con el producto de esas salinas.

El gobierno ilustrado de Carlos III las protegió y potenció, hasta el extremo de construir nuevos sus edificios y sus estructuras de explotación. Canga Argüelles h ahecho un estudio sobre su importancia y cantidades de producción. Se sabe que en 1760, el Superintendente General de la Real Hacienda, Miguel de Muzquiz, dictó unas instrucciones para el mejor aprovechamiento de las salinas, sobre todo de éstas.

También se restauraron a partir de esa época las salinas de Saelices de la Sal, y de Armallá, en término de Tierzo, en Guadalajara. En estos lugares, lo mismo que en Imón, se conservan casi intactas las construcciones de la época de Carlos III, con edificios, almacenes, depósitos, estanques y canales, etc.

Sigüenza en el siglo XVIII

 

En este año que ya va acabando, y que se ha dedicado en gran parte de España al recuerdo del monarca ilustrado Carlos III de Borbón, y a la labor que él y sus ministros desarrollaron por todo el país, la ciudad de Sigüenza celebró el pasado verano un amplio ciclo de conferencias en torno a este hecho y a su entron­que con la Ilustración. Conferenciantes de nota, y múltiples temas monográficos vieron la luz en aquella serie de encuentros que esperamos pronto ver publicados en un nuevo número de los «Anales Seguntinos». Hoy entregamos una breve reflexión o vistazo rápido sobre la Ciudad Mitrada durante aquella centuria de pro­greso general, aunque, como ahora veremos, en Sigüenza quedó un tanto mediatizado por el predominio continuo y atosigante de la clase eclesiástica.

El desarrollo de Sigüenza, progresivo e imparable a lo largo de toda la Edad Media, desde su reconquista en 1123, se completa en este siglo, especialmente a partir de las obras que manda realizar el obispo Díaz de la Guerra, quien gobernó la diócesis entre 1773 y 1800, en pleno reinado de Carlos III. Se construye el barrio de San Roque, con un aire de conjunto plenamente orga­nizado y metódicamente distribuido.

La ciudad, que se ha ido engrandeciendo a lo largo de los siglos, desde el referido año 1123 en que ocurrió su Reconquista a los árabes por parte del obispo‑guerrero don Bernardo de Agen, continúa bajo el mismo sistema político que en el siglo XII: se trata de un señorío de tipo eclesiástico, en el que el señor es el Obispo y el Cabildo, quienes cobran los impuestos y ponen a los cargos municipales, o al menos los controlan.

El desarrollo urbano, social y económico de la ciudad ha ido progresivamente creciendo: son decenas de monumentos, grandes iglesias, la catedral, palacios, una Universidad, Conventos, Hospitales, Hospicios, el castillo‑palacio, etc., todos ellos llenos de obras de arte. Viven allí pintores, escultores, litera­tos, y especialmente eclesiásticos que dominan la Universidad y las finanzas.

En la segunda mitad del siglo XVIII, la población de Sigüen­za alcanza la cota máxima de su historia, con un total de 1278 familias (unos 6.400 habitantes) en 1797, habiendo estado siem­pre, a lo largo del siglo XVIII, por encima de los 4.000 habitan­tes. De ellos, la clase dominante era indudablemente la eclesiás­tica, con un núcleo de poder constituido por la persona del Obispo y los individuos del Cabildo catedralicio. Todavía en 1751 existían en este Cabildo 14 dignidades, 37 canónigos, 13 racione­ros y 14 medioracioneros, lo que suponen cifras absolutamente comparables con las de la plena Edad Media. Además de ellos existían otros muchos sacerdotes seculares que ocupaban puestos de vicarios, párrocos, ayudantes, etc.

En 1753, según el catastro del marqués de la Ensenada, en Sigüenza existían 101 casas cuyo jefe de familia era un eclesiás­tico. Por lo tanto, al menos esa era la cifra mínima de personas de esta clase existentes en la ciudad. En esas casas vivían, en calidad de criados, servidores, amas y familiares, 260 personas más dependientes de ellos.

En cuanto a la clase nobiliaria, en Sigüenza siempre fue muy escasa. En el siglo XVIII aumentó, habiendo 8 familias de nobles en 1775, 14 en 1785 y 16 en 1797. El resto de la población se repartía entre las clases trabajadoras, bien artesanos, comer­ciantes, agricultores (mayoría), y profesionales liberales.

Los recuerdos, hoy visibles, de aquella centuria, son todavía hermosos y dan un tono de elegancia a la parte baja de la ciudad. Así, el barrio de San Roque, mandado construir por el obispo Díaz de la Guerra, con sus «cuatro esquinas», su calle principal, su convento de franciscanos (hoy Ursulinas) de aspecto barroco, su ermita de San Roque, su Cuartel de milicias, su Calvario en la Plaza de las Cruces, y tantos otros detalles, en los que el viajero (y esto es lo especialmente recomendable) puede perderse y extasiarse en el recuerdo de aquella centuria singular, hoy recordada con especial referencia a la ciudad de Sigüenza.