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octubre, 1987:

Maravillas de Albalate de Zorita

 

Otra vez repetimos la idea de ser nuestra provincia un venero inagotable de sorpresas y maravillas del arte de los pasados siglos. Esta afirmación se hace sencilla, obligada y fácil cuando tratamos de acudir a cualquiera de los pueblos de Guadalajara. Hoy les propongo un viaje hasta Albalate de Zorita, ese pueblo que en la falda de la sierra de Altomira, rodeado de paisajes encantadores, y todo él bien urbanizado, alegre y dinámico en sus manifestaciones de cultura y folclore, está siempre dispuesto a recibir al visitante con los brazos abiertos.

Varias son las muestras de arte que debe admirar el viajero en Albalate. A escasa distancia del pueblo, en dirección de poniente, sobre la llana y fértil vega, se encuentra el cementerio, y en él las ruinas de la llamada desde antiguo ermita de Cubillas o de Nuestra Señora del Cubo. En su muro sur se abre una hermosa y sencillísima puerta de múltiple arco apuntado, ornado el más exterior con orla de puntas de diamante, mientras que el interno presenta un baquetón en zig‑zag, apoyándose todo en una serie de vegetales capiteles sobre inexistentes columnas. Bajo el alero, un total de 31 canecillos del más puro estilo románico, algunos de ellos mostrando temas animados (personajes varios, aldeanos en faenas comunes, caras grotescas, animales imaginarios, cabezas zoomórficas, etc.) y otros vegetales. El primitivo ábside semicircular ha sido reformado desafortunadamente. La tradición refiere que este templo perteneció a un convento de templarios. El hecho cierto es que se trata de una obra del siglo XIII, y que muy bien pudo haber sido la primitiva parroquia del lugar de Albalate, que en esa época entró en la historia.

La iglesia parroquial está dedicada a San Andrés. De fuerte fábrica de sillar, carece de torre, y muestra su arquitec­tura renaciente con contrafuertes en los costados, y un par de interesantes puertas. La principal, que vemos en fotografía junto a estas líneas, está orientada al norte, y es partícipe de dos estilos artísticos que la sitúan en el paso del siglo XV al XVI; su estructura y ornamentación gótica recuerda mucho a la portada de la parroquia de Almonacid, hasta el punto de que puede afir­marse que su autor es el mismo. Esta portada está flanqueada de dos gruesos contrafuertes, y el ingreso muestra un triple arco escarzano apoyado en sendas columnillas rematadas en capiteles de tema vegetal. El intradós de estos arcos está decorado con moti­vos vegetales y animales muy movidos y de gran carácter gótico, entre ellos algunos temas zoomórficos de tipo fantástico. Un gran arco trilobulado, ornado por cardinas y florones, rodea a la estructura del ingreso, e incluye dentro otro picudo remate con enormes ornamentos vegetales, exhibiendo una infrecuente combina­ción de formas geométricas que viene a caracterizar a esta puerta dentro del momento más barroco del gótico isabelino. Dentro del trilobulado arco hay una ménsula o repisa, hoy vacía, escoltada de los escudos simbólicos de San Pedro y San Andrés. Toda esta estructura gotizante va enmarcada, a su vez, por dos altas pilas­tras adosadas y rematadas en capiteles, que se cubren por un sencillo friso, sobre el que apoya venera que culmina el con­junto. Es en esas jambas y friso donde aparecen los elementos ornamentales más característicos del estilo plateresco: grutes­cos, plantas irreales, animales fantásticos mezclados con ellas, etc., en un abigarrado conjunto de renacentista espíritu. Sobre las hojas de madera de la puerta, luce hoy todavía una magnífica guarnición de clavos, y un par de aldabones, de los buenos que en forja popular se ven hoy en la provincia.

La otra puerta del templo está en el muro del sur, abierta a un patiecillo sin comunicación con la calle. Es de simple trazado renacentista, de la mitad del siglo XVI, y presenta un par de pilastras laterales rematadas en capiteles, friso que los une y florones.

El interior es de tres naves, que se separan por cilíndricos pilares rematados en anillos de decoración de bolas, y de los que arrancan las bóvedas de crucería, con complicados y bellos dibujos. Realizó esta magnífica obra arquitectónica, en la prime­ra mitad del siglo XVI, el maestro Miguel Sánchez de Yrola. Su altar mayor, que cubre por completo la pared del fondo del pres­biterio, es obra barroca, con columnas, basamentos, frisos y paneles de dorada y prolija decoración. En lo alto muestra un buen cuadro con el martirio de San Andrés; el resto de sus tallas son modernas. A los pies del templo, en su costado de poniente, está la capilla del bautismo, añadida en la segunda mitad del siglo XVI. En ella se guarda un valioso ejemplar de escultura plateresca: la pila bautismal, obra de talla sobre alabastro, en la que cuatro aladas bichas, bastante deterioradas, sirven de pie a la copa de la pila, en la que aparecen talladas cabezas de ángeles, calaveras, y otros grutescos. Es del círculo o taller de Alonso de Covarrubias, o de Jamete.

En una capilla del fondo de la nave del evangelio, se guarda y venera la llamada Cruz del Perro, patrona de Albalate y motivo central del escudo de la villa. Es doble su valor: artístico, y sentimental. Se trata de una joya de la orfebrería del siglo XIII, hecha en bronce dorado, con 47,5 cm. de altura y 28 de envergadura, rematando sus extremos en escuetas flores de lis, sobre las que se ven grabadas las rudas efigies de los cuatro evangelistas. Cuatro gemas de cristal de roca se sitúan en el promedio de los brazos, y en el centro aparecen la imagen de Cristo crucificado. En el reverso de la cruz aparecen, también grabados, los símbolos de los evangelistas, y en su centro se ve la figura de Jesús en actitud de bendecir, de medio cuerpo. De sus brazos cuelgan dos cadenillas. Su apelativo de Cruz del Perro deriva de su milagroso hallazgo, ocurrido en 1514, en la orilla del río Tajo, en el lugar conocido con el nombre de Cabanillas, donde aún hoy se ven los restos de una ermita construida en el siglo XVIII. Fue un perro el que, bajo una gran roca, encontró escarbando esta pieza de orfebrería, sin duda, guardada allí en siglos anteriores. La devoción de Albalate por esta Cruz fue en aumento: en 1542 se fundó la Cofradía de pajes esclavos de la Santísima Cruz Aparecida, y se conserva como fiesta mayor del pueblo la del 27 de septiembre, en memoria de la fecha del hallazgo, siendo paseada en esta fecha sobre adornada carroza por toda la villa. Vinieron personalmente a contemplarla y adorarla el Emperador Carlos I y Felipe III.

Muy interesante es la Fuente de la Villa, que a un lado de la carretera, en parte baja y frente al caserío se encuentra. Se trata de un muro de fuerte sillería en el cual se muestra magnífico escudo con la cruz del perro en él tallada. De este muro surge gran caudal de agua por ocho gruesos caños en forma de leoninas o perrunas cabezas, que cae en pilón amplio y de allí va a regar huertas y cañamares. Es, además, un curioso ejemplo de fuente renacentista, por lo que atañe al modo de recoger el manantial y canalizarlo; se acogen las aguas de varios manantiales muy próximos entre sí, canalizando cada uno por separado; luego se reúnen en dos ramas, hasta formar una sola canalización que forma una especie de remanso, dividido en dos conductos, pero superpuestos; el de abajo lleva sus aguas al campo, y el de arriba las lleva a la fuente, que tiene un hueco grande ocupado por un enorme cántaro de barro. Por la parte de atrás de la fuente, salen otros tres caños que vierten en otro pilón.

En la carretera que pasa por el pueblo, destaca el gran edificio de la ermita de los Remedios, obra sin gracia, del siglo XVII, con una portada de severidad herreriana, rematada en vacía hornacina. Por el interior del pueblo se encuentran algunas antiguas casonas de tallado sillar y escudos heráldicos, así como buenos ejemplos de arquitectura popular, en el que se ponen de manifiesto los modos constructivos alcarreños.

En cualquier caso, el viaje hasta Albalate de Zorita, que desde Guadalajara se hace cómodamente en poco más de una hora, compensa con la posibilidad de contemplar estas joyas artísticas que nos han legado las pasadas centurias, y que son expresión del ser más íntimo, de la forma genuina de vivir de los alcarreños en el pretérito.

El patrimonio provincial: algunos problemas pendientes

 

Reconocido por todos es el hecho de la gran potenciali­dad económica de nuestra provincia, y el actual grado de despo­blación al que ha llegado por la no completa utilización de sus recursos. Aparte de los económicos, de los agropecuarios, mineros e industriales, temáticas en las que no puedo entrar por ser totalmente ajeno a ellas, sí que puedo añadir que existe otra potencialidad en Guadalajara, todavía poco utilizada, cual es el turismo y la oferta de su patrimonio histórico‑artístico, en las modalidades más amplias que quepa imaginar, pues desde los recur­sos paisajísticos hasta los de evocación legendaria, monumentos de estilos medievales y renacentistas, etc., existe un acumulo de elementos procedentes de siglos anteriores que pueden dar un juego impensable a la hora de planificar el futuro de nuestra tierra.

Es algo que siempre arguyo cuando pretendo dar un ejemplo de esta posibilidad: en cualquier país del mundo, ya habrían construido un museo para albergar, en exclusividad, los seis tapices portugueses que actualmente se conservan en la Colegiata de Pastrana. En Estados Unidos, en Japón o en Alemania, se organizarían a lo largo de todo el año, no ya excursiones, sino caravanas auténticas para visitar ese Museo. Aquí seguimos en la necesidad de buscar al sacristán o recurrir a la amabilidad y paciencia del párroco para poder admirarlos, siempre poniendo de nuestra parte el entusiasmo que supere la dificultosa visión que las vigas de la sala, los dobleces a que obligan los muebles, lámparas y estatuas entre los que se acurrucan nos suponen para su admiración justificada.

Pero esto es solo un ejemplo. El año pasado la noticia sobrecogió a la provincia y al mundo aficionado al arte: el robo de un enorme y maravilloso lienzo de Ribera, en la parroquia de Cogolludo, puso en evidencia la deficiente protección que las obras de arte tienen en nuestra tierra. Para poner una fotografía en los periódicos y facilitársela a la policía en orden a su búsqueda, hubo que recurrir a aficionados (uno de ellos fui yo) que tenían clichés del cuadro, hechos en alguna visita anterior, y, por supuesto, a costa de sus más o menos estrechos posibles.

Cuando se viaja por nuestro país, o por la Europa continental en la que ya plenamente nos encontramos integrados, y vemos el mimo con que en otros lugares se cuida la arquitectura popular, las edificaciones tradicionales de cada comarca, los elementos sencillos pero específicos de cada pueblo, de cada calle, de  cada parcela del mundo (los aleros, los carteles, los colores de las ventanas, los hierros, las mil y una cosillas que hacen posible que la memoria del hombre se mantenga alerta), en Guadalajara seguimos encontrando cosas como las que ocurrieron con pueblos del tipo de Las Cabezadas, Robledarcas y Jócar (cuya es la fotografía que ilustra estas líneas): el Ejército dispuso de sus conjuntos urbanos para realizar prácticas de tiro y arti­llería. De esa silueta sencilla, cordial, hondamente hispánica que tenía Jócar, hoy no queda sino la alborotada presencia de un montón informe de cascotes.

La realización, hace algunos años, de un Inventario del Patrimonio de tipo arquitectónico de los elementos constructivos de la provincia, posibilitó que hoy existan, tanto en el Ministe­rio de Cultura, como en la Diputación Provincial, en el Colegio de Arquitectos, y en algunos archivos particulares, la referencia exacta y completa de todos y cada uno de los elementos que cons­tituyen ese patrimonio monumental de Guadalajara, y así consta la importancia minuciosamente registrada de todos sus edificios notables. A pesar de ello, ya han caído algunos bajo el rigor de la piqueta mal conducida: ¿qué fue, si no, del lavadero renacen­tista del Alamín, del que nunca más se supo; o del puente románi­co de Jócar, diluido por la fuerza de las excavadoras?

Queda sin embargo otra importante parcela de nuestra riqueza monumental que es preciso defender, y es precisamente esa de los elementos muebles: los cuadros, las joyas de orfebrería, las estatuas, los retablos, los escudos de palacios y casonas, los detalles incluso de tipo documental, libros, archivos, etc, etc. Para tener todo ello perfectamente documentado y estudiado, defendido en inicio, con la defensa que su catalogación presupo­ne, sería conveniente iniciar la tarea del Inventario del Patri­monio de Bienes Muebles. Por ley, tal actividad le corresponde realizarla al Ministerio de Cultura y, en su defecto, a la Conse­jería de Cultura de la Región. Pero las cosas de palacio van despacio.

Son todos estos unos breves apuntes preocupados ante lo que supone un no perfecto resguardo de nuestro patrimonio histó­rico‑artístico. La idea de su importancia, el progresivo aprecio que en niveles amplios de la población va surgiendo hacia él, ayuda en buen modo a su mantenimiento. Pero las tareas efectivas, dirigidas por las instancias públicas, en orden a su perfecta guarda, deberían ser más efectivas y concretas. Esperamos que en breve esto sea una realidad.

Atienza, señas de identidad

         

Entre las numerosas poblaciones de sonoros nombres y prosapias esclarecidas que la provincia de Guadalajara encierra, la villa de Atienza luce con fuerza sobre todas: su importancia estratégica, a la sombra del poderoso castillo, y el emporio de riqueza que fue en la Baja Edad, la proveyó de un sinnúmero de edificios y obras de arte de los que todavía, a pesar de abandonos y destrucciones, puede mostrar al viajero que hasta allá se acerque un buen rimero.

No es posible describir o recordar, en la brevedad de una página, el conglomerado esfuerzo de los hombres de pasadas centurias por hacer de Atienza una bella población. Su silueta, amaneciendo sobre los ondulados y resecos campos de Castilla, es obra de la Deidad suprema, y la colaboración del hombre. El alcázar sobre la roca altiva, las iglesias, los palacios, las fuentes y las plazas confieren a esta villa su esbeltez y su prestigio.

Hoy recordaremos un par de monumentos que la adornan. Seguro que ellos son capaces de atraer el interés del viajero hacia Atienza, y hacer que su dominical excursión se centre en las callejas empinadas de este núcleo serrano. Uno de sus más hermosos edificios es la iglesia parroquial de la Trinidad.

El único resto del estilo románico, en el que estuvo construida primitivamente toda la iglesia, es el ábside, magnífico, de clara influencia segoviana. En sus muros aparecen dos pares de columnas que no llegan al suelo, apoyando sobre ménsulas con carátulas. Corre una imposta con decoración bellísima de tallos serpenteantes, a dos niveles, sobre todo el ábside. En él se abren también tres interesantes ventanas, abocinadas, formadas por dos arcos: el exterior baquetonado y el interior sobre columnillas acodilladas, con capiteles finamente elaborados en los que se ven variados motivos vegetales.

En el siglo XVI sufrió una radical transformación, haciéndose de nuevo todo el templo, a excepción de la cabecera. Se pusieron muros de sillería, más altos, con torre adjunta de planta cuadrada. La puerta de acceso, al mediodía, y precedida de un amplio atrio o patio rodeado de barbacana, es de sencillas líneas clasicistas, resguardada de un gran arco de medio punto, y reja grandiosa, realizada en 1729. A los pies del templo hay otra puerta renacentista formada por un arco de medio punto con baquetón corrido y encuadrado por una moldura.

El interior es de una sola nave, dividida en tres tramos, con coro alto a los pies. Su bóveda es muy bella, de crucería con nervaduras que descargan en capiteles a modo de ménsulas, de tipo jónico. El alargado presbiterio se cubre de bóveda apuntada. A los lado de esta única nave se abrieron en el siglo XVI y siguientes diversas capillas. Entre ellas destaca la del Cristo de los Cuatro Clavos, que en su altar mayor presenta una magnífica talla gótica de Cristo en la Cruz, obra del siglo XIV, así como las reliquias de las Santas Espinas en una arqueta de orfebrería.

En el muro del norte se abre la capilla de los Ortega. Es obra del siglo XVII, cubriéndose de bóveda hemisférica apoyada sobre pechinas. Sobre el arco de entrada, escudo de armas y leyenda en la que se recuerda cómo fueron don José Ortega de Castro, alguacil mayor de la villa, y su esposa, quienes pagaron el retablo. Se trata de un elemento barroco con pinturas de mediana calidad, representando la central a la Sagrada Familia. En el muro sur de la nave se abre la Capilla de la Purísima Concepción, obra realizada en estilo rococó francés. De planta cuadrada y cubierta de bóveda hemisférica. Tanto la cúpula y pechina como las paredes ostentan abundante y fina decoración exuberante, con cornucopias del estilo. Esta capilla se hizo en 1767, y fué decorada por Lorenzo Forcado y José de la Fuente.

El retablo mayor de la iglesia de la Trinidad es barroco, de mediados del siglo XVIII. Un magnífico grupo escultórico ofrece en lo alto a la Santísima Trinidad. En el interior del templo se conserva un pequeño museo con interesantes y valiosas obras de arte, que bien merecen la detenida visita de los degustadores de pintura y orfebrería. Destacan entre todo, unas tablas representando profetas, muy posiblemente de la mano del aragonés Soreda. No debe dejar de admirarse en este templo la magnífica pila bautismal, de estilo románico, con abundante decoración geométrica.

Otro interesante edificio atencino, hoy en vías de restauración y definitiva recuperación para su uso turístico, gracias a la acción restauradora de la Excma. Diputación Provincial, es la Posada del Cordón, que encontramos en la cuesta que sube hacia la plaza del Ayuntamiento. En siglos antiguos, este caserón sirvió como posada o mesón para el descanso de los arrieros. En su portada, de la que deriva su nombre, aparece rodeándola un grueso cordón tallado con característicos nudos en las esquinas. Lo más bello del edificio es la ventana gótica, de la que junto a estas líneas vemos un dibujo, con arco ajimezado y doble arco florenzado cubierto de cardinas y ocupado de escudo y leyenda gótica el resto de la superficie hasta un arrabá que la rodea, formando un sugestivo conjunto de arte gótico civil, poco frecuente en nuestras latitudes.

En cualquier caso, dos elementos puntuales de lo que es todo un rico museo viviente de arte y evocaciones, fáciles de encontrar entre las callejas y rincones de esta Atienza eterna que hoy está pidiendo vuestra visita.

Castillos y fortalezas de Molina

 

Cuando tratamos de recorrer los caminos de la provincia de Guadalajara, en busca de las huellas imperecederas de los pasados siglos, el auténtico problema que se nos presenta es el de escoger algún itinerario que nos lleve a encontrarnos con el palpitante eco de la historia. Hay tantos rincones en la tierra alcarreña, serrana y molinesa, en los que es posible extasiarse y recordar antiguas gestas, leyendas increíbles y hechos cruciales, que en ocasiones el ánimo se queda atónito al querer arrancar hacia uno u otro enclave. Para este próximo fin de semana bien podríamos establecer una ruta que nos llevara hasta los lejanos y misteriosos castillos de Molina.

Aparte de la fortaleza medieval de la capital, cuajado su recinto de almenas y torreones altivos, pues ya en otras ocasiones hemos recordado su valor y su historia, hoy nos acercaremos a otros puntos del Señorío, quizás menos conocidos, pero de todos modos interesantes, evocadores al máximo.

Ha de ser el primero de esos trayectos el valle del río Mesa, encantador no solo por sus alcázares semiderruidos, sino por la belleza incomparable de sus horizontes. Sobre este valle, vía capital en la comuni­cación del Señorío de Molina y el reino frontero de Aragón, se levantaron en la Edad Media varios fuertes castillos, de los que solo resta el magnífico de Villel de Mesa, construido todo él con tapial, sillarejo y adobe, estando forrado de buen sillar la torre del homenaje. Sobre el peñón alargado se tiene en equili­brio la fortaleza, cayendo sus muros cortados en vertical sobre la roca. Consta de un recinto previo o pequeño patio de armas, que va a dar por estrecho portón en la torre del homenaje, coro­nada de almenas. Aunque esta fortaleza fue de simple apoyo a la más grande de Mesa, río arriba situada, en él se dieron batallas importantes durante la Edad Media; perteneció por temporadas a Castilla y a Aragón: primero estuvo en los primitivos límites del Señorío de Molina, pero más tarde pasó a la familia de los Funes, quedando con ellos por el rey de Aragón. En el siglo XV, uno de los señores de esta familia, Sánchez de Funes, hizo pacto con el castellano Enrique IV, quedando el alto valle del Mesa por Casti­lla, y en esta demarcación hoy prosigue, aunque geográficamente es comarca, sin duda, aragonesa. También fueron importantes en este valle los castillos de Algar, Mochales (sobre un gran peñón rocoso junto al pueblo) y Mesa, este último puesto sobre el elevado cantil de la margen derecha del río, a medio camino entre los lugares de Villel y Algar, habiendo venido al suelo en tiem­pos de los Reyes Católicos, y quedando hoy tan solo restos de su foso y muros.

Alargando nuestro paso por los vericuetos y caminos del Señorío molinés, llegamos a dar vista al castillo de Cobeta, asomado  a un hondo valle que baja hacia el pintoresco de Arandilla, escoltado de pinares y prados, en la sesma del Sabinar. Su nombre le viene de la torre o cubo que de siempre vigiló su caserío y que muy probablemente se formó en torno a aquella. Perteneció primero a los Laras, luego al cabildo seguntino, y, más tarde, a las monjas de Buenafuente, de las cuales vino a dar en la familia de los Tovar y Zúñiga. Uno de sus miembros, don Iñigo López de Tovar, reedificó a fines del siglo XV la antiquísima torre o castillo, colocando su escudo de armas sobre la puerta. De este castillo de Cobeta, que tenía un recinto cuadrado con cubos en las esquinas, y una torre del homenaje cilíndrica con almenas sobre el grueso moldurón de su remate, sólo queda la mitad de ésta, hueca y desalmenada, en inestable equilibrio con la vertical.

Finalmente es de destacar uno de los castillos más importantes de todo el Señorío, y de los que más interesante historia guarda entre sus muros. Se trata del castillo de Zafra, en término de Campillo de Dueñas, aun cuando la mejor forma de llegar a él es desde Hombrados, a través de caminos, sendas e incluso atravesando prados de perenne verdor. Los condes de Lara tuvieron como enclave puntal de su territorio a este castillo, y en él se resguardó en 1222 don Gonzalo Pérez al sufrir el acoso del rey Fernando III de Castilla. Su situación es por demás pintoresca: en un sinclinal de roja peña caliza, emergiendo como agudo navío sobre una larga serie de praderas, se levanta el castillo, con sus muros completamente en vertical elevados sobre los bordes de la roca. Un gran recinto interno, con aljibe y dos patios, se rodea de alta muralla almenada, reforzada en sus esquinas y comedio de muros por torres fuertes. En su extremo nordeste se yergue la torre del homenaje, de dos plantas y curio­sos detalles, como puerta gótica de arco apuntado, escalera de caracol, terraza almenada, etc. Su actual propietario continúa el lento y perseverante proceso de reconstrucción, que levanta todavía un mayor aplauso al saber cómo, sin ayudas de ningún tipo, con el entusiasmo y el sacrificio de un molinés de médula, una persona puede llegar a dar lecciones a todo un «sistema» que en teoría debería dedicar mayores caudales al cuidado del patrimonio histórico‑artístico de nuestra Patria.

En cualquier caso, estos tres pequeños paseos entre los bosques y las parameras de Molina, nos habrán servido para recordar y admirar algunas de las bellísimas siluetas castilleras que pueblan aquella comarca sin par.

El cáliz de Viñuelas

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publicado en WAD‑AL‑HAYARA, 11 (1984)

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Entre los restos, ya escasos, de lo que fue el gran patrimonio que del arte de la orfebrería tuvo la provincia de Guadalajara, hay que destacar una pieza de excepcional calidad e interés, que siempre fue mencionada de pasada o en compañía de repertorios más amplios de piezas. Se trata del cáliz de la localidad campiñera de Viñuelas. Dicha pieza, en plata maciza, con restos de sobredorado, se conserva actualmente en un domici­lio particular del pueblo, aunque en concepto de depósito, pues la propiedad la ostenta la parroquia del lugar.

Este hecho habrá sido, suponemos, el causante de que en el Inventario del Patrimonio Artístico de Guadalajara que se publicó hace unos años por la Dirección General de Bellas Artes, y cuyo autor fue el profesor José Mª Azcárate, no aparezca men­cionada esta pieza como existente en el patrimonio artístico de Viñuelas.

Queremos tras este dato insistir, una vez más, en el peligro que supone este depósito de piezas artísticas propiedad de la Iglesia en domicilios particulares, que de este modo esca­pan fácilmente al cuidadoso examen de los estudiosos y técnicos, y sin embargo progresivamente se va diluyendo la memoria de su existencia y propiedad, hasta el punto de que en algunas ocasio­nes puede dudarse, incluso por parte de los párrocos administra­dores del patrimonio eclesial de los pueblos, de la existencia de estas piezas. Incluso estas circunstancias pueden favorecer en determinadas circunstancias el robo y desaparición irreversible de las mismas. La ubicación de estas obras de arte muebles, especialmente las de orfebrería, en Museos de Arte de ámbito diocesano o provincial, sería el mejor remedio frente a este problema.

El cáliz de Viñuelas es obra magnífica de la platería castellana del siglo XVI. Su estructura y ornamentación le inclu­ye plenamente en el estilo renacentista. Tiene una altura de 20 cm. por 16 cm. de diámetro en la base. Esta pieza excepcional muestra una gran base o pie, circular y relevado, con múltiples ornamentos repujados, que a lo largo de una cenefa alternan cabezas de angelillos, corazones entre verduras y bustos de apóstoles, que al ir acompañados de atributos, podemos identifi­car como San Pedro, San Pablo, Santiago y San Andrés, además de alguna otra carátula del repertorio clásico. En el gollete cilín­drico que sostiene el pilar central, vénse también diversas cabezas femeninas que se unen con paños, alternando con valientes cabezas de carneros y algún trofeo militar, cofres y pergaminos. Encima, el gran nudo ostenta enorme riqueza ornamental, en la que destacan angelillos y fruteros de delicada precisión en la talla. Más arriba, sobre el fino pilar, se abre la copa, de suave aper­tura cónica hacia la boca. En su base, ésta tiene también una cenefa de repujados adornos donde se ven angelillos y frutas.

En la parte interna de la base, aparece la marca del autor de esta obra de arte. En dos líneas aparece el nombre de IVAN FRANCIº. Se trata del orfebre de Alcalá de Henares, activo durante el siglo XVI, Juan Francisco. Este artista nació en Alcalá de Henares, hacia 1510 0 1515. Se formó en el taller familiar, que dirigía su padre Juan Faraz, notable orfebre, y en el que también laboraba su hermano Antonio Faraz, autor de las cruces parroquiales de Caspueñas y La Mierla, y de la custodia portátil de Balconete. Hacia 1530, Juan Francisco comenzó a trabajar de forma individual, y ya desde 1542 recibía encargos de modo independiente. Murió en 1579. Ha sido calificado por el profesor Cruz Valdovinos, uno de los más calificados conocedores del arte de la orfebrería en Castilla, como el artífice complu­tense de mayor categoría y uno de los mejores artistas con que cuenta la platería castellana.

Se conocen un buen número de obras firmadas o atribui­bles con seguridad a Juan Francisco. Varias de ellas pertenecen a la provincia de Guadalajara. Ello es lógico, teniendo en cuenta que la Campiña y gran parte de la Alcarria pertenecían en aquella época al arzobispado de Toledo, al igual que Alcalá de Henares, y los artistas destacados extendían su obra por todo este territo­rio.

Así, y además de este cáliz de Viñuelas, Juan Francisco dejó entre nosotros la cruz parroquial de Mondéjar, una de sus primeras obras, realizada hacia 1545; parte de la cruz parroquial de Pastrana, de hacia 1550; la cruz parroquial de El Casar de Talamanca, que ejecutó entre 1555 y 1560, pudiéndose añadir la cruz parroquial de Buitrago, de hacia 1546; la cruz parroquial de Miraflores de la Sierra, de 1547, que se conserva en el Victoria & Albert Museum de Londres; dos urnas de relicarios en la cate­dral de Sevilla; una gran fuente adornada profusamente con cene­fas cuajadas de cabezas de emperadores romanos, que se encuentra también en el Victoria & Albert Museum de la capital británica, y el hostiario de Dª Mencía de Mendoza, realizado hacia 1554, y que se encuentra en una colección privada de Madrid.

Sirvan estas breves líneas para dar a conocer a cuantos se interesan por el rico patrimonio artístico alcarreño, esta obra magnífica que es el cáliz de Viñuelas, recordado al mismo tiempo que su autor, el artista complutense Juan Francisco, uno de los más cuajados artistas orfebres del Renacimiento castella­no.