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julio, 1987:

La tropa mendocina

 

La historia de las ciudades y los territorios ya ligada comúnmente a la de nombres propios de personas y linajes. Un grupo, generalmente ligado por lazos familiares a sienta en un territorio, y le domina. Pare­ce que estamos hablando, así en abstracto, de zoología. Son los más fuertes, los más decididos, los que deciden por los demás. Su nombre queda no sólo en papeles y crónicas, sino grabado en monumentos y en caminos, fundido con la tierra como un fragmento más de ella mis­ina.

La ciudad y la tierra de Guadalajara tuvieron en siglos pasados un grupo, familiar que las dominó: los Mendoza. Familia originaria de la llanada alavesa, asentaron  entre nosotros allá por el siglo XIV, y dieron personajes, hazañas y un sin fin de gracias y desgracias sobre la costra guadalajareña. Su nombre, Mendoza, significaba en vasco «cuesta pequeña» y añadiéndole la letra I intermedia, pronunciando Mendioza,  significa «montaña fría», que es el que mejor viene a la situación de aquella casona; torre fuerte, cual castillo, en que tuvieron su primer asiento.

Ellos decían (mejor dicho, sus cronistas aduladores) que era su origen de Escipión el Africano, el gran guerrero, romano que, venció al terrible bárbaro norteafricano sobre el suelo español: en Álava había por entonces dos hermanos llamados Mendibil, y Mandonio; de la casta de los celtíberos, y de ellos derivaría el apellido Mendoza, corrom­pido en el siglo XVII decía Hernando Pecha.

Este historiador de los fastos mendocinos trató de aderezar convenientemente el origen fabuloso de la casa con la gracia de hacer venir las dos ramas principales que en siglo XVII tenía los Mendoza, de ambos hermanos. Y así dice en su “Historia de la Ciudad de Guadalajara”, que de Mendívil, venían los que en sus armas traían las penelas, la hoja tierna en forma de corazón, de color blanco en campo rojo. Y comprobaba tal aserto mediante una sentencia del rey de Castilla Alfonso XI quien en 1230 había dado solución a un pleito ocurrido en las merindades de Álava, entregando finalmente la casa de Mendívil de Arriba a Juan Hurtado de Mendoza, y la casa de Mendoza de Abajo a Diego Hurtado, el hijo mayor de la misa. Del primogénito decía que descendían los duques del Infantado, y por ello eran cabeza de la casa. Y del segundo los marqueses de Almazán, también Mendoza, que querían ostentar dicha capitanía.

Es curioso comprobar cómo, a lo largo de las crónicas e historias que hablan de la casa Mendoza, uno se encuentra con nombres que se repiten muy a menudo. Así el Iñigo López, el Juan o Diego Hurtado, el Pedro González, etc. Realmente era Mendoza el apellido, y lo otro eran nombres propios, que se ponían juntos en honor de algún antepasa­do. El más popular en los siglos renacentistas fue el de Iñigo López, en honor de los primeros señores de Vizcaya, de donde realmente procedían los Mendoza. De ellos hubo varias decenas; para desesperación de historiadores y lectores de sus fastos. En algún momento de la pri­mera mitad del siglo XVII llegó a poder contarse, vivos, 15 Iñigos Lopeces, De Pedro González, nombre que tuvo con brillo, entre otros, el gran cardenal de España, puede decirse que se les ponía en honor del primer miembro de la casta que vino, a Guadalajara.

El más curioso, de estos «nombres‑apellidos» es el de Hurtado, y, los cronistas mendocinos encontraron también sus razones históricas para explicarlo. Decía Pecha que «andan siempre juntos estos dos apellidos Hurtado y Mendoza, de manera que no hay Hurtado sin Mendoza ni Mendoza sin Hurtado. Una tradición decía que López González de Mendoza, señor de Álava, dejó al morir un hijo llamado Diego López de Mendoza, a quien siendo pequeño le robaron, le «hurtaron» y lo llevaron escondido a Navarra, evitando que los Guevara le Matasen, pues andaban tras él para acabar con la familia de los Mendoza. Crecido y caballero, vengó a, la estirpe, matando al jefe de los Guevaras. Por todo ello, a éste que en realidad se llamaba Diego López de Mendoza le dieron en llamar Diego, Hurtado,  el de Mendoza.

La tropa mendocina tuvo siempre características curiosas reunien­do en su círculo gran cantidad de gentes. Guerreros unos, que sólo entendían de armas, de escudos y lanzas, especialmente los primeros fun­dadores de la estirpe: acordarse de Pero González de Mendoza, aquél que en la batalla de Aljubarrota murió por entregarle al Rey su caballo. Con Pedro murieron en, aquella batalla memorable muchos hi­jos de Guadalajara que le acompañaban. También en las guerras de Granada contra el reino nazarita se distinguieron como guerreros los Mendoza. Era una guerra renacentista, en la que se lucían plumeros y gualdrapas coloreadas frente a un enemigo que muchas veces (y recuérdese la historia final del Doncel de Sigüenza) no era tan literario como se creía.

Pero los hombres de la casa Mendoza se­ distinguieron sobre todo por su cultura, por el cultivo de las letras, las artes, la música, por el refinamiento de sus casas y criaturas. Ni la guerra pendenciera ni la beatería de algunos de  sus miembros lograron borrar ese aspecto primordial que fue el escribir y el promover libros, el levantar palacios y monasterios, el bruñir armaduras y poner estatuas en los rincones sus nombres y sus orígenes, de los que hoy levemente hemos tratado, nos han servido para conocer un poco mejor esta tropilla de gentes que hicieron a Guadalajara, para bien o para mal (yo, me inclino más por lo primero) una ciudad admirada y eternal.

Castillos de Guadalajara: el de Pioz (y II)

 

En esta semana, y tras haber dado en la pasada un somero repaso a la historia de estas viejas piedras de Pioz, vamos a entretenernos en su admiración más pormenorizada.

Trátase de un castillo de llanura, dominante de amplios horizontes desde sus adarves, y visto a su vez desde lejanas posiciones en la plana meseta de la Alcarria baja. En leve altura sobre el pueblo, del que apenas destaca sobre sus tejados, se encuentra totalmente rodeado de un hondo foso que los siglos han ido rellenando. Por la parte meridional, tenía la entrada habitual y principesca: dos machones cilíndricos fuera del foso servían para que apoyara el puente de madera, levadizo, que se dejaba caer desde el correspondiente hueco abierto en la barbacana o recinto exterior de la fortaleza. Por la parte septentrional, una estrecha puertecilla a modo de poterna permitía la entrada, o salida, del castillo directamente sobre la profundidad del foso. La escalerilla de acceso de esta poterna al recinto de ronda, es estrecha, empinada y en zig‑zag, de modo que se encuentra perfectamente defendida desde el interior.

El muro externo de la fortaleza es enormemente grueso, construido en escarpa poco pronunciada, que ha sufrido con mayor crudeza la rapiña de los aldeanos. Culmina en muralla poco elevada, con almenas y adarve al que se accedía por escalerillas desde el camino de ronda. Se completa con torreones esquineros cilíndricos en los que podían albergarse piezas de artillería, para cuyo uso aparecen orificios en forma de troneras con vanos circulares rematados en cruz, algunos de perfecto perfil. El castillo propiamente dicho, o recinto interior, es de planta cuadrada, con altos muros lisos en los que, a la altura de los pisos interiores, se abren algunos ventanales amplios. El resto del paramento solo se abre para ofrecer estrechas y alargadas saeteras que, especialmente desde las esquinas, cubren el paso de la ronda, y especialmente la entrada principal y la subida desde la poterna.

En las esquinas del castillo se alzan fuertes torreones de planta cilíndrica, rematados en leve moldura sobre la que muy posiblemente en su momento inicial se alzaban esbeltas almenas, hoy totalmente desaparecidas. En la esquina noroeste álzase la torre del homenaje, de irregular planta, cuadrada por un lado y circular por otro, en la que se preparaba el sistema defensivo último, de emergencia. Para entrar en esta torre, debía hacerse a través de otro puente levadizo, de los de tipo de brazo con contrapeso y eje central, complicado sistema que hacía muy segura la torre, a la que luego debía aún ascenderse a través de escalera de caracol interior.

El recinto interno del castillo está hoy totalmente vacío, ofreciendo los pelados muros, y las torres que ofrecen en su nivel inferior sendas puertecillas estrechas que permiten la entrada a sus cuerpos bajos, en los que sucintas saeteras cumplían la misión de vigilancia y defensa típicas.

Es muy de destacar, aunque de todos modos era algo habitual en los castillos medievales, la obligación de discurrir en zig‑zag desde la entrada a la fortaleza por el puente levadizo, hasta poder acceder a la puerta principal del recinto interior o castillo propiamente dicho. Ello obligaba a los visitantes a recorrer un buen trozo de camino de ronda, lo que permitía su reconocimiento y la defensa desde dentro.

Destacamos nuevamente, tratándose de un castillo iniciado en sus fundamentos por uno de los Mendoza más aficionado a la arquitectura, que la función de este castillo, aunque muy volcada hacia la defensa frente a un posible ataque guerrero, guarda al mismo tiempo una intención residencial, y es muy parecido, incluso en el nombre de la localidad en que asienta, al de la Rocca Pia, en Tívoli (Italia), que se levantó en 1459, y al que el arquitecto que diseñara el de Pioz, muy posiblemente Lorenzo Vázquez, italianizante al servicio de los Mendoza durante largos años, copió en muchos detalles y aun en su estructura general. No es de extrañar este hecho, máxime teniendo en cuenta que el hijo del Cardenal Mendoza, el marqués del Zenete don Rodrigo, llamó a este Lorenzo Vázquez (que luego habría de construir los palacios de Antonio de Mendoza en Guadalajara, de los duques de Medinaceli en Cogolludo y el convento franciscano de San Antonio en Mondéjar) para construir el castillo‑palacio de La Calahorra en Granada, en el que tras los severos muros de tono medieval y guerrero, escondió un delicadísimo patio y estancias cuajadas de decoración plateresca muy hermosa. Es más, no sería excesivo aventurar que para este castillo de Pioz, el Cardenal don Pedro González de Mendoza hubiera concebido un patio de estilo plateresco que, por las circunstancias del cambio de esta posesión por la de Maqueda, ya no llegó a construirse.

En cualquier caso, lo que hoy queda a la admiración del viajero y del curioso enamorado de estos viejos conjuntos de piedras remotas, es lo suficientemente espléndido como para merecer con creces una visita detenida.

La llegada al castillo, andando desde la plaza del pueblo, es sencilla y breve. La entrada a la fortaleza, a través de la abierta poterna en el muro del norte, no encierra ninguna dificultad. Puede ser visitado en cualquier época sin peligro, incluso por personas que no tengan la agilidad suficiente que otras fortalezas de la región requieren. Es, por ello, muy recomendable la visita de Pioz para quienes deseen ver castillos «en plan comodón».

Y en último lugar, me gustaría hacer una consideración sobre el destino actual y el destino ideal de este edificio. Dado que para sus propietarios actuales, gente sencilla del pueblo de Pioz, este castillo solo representa una carga fiscal sin ningún otro carácter de utilidad, es lógico que estén deseando desprenderse de él. La Administración debería adquirirlo y una vez restaurado, dedicarlo a cualquier función de dimensión pública. No hace falta dar muchas vueltas en la cabeza para recordar lo que de las ruinas de un Castillo de La Mota, en Medina del Campo, o de un Castillo de San Servando, en Toledo, se ha podido conseguir.

No hablo ya de utilizarlo para un destino cultural, pues parece que siempre es obligado referirse a ello, y no solo a estos fines pueden dedicarse estos elementos, aunque poner en él el «Museo de los Castillos de Castilla‑La Mancha», por parte de la Junta de Comunidades, no sería ninguna tontería. Podría hacer­se en él algún centro de estudios, una colonia de vacaciones infantiles, o un asilo… solo hace falta imaginación y ganas.

Castillos de Guadalajara: el de Pioz (I)

 

En estas épocas de vacaciones, en que se dispone de mayor tiempo libre para poder recorrer la tierra en la que se vive, no es mala idea visitar algunos castillos, que en la nuestra abundan, y son expresión fidedigna y atrayente de la rica historia que entre todos hemos creado a lo largo de los pasados siglos. En este sentido, vamos hoy a visitar el castillo de PIOZ, cercano a la capital, fácil de acceso y sumamente interesante por lo que hace a su historia y su estampa. Primeramente recordaremos los avatares de su erección, y luego repasaremos con detenimiento su figura.

La fortaleza de Pioz, en plena meseta de la Alcarria, es uno de esos castillos en los que apenas si la historia ha dejado huellas de interés en las crónicas que de él tratan, y tampoco aporta novedades estructurales que puedan situarle en un lugar destacable o excepcional en el conjunto de la arquitectura medieval militar. Sin embargo, para quienes gusten de evocar el pasado intrigante de un tiempo en el que estos edificios eran la sede de los poderosos, y la concreción de unas teorías sobre el arte de hacer la guerra en el Medievo, el castillo de Pioz posibilita la visión real de uno de estos ejemplos. Es todo un paradigma, completo y latiente.

Recorrer su contorno, mirando desde los diversos ángulos sus fosos, el recuerdo de su puente levadizo, el paseo de ronda y sus adarves, cruzar la poterna misteriosa, y ver la gran  torre del homenaje o las cruceadas troneras de los garitones de la barbacana, son un cúmulo de sensaciones que difícilmente pueden encontrarse juntas en otro lugar. Visitar esta antigua fortaleza, hoy silenciosa de abandonos pero repleta de motivos evocadores de lejanos siglos y epopeyas, es quizás el mejor estímulo para adentrarse con gusto en el mundo sugerente de la castillología hispana.

Ya hemos dicho que la historia de Pioz es muy escasa en acontecimientos. Perteneció esta pequeña aldea, desde los años finales del siglo XI en que posiblemente se fundó tras las iniciativas castellanas de repoblación, al Común de Villa y Tierra de Guadalajara, siendo de señorío real, hasta que mediado el siglo XV, el rey Juan II de Castilla entregó el lugar en dote a su hermana Catalina, cuando ésta casó con su primo, el turbulento infante de Aragón don Enrique. Pero este mismo Rey, pocos años después, se lo quitó alegando que su cuñado le movía guerra, y lo entregó en donación generosa a su afecto cortesano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana.

A la muerte de éste en 1458, pasó a su hijo predilecto, el que fuera gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, quien enseguida inició la construcción de un castillo, en el que muy posiblemente deseaba plasmar las ideas que sobre castillos‑palacios tenía recibidas de Italia, en orden a fraguarse para su residencia en caso de peligro político, un magno edificio a la par lujoso y seguro. En 1469, sin embargo, desistió de su idea, y puso sus miras en Jadraque y Maqueda, lugares de mayor importancia estratégica para sus objetivos, y dotados ya de sendos castillos en los que poder desarrollar más ampliamente sus ideas constructivas.

En esa fecha, el entonces obispo de Sigüenza propuso al noble castellano Alvar Gomes de Ciudad Real, secretario del rey Enrique IV,  un trato, consistente en el cambio de su villa de Pioz con el iniciado castillo, los lugares de El Pozo, los Yélamos y algunos otros enclaves de la Alcarria, por la fortaleza y villa amurallada de Maqueda. El trato aceptado, Pioz pasó a las manos de la familia de los Gomes de Ciudad Real, en la que destacaron algunos elementos como políticos y poetas durante el siglo XVI. Ellos continuaron la construcción del castillo, completándole tal como hoy lo vemos en los años finales del siglo XV. Después, y sin apenas haber servido para su residencia, y mucho menos para ser el protagonista de ninguna batalla, la fortaleza se vio abandonada, y aunque los dueños pusieron alcaide y encargados del mantenimiento de la casa fuerte, el progresivo deterioro que procura la falta de uso dio tras muchos siglos el resultado que hoy puede comprobarse.

En la próxima semana continuaremos hablando de Pioz, de este magnífico castillo en el que muros y troneras parecen hablarnos de aquellos remotos siglos en los que la guerra era una peripecia cortesana, y de la que podían sacarse poesías y obras de arte. La fortaleza gigantesca alcarreña de Pioz es uno de ésos ejemplos.

Galería de Alcarreños ilustres: José María Alonso Gamo

 

Hace tan solo unas jornadas, concretamente el pasado sábado día 23 de mayo de este mismo año, la noble villa de TORIJA honraba a uno de sus hijos más preclaros, José María ALONSO GAMO, con el homenaje de afecto de todo el vecindario, y la dedicatoria de una calle, la que le vio nacer, ahora ornada con una múltiple tesela de cerámica en la que surge su nombre en hermosas letras pintado.

Los parlamentos sabios, elocuentes y eruditos de diver­sos académicos y catedráticos, en esa hora solemne del homenaje, vinieron a dar testimonio ante los torijanos de hoy de quien era realmente el hombre al que ponían rótulo de calle. Quizás muchos otros alcarreños ignoren todavía quien sea José María Alonso Gamo, pero este inexplicable vacío de la memoria debe quedar, a partir de hoy, relleno con algunas nociones que, si breves, sean por lo menos reveladoras de su personalidad y su quehacer. A ello van encaminadas estas líneas.

Ante todo poeta, y por encima de ello, intelectual y escritor, ser humano a quien, por serlo verdaderamente, «nada humano le es ajeno». Nació Alonso Gamo en Torija, un 7 de septiembre de 1913, elegido por él este lugar, pues según explica con gracia, pasaba el veraneo su madre en la altura torijana, y esperaba dar a luz en octubre, cuando él quiso venir, antes de lo previsto, al mundo en Torija.

Estudios de bachillerato en Madrid, de Derecho en El Escorial, obteniendo su doctorado en la Universidad Central, en 1933. Luego, enseguida, la Guerra, en la que fragua (como tantos otros) su alma para siempre. Y después de ella, la vocación diplomática, la «carrera» por excelencia, y el deambular por esos mundos, representando y defendiendo a España con pluma, no ya con armas, y con el buen hacer de su corazón grande. Alonso Gamo ha recorrido buen número de capitales americanas y europeas, jubilándose no hace mucho de su último destino, el consulado de Amberes.

Pero el tránsito por los caminos de la diplomacia no le ha impedido nunca el desarrollo de su más íntima querencia. Pensar y escribir, dar en letra su agobio y su ternura. Poeta de vena lírica, moderna y tradicional a un tiempo, libros como «Tus rosas frente al espejo», «Paisajes del alma en guerra» y «Paisa­jes del alma en paz» han sabido llevar a la página chiquita y ya amarillenta de sus ediciones sencillas el pálpito magistral de su pluma, sin exageración entre las primeras de la poética hispana de este siglo. No en balde, por ella, consiguió en 1952 el Premio Nacional de Literatura, y en 1967 el «Premio Fastenrath» de la Real Academia de la Lengua por su obra Un español en el mundo: Santayana, editado un año antes.

No caben aquí, en estas líneas apresuradas y simples, la relación completa de premios y de hechuras literarias: libros de poesía, de ensayo, de biografías. Conferencias sobre temas literarios y alcarreñistas. Artículos en las más prestigiosas revistas del país. Su elegancia en todo, su pulcritud en la escritura, su perenne asechanza a la obra del clásico, que le ha llevado a ser posiblemente el más importante conocedor y estudio­so de Catulo que hoy existe en el mundo, y cuya traducción y estudio de su obra poética, todavía inédita, está pidiendo a gritos ser publicada.

De Alonso Gamo, de quien no hace muchos días me ocupaba en otra sección de este periódico comentando su reciente libro sobre el poeta alcarreño Luís Gálvez de Montalvo, solo cabe añadir, y no porque esté en el último lugar de sus virtudes, la caballerosidad y la generosa entrega de amistad que a todos ha brindado. Su biblioteca, de alejandrinos alientos, es puerto donde todos hemos alguna vez recalado; su casa y su tertulia en el paseo de la Castellana donde vive, se viste a menudo de alca­rreños horizontes para acoger a los amigos que le aplauden. Y el pálpito de humanidad y sabiduría que surge de este alcarreño insigne, y que aunque todavía vivo es ya merecedor de un busto en bronce para esta galería de los paisanos ilustres, nos envuelve cada vez que con él departimos, de él aprendemos o nos adentramos en la suave melancolía de sus versos.