Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

junio, 1986:

El Doncel en el Quinto Centenario de su muerte

 

Ahora que se cumple el Quinto Centenario de la muerte de El Doncel de Sigüenza, y que de tantas maneras se está recordando su figura impar, preten­den estas líneas que siguen, servir de guía mínima, sucinta y cómoda, para dirigirse, como en peregrinación íntima y obligada, hasta él silencio gris y cristalino de su capilla seguntina. El viajero debe tener noticias, pocas y ciertas, sobre esta figura y su circunstancia. Son éstas.

La conocida estatua del Doncel que se encuentra situada en una capilla de la Catedral de Sigüenza, es una de las esculturas más extraordinarias del arte universal. Realizada a fines del siglo XV por autor anónimo, representa el cuerpo reclinado de un joven guerrero que, en su descanso eterno, medita sobre un libro que sostiene entre las manos.

El personaje

La estatua representa a Martín Vázquez de Arce, joven caballero de la Orden Militar de Santiago, y noble seguntino. Sus padres eran Fernando de Arce y Catalina Vázquez de Sosa, hidalgos que poseían tierras y casas en Sigüenza y su comarca. Pero que vivieron a la sombra de los Mendoza, en Guadalajara. Y en esta ciudad fue donde el joven Martín se educó y se formó como un doncel de la corte mendocina, educado en las nuevas corrientes renacentistas, como soldado y como, intelectual.

Desde pequeño participó junto a los Mendoza alcarreños en sus cabalgadas contra los árabes del reino de Granada. Aunque muy joven, estuvo casado con dama de la que se ignora el nombre, dejando una hija, Ana, que le heredó en sus bienes y que posteriormente casaría con un Mendoza de tierras sorianas.

La muerte heroica del Doncel

En la campaña del verano de 1486 contra el reino de Granada, Martín Vázquez de Arce formaba en el ejército del duque del Infantado. Una tarde del mes de julio, socorriendo a un grupo de soldados del obispo de Jaén, que se vieron en apuros frente al enemigo, Martín Vázquez y otros veinte soldados de Guadalajara cayeron en una emboscada de los árabes en el lugar denominado la Acequia Gorda, en la vega de Granada, muriendo en aquel momento. Su padre, que le acompañaba, recogió su cuerpo y lo enterró allí mismo, trasladándolo pocos años después a la capilla familiar de la catedral de Sigüenza, donde su hermano Fernando Vázquez, obispo de Canarias, había encargado un magnífico mausoleo.

El sepulcro

El Doncel de Sigüenza se encuentra enterrado en la capilla de San Juan y Santa Catalina de la catedral de esta ciudad castellana. Consta de un gran arco de medio punto, de esbeltísimas proporciones. La cama del sepulcro, escoltaba de muy delgadas pilastrillas, descansa sobre los cuerpos de tres leones, que asoman arrogantes sus cabezas bajo ella. El frente del sepulcro se divide en cinco fajas, de diversa anchura, ocupadas por motivos vegetales, y la central muestra el escudo del caballero, sostenido por dos pajes. El Doncel se representa en reposo apoyando su codo derecho sobre un haz de laureles. Recostado, alza el torso para leer el libro que entre las manos sostiene, y meditar. Las piernas están indolentemente cruzadas. A sus pies, un pajecillo llora apoyado sobre el yelmo del caballero. Tras él, un león levanta la cabeza. La indumentaria del Doncel está magníficamente realizada, y describe al detalle el hábito del militar castellano en la Edad Media: los brazos y. las piernas se cubren de armadura metálica de piezas rígidas; el cuerpo lleva cota, que es de cuero por arriba, y de mallas metálicas abajo; su torso está aún revestido de una esclavina lisa, atada al cuello por corredizo cordón, y en el pecho se dibuja la roja cruz de la Orden de Santiago. Del cinto cuelga la daga, y sobre la cabeza, peinada al estilo de la época, un bonete de paño. Descansa el caballero todo su cuerpo sobre la extendida capa. Y entre las manos, un grueso libro abierto en su mitad, que atentamente lee y al mismo tiempo, le sirve de meditación. Como fondo del enterramiento, hay una cartela en la que, a caracteres góticos, lo mismo que en la pestaña del sepulcro, se describe la, hazaña, del personaje. En la parte superior del enterramiento se ve una tabla semicircular, obra del primitivismo castellano de finales  del siglo XV, en que aparecen juntas varias escenas de la Pasión de Cristo.

El autor de la estatua permanece desconocido. Su arte magnífico ha de proceder de algún taller de escultura de Castilla, posiblemente del que en la ciudad de Guadalajara tenía en aquellos años el maestro Sebastián de Almonacid. Pero con certeza no sé conoce la mano que talló, allá en los años finales del siglo XV, tal maravilla sobre el alabastro.

El simbolismo 

La estatua del Doncel, representa un joven guerrero en reposo. Idealiza el modo de vida de un caballero cristiano medieval. Está revestido con los arreos militares, porque su oficio es la guerra. Tiene las piernas cruzadas, en señal de haber muerto Y ser un cruzado o defensor de la Cruz de Cristo. Está leyendo y meditando sobre un libró religioso, pues su fin último es alcanzar la Gloria. Apoya su codo derecho en el ramo de laureles que simboliza la Victoria alcanzada en su batalla, Pues ha muerto en defensa de la Fe. El paje que llora junto a su casco se identifica con la Tristeza que a todos embarga su muerte. Y los leones que sostienen el sepulcro dan idea de la Resurrección que le espera.

Datos útiles

La estatua del Doncel, junto a la de sus padres, hermanos y otros familiares, forma un conjunto incomparable en la capilla de San Juan y Santa Catalina, en la Catedral de Sigüenza. Normalmente se encuentra cerrada la verja renacentista que da acceso a dicha capilla, por lo que ha de requerirse al guía, de la catedral, quien en horario de visitas, mañana y tarde, y fuera de los momentos de celebración religiosa, permitirá a quién se lo solicite el paso a la capilla y la contemplación de la estatua.

Vino y viñedos en Guadalajara

 

Una de las cosas que cambian mas deprisa, contemplando la historia como si de una película se tratase, son los modos de subsistencia de las gentes, las relaciones de dependencia de los pro­ductos, y en general los sistemas económicos en los que se fundamenta la vida de una comunidad. Ello se nos hace especialmente evidente si contemplamos el caso de la economía colectiva y las formas de vida de la ciudad de Guadalajara. Porque aunque pueda parecer imposible, nuestra ciudad se mantuvo, casi hasta el siglo pasado, muy principal­mente de una producción agrícola muy escueta, muy concreta: del viñedo y del olivo. Al menos, eso es lo que por documentos históricos colegi­mos.

Ello es, además, de muy antiguo. En la «Descripción de España» que hizo el autor árabe Mohamed‑al‑Edrisi, cuando aun la cultura islámica tenia su pleno asiento en la Wad‑al‑Hayara de junto al Henares, se nos dice que había viñedos abundantes al occidente de la ciudad, en el barranco de San Antonio o del Coquín, como ahora los conocemos.

La economía de la ciudad llego a estar basada en un amplio porcentaje sobre la producción y comercio de vino. Así lo dice expresamente una de las cláusulas de las Ordenanzas Concejiles de 1463, cuando se redacta la llamada Ordenanza antigua del vino, y en su preámbulo se dice: «En este Ayuntamiento fue largamente platicado e alterado acerca del rompimiento tan notorio que esta ciudad había en la ordenanza del vino, la qual había sido guardada de tanto tiempo aca que memoria de hombres no es en contrario, especialmente siendo esta ordenanza tanto en pro e bien de todos los vezinos de la ciudad como es la principal forma e mantenimiento de todos los mas dellos…»

Esta evidente importancia dada a los modos de regular el comercio del vino en Guadalajara, se pone de manifiesto en el texto de las mas antiguas Ordenanzas municipales de que se tienen noticia: las del ano 1379, «de cuando la villa era de una Reyna», según dice su titulo, refiriéndose sin duda a dona Leonor de Aragón, hija del monar­ca Pedro IV el Ceremonioso, y esposa de Juan I de Castilla, que en 1381 obtuvo el señorío de la villa de Guadalajara como un obsequio de su marido, pocos meses antes de terminar su vida, todavía joven y prometedora.

En el capitulo noveno de esas ordenanzas, ya se dice que todos aquellos que trajeren su vino a vender a Guadalajara, que si el vino solamente lo pasaban por el término, pero no lo vendían, no pagarán nada. En esas mismas ordenanzas, al capitulo treinta y tres, se habla de las medidas que se usarían en la villa para medir el vino. Era la cántara toledana, que admitía las subdivisiones de media canta­ra, cuarta, ochava y media ochava. Las medidas se venderían en el Concejo, y llevarían una marca concejil para saber que no eran falsas. Si los oficiales del Ayuntamiento encontraban a alguien vendiendo con medidas no oficiales, le romperían en la puerta de la tienda las medidas y le pondrían una multa de 10 maravedies.

Estas medidas levemente proteccionistas, se harían mucho más rigurosas pocos anos adelante. Así, en las ordenanzas del Concejo de Guadalajara dictadas en 1384, encontramos todo el amplio capitulo 46 dedicado al tema del vino, y que resulta muy explicativo de lo que ello suponía a la economía del burgo. Se prohíbe todo tipo de venta al por menor, «en Regatería» de vino venido de fuera de Guadalajara o de su termino. Quien tal hiciere, seria castigado con multas de 60 maravedís cada vez que cometiera el delito. Se establecen unas fechas entre las que, quizás por la falta de liquido elemento, se puede vender vino de fuera en la ciudad, aunque pagando un canon menor. Este periodo iba entre el 15 de agosto (la Virgen de Agosto) y el 29 de septiembre (San Miguel).

De estas normas prohibitivas había algunos grupos exen­tos. Por ejemplo, los judíos, que por un privilegio real podían comer­ciar con vino en cualquier parte del reino de Castilla, sin más pro­blemas. También algunos vecinos de Loranca podían introducir vino de sus cosechas en Guadalajara. Eran los herederos de García Fernández, de Fernán Pérez, de Alvar Rodríguez, de Pero Matheos, y de Romero Martínez, por cuanto Loranca había pertenecido y aun pertenecía al Común de Villa y Tierra de Guadalajara, y se tenía esa especial con­descendencia con sus vecinos. También podían introducir vino en la ciudad los productores de La Puebla de Guadalajara, localidad que existía en la vega, entre Usanos y Galápagos, y que hoy ya es despo­blado. Y asimismo estaban exentos de esta prohibición los vecinos de Yunquera. Pero salvas estas excepciones, la entrada de vino de fuera estaba rigurosamente prohibida, y eran los mismos vecinos quienes se encargaban de velar porque esto se cumpliera a rajatabla.

Además, en esas mismas ordenanzas concejiles, en el capitulo 50, se establecía la existencia de un cuerpo de «caballeros de las viñas» que no eran otra cosa que simples guardas o vigilantes atentos a evitar que se metieran por los viñedos los animales de labor, los perros, los ganados y los cazadores. Y por supuesto, que debían evitar también el hurto de las vides y de las uvas. Todo ello estaba castigado de forma rutinaria.

Pero a lo que se ve, las normas concejiles, como siem­pre ha ocurrido, caían en el olvido con el discurrir de los anos, y en momento quizás de peligro para la economía vitivinícola arriacense, el Ayuntamiento tomo nuevamente cartas en el asunto, dando en 1463 unas nuevas normas que se denominaron Ordenanza antigua del Vino por cuanto venían a ser actualización de lo que ya existía pero no se cumplía. En esencia se trataba de lo mismo: evitar la entrada a la ciudad, para ser vendidos al por menor o por mayor, vino llegado de otros pueblos o Comunes. De este modo se protegía el producido en el término. Lo que se actualizaba ahora, mediado el siglo XIV, era la cuantía de las multas, que con el paso de los anos habían quedado ridículas. Y así termina esta nueva Ordenanza Vieja del Vino diciendo: «Et otrosy, que ningunos sean osados de traer ny trasegar ny de mudar vino de una parte a otra en perjuizio de los vezinos de la dicha ciudad, salvo solamente en los mesones y tavernas desta dicha ciudad que para ello estan diputados en la plaza de la picota, so pena de que cualquiera que lo contrario fiziere que pierda el tal vino y le rompan los Cueros e derramen el dicho vino, e demas pague de pena por cada vez seyscien­tos maravedis rrepartidos en esta guisa, la una tercia parte para el acusador y la otra para los Regidores y la otra para el reparo de los muros de la dicha ciudad».

Aun siguió el tema del vino en candelero por muchos anos. En el siglo XVI se sostuvieron pleitos duros, que llegaron a la Real Audiencia de Valladolid, con las villas de la Alcarria, por este motivo. En 1507 Guadalajara gano un pleito que sostenía con Tendilla por este motivo, consiguiendo que permaneciera la prohibición de entrar el vino de fuera. Es, en definitiva, un modo de demostrar las preocupaciones de otros tiempos, en el fondo siempre movidas por los metálicos sonidos del dinero, por las fundamentales columnas de la subsistencia.

El Fuero de Antienza

 

Fue en el año 1085, que la fuerza del reino de Castilla bajo la mano poderosa y el sabio mando de su Rey Alfonso VI, se hizo dueña de un amplio sector de la meseta inferior castellana, todo el territorio comprendido en lo que Al‑Andalus había dominado como su Marca Media o Reino de Toledo. La Castilla Nueva de los cronistas de entonces hizo su aparición en la escena histórica del reino castellano. Y lo hizo con unos modos nuevos, especialmente en lo referido a la forma de constituir su sistema político, pues aunque reconocía la monarquía como única forma indiscutida e indiscutible de gobierno en la Edad Media, se sustentaban en antiguas tradiciones germánicas para invocar un modo democrático de ordenar la vida social desde la perspectiva de los Comunes de Villa y tierra. Algo desconocido en la Castilla del Norte, en los territorios de las Merindades y el primitivo Condado, donde el régimen señorial era mucho más fuerte.

La zona del sur del Duero, lo que se conoce como Extremadura castellana, y muy especialmente las tierras al sur de la cordillera central, como estas de Guadalajara, de Cuenca, de Madrid, que tienen tantas cosas en común se empezaron a regir, desde aquellos finales años del siglo XI, por Fueros y sistemas de participación colectiva en el regimiento de pueblos, de villas y de territorios, Aunque explicar este tema en profundidad ya, lo hemos hecho en algunas otras ocasiones y aquí nos desbordaría nuestro espacio disponible, sí conviene recordar que fueron los territorios o Comunes de Atienza, de Zorita, de Guadalajara, de Hita y de Molina los que dieron vida de forma muy clara a este sistema de democracia popular que se instauró en esta Nueva Castilla durante la segunda mitad de la Edad Media.

Entre los modos de dirigir la sociedad e imponer normas de común cumplimiento, los monarcas entregaron Fueros a estos territorios, en muchas ocasiones con el visto bueno de los súbditos, cuando no previamente redactados por ellos. De ahí que los Fueros estuvieron siempre considerados como las normas primeras de garantía de una libertad y una autonomía en el estar de estos pueblos. Y la costumbre progresiva de que los Reyes que iban alcanzando el Trono debían «jurar los fueros» de estos territorios como máxima garantía para ellos de que serían respetados en el futuro.

De los territorios de Guadalajara más señalados tras la reconquista está el Común de Atienza, que se extendió en una amplia franja de terreno desde la sierra central hasta el valle del Tajo. Atienza recibió un Fuero del monarca Alfonso VII, quien se destacó por el empeño decidido en la repoblación del área nueva de su reino, conquistado por su antecesor. Alfonso VI. El séptimo de los Alfonso dio Fuero a la ciudad y alfoz de Guadalajara en 1133. Y entregó la ciudad de Sigüenza en señorío a sus obispos, para que la repoblaran con mayor efectividad y garantías.

Del Fuero atencino no ha queda­do muestra. No se conserva ni se sabe dónde habrá ido a parar. Es evidente que existió, pues en algu­nos documentos contemporáneos se menciona. Así, cuando Alfonso VII, en el segundo cuarto del siglo XII, entregó Aragosa a los obispos se­guntinos, ofreció a sus nuevos mo­radores que escogieran por fuero el que quisieran, entre los que ya tenían Soria, Medinaceli y Atienza. Es más, en un documento de la misma época dado por Alfonso VII, y que se conserva en el Cartulario de la Catedral seguntina, se insistía en los límites del Común aforado de Atienza. Eran estos sus límites, de sonoros nombres medievales: «Desde la Peña Frida hasta Bordegalo, Fuente de Grado, el castillo de Diempures, y el Pico Ocejón, bajando por begindas a Nuño Fligent, la persa de Pedantes, Padiela, Modus y Oteros Rubios a Brihuega y luego a donde Guadiela vierte en el Tajo, siguiendo a Alcantud, los vados de Fentejo y Alcrite, y por Fuensanta, Peña del Buitre y Calzanegua a las torres vigías de Torre Vicente y Peña Frida otra vez.

Es difícil identificar todos los nombres reseñados en el documento, pero lo que sí es seguro es que el territorio del Común atencino alcanzaba, bordeando el Común de Brihuega, hasta el Tajo por Durón, e Incluso lo sobrepasaba, pues cuando en el mismo siglo XII Alfonso VIII entregó tierras de Morillejo a los monjes cistercienses para poner monasterio, aquéllas pertenecían al común de Atienza, lo mismo que Viana y los Montes llamados «las Tetas de Viana» o Peñas Alcalatenas, que están a la orilla izquierda del Tajo. En total venía a tener unos 150 pueblos y aldeas que se gobernaban por el mismo Código legal, cual era el Fuero de Atienza.

Poco más que dar fe de su existencia es lo que hoy podemos decir del Fuero de Atienza. Y es una verdadera pena, porque seguramente en su texto aparecerían consideraciones que, aunque semejantes a los de Sepúlveda y Cuenca, “fueros maestros” de la Extremadura castellana, Atienza tenía la suficiente fuerza y era un territorio lo suficientemente grande como para poseer peculiaridades propias. Una vez más, hemos de lamentar que la dejadez y la indolencia de los tiempos y de las gentes, y el abandono perpetuo de los archivos, cuando no su destrozo sistemático, cosa que aún se ve en nuestros días, haya privado a la historia de conocer un documento de valor capital para desentrañar con mayor precisión la razón de nuestro ser. Queda aquí el apunte de su existencia y la huellas, aunque mínimas, de su paso.

El retablo renacentista de Riba de Saelices

 

Muchas veces ha llegado el viajero, conducido entre los barranquejos de la Sierra del Ducado, hasta el bello enclave urbano de la Riba de Saelices. El pueblo se encuentra recostado sobre una suave ladera que mira al valle del rió Linares, vigilante de una las zonas con mas denso y antañón pretérito de nuestra tierra, pues en aquellos pagos moraron gentes prehistóricas, artistas exquisitos; celtiberos, árabes y cristianos pondrían finalmente su devoción en un San Felices que hoy queda recordado en su nombre y en el del pueblo cercano, Saelices de la Sal.

Muchas veces me ha servido la Riba de pretexto para lanzarme al camino y subir a la Sierra: en una ocasión fue la visita a la Cueva de los Casares, que tanta admiración causa a cuantos, conoce­dores del arte paleolítico, recorren sus galerías y admiran sus graba­dos rupestres. En otra ocasión fue la portada románica de su iglesia que, un tanto cansada de soportar durante siglos su pesadez de piedra, parece inclinarse dócilmente a un lado. Aun otra vez me sirvió la necesidad de visitar a un viejo amigo para acercarme: don Rufo, que tantas historias sabia, y tanto amaba a su pueblo y a su provincia. Pe­ro ha tenido que ocurrir un cuarto viaje para poder contemplar otra de las maravillas que atesora La Riba de Saelices, esta un poco escondi­da, pero siempre brillante y dedicada a todos. Se trata del gran retablo mayor de su parroquia, edificado con esculturas y pinturas, obra del siglo XVI, de tan alta calidad, que muy pocos se le pueden comparar en toda la provincia de Guadalajara.

Nada más tiene en su interior la iglesia de La Riba. Pero este su retablo mayor es suficiente motivo para hacerla una visita detenida. Desconocemos su autor o autores. En el pueblo se conservan los libros del archivo parroquial, pero por la rapidez del viaje y la imposibilidad de acudir de nuevo con tiempo suficiente, aun no he podido hojearlos y buscar datos referentes a esta obra, que con seguridad han de existir. Así de momento, solo cabe hacer de esta gran obra de arte su descripción y elaborar conjeturas.

Llena el retablo todo el muro de la cabecera del tem­plo. Es de estructura de fachada, colocado con un sentido arquitectónico renacentista. De forma cuadrada, lo cual es poco frecuente, la calle central sobresale muy escasamente sobre las laterales en altura. Se divide en cuatro cuerpos horizontales, y estos, a su vez, en cinco calles verticales. En el cuerpo inferior, banco o predela como se le llama, hay cuatro pinturas que muestran, por parejas, a los Apóstoles de Cristo. Destacan la fuerza del trazo y la posición de San Pedro y de San Juan. Las otras tablas del retablo están, evidentemente, alte­radas en su orden, como si se hubieran desmontado y vuelto a colocar por alguien desconocedor de la secuencia del Evangelio.

Los temas de dichas tablas son estos: cuerpo inferior, de izquierda a derecha, el camino del Calvario, la Flagelación, Jesús ante Pilatos y la Oración en el Huerto. Cuerpo medio: la Anunciación, el Nacimiento de Jesús, Jesús resucitado se aparece a una santa mujer, y la Magdalena penitente. Cuerpo superior: la Adoración de los Magos o Epifanía, una Asunción de María, otra Asunción, y la Resurrección de Cristo. La calle central esta ocupada por grupos escultóricos, y en ella encontramos, abajo, una hornacina avenerada, vacía; sobre ella otra similar, en la que aparece una talla de la Virgen, sedente, con el Niño en brazos, y arriba un Calvario de magnifica ejecución. Sepa­rando tablas, existe una prolija masonería, con abultada serie de frisos, molduras, pilastras y balaustres cuajados de decoración plate­resca de extraordinaria ejecución.

El conjunto resulta armónico, bien distribuidas las piezas y los protagonismos. Es mejor lo que lleva escultórico que lo pictórico, aunque en el aspecto popular sea más llamativo lo segundo: es más amplia la superficie del retablo dedicada a la pintura, pero la calidad de la talla, el arte del escultor, era más depurado que el del pintor. Así, los grutescos que cuajan en columnas, pilastras, balaus­tres y remates son de bastante buena factura. El Calvario que completa el conjunto por lo alto, con una forzada postura de Maria y Juan, obtienen extraordinaria calidad plástica en su totalidad. Las pintu­ras, en cambio, que son de la misma mano, adolecen de unas prisas, de una falta de cuidado en las proporciones (grandes cabezas, pequeños cuerpos) que arregla, sin embargo, con el buen tratamiento de sombras y la dulzura de actitudes. Sin embargo, no es el autor un maestro ni un consumado artista. Pero resulta hermoso el conjunto.

De sus autores, como antes dije, nada sabemos. Aunque la existencia del archivo parroquial nos garantiza que algún día llegue a saberse. Sin embargo, y dentro del terreno de las suposi­ciones, es fácil colegir que este retablo surgió de los artistas y talleres que funcionaban en Sigüenza en la segunda mitad del siglo XVI. La escuela en la que milita, y finalmente capitanea, Martín de Vandoma, uno de los mejores artistas del Renacimiento seguntino, es la que produce este retablo. Tradiciones orales sin ningún fundamento, señalan en el pueblo que este retablo es obra de valencianos, y que en El Escorial hay uno exactamente igual. Creo que esta bastante claro que, tanto en estructura como en forma de tratar las tallas, la filia­ción seguntina es patente. Del autor de las pinturas, una segunda fila comarcal, podemos decir que imita lo que Juan de Soreda hizo en Sigüenza, y es similar a lo de los maestros de Bochones, de Bujarrabal, de Rienda o de Santamera. En el círculo de Diego Martínez, que hace la pintura de los retablos de Caltójar y Pelegrina, debe encuadrarse, por ahora, el desconocido maestro de la Riba de Saelices.

Creo que con estas apreciaciones, esta descripción breve, y este aliento para visitar el pueblo, tiene el posible viajero un punto de inicio, una razón mas que le conmueva a visitar este enclave serrano, en el que una cueva prehistórica, una iglesia románi­ca, los restos de un castillo, y la amabilidad de sus gentes, son razones poderosas para empujarle a su descubrimiento.