El retablo del Marqués de Santillana (yIII)

viernes, 3 abril 1987 0 Por Herrera Casado

 

Hemos de terminar esta rápida visión del retablo del Marques de Santillana con una valoración de su conteni­do, de su esencia misma. En esta semana vamos a realizar un intento de explicación no solo del significado de sus imágenes, sino de la función que le estuvo encomendada en el momento social en que es proyec­tado y realizado. Creo que, unas mas claras que otras, esta obra de arte tiene varias motivaciones: es la primera una alaban­za de la Virgen María, pues hacia ella confluyen miradas, ora­ciones, versos y ángeles. Desde el lugar central de la obra, María recibe ese homenaje de admiración y amor que el marqués, su familia, su obra poética, su corazón en suma, le ofrecen. Es por otra parte un intento de lucimiento personal de don Iñigo, para mostrar desde la pintura su producción poética, pudiendo llegar a un nivel más amplio que el de los simples lectores de libros. Incluso ha de verse en este retablo una motivación de trascenden­cia huma­nista, en intento de eterización en el mundo de la figura del marqués y su mujer. No solo quedará su imagen corpo­ral, su rostro reflejo del alma, su apostura, sino también su inequívoca intención piadosa, su ánimo caballeresco. Perma­nencia, trascendencia, salvación en el mundo de los hombres.

La lectura de este retablo tiene, de todos mo­dos, y como cualquier obra de arte, diversas lecturas. Su capacidad de comunicación, que es en definitiva lo que le confiere valor social, interés para nosotros, más allá de su innegable belleza y fuerza estética, se expresa por diversos mecanismos. Aquí propo­nemos, en mera oferta sintetizada, cuatro modos por los que acercarse a este retablo, para captar su sentido último. Una primera lectura formal nos puede dar la valoración clásica del retablo: es obra valien­te, moderna, en cuanto que ofrece unas imágenes absolutamen­te realistas, en un ambiente inédito, con proporciones y perspectivas de gran valor real. El arte hispano‑flamenco en que se inserta esta obra es la mejor alternativa al medievalismo gótico o mudéjar imperante todavía en la mitad del siglo XV. Serán los Mendoza quienes, patrocinando ese arte, ejerzan tal intento diferenciador que surge desde una clase aristocrática frente a un entorno clerical y escolástico. Este realismo permite la introducción del retrato auténtico en el arte: de ahí que sean los Mendoza también quienes inicien, al decir de Checa Cremades, la «secularización plástica de la España medieval», y con ello pongan uno de los pilares del Renacimiento humanista. En este retablo, los retratos son sin duda el elemento capital. Cobran fuerza y tamaño respecto a todo lo anterior. Ningún comitente de retablo ha llegado hasta donde el marques de Santillana lo ha hecho. Aquí radica, sin duda, todo el valor de este retablo: en la primacía que el retrato del noble adquiere. El «donante» ha aumentado de tamaño, siendo mayor que cualquier otra figura, incluso religiosa, del retablo; se acompaña de pajes, no de santos; se encuentra en un ambiente de claridad, de orden; en su torno establece un espacio propio, con caracteres de secularidad y racionalidad. Todo diría que ha buscado inclu­so pasar a la categoría, él mismo, de santo. Nunca hasta ese momento el arte había alcanzado esa meta: en un retablo, el lugar de los santos es ocupado por un aristócrata poeta. Que además pone todos los medios para que estas características, su riqueza, su caba­llerosidad, su ingenio, queden bien pa­tentes.

Pero hay otras lecturas de esta obra de arte que aquí voy simplemente, a apuntar: la lectura estructura­lista, basada en los fundamentos filosóficos de Cassirer, los antropológicos de Levy‑Strauss y los lingüísticos de Saussure, nos permite el análisis fragmentado de las partes y su reconstrucción final como objeto material, realizado por un artista, encargado por un magnate, poseedor de una belleza formal y de un mensaje múltiple. La tercera es una lectura comunicacional, hecha desde la perspec­tiva de consi­derar la obra de arte como un intento de transmitir ideas, mensajes, noticias, lecciones incluso. Existe, primeramen­te, una realidad a comunicar, la de que el marqués existe, es el señor de un territorio y de una población. Y la de que este señor es sabio, bueno, ingenioso, poeta, valeroso y muy piadoso. Además existe la necesidad de realizar esa comunicación, y por parte de don Iñigo está claro  que su imagen debe ser transmitida al mayor número posible de súbditos. Existen medios adecuados para hacer esa comunicación: la pintura, un retablo, algo que todo el mundo pueda ver en lugar muy público y frecuentado: un templo. Tiene, además, un lenguaje propio para enviar ese mensaje: La pintura del retrato, y ello es la forma mas sencilla y directa de alec­cionar a quien poco mas que sus ojos y oídos sabe usar. Se busca, en fin, el público al que se trata de enviar la comunicación: los súbditos de la estirpe mendocina. Si pri­mero estuvo puesto en un oratorio privado, durante siglos pregonó el recuerdo del magnate desde un templo abierto a todos los habitadores de Buitrago, la villa cuyo señorío ostentaba la familia de Mendoza desde más antiguo en todo el territorio castellano.

Una cuarta lectura, iconográfico‑iconológica, confor­me a las pautas establecidas por Panofsky, es sucepti­ble de realizar en este retablo. En ella se encadenan los niveles for­mal, iconográfico simple e iconológico final, dando por resultado un análisis meticuloso del estilo, los personajes y la intencio­nalidad del conjunto.

Este análisis que ha sido forzadamente sucinto debido a las características de la publicación en que se realiza, viene a completar la visión del Retablo del Marqués de Santillana que a lo largo de tres semanas hemos realizado. De todos modos, y aparte del hecho primero que perseguíamos, como era el que nues­tros lectores se informen adecuadamente del valor y el significa­do que en la historia del arte tiene esta pieza, era nuestra intención apoyar, en lo que valga esta palabra, las gestiones que puedan realizarse para que esta joya, hasta ahora olvidada, de nuestro patrimonio histórico‑artístico, no sólo permanezca en Guadalajara, sino que, muy especialmente, sea expuesta al público de una forma definitiva.