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febrero, 1988:

Las huellas de los romanos en Guadalajara

 

Continuaremos esta semana recordando cosas en torno a la presencia de los romanos en nuestra tierra. Si hace siete días llevábamos nuestra memoria a la historia de la llegada y asenta­miento de las gentes del Lacio, y posterior romanización de los autóctonos celtíberos, dedicaremos estas líneas de hoy para evo­car algunos lugares donde quedaron las huellas, más o menos evidentes, de la presencia romana en Guadalajara. Libros como el ya mencionado de Dimas Fernández Ruiz, que publicado por la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja trata sobre «Los Mosaicos Romanos del Convento Cesaraugustano» y que ofrece con todo lujo de detalles y de imágenes la constancia del arte itáli­co en nuestro entorno, propician este interés común.

El asiento de los romanos, aunque todavía no bien conocido, está bastante modulado por los hallazgos arqueológicos fragmentarios o puntuales realizados en los últimos años. Sabemos que los romanos no crearon ciudades nuevas. Aprovecharon y reuti­lizaron las que ya había, y crearon nuevos enclaves menores de habitación. De estos lugares menores, podemos recordar, por una parte, las que podríamos denominar ciudades. En ese sentido, transformaron Sigüenza en ciudad importante. Y hubo otros lugares de nota, como Arriaca, Luzaga, Caraca, Caesada, etc. sobre calza­das transitadas regularmente.

 Quizás el hábitat más característico de la época romana en los ámbitos agrícolas ibéricos fuera la villa. Se trataba de un reducido conjunto de edificios, junto a zonas de cultivo, siendo una «ciduad cerrada» económicamente. Fué entre los siglos I al III de Cristo que estas villas crecieron. Están junto a las calzadas romanas, en los valles. Se ocupaban por un grupo fami­liar de hombres libres, comúnmente ciudadanos de Roma, ayudados por gentes también libres hispano‑romanas, y algunos esclavos.

Las más importantes villae romanae en la actual provin­cia de Guadalajara, son las de Gárgoles de Arriba, Hortezuela de Océn, la Acequilla en término de Azuqueca, Matillas, Mandayona, y muchas en Sigüenza y sus alrededores. En la de Gárgoles, excavada por Carolina Nonell y Dimas Fernández en la pasada déca­da, ha aparecido la estructura completa de una villa de la prime­ra mitad del siglo V después de Cristo, con un total de seis habitaciones cubiertos sus pavimentos con hermosos conjuntos de mosaicos de temática geométrica.

Otra forma de habitación y ocupación del territorio por los romanos, fueron las Mansiones, que eran puntos de descanso en las vías de comunicación. Las más importantes de estas «mansio­nes» fueron: Arriaca (donde hoy está Guadalajara capital), Caesa­da, (la medieval Santas Gracias, junto a Espinosa de Henares), Segontia (la actual Sigüenza), Caraca, (al parecer, cerca de Driebes), Carae, (junto a Zaorejas, si no en el mismo pueblo serrano) y Sermonae (en algún lugar entre Hinojosa y Milmarcos).

Otro lugar de presencia romana fueron los Campamentos, lugares de habitación de numero­sas tropas. El más importante conocido en nuestra provincia es el de Anguita. Se le llama «la Cerca» y fué descubierto a comienzos de este siglo por el marqués de Cerralbo y por el alemán Schulten, que lo excavaron y estudia­ron por separado. Tiene una superficie de 12 hectáreas, domina cómodamente el valle del río Tajuña, y hoy todavía se ven tres puertas de las cuatro que tuvo, con fragmentos importantes, grandiosos, de la muralla de dos metros de ancho.

Las huellas de una civilización se encuentran, tristes pero elocuentes, en sus cementerios. Las Necrópolis romanas son otro de los lugares arqueológicos donde se encuentran datos arqueológicos muy valiosos, especialmente inscripciones mortuo­rias. Los romanos enterraban en las orillas de los caminos, a las salidas de las poblaciones. Abascal Palazón ha hecho un importan­te estudio de estas inscripciones, publicado en el número 10 de la Revista «Wad‑al‑Hayara» correspondiente al año 1983. Encuentra que la mayoría de ellas se hallan en torno a Sigüenza, en los valles del Henares y del Tajo. Es sobre todo la calzada romana de la Vía Emerita Augusta‑Cesaraugusta la que tiene más hallazgos. Se encuentran grupos gentilicios, es decir, tribus autóctonas romanizadas, apellidos comunes en las lápidas: los «Nissicum», los «Belainocum», los «Tauricom», los «Otesgicum», etc. Los ha­llazgos de estas lápidas abarcan un periodo desde el siglo I a. de C. al III d. de Cristo. 

Como un último elemento de testimonio material de la presencia romana en nuestra tierra, están las vías de comunica­ción, también denominadas como calzadas romanas, y que pueden ser conocidas a través de los estudios  de algunos autores, como UHAGON, que a finales del siglo pasado escribió un artículo sobre el tema, y Juan Manuel ABASCAL PALAZON, cuyo libro Vías de comu­nicación romanas de la provincia de Guadalajara, editado por la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» en 1981 trae muchos datos.

En un breve recuerdo de esas calzadas romanas que hace ya casi dos milenios recorrían de punta a cabo nuestra provincia, diremos que las dos más importantes eran, en primer lugar, la Vía Augusta que va de Mérida a Zaragoza, y que sube por el Henares, junto a Arriaca, Caesada (Santas Gracias) y Segontia. Era la otra, la vía que sube desde Cuenca y pasa por Carae (Zaorejas) cruzando todo el actual Señorío de Molina para salir hacia Aragón por Sermonae (Hinojosa?, Milmarcos?)

Como caminos secundarios hemos de recordar varios: Uno discurría por la meseta entre Henares y Jarama, quedando notables huellas de «la Calzada» en Usanos. Otro ascendía desde Caesada (Espinosa) surgiendo hacia Cogolludo y atravesando la Sierra. Otro que desde el Tajo, hacia Pareja, sube en vertical a Segon­tia. Y finalmente otro, bastante transitado, que desde Carae conducía a la ciudad de Segontia, atravesando toda la serranía del Ducado (Padilla, Hortezuela, Luzaga, Anguita). Datos y huellas de una civilización apasionante.

La civilización romana en Guadalajara

 

El reciente acontecimiento cultural que para Guadalajara ha supuesto, sin duda, la edición, por parte de la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y La Rioja, del libro de Dimas Fernández‑Galiano Ruiz sobre «Los Mosaicos Romanos del Convento Cesaraugustano», ha venido a poner nuevamente de actua­lidad el tema de la presencia romana en nuestras tierras de Guadalajara, y a ofrecer la posibilidad de plantearse nuevamente la intensidad de la romanización en las vegas de los principales ríos alcarreños, al tiempo que a hacerse preguntas sobre la cantidad de visitantes del Lacio llegados a nuestro entorno geográfico en el discurso del primer siglo antes de Cristo.

Estas preguntas, y las paulatinas, breves, tímidas pero cada día más valiosas respuestas aportadas a este tema por los hallazgos arqueológicos que se siguen produciendo, van conforman­do un «corpus» teórico y científico en torno al tema de la civi­lización romana en Guadalajara que esperamos que con el paso de los años llegarán a darnos una visión clara de esta importante etapa de nuestra historia. Gentes como el propio Dimas Fernández Galiano Ruiz, director de Museo Provincial de Guadalajara; como los profesores Jesús Valiente Malla, de la Universidad de Alcalá de Henares, y José Manuel Abascal Palazón, de la Universidad de Alicante; como los investigadores Jorge Sánchez y Nuria Morere, y una auténtica legión en su torno de estudiantes y futuros arqueólogos, van poniendo los rigurosos fundamentos a esta ciencia tan sugerente.

 Para dar a nuestros lectores una idea somera sobre la historia de los romanos en la Alcarria, podemos recordar que la primera noticia sobre la presencia de tropas romanas en Guadala­jara es del año 195 a. de C. En ese año, un gran ejército al mando del Cónsul Porcio Catón recorrió la Península Ibérica, tratando de avasallar a las tribus autóctonas, ibéricas y celti­béricas, que entonces la poblaban. En ese año de 195 antes de Cristo, Catón trató de conquistar la importante ciudad arévaca de Sigüenza, al parecer preparando el ataque desde un fuerte campa­mento instalado en la vega del Tajuña, junto a Anguita. De todos modos, los romanos no pudieron con la arévaca Segontia, y aunque en 185 a. de C. volvieron a atacar Cayo Calgurcio Pisón, y Lucio Quincio Crispino, tampoco éstos tuvieron mejor éxito. Con la conquista de Numancia en 132 a. de C., debió, por fin, de rendir­se también Sigüenza. En nuestra región sabemos que el año 78 a. de C. Sertorio tomó la ciudad de Caraca, en las proximidades el río Tajo.  Sería poco después, en las últimas decenas del siglo primero antes de Cristo, cuando la romanización se inició en estas altas parameras del interior de Iberia.

La romanización consistió en la organización de la vida económica y social de las tribus ibéricas al modo romano. Con ella se produjo una intensificación y racionalización de la explotación de los recursos naturales del país. Los romanos alentaron la agricultura y la ganadería, la minería y todo tipo de comercio. De entonces data la explotación de los filones argentíferos de Hiendelaencina, el aprovechamiento de las aguas medicinales de Trillo, y la puesta en marcha de todo un ambicioso plan de aprovechamiento cerealista en torno a las márgenes de los ríos Henares, Tajuña y Tajo.

Las tribus autóctonas van integrándose paulatinamente en los modos de la vida y civilización romana, y el latín por una parte, y la religión del Lacio, por otra, van asentándose a lo largo de los decenios entre la población de nuestro entorno. El mejor ejemplo de romanización en nuestra provincia, lo tenemos sin duda en Sigüenza, que pasó de ser un importante reducto de los celtíberos, a ciudad con estructura municipal netamente roma­na, densamente poblados sus alrededores con núcleos, villas y explotaciones al estilo latino.

Aunque la mayor parte de la población es autóctona, y tiene un fondo celtibérico muy neto, van adoptando en sus nom­bres, en sus villas, en sus formas de vivir (y de morir), en sus relaciones jurídicas, etc., un estilo plenamente romano. Del nombre de los invasores han quedado múltiples toponímicos repar­tidos por la geografía provincial: los pueblos de Romanones, Romancos y Romanillos así lo atestiguan, más ese «valle de Roma­nos» en Aguilar de Anguita, y tantos otros puntos que nos recuer­dan el paso de las legiones y de los legistas.

Un claro ejemplo de esta romanización de la tierra alcarreña, lo tenemos al ir leyendo las estelas funerarias, las inscripciones encontradas a lo largo de los caminos, en las vegas del Tajo, en torno a Sigüenza por el alto Henares, a todo lo extendido del Tajuña, etc. En ellas encontramos, siempre en latín escrito, los nombres de aborígenes enterrados, que a pesar de pertenecer a tribus de raíz y esencia celtíbera, reconocen a la civilización romana como la suya propia. En esas lápidas aparecen de forma habitual los gentilicios de los «Nissicum», los «Belai­nocum», los «Tauricom», los «Otesgicum», etc. Los hallazgos de estas lápidas abarcan un periodo desde el siglo I a. de C. al III d. de Cristo. En cualquier caso, esa es la época en que nuestra tierra y sus gentes, los «hispano‑romanos» auténticos, son prota­gonistas ciertos de nuestra historia. En la semana próxima conti­nuaremos analizando los restos concretos, monumentales, de esta civilización única.

La iglesia románica de Baides

La iglesia de Baides ofrece una gran espadaña románica sobre el muro de poniente.

La mañana de enero está fría, ventosa, gris y blanca en los altos calveros del monte. Todo se empapa de la llovizna puntiaguda y cristalina. Las escaleras que ascienden hasta la vieja iglesia de Baides están cubiertas de una espesa capa de hierba que parece cantar su verde estrofa limpia y brillante. El viajero, que no las sube solo, siente entonces una emoción nueva.

Se acurruca el pueblo, entre encinares y carrascos, ahogada la estrecha calle pendiente, entre los roquedos rojizos que escoltan al Henares. Hemos saludado al regidor de los asuntos municipales, Antonio Antón, que es alcalde y apasionado de su pueblo, y él nos acompaña, fresco y sonriente, hasta el altozano batido de los vientos. Una silueta pétrea, el muro de poniente rematado por la espadaña esbelta y maciza, con sus arcos ocupados de campanas, y el tejaroz tapizado de hierbas y musgos espléndidos.

Al sur se abre la puerta de entrada, rematado el muro que en verano será brillante panel de cales, por una serie de rústicos y antiquísimos modillones que hablan a las claras de la época de construcción de esta iglesia. Por fuerza el siglo XII o, por concesión excesiva, el siguiente. Suenan los goterones que del tejaroz van cayendo sobre la empapada terraza arcillosa.

Dentro, la paz polvorienta de un templo sencillo. La fría madera del pavimento cruje como doliéndose de que la pisemos. La nave principal ofrece sus grandes pilares que sostienen artesonado de madera, hecho en el siglo XVIII. El presbiterio, algo más estrecho, ofrece la imagen de su retablo múltiple, cuajado en hornacinas y repisas de santos y santas habituales. En lo alto, un escudo de armas, que sobre la plata ofrece una banda negra, y en la bordura una cadena de oro: pregona así que fueron los Zúñiga quienes pagaron, en el siglo XVII, esa panoplia inmensa para la devoción de Baides.

La sorpresa se reserva para la segunda nave. El tesón de quienes siempre sospecharon que hubiera algún detalle de interés en este edificio, posibilitó que no hace mucho se picara el muro y apareciera la magnificencia de una completa galería de arcos que formaron en su día, en ese repetido y remoto siglo XII, la galería de acceso al templo, que, caso curioso, y muy poco frecuente, estaba orientada al norte. Se trata de una sencilla secuencia de arcos, semicirculares, apoyados sobre capiteles emparejados, que a su vez descansan en columnas de fuste muy corto y rechoncho, descansando todavía en un corrido basamento de sillares que, al estar roto y ocupado por basto mampuesto en los dos arcos centrales, nos permite suponer que era por ellos por donde se realizaba el paso desde el exterior al atrio porticado de este templo humilde y bello.

Los capiteles románicos de Baides, fueron desgraciadamente picados y en gran parte se han perdido para siempre. Se ven en ellos palmetas, hojas de acanto, algunas finamente talladas, y en un rincón asoma la cabeza de un personaje que recuerda, levemente, las cosas que en Pinilla de Jadraque tallara un artesano de tradición mudéjar. Pero esto lo podemos decir a fuerza de entregar imaginación y aun fantasía en la contemplación de las filigranas pétreas de estos capiteles. En cualquier caso, es una oferta más que la provincia de Guadalajara hace al conjunto de atrios y capiteles románicos que en número tan elevado aporta al estilo en Castilla.

El frío quieto de la iglesia de Baides, que oprime al viajero en sus pedestales perecederos, parece cristalizar en la rotunda masa pálida de la pila bautismal, que allá en el centro del ámbito resume la luz y el silencio de la mañana. Es una pieza también muy antigua, del mismo siglo en que fuera levantado el templo, cuando la fe de las gentes ponía en su hueco maternal el agua santa del bautismo. Unas filigranas sencillas y geométricas recorren su costado generoso.   

Otra vez fuera, la niebla difumina el contorno de los montes. Las arboledas de las orillas del río han desaparecido bajo la gris caricia de las nubes. Un frío aluvión de gotas como perlas se pega a la piel, y hace ricos de nostalgia a los viajeros que otra vez bajan el empapado tejido de las escaleras, dulce y resbaladizo como piel adolescente. En el marco triste y apagado de la mañana de enero faltan solamente los colores vivos de unas rosas rojas, que seguras llegarán, cuando madure el recuerdo de esa hora.

Hernado Pecha, historiador de la ciudad

 

Uno de los personajes de mayor relieve, nacidos en la ciudad de Guadalajara, ha sido Hernando Pecha, religioso jesuita, y autor de una de las obras capitales para conocer la Historia de la vieja Arriaca. Hoy haremos un recuerdo de su vida y su obra, para que su memoria se conserve fresca ante todos.

Los datos que conocemos de la vida de Hernando Pecha nos han llegado gracias a la búsqueda de Juan Catalina García, quien en su Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara, Madrid 1899, en sus paginas 419‑423, aporta datos de interés, muchos de ellos tomados de la «Carta edificante a la muerte del Padre Hernando Pecha» que escribió el P. Felipe de Ossa, y cuyo original se encuentra en la Sección de Papeles de Jesuitas de la Academia de la Historia.

De la noble y antiquísima familia de los Pecha, de la que salio el fundador y primeros benefactores de la Orden de San Jerónimo, Hernando Pecha nació en la ciudad de Guadalajara en el ano de 1567. Sus padres fueron don Pedro Pecha Calderón y dona Francisca Heredia, ella de familia de la villa de Hita, donde contrajeron matrimonio. Eran sus armas una abeja azul en campo de oro.

De amplios estudios, Hernando Pecha opto por ingresar en religión, haciéndolo en la Compañía de Jesús, en el Colegio que esta tenia en Alcalá de Henares. Su afición a la historia le hizo salir gran erudito en temas de genealogía, siendo muy consultado en pleitos de la nobleza acerca de los derechos de unos y otros a la posesión de títulos. De sus conocimientos del pasado se origino su Historia de Guadalaxara, y otros varios libros.

Fue también hombre piadoso, buen religioso y dotado de fuerza organizadora, razón por la cual fue enviado por sus superiores al recién estrenado Colegio de San Francisco Javier, que para la Compañía de Jesús había fundado en Nápoles dona Catalina de la Cerda, condesa de Lemos, nieta de San Francisco de Borja y esposa del entonces virrey en aquella región italiana, perteneciente a la Corona española. Algún tiempo paro el padre Pecha en la organización de ese Colegio, y de su estancia en Nápoles se aclara las abundantes noticias que da en su «Historia» acerca de las relaciones de personajes alcarreños con aquella ciudad.

Ocupo mas tarde el cargo de rector de los colegios jesuitas en Plasencia y Talavera, y tuvo a su cargo la organización y puesta en marcha del legado que la familia Lasarte había dejado para la fundación y erección de un colegio de jesuitas en la ciudad de Guadalajara. Alma de esta institución fue el padre Hernando Pecha, quien ocupo el cargo de rector a partir del 29 de junio de 1631, fecha de su solemne inauguración. Anos de fecunda actividad de nuestro personaje, quien al tiempo de preparar su «Historia», se ocupaba en erigir un nuevo y cómodo edificio para el colegio, que hasta finales del siglo XVII no se vio totalmente acabado.

Su cabida en la familia Mendoza fue grande y señalada. Confesor de la sexta duquesa, dona Ana, y preceptor del séptimo duque, don Rodrigo, tuvo acceso a los archivos de la casa, y gozo de gran confianza entre todos sus miembros, recibiendo de ellos regalos y mercedes que trasladaba luego a la Compañía.

Retirado a Madrid, en su muy avanzada edad, murió el 24 de julio de 1659. Fue hombre, dice su biógrafo, el padre Ossa, de apacible condicion y de una sinceridad colombina, de gran bondad y sin doblez ni engaño. Nada menguo su sencillez y humildad. De entre los altos cargos que desempeñó, podemos recordar el de confesor del conde‑duque de Olivares, por lo que no es exageración el afirmar que influyera notabilísimamente en la política española del siglo XVII.

Dejo escritos varios libros, el más importante de los cuales fue la Historia de la ciudad de Guadalaxara y como la religion de Sn Geronymo en Espana fue fundada y restaurada por sus ciudadanos. También manuscrito, y solo conocido por dos ejemplares, es la Historia de las vidas de los Excmos. Duques del Ynfantado y sus Progenitores desde el Ynfante don Zuria primer Sr. de Vizcaya hasta la Excma. Sra. Duquesa Dona Ana y su hixa dona Luisa condesa de Saldaña, que dedico al séptimo duque don Rodrigo, de quien era preceptor. Segun la dedicatoria manuscrita de dicho libro, fue escrito del padre Hernando Pecha en el Colegio de la Compañía de Jesús, del titulo de la Santísima Trinidad, en Guadalajara, y terminado el 14 de enero de 1635, por lo que ha de considerarse posterior a la Historia de Guadalaxara… y como simple traslado, bien ordenado, del libro quinto de ella.

La misma categoría tiene la Vida de Da. Ana de Mendoza, VIª. duquesa del Ynfantado, manuscrita en 1633, y que ocupa la ultima parte de dicha «Historia…». Estuvo en la Biblioteca de San Isidro y hoy se considera perdida. Otras dos obras compuso el padre Pecha, breves y manuscritas, hoy en la Biblioteca del Palacio Real. Son el Parecer de D. Tomas Tamayode Vargas sobre la Ziudad Complutese, que trata en realidad de la impugnación que Hernando Pecha hace a dicho autor, proponiendo el alcarreño que la Complutum romana estuvo donde hoy Guadalajara. La otra obra es la Carta del P. Hernando Pecha sobre varios puntos del cronicón de Julián Pérez, en el que trata largamente sobre el mismo tema arqueológico, así como las diferencias entre Santa Librada o Wilgeforte, barbada, y Sta. Paula barbada, si fueron dos o una tengo milcosas. Acerca de otro tema histórico, cual es la primacía de la iglesia de Toledo, se conserva en el archivo capitular toledano un manuscrito de 188 folios, titulado Tractatus de Primatu Sanctae Ecclesiae Toletanae in Universia Hispania…, original de Pecha, de quien se sabe escribio una larga Vida y Passion de Christo, hoy perdida.

Y estas han sido unas breves pinceladas biográficas y bibliográficas en torno a uno de los historiadores que ha tenido la ciudad, fuente clarísima donde muchos otros hemos bebido, y espíritu tenaz de trabajo y vocación, que le llevo a quedar, el mismo, grabado en letras brillantes en los anales perpetuos de Guadalajara.