El Cardenal Mendoza, abad de Fècamp

viernes, 29 agosto 1986 0 Por Herrera Casado

 

 La tarde brumosa del Mar del Norte, en la que cada partícula del aire es agua pura, salitre, lejanía opaca, parece el lugar donde menos podría pensarse en los Mendoza. Ellos, apegados siempre a la luz firme de Castilla, al calor rebosante de Andalucía, no podrían nunca asociarse a esta parcela del paisaje centroeuropeo, a esta costa gris y apacible de la Normandía. Y, sin embargo, esta tarde me he encontrado con el recuerdo de los Mendoza, aquí, en la costera ciudad de Fècamp, en el Pays de Caux, después de pasear por los muelles poblados de marineros y curiosos, de trajinantes y orondos camiones metalizados.

Fècamp es un apacible lugar de la costa del norte de Normandía, de donde proverbialmente salieron, desde hace siglos, las flotas de bacaladeros normandos a hacer la Terranova. Las calles de limpieza absoluta, las pequeñas tiendas de aparejos, los muelles donde el mar expresa su latido: el Feycinet que mira balancearse a los barcos de recreo; el de la Marne donde se descarga el pescado fresco; el de Verdun donde entran las mercancías de construcción; los muelles de Berigny y Sadi‑ Carnot, que ven pasar las grandes cargas de madera de los países escandinavos o de Marruecos…

El recuerdo de Mendoza ha surgido en el centro de la villa: frente a la majestuosa portada de la abadía de la Trinidad. De ella fue abad honorario don Pedro González, el Gran Cardenal Mendoza. Eran, si, los anos finales del siglo XV. De su amistad con el rey de Francia, Luís XI, a quien conoció con motivo de algunos tratados, especialmente las vistas del Bidasoa sobre el asunto del Rosellón y la Cerdaña, derivo la petición de que le fuera concedida alguna abadía francesa, con el objeto de así poder servir mas directamente, con la devoción que decía profesarle, al monarca galo. En 1469, el rey Luís le concedió el abadiato de Fècamp en Normandía. El Cardenal no llego nunca a viajar hasta aquella brumosa costa, pero envió en su nombre, para encargarse del gobierno de la abadía, a su familiar y deudo don Alonso Yáñez de Mendoza.

Desde el siglo VII tuvo Fècamp abadía de monjes benedictinos, cuidadores de su mas preciada reliquia: la «Preciosa Sangre». A comienzos del siglo XI, el duque de Normandía mando llamar a los monjes negros de Cluny, en la Borgoña, para que hicieran reformación del monasterio. El propio Guillermo de Volpiano vino a Fècamp y se encargo de reformar y reconstruir el monasterio. Anos después, el arzobispo de Dol comparo a este centro con una «Jerusalem celeste», teniéndola por autentica «Puerta del Cielo». Durante toda la Edad Media fue Fècamp un gran centro de peregrinación.

 El nombre que hoy ostenta de Abadía de la Trinidad le vino por la decisión de un personaje celeste. Se encontraban (era el ano 943) reunidos los obispos normandos, discutiendo sobre el nombre que la pondrían, y en estas se apareció un Ángel que ordeno se le pusiera el nombre de «Santa e Indivisible Trinidad». Dejo su huella milagrosa posada en una piedra del templo, que hoy se conserva dentro de un relicario muy curioso, y es conocido como «la pisada del Ángel».

La iglesia del monasterio benito de Fècamp es impresionante, una verdadera joya del arte gótico normando. Tiene tres naves en su interior, y esta dividida en diez tramos que le confieren gran majestuosidad. La torre de 65 metros de altura se alza sobre el crucero. Una preciosa portada llena de decoración gótica se abre al norte. Toda ella es de los siglos XII y XIII, aunque presenta también algunos detalles de renovación en el Renacimiento y Barroco.

Estas notas breves he tomado al paso, rápido pero emocionante, por este «village» de la costa vikinga. Quizás en próxima ocasión me detenga un tanto a analizar el hecho de que nuestro Cardenal Mendoza, hombre que por esta nueva anécdota consolida su fama de ambicioso, fuera abad de tan remoto y hermoso lugar. De momento, sigo gozando de esta húmeda, fresca y sonora placidez del paisaje de Normandía, en el que la presencia del mar en sus violentos acantilados, y la campiña riente y siempre cuajada de pueblos y caseríos, es la imagen diametralmente opuesta de nuestra dorada y luminosa Alcarria, comida del sol y la sequía, pulcra de horizontes y siempre añorada.