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septiembre, 1988:

Don Antonio de Mendoza, el primer virrey de Méjico

 

Al Club de Mujeres Hispánicas de Santa Juliana, en West Palm Beach (Florida, U.S.A.)

En estas fechas en las que toda España, y toda América, se da al recuerdo de la gesta del Descubrimiento y mutuo Encuentro de las Culturas europea y americana, en ese punto mágico del 12 de octubre de 1492, quisiera desde estas páginas de un periódico local, de un periódico alcarreño y castellano, dedicar un recuerdo a un personaje que, íntimamente entroncado con esta tierra en la que vivimos, fué columna fundamental en la forja de un estado tan grande y magnífico como fué, primero Nueva España, y ahora México. Me voy a referir a don Antonio de Mendoza, su primer Virrey, allá por los inicios del siglo XVI, y hombre extraordinariamente inteligente y capaz, relacionado familiarmente con los Mendoza arriacenses.

Aunque Antonio de Mendoza nació en Valladolid, estaba íntimamente emparentado con la familia que durante siglos marcó el rumbo de la tierra alcarreña: era nieto de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, poeta de los más puros del Renacimiento castellano; era hijo del conde de Tendilla, hermano de don Bernardino de Mendoza, del diplomático y escritor don Diego Hurtado de Mendoza, y de María Pacheco, mujer del comunero Padilla. Nuestro personaje, sin embargo, en aquella singular lucha civil que se desarrolló en Castilla en 1520 y aledaños, fué un leal al emperador, y por ello aún muy joven fué nombrado comendador de la Orden de Santiago, embajador en Hungría y compañero de batallas del emperador Carlos I.

Cuando el monarca hispano tuvo ciertas dificultades para poner orden en su más importante colonia de la América recién descubierta, en México, donde la primera Audiencia nombrada fué muy contestada por los colonos, pensó a instancias de Zumárraga en la creación de un Virreinato que, encabezado por la figura de un Virrey, sirviera para la gobernación de aquellos lejanos territorios con la eficacia con que Castilla, cercana y doméstica, era gobernada. Y pensó (y aún acertó), nombrando a Mendoza para ese cargo, para ese histórico estreno.

Sería muy largo de enumerar todo cuanto entre 1535 y 1549 realizó don Antonio en el territorio mejicano. En el aspecto de gobernación, dictó unas «Ordenanzas del buen tratamiento» en 1536 para el mejor trato de los indios, y ayudó en cuanto pudo la misión del visitador real Francisco Tello de Sandoval al objeto de poner en marcha las Leyes Nuevas dictadas por el emperador Carlos a instancias de Bartolomé de las Casas, y que tantas resistencias levantó entre los tradicionalistas encomenderos. Puso en marcha un ambicioso plan de explotaciones mineras en Zacatecas, donde llevó buen número de alcarreños (los Ibarras, los Oñate, los Tolosa y los Medrano) que levantaron aquella industria. Creó tribunales de la Mesta para el aprovechamiento de pastizales, elaboró otras ordenanzas para el manejo de la seda, inició las obras del puerto de Veracruz, estableció la imprenta en Méjico (el primer libro fué la Doctrina christiana de Juan de Zumárraga, en 1539). Dio los primeros pasos (con la creación de los colegios mayores de Tlaltelolco y San Juan de Letrán) para la inmediata instauración de la Universidad mexicana, etc.

Otro aspecto muy interesante de Mendoza fué su deseo de continuar las investigaciones geográficas y los viajes de reconocimiento por todo el continente americano en su porción norteña. Y así, él protegió y ayudó económicamente a Cortés y Ulloa para sus navegaciones por el golfo de California; a fray Marcos de Niza por Cíbola y el Nuevo México; a Hernando de Alarcón para explorar el río Colorado; a Rodríguez Cabrillo para sus viajes por la Alta California; a Quivira para sus descubrimientos por  el centro de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, etc. En este sentido, Mendoza alentó la labor española de descubrimientos y evangelización de una forma máxima, casi bíblica, pues su idea de que una nueva Humanidad, la depositaria de un cristianismo nuevo y puro, en la línea del ascetismo erasmista y franciscano, tendría su nacimiento en el Nuevo Continente, le animaba cada día a marchar por el sendero de esas rutas descubridoras.

Tuvo que poner lo mejor de su inteligencia y energía en acabar con revueltas de españoles indóciles (del mismo Nuño de Beltrán, también alcarreño, quien tras hacerse con el gobierno de la Nueva Galicia, en el actual Jalisco, y fundar la Guadalajara de Indias, tuvo que ser encarcelado y residenciado por el Virrey) y de indios que en ocasiones hicieron peligrar algunos territo­rios ya plenamente asentados.

A don Antonio de Mendoza, ya mayor y achacoso, le propuso el emperador hacerse cargo del recién creado y difícil virreinato del Perú, que él aceptó. Allá marchó en 1549, implan­tando también las Leyes Nuevas contra la resistencia de los antiguos encomenderos, y dando sabias y benévolas normas para el mejor desarrollo de aquel inmenso territorio, respetando siempre al indio, del que se preocupó notablemente en sus formas de vida y trabajo.

En definitiva es éste un recuerdo a una figura máxima que, muy emparentada con la tierra de Guadalajara, don Antonio de Mendoza, dejó una amplia estela de bondad e inteligencia en el gobierno más remoto de la Nueva España, semilla aún virgen de lo que hoy es ese extraordinario país al que llamamos México.

La ex-capilla gótico-mudéjar de San Gil en Guadalajara

 

Hubo una vez una ciudad, rodeada de murallas, repleta de edificios nobles entre los que destacaban los palacios de sus vecinos hidalgos, las iglesias de estilo mudéjar para celebrar el culto cristiano, las plazuelas centradas por grandes fuentes sonoras, y las estrechas calles en las que el sol apenas se atrevía a penetrar. Esa ciudad era Guadalajara.

Y en ella había una iglesia construida en la parte más vieja y céntrica, iniciadas sus obras poco después de la Reconquista, allá por el siglo XII, y adornada en lo exterior por detalles arquitectónicos de tipo mudéjar, como la puerta de entrada, de arco en herradura muy pronunciado, o el atrio porticado orientado al sur, donde se celebraba semanalmente, en siglos remotos, el Concejo abierto de la ciudad. Esa iglesia era San Gil.

Y había dentro de ella una enorme cantidad de cosas interesantes: altares, rejas, pinturas y esculturas. Capillas también. De todas era la más hermosa, sin duda, la que llamaban de los Orozco, porque gentes de esta noble y antañona familia la habían fundado y empleado sus dineros propios en adornarla y llenarla de maravillas. Esa capilla de los Orozco en la iglesia de San Gil en la ciudad de Guadalajara es algo que ya sólo existe en el recuerdo. Y porque recientemente hemos encontrado una imagen de ella que nos permite evocar sin esfuerzo parte de su estructura y ornato, es por lo que hoy la traemos a colación.

Las referencias a este elemento ya perdido del arte alcarreño las tenemos por parte de diversos autores: es uno de ellos el dibujante catalán Pascó, quien acompañó a don José María Quadrado y a don Vicente de la Fuente en su «Viaje por España» a mediados del siglo XIX, y mientras estos dos últimos hacían sus investigaciones históricas y anotaban los detalles artísticos que encontraban, Pascó se dedicaba a dibujar en directo las cosas que más atraían su atención. En Guadalajara, una de ellas fué el interior de la capilla de los Orozco.

El historiador Torres, del siglo XVII, en su inédita «Historia de Guadalajara» dice algo de esa capilla, pero no la describe. Layna Serrano, en su monumental historia de la ciudad, publicada en cuatro tomos en 1942, le dedica una página entera, pero lo hace más o menos como nosotros ahora: ya por referencias, a la vista de fotografías y dibujos. Pues esta capilla fue derribada a finales del siglo XIX. En su obra, publica dos borrosas fotografías de Hauser y Menet, que sin embargo son útiles para hacerse una idea de lo que era. Finalmente, fué el catedrático de dibujo del Instituto de Enseñanza Media «Brianda de Mendoza», don Ramiro Ros, quien nos dejó unos hermosos dibujos, detallistas y perfectos, de las decoraciones de esta capilla. Esos dibujos, al parecer, se conservaban en el Instituto. Hoy nadie sabe donde paran. Uno de ellos lo publicaron Cordavias y Sainz de Baranda, en 1929, en su «Guía Arqueológica de Guadalajara». Y es ese dibujo el que hoy acompaña estas líneas, para satisfacer la curiosidad y levantar el asombro de nuestros lectores.

Las cuatro paredes de la capilla de los Orozco estaban cubiertas de yeserías policromadas, en las que se mezclaban, superpuestas y un tanto anárquicas, las decoraciones de tipo gótico florido, con lacerías complicadas, y las de tipo mudéjar o claramente árabe, incluso presentando frases escritas en caracteres cúficos. En los espacios libres, aparecían escudos de armas, emblemas de la familia. Toda esa decoración estaba profusamente coloreada, consiguiendo un efecto muy atractivo, quizás excesivo. Ese estilo de ornamento es muy propio del siglo XV, aunque Layna y el resto de autores que han hablado de esta capilla opinaron que era del siglo anterior. En la época de Juan II y Enrique IV de Castilla, se «pone de moda» en todo el reino cristiano la decoración mudéjar y el exceso de combinación entre ella y lo gótico más florido. Resultado de esa mezcla barroca fué esta capilla de los Orozco en San Gil de Guadalajara, hoy desaparecida.

Aunque no del todo. Porque cuando hacia 1886 el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco construyó por mandado de la condesa de la Vega del Pozo el gran complejo arquitectónico del Panteón, el Asilo y la iglesia, donde hoy están las Madres Adoratrices, en el templo puso, pues lo hizo a imitación del arte mudéjar arriacense, copias exactas de las yeserías de esta capilla de los Orozco de San Gil. Es por ello que, al menos en réplica, algo ha quedado y hoy puede admirarse en la iglesia, por todos conceptos maravillosa, de Santa María Micaela, del barrio de Defensores.

Quisiera finalmente apuntar un detalle que nos posibilitaría la adscripción de este elemento artístico a otra familia de la que tradicionalmente se ha establecido su patrocinio. Y es concretamente la de los Torres. Unos y otros autores se la han aplicado a los Orozco, quizás más por tradición que por otra cosa. Porque lo cierto es que, tanto en las fotografías que publica Layna, como en este dibujo de Ros, el escudo que aparece repartido por los muros es el de los Torres, otra noble familia arriacense, que tuvo su palacio en la Calle Mayor alta, justamente donde hoy se encuentra la Cámara de Comercio. Sobre el ancho portón antiguo de este edificio, aún se ve un pequeño escudo de la familia constructora: presenta un castillo acompañado a los lados de sendas flores de lis. Es ese mismo escudo el que aparece repartido por los muros y yeserías de la capilla que hoy tratamos. Sería, pues, lo más lógico, dejar de denominarla «capilla de los Orozco» y pasar a llamarla «capilla de los Torres». Pero reconocemos que la tradición tiene también su valor, y, en fin, dejaremos las cosas donde están.

En cualquier caso, la oportunidad de contemplar, en el desvaído gris de una vieja fotografía, una obra de arte que fue y ya solo en el recuerdo permanece, es un motivo que no se encuentra todos los días. Es, también, una prueba más de lo hermosa que fue nuestra ciudad y la evidencia de cómo, poco a poco, entre unos y otros, la hemos ido destrozando y arrumbando a ese estadio etéreo del recuerdo y la añoranza.

Heráldica cifontina

 

Entre las fuentes más relevantes para el estudio de la historia, figura la heráldica, y al mismo tiempo podemos decir que es ésta una de las parcelas más hermosas e interesantes del patrimonio artístico y monumental de una tierra. En Guadalajara, afortunadamente, y a pesar de lo mucho que se ha perdido, aún podemos encontrar multitud de escudos, centenares de escudos repartidos por casas, palacios, iglesias y fuentes de nuestros pueblos.

Haremos hoy un recorrido por algunos de los más señalados escudos de la villa de Cifuentes, sin querer agotarlos todos, pues los hay todavía, como el de la «casa de los Gallos», que son verdaderamente espléndidos e interesantes para su estudio. Tocaremos hoy algunos de los más relevantes.

Sea el primero el escudo de armas que aparece sobre la pared frontal, en el piso inferior, bajo los soportales, del Ayuntamiento de Cifuentes. Se trata de un solo campo, en forma de pergamino, en el que surge un león rampante. Es el emblema heráldico del apellido Silva, propio de los condes de Cifuentes. Este escudo, obra del siglo XVII, estuvo presidiendo durante mucho tiempo la fachada principal del palacio de los condes de Cifuentes, asentado en la plaza mayor del pueblo. Pero tras la Guerra de Sucesión, y por el apoyo que estos nobles prestaron a la causa del Archiduque Carlos, facción perdedora en la contienda, el rey Felipe V mandó arrasar su casona mayor, y levantar en su lugar el Ayuntamiento del pueblo, tal como hoy lo vemos. Solo se salvó del antiguo edificio una lápida y este escudo, que fue colocado en la fachada del Concejo.

Es el segundo de los escudos el perteneciente a un desconocido hidalgo, que figura sobre la pared principal, a la altura del primer piso, de una casa de arquitectura popular que se encuentra frontera del antiguo hospital gótico del Remedio. Esta casa tiene en su parte posterior unas hermosas arcadas del siglo XVI. Sin embargo, el emblema heráldico de su fachada, tallado en alabastro blanco, roto en varios fragmentos, es posterior, al menos del siglo XVII. Presenta cuatro cuarteles, habiendo identificado solamente los dos inferiores, que pertenecen, respectivamente, a los Guevara y a los Mendoza. La representación de este último apellido es, sin embargo, curiosa, y posiblemente alude a una familia muy secundaria de la rama principal, pues el escudo partido en sotuer se rodea de una cadena, y en los campos en que tradicionalmente traen los Mendoza del Infantado su frase «Ave Maria Gratia Plena», este enseña cuatro panelas, referencia a la rama de los Hurtado de Mendoza. La cimera del escudo es muy bella: una celada terciada, mirando a la diestra en símbolo de legitimidad, adornada ella y el escudo todo de lambrequines profusos.

Un tercer escudo cifontino ponemos, en dibujo esquemático, entre estas líneas. Se trata ahora del que preside la entrada a la iglesia del convento de Belén o de monjas capuchinas, que fundara el cuarto conde de Cifuentes, don Fernando de Silva, en 1527. Este emblema, sin embargo, no estuvo primitivamente en ese lugar, sino que perteneció, como toda la fachada de bien tallada piedra en la que se incluye y a la que remata, al antiguo Hospital del Socorro. Pero el haber sido arrasado por las bombas el convento de Belén, y tras su reconstrucción por Regiones Devastadas, se puso a la entrada del templo la fachada restaurada del referido hospital. El escudo, de todos modos, pertenece al treceavo conde de Cifuentes, don Fernando de Silva y Meneses, que vivió y gobernó sus estados en la primera mitad del siglo XVIII. Es un emblema típico de esa época, complicado en sus símbolos, con la corona marquesal de Alconchel al timbre, colgando de la cual aparece un manto, y rodeando el escudo surge el collar de la Orden del Toisón de Oro, a la que pertenecía el conde. En el primero de sus cuarteles, el de arriba y a la derecha, aparece un león rampante, coronado: es el de su apellido principal, Silva. El resto de los cuarteles son entronques familiares. Entre ellos destacamos el de Padilla, el de Torres y el de Meneses, por supuesto, que se ve como escusón  central. Bien tallado y restaurado, es éste uno de los más hermosos escudos de armas de la villa cifontina, de la cual en ocasión futura pondremos algunos otros de sus emblemas heráldicos más interesantes.

Campoamor, un hombre de hoy para el arte alcarreño de siempre

 

Cuando uno abre las páginas del libro virtual El arte alcarreño a través de los tiempos, se encuentra con la presencia de nombres y figuras de todo tallaje y anchura. Desde los remotos y felices hombres del Cuaternario que dibujaron sus retratos, los de los animales de su entorno, y las danzas que practicaban en la Cueva de los Casares de Riba de Saelices, hasta la escultura dinámica de Paco Sobrino; o desde la solemne palidez de las esculturas de la portada de Santiago en la parroquia románica de Cifuentes, hasta el hiperrealismo embriagador de Rubén Torreira. En ese libro magno, apasionante y múltiple, que un día alguien tendrá  que escribir, surgen los nombres y las piezas. Es un mosaico multicolor en el que se agitan las formas y fluyen los estilos: Vandoma, Lorenzo Vázquez, Antonio del Rincón ó Maino: todos han puesto, con su luz de Alcarrias, de Sierras y de Campiñas, la dimensión de su inspiración en las páginas de ese «arte alcarreño» que nunca acaba.

Una de las páginas de ese libro está ocupada, con derecho propio, por Jesús Campoamor y Lecea. En el capítulo de los pintores, se nos ofrece con la fuerza de una originalidad propia y un concepto muy personal del arte. Nació este artista en Guadalajara, en los años de la República, y vivió la infancia y juventud en esas décadas difíciles de la Guerra Civil y el posterior y lento desarrollo, lo que condicionó la imposibilidad de cursar unos estudios académicos sobre la materia artística que, desde muy niño, le apasionó. Es, por lo tanto, un autodidacta, dejando que sea su inspiración, siempre poderosa, la que se adueñe del campo en el que el arte debe expresarse. Todas las dimensiones del lenguaje artístico han sido probadas por Campoamor: desde la palabra (demostrando poseer los resortes intelectuales suficientes de un poeta) hasta la ruta de los volúmenes en la escultura, pasando lógicamente por la planicie coloreada de la pintura.   

La obra de Campoamor se ha ido fraguando a lo largo de los años. Más de 30 lleva en esta empresa de creador. Solo el esfuerzo y la experimentación le han hecho cambiar de estilo, aunque el fondo de su expresividad ha sido siempre el mismo. El paisaje alcarreño ha tenido siempre la consideración de figura estelar en su temática. La sistemática de su aportación, el modus apparendi ha sido generalmente la exposición, la muestra individual o colectiva, y en muy escasas ocasiones el certamen o el concurso, al que en concreto no ha acudido nunca. El modo, pues, de conocer la progresiva aportación de Jesús Campoamor a la historia del arte alcarreño, es el de examinar y valorar sus exposiciones individuales, que suele presentar cada tres o cuatro años. Es hoy concretamente, 9 de septiembre de 1988, que en la Sala de Arte de la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» de Guadalajara, se abrirá al público precisamente una muestra con las últimas obras, tanto de pintura, como de escultura, de nuestro autor. 

Pero tras estos preámbulos y disquisiciones, que sólo han perseguido centrar levemente en el tiempo y el espacio a Campoamor Lecea, debemos plantearnos el valor y el significado de su obra. Esta discurre muy especialmente sobre el paisaje de las tierras de Guadalajara. Siempre lo ha hecho. Ha podido cambiar la técnica, el enfoque, la resolución de aspectos puntuales: pero el interés por el objeto ha persistido a lo largo de los años. La preocupación trascendental del pintor ha sido la de captar la esencia de la tierra y del cielo que le circuyen. Si el pálpito de un país, como decía Laín Entralgo, se constituye por su tierra, su cielo, sus pueblos y sus gentes, la elección de Campoamor ha recaído sobre los dos primeros elementos, que ha tratado de desmenuzar progresivamente hasta llegar a la entraña de su esencia. Y así, tras haber pasado por el retrato del paisaje, ha alcanzado finalmente (hoy lo veremos) la gracia de poseer su razón y su enjundia, la visión espiritual, el peso onírico que todo pedazo de tierra tiene. De este modo, el paisaje de Guadalajara, en un largo proceso de síntesis y análisis de formas y colores, ha cuajado en la obra de Jesús Campoamor, que es síntesis y esencia de nuestra tierra.

No es aventurado ni excesivo, creemos, afirmar que la figura que hoy protagoniza estas páginas es uno de los mejores pintores con que cuenta la historia del arte en Guadalajara. Saberlo no supone nada nuevo, pues lo sabemos de otros. Pero poder contemplar en directo, lo más reciente salido de su constante preocupación formal, ver por nuestros propios ojos, en un marco magnífico, sus últimas batallas con el color y las distancias, es un privilegio del que no podemos evadirnos. Será una buena ocasión para encontrarnos, en torno a la expresividad plástica y paisajística de Campoamor, todos cuantos de alguna manera amamos el arte y su infinito fluir.

Un hombre de la Guadalajara humanista: Luís de Lucena

 

Un breve repaso a una de las figuras más interesantes de la historia, todavía por escribir, del Humanismo renacentista de Guadalajara, es lo que vamos a hacer en estas líneas que siguen. Tratando de ofrecer un momento de reflexión a nuestros lectores en torno al pasado de Guadalajara y sus figuras descoyantes. Se trata en este caso de Luís de Lucena, médico, arquitecto, arqueólogo, escritor, y erasmista que nació en Guadalajara en 1491 y terminó sus días en el exilio de Italia, en Roma concretamente, en agosto de 1552, en la casa donde había vivido, situada en la puerta Leonina, por el campo Marcio. Fue enterrado en la iglesia de Nuestra Señora del Pópulo, en Roma, y a pesar de lo dispuesto al inicio de su testamento, en el que desea ser enterrado en la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles que fundó en Guadalajara, el hecho es que los huesos del doctor Lucena se quedaron para siempre en Italia.

El amor a su tierra chica, a sus gentes, a sus familiares y amigos, en un apego exquisito por cuanto constituía su raíz vital, quedó bien patente en el testamento que, aunque firmado el 5 de agosto, pocos días antes de morir, debía tener ya muy preparado y meticulosamente dispuesto. En él instituye una biblioteca pública en Guadalajara, quizás la primera que hubo en España, a situar en el piso alto de la capilla de Nª Sra. de los Ángeles, que él previamente había diseñado y mandado construir.

De la familia Lucena se ha conocido muy poca cosa hasta ahora. Sabemos que tuvo varios hermanos, de apellido Núñez la mayoría, aunque en esto se rige la familia Núñez‑Lucena con la gran anarquía propia de los tiempos. Sabemos que era su madre doña Guiomar de Lucena, apagada dama de la Guadalajara medieval. ¿De familia judía, quizás? Es posible que el Dr. Lucena fuera de ascendencia hebrea. El hecho de que estudiara su carrera de Medicina en Montpellier, donde eran muy abundantes las gentes de la raza de David, lo corrobora. Su cristianismo, es indudable, rozó siempre la heterodoxia. Su posible exilio en Roma apoya aún más este origen judío del que no existen datos concluyentes, pero sobre el que no hay más remedio que apuntarlo.

Un punto que también conviene aclarar hoy en la biografía de Luis de Lucena, es el que se refiere a su profesión concreta. Hasta ahora, todos cuantos se habían ocupado de él, le hacían eclesiástico al tiempo que médico. He incluso ha habido autores, como el mismo cronista provincial don Juan Catalina García, que le hicieron cura párroco del lugar de Torrejón. Indudablemente, la copia del testamento de Lucena que este autor maneja, es obra recopiada, del siglo XVIII, y en ella se alteran palabras que la hacen poco fiable. No fué Lucena eclesiástico, y según he podido hallar en documentos fidedignos, como son varios protocolos notariales del escribano de Guadalajara Juan Fernández, hechos en enero de 1579, y hoy conservados en el legajo 104 del Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, el eclesiástico fué don Antonio Núñez, también canónigo, hermano de Luis de Lucena. Don Antonio fué cura párroco de Torrejón de Alcolea (hoy Torrejón del Rey) y de las Camarmas (Camarma del Caño y Camarma de Esteruelas) pueblecillos todos pertenecientes entonces al alfoz o común de Guadalajara, en su sesma del Campo, en el pequeño valle del río Torote. Consta en esos documentos que el canónigo Antonio Núñez se hizo construir una casa con granero en Camarma del Caño, así como que Lucena dejó bastantes bienes, fundamentalmente olivares, en el término de Torrejón, para acrecentar los fondos de su fundación pía. Antes de marcharse al extranjero, Lucena se dedicó a recorrer España en busca de antigüedades romanas. El Renacimiento, el afán de vuelta a lo antiguo, apunta uno de sus objetivos de sabiduría al conocimiento de la epigrafía griega y romana. Cada piedra hallada, con cuatro letras dispersas y medio borrosas que tuviera, ya se consideraba un importante objeto de estudio. Don Luis buscó en los lugares de positivo interés arqueológico, desenterró lápidas, y copió sus inscripciones. Formó luego un pequeño tomo con ellas y se las llevó a Italia, donde dio forma a su estudio, que tituló Inscriptiones aliquot collectae ex ipsis Saxis a Ludovico Lucena, Hispano Médico, y que en 1546 ingresó en los archivos del Vaticano, de donde, a fines del siglo XVIII, fue copiado por don Francisco Cerdá y Rico, y llevada la capia a la Academia de la Historia de Madrid. En esta actividad de erudito arqueólogo le menciona Ambrosio de Morales, en sus «Antigüedades de España». Y como arquitecto y entendido en el arte de las construcciones, a Lucena le alaban algunos afamados autores italianos. Ignacio Danti y Guillermo Philandrier eran, con él, pertenecientes a la academia Colonna, y este último, en sus Annotationes in Vitrubium, señala a Luis de Lucena como «el más perito censor de sus trabajos». De su quehacer constructivo veremos luego la huella genial que nos dejó en Guadalajara.

Poco nos dejó en herencia escrita nuestro humanista. Pero en aquellas páginas que dictó y rubricó en los últimos días de su vida, fundando y ordenando hasta el más mínimo detalle una «Librería» o biblioteca pública, impuso su espíritu sereno de sabio y pensador, y encabezó el largo párrafo con frase tan lapidaria como ésta: «pues que la importancia de nuestro ser, de nuestro saber e ignorar, no consiste en saber latín, ni griego, ni una lengua más que otra, sino en saber conocer y discernir realmente lo bueno de lo malo, y lo falso de lo verdadero…» señalando luego que hacía tal fundación «por la necesidad que hay tan manifiesta de remedio para la ociosidad en que tan comúnmente y demasiadamente todos pecamos…»

Y no era problema tan solo del siglo XVI ese de la ociosi­dad, pues a pesar de las prisas que nuestros días nos arraciman a las espaldas, son en muchas ocasiones prisas de vacar y no hacer nada las que nos urgen. Siguen las palabras de Lucena en pie y derechas, como voz de profeta amargo. Los detalles con que ordena la Biblioteca son numerosísimos y pintorescos: quería que se pusieran libros principalmente en idioma castellano, preocupado de que pudieran ser entendidos de todos, y, sólo si quedara sitio en las estanterías, colocar otros en latín, italiano, portugués, valenciano, catalán o cualquiera otra lengua. El concepto de ciencia que Luis de Lucena tenía, queda bien patente, y es tema que merecería más amplio comentario, al leer las que quiere sean materias representadas, y aquellas otras de las que no debía existir libro alguno.

Y así, con sus palabras, dice a favor y en contra: «que de estos bancos (o armarios) uno sea diputado para los libros de Gramática, Lógica y Retórica; y otro para Libros de Aritmética y Geometría; y otro para Libros de música y Astrología, y otros para Libros de artes manuales como son Arquitectura, Pintura y semejantes; y otros dos para libros de Filosofía Natural; y otro para Libros de Historia, y otros dos para libros de Filosofía Moral». Y finalmente se expresa, como preocupado por las cosas del espíritu y de la Medicina, diciendo: «por cuanto, entender las cosas de Teología y Medicina, son de tanta importancia, y porque querer formar de suyo opiniones en estas ciencias es cosa tan peligrosa, en la una para la Salud de la Anima, y en la otra para la del cuerpo; y porque esta Librería ha de servir para la mayor parte a personas no muy fundadas en letras y por ventura algunas de no tan maduro ingenio y juicio quanto estas ciencias requieren, por ende mando y ordeno, que de ellas no se ponga Libro alguno en la dicha Librería».

Son retazos, quizás fragmentarios, pero en todo caso verídicos, algunos inéditos, y en cualquier modo interesantes, relativos a ese gran personaje de la Guadalajara renacentista, que fue Luis de Lucena. Su recuerdo, apoyado por estas secuencias ahora esbozadas, se mantiene en alto gracias al vivo grito de su capilla enladrillada y mágica, la que en la cuesta de San Miguel ofrece lo incitante de un arte inhabitual y una historia secreta y apenas desvelada.