Galería de alcarreños ilustres: el cuarto duque del Infantado

viernes, 19 junio 1987 0 Por Herrera Casado

 

Revisaremos a lo largo de esta y la próxima semana un personaje que, todavía no suficientemente valorado, forma la más alta expresión de lo que todos comentan pero pocos conocen a fondo como «la Guadalajara renacentista» que en pleno siglo XVI, y en los ambientes cultos españoles llegó a recibir el apelativo de la Atenas Alcarreña.

Si la historia de la familia Mendoza es interesante por muchos aspectos, tanto por su influencia en la política medieval, como por la protección que extendieron en sus mejores tiempos hacia las artes, o incluso por el cúmulo de curiosas biografías que logra reunir entre los personajes más destacados de sus mayorazgos y principales linajes nobles, hay entre ellos un interesante elemento que merece que nos detengamos unos instantes en su torno.

Se trata de don Iñigo López de Mendoza, quien hace el cuarto lugar en el turno de los duques del Infantado, y con el que más de un historiador se ha confundido al coincidir su nombre con el de su ilustre tatarabuelo, el marqués de Santillana; con el de su abuelo, el constructor del palacio del Infantado; con el de otro bisabuelo, el conde de Tendilla; con su propio nieto, también duque, y con algún otro miembro de la familia, en la que siempre existió tradición de nombre tan querido.

Nació nuestro don Iñigo en Guadalajara, en el ya concluido palacio que su abuelo decidiera levantar unos años antes. El 9 de noviembre de 1493, y era hijo del tercer duque don Diego Hurtado de Mendoza, y de su mujer doña María Pimentel, hija del conde de Benavente. En su palacio alcarreño recibió la educación que a los Mendoza proporcionaban una serie de ayos y nobles: en su caso, esta enseñanza le vino de un caballero talaverano, don Francisco Duque de Guzmán, quien debió poner en el muchacho el interés sincero y apasionado por los saberes más variados de su tiempo. Aunque no pasó en sus estudios del latín y las humanidades, salió muy aficionado a la cultura, realmente ilustrado en todo, y con un afán continuo y perdurable de estudio y protección a sus manifestaciones: una prueba más de que los títulos que manan de la Universidad no son muchas veces sino meros papeles sin sentido.

Ya en su juventud se dio una circunstancia que puso de manifiesto su carácter y su formación. En 1520 se suceden los acontecimientos en toda Castilla con la revolución y alzamiento de las tradicionales Comunidades frente al poder imperial que quiere asentar Carlos de Austria, rey legítimo de Castilla, pero que viene a esta tierra a coger impuestos y a modificar su organización y secular forma de vida. En Guadalajara ocurre una muy sonada revuelta, en la que los sublevados se acercan al palacio ducal, penetran en él y amenazan al duque (el tercero de la serie, don Diego Hurtado de Mendoza) para que éste interceda ante el emperador y respete las instituciones tradicionales castellanas.     

Entre los comuneros, figuran gente el pueblo, carpinteros, albañiles, algún letrado, y sobre ellos, como director y cerebro, el doctor Francisco de Medina, hombre sabio y prudente, pero castellano hondo que quiere llegar hasta el final. Lo verdaderamente curioso es que entre todos eligen como abanderado y cabeza visible  ‑y él acepta‑  de la revolución comunera en Guadalajara, al propio hijo del duque, el conde de Saldaña don Iñigo López, quien no consigue otra cosa que el monumental enfado de su padre, y su destierro a tierras de Alcocer. Y hasta es curioso consignar que en el camino desde Guadalajara a la Hoya del Infantado, la mujer de don Iñigo, que estaba muy adelantada en su embarazo, tuvo que dar a luz precipitadamente en el monasterio de Lupiana, naciendo allí el que luego sería ‑con el nombre de Pedro González de Mendoza‑ obispo de Salamanca y una de las mentes más lúcidas del concilio de Trento.

La revuelta pasó, y en 1531, a la muerte de su padre, don Iñigo, accedió a ocupar el puesto de duque, cuarto, del Infantado. En esos momentos, el título español que más poder y riquezas confería. Poseía más de 90.000 vasallos, centenares de pueblos, comarcas enteras de su posesión, desde las orillas del Tajo hasta la costa cantábrica. Nuestro don Iñigo, sin embargo, y siguiendo en sus ideales castellanistas, siempre quedó apartado de la corte, sin andar nunca en buenas relaciones con el emperador Carlos (que alguna vez, a su paso por Guadalajara, se aposentó en el palacio) y mucho menos con su hijo, el rey Felipe II, que para humillarle nombró señora de Guadalajara a su tía Leonor, viuda de Francisco I de Francia, decidiendo el duque irse a vivir fuera del palacio, a las casas viejas de la plaza de Santa María.